—¿Eso es también una obligación moral?
—En mi caso, no. Recuerde que no me parezco a Cayetano.
—Tienes que ofrecer dinero a esa chica. Es decir, si con dinero se evita lo que tú llamas su destino.
—Temo que si le doy veinte duros se considere comprada, y yo no puedo comprar a la hermana de un amigo; ni sé tampoco si me sentaría bien considerarme propietario de una mujer.
—Pues tienes hasta el verano para encontrar una solución.
Aquella noche Carlos pensó largamente en Clara. Repasó los recuerdos, y en el recuerdo destacaba, aislado, su enorme atractivo sexual, como si de todo lo que Clara era y de todo lo que en ella había, sólo aquello le importase seleccionar. Al darse cuenta, se inquietó. Casi un mes antes había escrito a Zarah: «¿Es posible que tú, tan perspicaz, no hayas adivinado lo poco que me importa el placer?». Ahora resultaba que una parte de sí mismo, cuyo dominio no había ensayado, se orientaba decididamente hacia el placer, o quizá guiaba sus actos sin que él mismo lo advirtiese. ¿Había verdaderamente invitado a Rosario a ser su criada sólo por fastidiar a Cayetano, o porque le gustaba? Se sintió indefenso. Si Clara, en vez de ser una muchacha instintiva y fundamentalmente honrada, tuviese un átomo de picardía, a la vuelta de un mes de familiaridad, que no hubiera podido rechazar, se encontraría cualquier mañana convertido en seductor de la hermana de su amigo. La palabra «seductor» le hizo reírse de sí mismo, pero en el fondo de su corazón sintió gratitud hacia Clara.
Vinieron a avisarle, por la mañana, de que la sillería estaba ya tapizada. Dijo que la llevasen directamente a su casa. Doña Mariana consideró que le hacía falta una alfombra, y mandó que bajasen de la bujarda las que tenía retiradas, para que Carlos viera entre ellas si alguna le iba bien a la tapicería. Sugirió también la conveniencia de adornar con unas porcelanas la repisa de la chimenea, pero Carlos rechazó el ofrecimiento como una frivolidad.
—Llévate, entonces, algún cuadro, o algún grabado. No hay nada más inhóspito que una pared desnuda.
Pero Carlos había visto en su casa cuadros y grabados en buen estado, y se refirió a una serie que, de niño, le gustaba, y que pensaba ahora trasladar a la torre. Doña Mariana se conformó con el regalo de la alfombra.
—¿Cuándo piensas marcharte?
—Cualquier día. Quizá mañana.
—No pensarás guisarte tú mismo.
—¿Por qué no?
Doña Mariana se echó a reír.
—Vives en la luna. No creo que sepas freír un par de huevos a derechas. Si haces esa vida, te convertirás en un salvaje.
—¿Por qué un salvaje y no un asceta?
—Para mí es igual. No me opongo a que te vayas, si lo necesitas; pero exijo que vengas a comer conmigo diariamente, y que uses de mi casa para no perder ciertos hábitos civiles, como bañarse. Estás en situación de comprender la importancia moral de un baño caliente. Y ya que salió esto, reclamo también el cuidado de tus camisas. No creo que nada de esto coarte en lo más mínimo tu libertad.
—¿Por qué piensa usted en ella?
—Porque es lo que te preocupa, hijo; eso salta a la vista. Y no es que me parezca mal, porque estás en edad de ser libre. Lo que me choca es que hayas elegido este agujero.
Aquella tarde, después de comer, Carlos subió al pazo. Los albañiles se habían despedido al mediodía, encaladas ya las paredes. La sillería y la alfombra debían estar en el zaguán. Allí estaban, pero, junto a ellos, vio un par de zuecas blancas. Subió de unas zancadas, fue al cuarto de los armarios. La puerta estaba abierta. Clara, de espaldas, ordenaba un montón de sábanas. Se volvió al oírle. Dijo tranquilamente:
—Me pidió Inés que viniese a guardar esto. Ayer quedaron a ventilar. Ya casi he terminado.
