—Ahora vete.
Estaba de pie, junto al coche. La lluvia le mojaba el rostro y los cabellos. Sonreía.
Carlos le tendió la mano.
—Adiós, Clara.
Adiós, Carlos.
Se echó un poco atrás para que el coche pasara.
—Eres bueno, Carlos.
Juan llegó temprano. Bebió una taza de leche y se acostó.
Inés desgranaba habichuelas. Clara, junto al llar, cuidaba un puchero de patatas sin mondar; lucía, en la pared, un candil de aceite.
—Tengo que decirte algo.
Inés no contestó.
—Carlos Deza me ha regalado toda la ropa de su madre.
Inés levantó la cabeza y clavó su mirada en los ojos de Clara.
—¿Por qué?
—Dice que le estorba, y pensó que nosotras podemos darle algún destino.
—¿Te la dio para los pobres?
—No, entiéndeme. No me la dio para nadie, pero yo le dije que quizá alguna de aquellas piezas nos sirvieran, y que si podíamos quedarnos con ellas. Él, entonces, me dijo que me las había regalado
a mí
para que hiciese de ellas lo que me pareciera.
—Hay mucha gente a quien socorrer.
—Sí, pero yo estoy desnuda.
Señaló la camisa y las bragas puestas a secar en una cuerda cerca del fuego.
—No tengo más que eso.
—Bueno.
Inés volvió a sus habichuelas.
—Tengo que pedirte algo, Inés.
—Di.
Clara corrió hacia ella, se arrodilló a su lado, le cogió las manos. —Hay un abrigo negro, muy bueno, y un traje de seda antiguo. ¡si tú quisieras arreglarlos para mí! Basta que los cortes. Yo los coseré, aunque tenga que quedarme hasta las tres de la mañana. ¡Compréndeme, Inés! Yo no voy a ser monja. Quiero tener ropa decente, y no andar huida y avergonzada.
—Lo haré.
—¡Oh, Inés, cuánto te quiero!
Le besó las manos. Inés la apartó suavemente.
—No, Clara.
—¿Por qué no me dejas que sea tu hermana?
—Lo eres, pero no más que otra cualquiera.
—Los otros también besan la mano que les hace favor.
—Las mías no te lo hacen.
Clara permanecía en cuclillas frente a ella; imploró, todavía, una sonrisa o una mirada de amor, pero los ojos de Inés parecían buscar algo inefable más allá de las sombras. Se levantó con desaliento y volvió junto al llar.
—¿Cuándo te vas al convento?
—Cuando Dios lo disponga.
—¿Tienes ya reunida la dote?
—No.
—Voy a vender algunas de esas ropas, y te devolveré cinco duros que te he robado… hace tiempo.
Las manos dé Inés se detuvieron, pero no alzó la cabeza, ni miró a su hermana, ni respondió. Clara puso la sartén sobre las trébedes, frió unos pescados y los repartió en tres platos, con las patatas. Cortó tres rebanadas de pan.
—Aquí tienes tu cena.
Cogió otro de los platos y salió. Al fondo del pasillo entró en una habitación apenas alumbrada por una mariposa.
—Mamá.
La vieja olía a anís. Dormitaba en un sofá, medio tapada con un abrigo. Abrió los ojos.
—La cena, mamá.
Se sentó junto a ella, la irguió y le dio la cena como a un niño pequeño: un trozo de pescado, un trozo de patata, un poco de pan. La vieja abría los ojos y la miraba como a una desconocida. De vez en cuando canturreaba.
—Ven a acostarte.
La llevó hasta la cama, la desnudó —una cama revuelta y sucia—. La dejó bien arropada; recogió el plato y el cubierto.
—Hoy no dormiré contigo —dijo en voz alta.
La madre respondió con un gruñido.
