—Cayetano —dijo— me tenía disgustado hace tiempo, por la cuestión de ser unas veces criado y otras esclavo. Yo pasaba por todo: que se riera de mí y que me diese de patadas. Hay hombres que hemos nacido para que nos muelan a palos, y cuando es así, no hay qué hacer. Pero otras cosas no se aguantan.
Dio una chupada corta al cigarrillo, y luego otra. Miró a Carlos, esta vez de frente.
—Paso también por la cuestión de que me use de correveidile. Que si hoy iré a las ocho. Que si hoy no iré. Pero la cuestión de tenerlo a uno bajo la lluvia horas y horas, en una noche de invierno, no se le hace a un cristiano.
Hizo una pausa, como esperando respuesta o, al menos, una señal de comprensión; pero Carlos no se movió ni dijo nada.
—Usted no sabe lo que es una noche de invierno, lloviendo a chuzos, por esas corredoiras, y bien alerta, para cumplir con la cuestión del mandato sin que escape detalle. Y si hay que correr, correr; y si hay que esperar, esperar.
—No obstante, te quedan huelgos para tocar la flauta —respondió Carlos, con sonrisa avisada.
El rostro de Paquíto resplandeció de alegría.
—¡Naturalmente! Usted la oyó, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y entendió lo que quería decirle?
—No.
—Si hubiera prestado atención a la cuestión de la flauta, no harían falta ahora estas explicaciones. La flauta decía bastante.
—Con el viento, no se oía bien.
—Eso debía de ser: la cuestión del viento. ¡Condenado ciclón! Entonces ya no hace falta explicar más.
—Creo que sí. No olvides que apenas oí la flauta.
Paquito se rascó la cabeza.
—Mire: no sé si me saldrá bien la cuestión de explicarlo. Pero la verdad es que, a eso de las nueve y media estaba yo sentado ahí fuera, debajo del alpendre, porque llovía, y empecé a pensar: si sigo con Cayetano, es cuestión de irle con el cuento. Pero, la verdad, no me parecía bien. Yo seré un loco, pero hay cuestiones en que la cosa está clara. Ir con el cuento, por esta vez, no era de hombre cabal. Y, entonces, empecé a dar vueltas a la cabeza; venga a llover y yo venga a pensar. Salí de aquí, dejé a la moza en su casa, y seguía pensando. Hasta que, por fin; se me ocurrió el arreglo. Por eso volví y toqué la flauta, para que usted se enterase. Si yo venía a vivir con usted, estaba obligado a usted, no al otro, y podía callarme. Me fui al astillero, puse la ropa a secar, y, en cuanto tocó la sirena, cogí el petate y me cambié de casa. Y aquí estoy. No tengo que contar nada a nadie. Es cuestión, en cambio, de guardar un secreto. ¡Ah! Y cuestión de una puerta. Usted tiene la mala costumbre de dejarlo todo abierto, eso no está bien, si no hay quien guarde la casa. Su padre, que en gloria esté, hacía igual.
—¿Le has conocido? —preguntó Carlos son sobresalto.
—Voy a cumplir cincuenta años para San Salvador: su padre se marchó del pueblo el diez de agosto de mil novecientos uno. Tenía yo dieciséis años, y ya estaba loco, pero sabía distinguir entre un hombre de bien y un hijo de zorra.
Puso una mano sobre el hombro de Carlos y le miró con afecto.
—Usted se parece a él. Cuando llegó al pueblo, lo dije: es igual a su padre. Le doy mi palabra de que no me alegré, porque los hombres de bien no prosperan, y, en este pueblo, menos. Ya me ve a mí: con más palos en el cuerpo que una estera.
Volvió a fumar profundamente.
—Buen tabaco. Ya ve: Cayetano, para dárselas de demócrata, lleva tabaco de éste en la petaca, y es el que ofrece; pero él fuma de macillo.
A mí nunca me dio de los buenos.
Hizo con la mano libre un signo grosero.
—Ahora ya es cuestión de hablar mal de él.
—¿Sabe alguien que Rosario estuvo aquí anoche?
—Nosotros tres, y Dios. Se lo juro por las cenizas de mi madre.
Se levantó rápido, y se plantó delante de Carlos, con las manos juntas.
A mí puede creerme, don Carlos. Si fuera a decirlo a alguien, me hubiera quedado en el astillero. Pero ¡qué caray!, uno tiene derecho a ser persona decente.
Se puso, cómicamente, de rodillas.
—Le juro que no lo diré a nadie aunque me eche de aquí.
—Puedes quedarte.
Paquito dio a su voz entonación solemne, gravedad a su ademán.
—En ese caso, tenemos que tratar de la cuestión. Usted pone sus condiciones, y yo, las mías.
Señaló con un gesto el piso superior.
—Tiene arriba seis relojes antiguos, de buena marca. Todos están parados. Es cuestión de arreglarlos.
—¿Cómo sabes que los tengo?
—Ya le dije que dejar la puerta abierta es malo. Pero yo no robé nada. Yo no robo nunca. A mí, lo único que pueden echarme en cara es que una vez, hace años, fue cuestión de violar a una criatura. Está mal, dicen, y debe de ser así, a juzgar por los palos que me dieron y por los seis meses que pasé en el manicomio. También me emborraché muchas veces, pero de eso tienen la culpa los que quieren verme borracho. Nunca robé. Estuve aquí, di una vuelta por la casa, y dije: seis relojes mudos, ¡qué gusto oírlos, cuando estén compuestos, dar las campanadas a las doce, uno detrás de otro! ¡Tin, tin! ¡Tan, tan! Uno tiene carillón.
El de la consola grande. Cuando Carlos era niño, escuchaba las campanitas atraído por su son delicado.
—Otra condición es que no se preocupe de mí para nada. Soy un hombre libre. Como cuando tengo hambre, y duermo poco. Cuestión de cama no necesito. Ahí, en ese cuartucho, pondré mi tenderete. Unas veces trabajo y otras no: nadie tiene derecho a obligarme: y, cuando llega la primavera, me marcho. Al que no me deje marchar, lo mataré.
—¿Por qué?
Paquito quedó repentinamente serio.
—De eso ya hablaremos.
—¿Por qué no ahora? —y agregó Carlos, con gesto explicativo—: tengo derecho a informarme de mi inquilino.
Paquito pareció perplejo, pero sólo un instante. Corrió al banco, tomó el bastón y lo ofreció a Carlos.
—Naturalmente que tiene derecho. Es cuestión de que se entere de todo. En este bastón están mis secretos. Cada una de esas anillas tiene su rosca, y se descompone. Aquí guardo mis ahorros. Vea. Pesetas de plata y billetes. Cuestión de unas trescientas, en total. Para la primavera habré llegado a cuatrocientas. Y, aquí, están los avíos de coser: agujas, hilo, dedal… ¡Un hombre solo tiene que saber de todo! Cuando se me cae un botón, lo pego, y cuando se me hace un roto, lo coso.
Bajó la voz y miró alrededor, con precaución.
—Aquí tengo el retrato del Rey y de la Reina.
Sacó un recorte de revista ilustrada v lo mostró a Carlos.
—El Rey y la Reina. Don Alfonso XIII, que Dios guarde.
Rió y empezó a tararear la Marcha Real. De pronto, echó mano a la flauta y continuó la melodía, mientras recorría el zaguán con paso de soldado.
—Aún hay más. ¿Quiere desenroscar el puño?
Por seguirle la vena, Carlos lo hizo. Quedó en sus manos un frasquito de vidrio, lleno de un polvo blanco, cristalino.
—¿Qué es?
—El arsénico. Si mato a alguien, es cuestión de tomarlo y ya está.
—Pero ¿por qué has de matar a alguien? Eso es, justamente, lo que quiero saber.
Paquito se acercó desconfiado.
—Usted dijo una vez que podía curarme.
—Es cierto, pero no pienso hacerlo. Forma parte de tus condiciones.
—¿Me da su palabra?
Carlos tendió la mano. Paquito le miró, sorprendido, y tendió en seguida la suya, con regocijo.
—¡Esto ya es otra cosa, don Carlos! Usted me da la mano. ¿Sabe lo que quiere decir, entre hombres de bien? Yo lo sé. Secreto por secreto. Yo no diré a nadie que Rosario vino a verle esta noche, y usted no dirá a nadie… —se detuvo, e hizo sonar los dedos—. Lo sabe todo el mundo.
—Yo no lo sé.
—¿No sabe que tengo novia? La tengo. A mí me gustan las mujeres, pero ninguna se quiso casar conmigo. ¡Un loco! Pero soy un hombre, y una vez quise violar a una niña. Quedamos en que está mal, pero ¿no es uno un hombre? ¿No tiene derecho a una mujer, como cualquiera? ¡Un loco! Bueno. Una vez estaba en una romería, allá por Bergantiños, y fue cuestión de que me dieran vino para que les dijera un discurso de don Eduardo Barriobero. Me hicieron subir a una mesa, bajo un toldo, y les dije el discurso. Entero, con puntos y comas, bien dicho. Pero empezaron a reírse de mí, me tiraron botellas, me maltrataron, y me dejaron tendido en la cuneta, con la cabeza rota. Mire. Aún tengo la cicatriz.
Apartó el pelo y mostró una raya roja, junto a la sien.
—Fue cuestión de morir allí tirado, como un can rabioso. ¡Mala centella los coma! Me dejaron en la cuneta, sin que un alma caritativa me echase un poco de aguardiente. ¿Usted cree que hay derecho? Estaba sin sentido. ¿Para qué sirve la Guardia Civil? Allí me dejaron tirado, hasta que ella me recogió. Cuando cambia el tiempo, me duele la cicatriz.
—¿Y eso es todo?
Paquito se sentó, dejó la flauta y empezó a recomponer el bastón.
—Todo el mundo sabe en el pueblo la cuestión de mi novia, Cuando llega la primavera, me voy a verla. Compro una tela grande, de muchas flores, que es como a ella le gusta, y una caja de galletas, y caramelos, y me voy, porque ella me espera. Entonces me preguntan: «Paquito, ¿cómo sabes cuándo te espera?». Y yo les contesto: «Sois unos ignorantes. ¿Cómo saben las golondrinas cuándo es cuestión de emigrar?». Yo vivo tan tranquilo durante el año; pero, un día de primavera, siento como un golpe en las entrañas, y entonces ya sé que, desde aquel momento, ella sale todos los días al camino. Hago mis compras, lío el petate y me voy. Me voy cantando y tocando la flauta, por los atajos del monte. Cuando llego a su aldea, ella me está esperando.
—Probablemente, siente también el golpe en las entrañas.
—No lo diga de broma, porque es así.
Miró a Carlos de una manera especial, como de quien va a descubrir el quid de la cuestión.
—Ella también es loca —y, entre compungido y apresurado, agregó—: por eso no quiero que me curen. Si no fuera por ella, sería cosa de pensarlo.
Pero, si me curo, ¿cómo sabré después que ella me espera?
Dejó sobre el tenderete el bastón recompuesto.
—Otro día le seguiré explicando esta cuestión. Para hoy ya fue bastante.
Ahora, póngame sus condiciones.
—Una sola: que no te metas en mi vida.
Paquito sonrió.
—Usted no sabe lo que dice. ¿Qué quiere? ¿Que le deje la puerta abierta? ¿Que no le cuente lo que sé? ¿Y que si alguien quiere matarlo, lo deje entrar? Hay, además, lo de las mujeres. A usted lo van a meter en muchos líos.
—Una sola mujer, y ya ha terminado.
El loco soltó una carcajada larga.
—Lo de ésa acaba de empezar. ¡No sabe usted con qué lagarta ha tropezado!
Se acercó a Carlos hasta casi hablarle al oído.