—Yo lo hubiera hecho.
—No es cosa de hombres.
Siguió doblando sábanas y guardándolas. Eran de las pequeñas. Cuando llegó el turno a las grandes, pidió ayuda a Carlos.
—Has hecho bien en venir —dijo él—. Sin ti, me hubiera visto negro para doblarlas.
—¿Ves? Fue una buena idea. En seguida terminaré y te dejaré solo. Juan está mejor, ¿sabes? Esta mañana bajó al pueblo.
Le hizo algunas recomendaciones de orden doméstico: la conveniencia de dejar abiertos los armarios durante una temporada, y de guardar en ellos, en cuanto fuera posible, manzanas o membrillos, para que la ropa perdiese el olor a cerrada.
—Por cierto, hay que abrir también tu ropero. Está lleno.
Lleno de ropa femenina, anticuada. Clara miró con envidia los trajes, la ropa blanca. Adelantó la mano y acarició unos encajes.
—¿Por qué no te lo llevas? Yo no lo necesito.
Fue una idea repentina, pero comprendió que debía habérsele ocurrido antes. Lo dijo, sin embargo, con voz indiferente.
—¿Yo? ¿Todo esto?
—Sí. A mí me estorbará.
—Pero ¡si vale lo menos cien duros!
—Siento que no valga mil pesetas.
Clara cerró el armario de un golpe.
—Gracias. No lo quiero.
«Soy de una torpeza incalculable», pensó Carlos. Tenía que arreglarlo, aunque fuese trayendo la conversación al terreno que hubiera querido evitar. Aunque tuviese que mentir.
Clara, sin mirarle, se ponía el abrigo.
—Espera. No te vayas todavía.
Ella alzó la cabeza, le miró con rencor.
—¿Qué me quieres?
—He pensado en ti mucho tiempo. Venía dispuesto a llevar a tu casa lo que acabo de ofrecerte.
—No quiero limosnas.
Se acercó a ella. Clara retrocedió otro tanto, hasta quedar acorralada contra el hueco de una ventana.
—Por favor, Clara. Ayer reprochabas a tu hermano su orgullo.
—Tengo el mismo derecho, ¿no?
—Tienes el mismo derecho a equivocarte, ¿quién lo duda? Pero ayer obrabas de otra manera.
—Ayer no sentía por ti lo que siento ahora.
Carlos se apartó —así, de cerca, Clara olía a piel limpia y saludable. Buscó una silla, pero no se sentó.
—He pensado en ti, y he comprendido que, desde ayer, tengo contigo algo parecido a una obligación. Entiéndeme bien, no una obligación que exija nada de ti, gratitud y otra cosa, sino el deber de evitar eso que, según me dijiste ayer, esperas como inevitable. Y no porque seas hermana de Juan, ni porque seas tú. Tendría el mismo deber con cualquier otra muchacha.
A Clara le dio un súbito y breve ataque de risa.
—¡Estás listo! Más de cien esperan lo que yo, o algo parecido. Menos mal que son muchas, y que un hombre solo no da para tanto; pero ten la seguridad de que unas cuantas lo van a conseguir. ¿Qué pretendes? ¿Ir una por una, a ver si lo remedias?
—Ninguna de ellas esperó de mí el remedio. Tú, sí, al menos unos instantes. Tú, además, me has dicho lo suficiente para saber que no lo has buscado, que no lo deseas, y que no será tu felicidad.
—Eso es cierto.
—Entonces, ¿por qué rechazas lo que te ofrezco? ¿Porque es pobre y poco?
—¡No seas imbécil! Ayer he llorado de envidia delante de este armario.
—Pero no me has dicho: dámelo.
—No sé pedir. Yo no sé más que comprar al fiado. ¿Querías que te dijese: me llevo esto y ya te lo pagaré? ¿Con qué? Yo no puedo pagar más que de una manera.
—Estás sacando las cosas de quicio. Nadie habló de comprar ni de pagar. Tampoco de limosnas.
—¿Cómo le llamas entonces?
Carlos dio una patada en el suelo. Retumbó el entarimado, tintinearon las figurillas de una consola.
—Te empeñas en ponerlo difícil.
—¿Yo? ¡Cuando dijiste «llévate esto», a poco te abrazo! No pensaba entonces en compra ni en limosna. Me parecía natural que me lo dieses y que yo lo aceptase. Simplemente, era mucho. Te hubiera dicho: no todo, sino esto y esto, que me basta. Eres tú quien lo estropeó.
—Vuelvo a pedirte que te lo lleves, sin pensar si es mucho o poco. Te ruego, además, que aceptes una cama con todas sus ropas.
—¿Una cama? ¿Para qué?
—Tienes derecho al secreto de tus pecados.
—¡Oh, Carlos!
Le volvió la espalda y apoyó la frente contra el vidrio de la ventana.
Carlos no se movió: se limitó a esperar el resultado. Clara lloraba. Podía ser de indignación, pero lo más probable era que el golpe teatral hubiese hecho su efecto.
Pasaron unos minutos. Clara se restregó los ojos con el dorso de las manos, pero permaneció todavía apoyada la frente en la ventana.
—Bien. ¿Me ayudas a vaciar el armario?
—Deja. Yo lo haré. Pero vete ahora.
Carlos se entretuvo en subir la sillería del zaguán a la habitación de la torre. Pasó unas cuantas veces por delante de la puerta abierta de la sala. Clara permanecía en el hueco de la ventana; pero, a la tercera o cuarta vez, la vio arrodillada delante del armario, y, junto a ella, la ropa en montones. «¡Me hará falta un paño grande para hacer el lío!», dijo; y Carlos le respondió que ya aparecería. Ensayó la colocación del sofá, acomodó la alfombra, distribuyó butacas y sillas. La habitación cobraba un aire civilizado, casi mundano. Fue en busca de Clara.
—¿Quieres ver cómo ha quedado mi cuarto de trabajo?
Se la llevó con ese pretexto. La hizo merendar consigo de lo que doña Mariana mandaba poner en el cestillo cada vez que subía al pazo. Recorrieron, por fin, las alcobas, en busca de una cama. Adrede dejó Carlos para el final la que había sido su cama de niño, estrecha, de hierro pintado de verde, perillas de bronce y unas placas, a los pies y a la cabecera, con guirnaldas y angelotes juguetones.
—¡Es preciosa! —dijo Clara.
La desarmaron, la transportaron al zaguán con su jergón y su colchón. Había que cargarla en el coche con todo lo demás.
—No quiero que lo sepa nadie, Carlos.
Convinieron en llevarlo de noche, hacia las nueve, cuando todavía Juan no hubiera regresado.
—Hay una habitación vacía junto a la escalera. Lo guardaré todo allí.
Y en seguida:
—También puedo quedarme allí. Nadie se preocupa de dónde duermo. En cuanto llegue a casa, vaciaré esa habitación y la limpiaré. Es pequeña, pero tiene una ventana que da a la era.
Se marchó al atardecer. En el zaguán, mientras se ponía las zuecas, Carlos le dijo:
—¿Quieres ir conmigo al cine mañana por la tarde?
Clara, sorprendida, quedó con una zueca en la mano.
—Sí. Quiero que nos vean juntos. También te llevaré a casa alguna noche, cuando bajes a comprar el pescado. Así, el peluquero dejará de esperarte en el camino.
—Pero ¿por qué, Carlos?
—Todo por lo mismo: ese deber de que te hablé.
—¿Tanto odias a Cayetano?
—¿No concibes que pueda hacerlo por sentido del deber?
—No entiendo de eso. Las cosas se hacen porque se quiere o porque se odia. Tú no puedes sentir por mí más que desprecio; todo lo más, compasión.
—En cualquier caso, ¿lo aceptas?