Al regresar a la cocina, Inés había marchado. Clara cenó, fregó la loza y se lavó las manos, una y otra vez, y se las frotó con piedra pómez, hasta que desapareció el olor a pescado, hasta borrar el último resto del tizne de las ollas. Dejó la loza lavada en el fregadero; salió, y volvió, a poco, cargada con una máquina de coser; trajo también un quinqué, lo puso sobre la mesa, junto a la máquina. Por última vez salió, y, al regresar, cerró con una tranca la puerta de la cocina. Echó sobre la mesa unas piezas blancas, eligió una, la deshizo, cortó de los retazos unas bragas, las cosió a máquina. A ratos cantaba. Se sentía empujada por una alegría inmensa, que la hacía cantar, que, sin canciones, hubiera estallado en sollozos. Tuvo hambre; cortó una rebanada de pan y la untó de aceite y sal. Comía un bocado y la dejaba sobre la mesa. Hurgó en la ropa, buscó de dónde sacar unas puntillas y las pegó a los bordes de las bragas. Cuando hubo concluido, las alzó bien alumbradas y las contempló largo rato, estremecida de contento; las hubiera besado. Sentía que su piel las apetecía, que necesitaba de ellas, encerrarse en ellas, acaso protegerse; se acercó al llar y se desnudó junto al rescoldo, se vistió las bragas y un camisón antiguo, corto y ancho, con muchos encajes, largo de mangas y oliendo a viejo. Con el quinqué en la mano paseó la cocina, tiritando, sin dejar de sonreír; miraba su sombra en la pared, único espejo, y en la sombra se encontraba airosa; pero se miró también adentro, y se halló distinta, como que algo tan importante como su destino había cambiado: porque ahora, por virtud de aquellas bragas limpias que oprimían suavemente sus caderas, ya no sentía necesidad de venderse a Cayetano. Lo recogió todo, atravesó el pasillo sin hacer ruido y salió a la escalera. Había una puerta con la llave puesta. La abrió y se cerró por dentro.
Había armado en un rincón la cama verde, de angelotes pintados. La contempló, la rodeó, corrigió su postura sin dejar de cantar. Por fin apagó el quinqué y se metió en la cama.
Sonó, lejano, el reloj de Santa María.
—¡Las dos, caray! No va a haber quien me levante.
Recogió las piernas dentro del camisón y se persignó. Estaba fría la cama, pero las mantas pesaban dulcemente. Metió la cara dentro del embozo. ¡Qué delicia! Sola, en una cama limpia, con sábanas bordadas, de lino moreno. Un encaje le rozaba la oreja; se restregó contra el encaje por el gusto de sentirlo.
Carlos era bueno.
Tenla frías las rodillas y los pies. No podría dormirse si no se calentaba en seguida. Hacía falta echarse algo sobre las piernas: el abrigo que Carlos le había dado, porque la otra manta estaba en el rincón con el resto de la ropa. Pero le dio pereza incorporarse, destapar los hombros calientes. Se arrebujó más. El calor salía del pecho, alcanzaba a los brazos y al vientre. Esperando un poco, llegaría a las rodillas. Frotó un pie contra otro, la planta fría contra el empeine, menos frío.
Carlos no era tan feo —fijándose bien— como a primera vista parecía.
Un pie contra otro; las cálidas palmas de las manos contra las rodillas. Un estremecimiento subía por los brazos y se desvanecía cerca del hombro, pero temblaba todo el cuerpo. Las rodillas y los pies parecían ajenos, separados, pero el resto del cuerpo lo sentía suyo, su sangre lo paseaba y lo calentaba. Todo, menos los pies y las rodillas, participaba de aquella felicidad de sentirse sola, caliente y limpia. Si recogía la manga del camisón, una cosa suave rozaba la piel, y la suavidad le recorría el cuerpo entero, como el olor que entraba por sus narices y parecía llegar al fondo de las entrañas.
Sí; Carlos había estado un poco estúpido.