—Mire: yo, en cuestión de mujeres, entiendo poco. Tengo a mi loca, y como los dos lo estamos, nos entendemos bien. Pero algunas cosas me dan en las narices, y cuando me dan en las narices, acierto. La
Galana
es de mucho cuidado; si no, al tiempo. En cambio, la otra…
—¿Quién es la otra?
—Clara.
—¡Ah, Clara! ¿Qué sabes de ella?
—Tiene buen corazón. Una vez vino al mercado, a mi garita. Me traía un reloj antiguo, a ver si se lo compraba. «Pero, mujer, yo no tengo dinero para pagártelo.» «Por lo que sea.» «Si quieres, déjamelo, y veré de venderlo.» Me lo dejó. Valía lo menos mil pesetas; un gran reloj. Lo limpié, lo arreglé y fui a ver quién lo quería. Me ofrecieron veinte duros, y se lo vendí al de la gasolina por veinticinco. Cuando volvió Clara le dije: «Ahí tienes, esto me han dado, ni un real más». «Bueno. Toma para ti»; y me quería meter en la mano cinco duros. ¡Una pena de reloj! Está ahora en el comedor de Cubeiro. Lo, hubiera comprado para mi novia, pero pensé que, en cuestión de relojes, no entiende, y que se lo robarían. Clara me quiso dar cinco duros de comisión. ¿No le parece de buena persona? Además —se apretó más todavía, habló más bajo— tiene mejor cuerpo que la
Galana
.
—¿También lo sabes?
Paquito rió con picardía.
—Las vi desnudas a las dos. Una vez Cayetano me mandó con un recado para Rosario, que se fuese acostando, y llamé a la ventana y se lo di. Me vinieron ganas de quedar y curiosear un poco, y por la rendija vi cómo se desnudaba y se miraba al espejo. Cayetano me cogió mirando, y me dio una mano de palos que me dejó baldado. Y yo le dije después: «Una mujer que se mira desnuda al espejo no es de buena ley». Estaba muy buena, ésa es otra cuestión, pero Clara no tiene nada que envidiarle.
Se detuvo, esperando a que Carlos le interrogase por Clara, pero Carlos se limitó a sonreír.
—Bueno. Un día por la tarde vine a ver los relojes. Había venido ya dos veces más, y andaba dando vueltas a la cuestión de arreglarlos sin que usted lo supiera, porque me daba pena que estuviesen parados. Entonces, sentí que venía alguien cantando por la escalera, y me escondí en una alcoba. Entró Clara y se puso a revolver en un armario, a sacar la ropa y mirarse al espejo con ella puesta por encima. De pronto empezó a desabrocharse. Yo me dije: «Va a quitarse la bata y ponerse otra», pero, ¡caray!, se quitó la bata y quedó en cueros. Nadie podía suponer que fuese de aquella manera. Pero ya ve, tenía el armario abierto y no se le ocurrió mirarse, como a la otra.
—Después, llegué yo.
—Pero Clara se había vestido.
—¿Oíste lo que hablamos?
—Cuando gritaban, sí.
—Entonces, sabes también que no me acosté con ella.
—De esa cuestión ya no puedo hablar, porque, cuando merendaron, aproveché para escaparme.
—¿Lo crees bajo palabra?
—¿Para qué va a darme palabra, si no me importa? Yo saqué la cuestión porque Clara es mejor persona, y, de cuerpo, lo— tiene más bonito. Puede hacerme caso, yo. no tengo simpatía por su hermano, ni la tuve por su padre, que, en cuestión de política, era un traidor. ¡Un hombre de su cuna, con título de conde, acabar aliado con Cayetano! Tuvieron la culpa las mujeres.
Carlos se levantó, fue en silencio a la puerta y permaneció en el umbral unos instantes, mirando a la lluvia.
—Ven acá, Paco.
El
Relojero
se acercó tímidamente, con la flauta en la mano, sin sombrero. Le caían sobre la frente los cabellos mojados, y los ojos bizcos bailaban de inquietud.
—Dime, ¿eres un loco o un perillán?
Paquito rió con una risa afilada y humilde; llevó la flauta a los labios y tocó una escala.