—¡No, mañana, no! —interrumpió Clara—. Espera al domingo. Entonces habré arreglado el abrigo de tu madre y podrás ir conmigo sin avergonzarte.
Cuando Clara marchó, Carlos permaneció arrimado al quicio de la puerta. Ella se volvió una vez y dijo adiós con la mano. Se perdió en el camino. Anochecía. Carlos subió a su cuarto, se asomó a la ventana y miró al pueblo hundido en el valle. Se encendían, una a una, las luces.
El aire, bajo las nubes, estaba claro, y las gotas de lluvia caían gruesas y espaciadas. Llegaba, de la mar, el viento del oeste: silbaba en la esquina de la torre, meneaba las hiedras y los árboles. Encendió un pitillo y buscó algo en qué pensar, algo que distrajese su fantasía del recuerdo de Clara, que borrase aquella sensación que le había dominado y que ahora estallaba y le encendía la sangre. Como la noche anterior, le venían del fondo de su ser clamores de deseo, y tenía que protegerse contra ellos.
«En menudo lío me he metido» —ya estaba hecho, ya estaba comprometido. La llevaría al cine, y, algunas noches, iría con ella por la carretera, hasta el portal de la era, portal sin puerta, dos columnas medio caídas—, y sentiría el olor de su piel limpia.
Bajó al zaguán y trató de acomodar en el carricoche la cama, el colchón y el atadijo de ropa. No fue fácil. Lo consiguió, finalmente; sudaba. Enganchó el caballejo y, antes de marchar, recogió el cestillo de la merienda y echó un trago de vino.
Fue dando un rodeo —sin prisas, era temprano—. El viento sacudía la capota del coche, la lluvia golpeaba las ancas del caballo con espaciado rumor; sonaban juntos los cascabeles y los cascos contra el camino. Poco a poco, los ritmos se acordaron —los cascabeles, el viento, la lluvia y los golpes de su corazón— hasta hacerse un solo ritmo, como si alguien, desde el infinito, ordenase el compás, como si entrase en su sangre y la dominase y la hiciese subir al cerebro y oscurecerlo. Perdió la conciencia de sí mismo, se sintió uno con el viento y la lluvia, y con los cascabeles y el caballejo, y, como ellos, conducido. Fue un instante fugaz: hubiese durado, y oiría la voz que le ordenaba como él ordenaba al caballo. Pero el pensamiento se hizo repentinamente lúcido. El viento, la lluvia, los cascabeles y su propio corazón recobraron el ritmo singular: fueron viento, lluvia y cascabeles, distintos de él mismo, cada uno con su ley. Supo lo que había pasado y le entró comezón de analizarlo, de despedazarlo, para convencerse de que no era más que una ilusión musical, de que nadie le conducía desde una distancia infinita. En todo caso, de que podía detenerse y dar la vuelta y decir no a la voz lejana que no había podido escuchar. Tiró de las riendas, y el coche se paró. Pero rió en seguida y restalló la fusta en el aire.
—¡Arre,
Bonito
!
«Tengo que pensar sosegadamente en mi situación. Aunque haya de aceptar la idea de la casualidad, necesito desprenderme de este sentimiento sumiso. Estoy tan acostumbrado a que me manden, que, cuando nadie lo hace, cuando empiezo a obrar libremente, mi espíritu crea mitos.» Clara esperaba ahora, cobijada bajo un paraguas de hombre, o acaso cubierta con un saco. Él estaba allí en virtud de razones concretas, unas que aceptaba, otras no; unas que conocía, otras adivinadas. Pero los movimientos de su voluntad eran independientes.
—¡Eh, Carlos!
Clara se había cobijado en el tronco hueco de un castaño. Saltó al coche y se sentó a su lado.
—No está más que Inés, y no se entera.
—Puede llegar Juan.
—No te preocupes. Descargaremos en seguida.
Se detuvieron. Indiferente a la lluvia, Clara descargó el coche y metió el regalo bajo un alpendre.