¡Qué pesadez, los pies fríos! Las piernas, cansadas, querían estirarse y quedar quietas. La cama estaba más fría por allá abajo. Sacó el brazo y alcanzó el abrigo. Se tapó con él desde la cintura. Pesaba: cuando se hubiera calentado, lo quitaría. Pesaba y daba calor a las caderas, pero podía estirar las piernas, ponerse de lado, acostarse sobre el pecho y el vientre, aunque el camisón —tan corto— se arrollase por encima de los muslos. Metió los brazos debajo de la almohada, tocó con los dedos los hierros de la cama. Los retiró en seguida.
La habían conmovido aquellas palabras de Carlos: «Porque tienes derecho al secreto de tus pecados».
En medio del cuerpo caliente, algo golpeó con golpe suave —
tus pecados
—. Y del lugar golpeado salieron olas lentas de deseo, súbitas oleadas que invadieron el cuerpo, poco a poco, hasta las rodillas, hasta los pies remotos. Dobló los brazos bajo el pecho, escuchó el rumor de la sangre.
Carlos.
—No. Esta vez, no.
Esta vez, no; pero la marea lenta no le obedecía. Subía hasta los pechos, hasta la garganta, hasta los labios. Movía los brazos, tiraba de ellos hacia abajo. Era como si un dragón enorme y oscuro se hubiese metido en ella, como si sus garras la recorriesen por dentro y le apartasen las rodillas.
—¡No, no! —Y otra vez—: ¡No, no! —pero ya no mandaba en sus manos—. ¡Carlos! —gritó como un sollozo; y pensó en él como si fuese un san Jorge que viniese a librarla del dragón. Pero Carlos no estaba, y el dragón la aprisionaba, le mordía ya en las entrañas.
La
Rucha
vieja despertó a Carlos con el desayuno. Mientras se lo servía, explicó que doña Mariana había marchado, muy temprano, de viaje, y que probablemente no volvería hasta el día siguiente, porque había llevado consigo a la
Rucha
moza.
—Dijo que no se despidió por no despertarle, y que le dispense.
Tenía por delante todo un día sin obligaciones, todo un día de libertad.
Hizo la maleta y la trasladó, con todo lo suyo, al carricoche.
—¿Es que se va el señor? —le preguntó la
Rucha
, amilagrada.
—Cambio de casa solamente.
—La señora lo va a sentir mucho. Ya se había encariñado.
Bajo un alpendre, en la playa, una mujeres cosían redes y hablaban a gritos. Unos críos descalzos jugaban bajo la lluvia. Al pasar el coche, uno de ellos, atrevido, le preguntó si le llevaba un rato. Carlos le dejó subir y lo condujo hasta la cuesta, entre la mirada sorprendida de los otros rapaces.
—¡Hala! Ahora, vuélvete.
El crío agradeció el viaje con un guiño; saltó a la carretera.
Más adelante se tropezó con la madre de Rosario, que hizo como que no le veía y pasó sin saludar. Por la hora, y por el cestillo que llevaba, debía de ir al astillero con las eornidas.
Pasó el resto de la mañana acomodando su ropa en el armario. Se tumbó después en la cama y se demoró un rato en ella. Analizaba las manchas de la pared como test de psicoanálisis.
Bajó a comer temprano, y lo hizo en silencio.
—¿No me han traído ningún recado? —preguntó a la
Rucha
.
—Nadie vino, señor.
Habían pasado dos, quizá tres días, desde su visita a Rosario. El encuentro con Clara le había hecho olvidarlo, pero ahora se le recordaba. Rechazó el café que le servía la
Rucha
.
—Gracias. Iré al casino. Si viene la señora, mándeme recado. —¡Ah, no se preocupe! La señora no vendrá. Cuando lleva a mi hija, es que piensa dormir fuera.
En el casino habían empezado las partidas. Saludó y se sentó junto a una mesa de
tresillo
. No parecía que hubiese sucedido nada de particular. ¿Sería posible que Rosario hubiese ocultado a Cayetano la visita, o era Cayetano quien lo callaba?
Hablaban, de una mesa a otra, don Baldomero y un sujeto llamado Cubeiro, que llevaba en arriendo la bomba de gasolina. Se concertaban para una merienda, aquella misma tarde; se desafiaba a quién comería, a quién bebería más.
—¿Por qué no viene con nosotros, don Carlos? —le propuso don Baldomero.
—¡Una gran idea, ya lo creo! —añadió Cubeiro—. Véngase con nosotros, con los grandes
kulaks
.
Debía de hacerle gracia su propia frase, porque rió ruidosamente.
—¡Los grandes
kulaks
! ¡Ya lo creo! El juez, el boticario, el mandamás del pueblo, y aquí, don Lino, si se digna acompañarnos.
—Conmigo cuenten, si hay langosta.
—¡Mariscos y ribeiro, por un tubo! ¡No tiene más que pedir, don Lino! ¡Somos los grandes
kulaks
de Pueblanueva!
Le bailaban los ojos, rojizos y malignos, con una chispa de burla.
—Anímese, don Carlos. Las langostas las pone el juez, que se las regalaron por fallar una cuestión con injusticia. ¡Ya lo creo! Cosa de fincas. El demandante tenía razón, pero no se le ocurrió anticiparse con las langostas.
El juez municipal dejó las cartas sobre el tapete y miró a Cubeiro con severidad.
—Como sigas diciendo tonterías, te meteré en el calabozo.
—¡En el calabozo! ¡Vaya! ¿No somos iguales, o qué? Yo robo en la gasolina; tú, en el juzgado, y aquí, don Baldomero, en el bicarbonato. Los que no pueden robar, como don Lino y don Carlos, vienen de invitados. ¡Ya lo creo! Grandes
kulaks
honorarios.
La merienda empezó después de terminadas las partidas, hacia las seis y media, en una taberna de las afueras. Cayetano mandó aviso de que se retrasaría, y que fuesen merendando.
—Ya ve, don Carlos, si hay igualdad. Cayetano es el amo. Nos puede matar a todos de hambre y, sin embargo, con la mayor cortesía, nos permite ir comiendo. ¡Así da gusto! Pero yo doy gracias a Dios de que mis hijas sean feas, porque si fueran guapas se acostaría con ellas con la mayor cortesía. Claro que, mientras tanto, mi señora y yo podíamos ir comiendo.
—Podrías callarte, si estás borracho.
Cubeiro bebió, de un trago, una gran taza blanca llena de vino turbio.
—¡Vivan los grandes
kulaks
! Va la segunda taza a la salud de Cayetano, dueño y señor, con derecho de pernada reconocido por las autoridades de la República.
Le arrojaron a la cabeza una pata de lubrigante. Empezó a chillar. Poco después roncaba en el suelo, con la cabeza apoyada en un banquillo. Los demás cantaban, a tres voces, una copla gallega. A la mitad se pusieron a disputar porque alguien desafinaba.
—Usted, don Carlos, que toca el piano, ¿no es verdad que don Aquí canta la segunda voz en vez de la primera?
Cantaron de nuevo, para probarlo, pero la llegada de Cayetano interrumpió la copla.
—¡Hombre, Carlos, estás aquí!
No parecía enterado de la visita a Rosario. Le palmoteó la espalda afectuosamente y se sentó frontero. Sus ojos brillaban, alegres, a la vista del enorme centollo que le habían reservado.
A las nueve y media habían terminado los mariscos, las tortillas de patatas y una inmensa fuente de bistés con salsa. Trajeron flanes.
El juez hizo temblar el suyo, con sonrisa pícara.
—Siempre que como flan me hago la idea de que muerdo a una mujer.
Lo que siguió de conversación versó sobre mujeres. Don Baldomero, medio borracho, contaba chistes verdes. Cubeiro, en su media lengua oscura, intentaba que el boticario revelase la verdad sobre si cierta dama de la localidad se rellenaba o no el buche de algodón en rama, como decían las malas lenguas; pero don Baldomero se hacía el sueco. Por desviar la conversación, interrogó a Cayetano: