—Oiga, por cierto, ¿está enferma la
Galana
? Porque esta mañana vi que su madre llevaba las comidas, y no ella, como siempre.
Cayetano no se había enterado, pero la pregunta del boticario le dio pie para cantar las excelencias de Rosario.
—Al principio se rebelaba, la puñetera, pero ahora, ¡canela fina!
—Te dura más que otras —comentó el juez—. Si no cuento mal, va para tres meses.
—Y otros tantos no hay quien se los quite. Digo, si no se tercia algo nuevo que merezca la pena. Por cierto que el otro día, en el mercado…
Describió una moza desconocida, por si alguien le ayudaba a identificarla.
—Debe de ser alguna aldeana.
—Pues habrá que enviar agentes a las aldeas.
Volvió al tema de Rosario. Estaba terminando para ella una de las casas baratas, y, antes de una semana, la trasladaría.
—Como me gusta guardar las formas, hubo que arrancar la reja a la ventana. Yo, señores, jamás entro por la puerta.
—¡Ya lo creo! —rió Cubeiro—. ¡Entras por la ventana, como los ladrones!
—¿Y piensas cobrarle renta? —preguntó, malicioso, el juez.
—Naturalmente. Una cosa no tiene que ver con la otra. La renta se la descontarán al padre de los jornales. ¡No faltaba más! Bajo el gobierno de la República, señores, han desaparecido los privilegios.
—Pues a ver si pasan pronto esos tres meses —dijo don Baldomero—, porque ya tengo ganas de meterle mano a la Rosario.
—Y yo de romperle a usted la cara si lo hace.
—¡Hombre, no se ponga así! Lo que se acaba, se acaba, y los bienes dejados en el arroyo son del primero que pasa.
—En este caso concreto, la ternera lleva el hierro de la casa, y aunque ande suelta, tiene amo.
Cubeiro arrastró ruidosamente su taburete y se arrimó a Cayetano.
—Pues mira lo que te digo, Cayetano: eso ya no está bien. ¡Ya lo creo que no está bien! A mí me parece que no hay derecho, ¡qué caray! Porque, lo que yo digo, si uno pesca una sardina, y se la come, comida está; pero si la manosea y la vuelve al agua, es del primero que llegue con el arte.
El juez golpeó la mesa con los nudillos.
—Con cuidado. La comparación no es justa. Recuerden cuando varó en la playa de San Andrés aquella ballena. Traía un arpón clavado, y los dueños del arpón vinieron y la llevaron.
—¡Es que, según eso, nos quedamos sin mujeres!
Don Baldomero concedió la palabra a don Lino.
—Pienso —dijo el maestro— que es cuestión de mentalidad. En una sociedad racional, el amor es libre; pero ya saben ustedes que ahora está de moda considerar decadentes a las sociedades civilizadas. La mentalidad patriarcal funciona de otro modo. Ahí tienen ustedes a los moros.
—¿Es que va usted a comparar a Cayetano con Abd-el-Krim?
—No, precisamente, pero sí con la figura sociológica del patriarca. El patriarca es dueño no sólo de las mujeres, sino de las riquezas. Impone la ley y se sienta bajo una higuera a dictar justicia según su leal saber y entender.
—Ya lo sabes, Cayetano —Cubeiro se espabilaba por momentos, o quizá las ganas de encizañar lo espabilasen—. Al juez lo mandarnos a paseo. Te sientas bajo una higuera, y don Baldomero comparece con Rosario de la mano: «Señor patriarca, esta mujer la encontré en la calle y dice que no puedo meterla mano». «¡Ah, desvergonzado! ¿No sabes que esa mujer es mía?… ¡Treinta azotes, y, si reincide, a castrarlo!»
—¡Hombre, castrarme, no! La pena de castración se ha suprimido por bárbara.
—Y usted, Carlos, ¿no dice nada?
Carlos se encogió de hombros.
—Yo no estudié sociología.
—Pero, desde su punto de vista, algo pensará. Suponga que le gusta una chica, y que, cuando se acerca a ella, ve que tiene el hierro de la casa…
—¡Eso, eso! ¿Qué haría usted?
—Ustedes sienten curiosidad de saber qué haría yo en el caso de que me gustara una chica que hubiera sido amante de Cayetano, ¿no es eso?
El juez, don Lino, Cubeiro, don Baldomero, echaron atrás las cabezas; sólo se adelantó la de Cayetano.
—¿No es eso, digan?
—¡Hombre, no! —La voz de don Lino temblaba un poco—. Se había planteado una cuestión abstracta, una cuestión puramente teórica, que el juez explicó desde su punto de vista, y yo desde el mío. En fin, lo que se pedía de usted era una respuesta teórica. Porque usted tiene que haber estudiado el caso, o yo estoy mal informado. ¿A qué obedece el sentido de propiedad de la mujer poseída? He ahí la cuestión. Los sociólogos modernos están de acuerdo en que la relación entre los sexos es libre, y que ni antes ni después se establece ninguna dependencia. Pero, sin duda alguna, hay pueblos y personas que piensan lo contrario. ¿Por qué? ¿Qué dice, a este respecto, el psicoanálisis? Porque algo tiene que decir… La cuestión, como usted comprenderá, es de capital importancia para los pedagogos. Tenemos que inculcar a las generaciones jóvenes el sentido del respeto por los individuos del otro sexo, y enseñarles que todo sentimiento de propiedad sexual no es más que el residuo de prejuicios ancestrales. Ahora bien: si, como antes dije, la civilización racionalizada es una etapa decadente…
Siguió hablando, sin dejar un hueco por donde Carlos pudiera responderle. Hablaba de prisa; la perorata desvió en seguida el rumbo hacia problemas todavía más abstractos: que si la pedagogía estaba en un momento de crisis; que si intelectuales distinguidos, como Spengler, habían invertido los valores; que si esto y que si aquello. En seguida don Baldomero cuchicheó con Cubeiro, y el juez con don Baldomero; y pidieron otro jarro de vino. Hasta que alguien mandó callar al maestro.
—Otro día hablaremos. Reconozco que la conversación no es apropiada para una merienda.
Tenía, sin embargo, los ojos alegres, como el que ha triunfado.
Salieron de la taberna con algarabía de voces y cantares, cogidos del brazo, en parejas. A la entrada del pueblo se separaron. Al «¡Hasta mañana!» de alguien, Cayetano respondió:
—Hasta mañana, no. Mañana tengo que ir a La Coruña, y estaré fuera un par de días.
Carlos no advirtió que, mientras decía esto, le miraba.
—¿Va usted a casa de la Vieja? —preguntó don Baldomero.
—También va de viaje. Hoy dormiré en la mía.
—Entonces, si le parece, voy con usted. De paso le taparé con mi paraguas.
Rodearon el pueblo, en silencio, entre huertos y tapias, hasta la carretera.
—Hizo usted mal, don Carlos —dijo de pronto el boticario—. ¿No sabe usted que a Cubeiro le gusta meter a la gente en danza? Es un mala leche. ¡Lo que la hubiera gozado si usted y Cayetano llegan a pelearse!
—¿Qué quería usted que hiciese? ¿Callar?
—Callar, no, claro. Lo irían contando.
—¿Entonces…?
—Es difícil. Pero ándese con ojo. No pararán hasta enredarlos en una bronca. ¿Sabe usted qué decía el otro día Cubeiro en el casino? «Bueno, pero ¿quién manda ahora en el pueblo? ¿Cayetano o el mediquillo ese recién llegado?»
—Las cuestiones del pueblo me traen sin cuidado.
—Es lo que yo le dije, y debo confesar que don Lino era de mi opinión.
Pero lo que ellos no entienden es que alguien pueda permanecer al margen. Si usted no obedece a Cayetano es porque quiere mandar: ése es su razonamiento. Y, claro, mientras no consigan saber cuál de los dos se impone, no estarán tranquilos.
Se despidieron a la puerta del pazo. Carlos encendió una cerilla, buscó un cabo de vela que había dejado en el zaguán y subió a su dormitorio. Se oían, en el silencio, los menudos rumores de la casa y el de la lluvia sobre los árboles del jardín. Hacía frío. Se metió rápidamente en la cama, y mientras no se consumía el cabo de vela, se entretuvo de nuevo en el examen de las manchas y desconchados de la pared. La luz temblorosa creaba nuevas sombras: donde había visto una batalla veía ahora un rebaño de borregos, y donde peleaban dos felinos parecía más bien que se abrazaban un hombre y una mujer.
Se durmió. Quizá todavía la luz no se hubiera apagado. En todo caso, su espíritu se había entregado a los rumores, había buscado en ellos como una canción que lo arrullase. Al principio parecían una confusa sinfonía, pero, en medio de la mezcolanza, los fue recordando: la roldana del pozo, la ventana alta de la torre, la puerta de un cobertizo que no se cerraba nunca y el viento batía siempre; ruidos viejos, que le hicieron presentes los rincones de la casa, que era como tenerla entera, o como si levantase entera en el recuerdo. ¡La había llevado dentro tantos años, ignorándolo! Era suya; lo eran también, con propiedad exclusiva, los rumores. Dormido, siguió escuchándolos, los incorporó al sueño en toda su realidad sonora, pero acompañados ya de imágenes distintas. Venía del pueblo, subía por las escalerillas de la roca; el agua se deslizaba por los peldaños gastados, por las piedras de la tapia, por los surcos de las sementeras. Y la escalera no terminaba nunca; su fin se perdía en la oscuridad nocturna. Hizo un esfuerzo por remontarla, y de pronto se encontró en el jardín. Había cesado de llover, y una luna, emborronada de nubes sucias, apenas iluminaba las veredas. Pasó junto a los árboles vecinos del cenador, junto a los tejos de la plazoleta; arrimado a uno de ellos había un hombre extrañamente quieto, cuyo rostro, cuyas manos se veían perfectamente, quietas también, y, sin embargo, móviles, porque, en la superficie de “la piel, millones de células visibles nacían y morían a cada instante. Era el diablo.
Se despertó asustado, con trémulo corazón. Buscó a tientas las cerillas y quiso encender la vela, pero sólo halló la cera derretida y dura sobre la superficie fría. Tuvo miedo y se rió de su miedo, pero la risa no lo ahuyentó. Recordó lo que, en el simbolismo freudiano, significaban las escaleras y el diablo, pero tampoco se tranquilizó. La habitación estaba oscura, rodeada de ruidos, próximos y lejanos: en la cocina, o en la torre, una ventana batía; crujían las maderas del suelo en el pasillo, y las vigas sobre su cabeza; colado por algún agujero silbaba el viento, y el rápido corretear de los ratones llegaba hasta él, agrandado como pasos de gigante. Muchas veces, de niño, se había despertado y había escuchado los ruidos nocturnos. Los reconocía todos, pero cuando el viento traía un ruido nuevo tenía miedo. Entonces sacaba la mano y tanteaba en la cama próxima el cuerpo de su madre dormida. Ahora estaba solo. Solo, con el recuerdo del diablo metido en su imaginación y con miedo creciente. En el salón había velas: podía llegarse hasta él y coger una. ¡Hacía tanto frío! Se levantó, y de un salto rápido llegó a la puerta y echó el cerrojo. Antes de acostarse se rió de su acción. Encendió una cerilla, y, mientras duró su luz, la mantuvo por encima de la cabeza. Cerrar la puerta contra el diablo era una precaución inútil, y tener miedo de un diablo visto en sueños, una estupidez. Volvió a la cama, se tapó la cabeza, pero el sueño había huido. Poco a poco se le fue partiendo el alma: la zona más oscura creía en lo que había soñado; la más clara analizaba el sueño y bombardeaba con razones la zona crédula, la rodeaba, la sitiaba, la atacaba, creaba en ella la angustia de lo absurdo, la empujaba hasta los últimos repliegues de la conciencia, pero no lograba destruirla, como si se hubiera encastillado en los límites, allí donde la razón perdía su poder. Entonces dejó de atacar y se replegó hacia la parte más lúcida, allí donde podía pensar con más clarividencia; echó mano de todo su saber para explicarse la razón del sueño, por qué había aparecido en él el diablo, por qué precisamente aquella noche, primera de soledad. Sí, la imagen del diablo pertenecía a su inconsciente, como la imagen de la escalera, y quizá significaban otra cosa que lo explicado por Freud; quizá lo significasen de añadidura y no fuesen sólo símbolos, sino mitos, y se correspondiesen con una realidad.
Y, de pronto, comprendió que el movimiento de su alma se había invertido, y que aquella mínima zona iluminada que discurría y explicaba se hallaba cercada ahora por las sombras del miedo, y que, desde ellas, se le atacaba con razones nuevas, con razones que no lo eran, que le ordenaban santiguarse o saltar de la cama y tocar la lámpara bendita que el padre Ossorio le había regalado; razones mágicas que explicaban que el diablo había podido penetrar en él porque no se hallaba suficientemente protegido desde aquella vez en que, años atrás, Zarah le había arrancado con violencia la medallita del cuello.
Permaneció despierto, batallando, testigo de sus propias contradicciones, hasta que el alba clareó en las rendijas de la ventana. Sólo entonces pudo dormir.
Le despertaron unos golpes en la puerta del dormitorio, y las voces que daba, desde el pasillo, doña Mariana.
Se echó el abrigo y abrió la puerta.
—Espere. Abriré las maderas. No vaya a romperse la crisma.
Volvió al lecho. Entonces entró la dama. Vestía de viaje, con abrigo y sombrero.
—¡Menudo haragán estás hecho! ¿Sabes qué hora es?
Se sentó junto a él y le contó que acababa de llegar de La Coruña y que había pasado a verle antes de ir a su casa.
—Por cierto, ¿desde cuándo la gente duerme con las puertas abiertas?
—No creo que nadie venga a robarme.
—Pueden venir a asesinarte. Hazme el favor de tener cuidado; si no, te obligaré a que vengas a mi casa.
Salió con el pretexto de prepararle un desayuno, mientras Carlos se vestía. Cuando él bajó la halló en la cocina, con su doncella. Había paquetes por todas partes. La doncella acomodaba las cosas en los anaqueles, mientras doña Mariana colocaba en una bandeja nueva el café recién hecho.
—Pero ¿y todo esto?
Un hornillo de gasolina, una lámpara de carburo, dos quinqués de petróleo, peroles de aluminio, botellas, café, té, una caja de galletas, azúcar, botes de mermelada…
—Comprenderás, hijo mío, que tu plan de vivir como un asceta no me hace mucha gracia. Que al menos puedas prepararte una taza de té o beber una copa, si te parece.
Desayunaron en el comedor. Mientras, doña Mariana explicó que su viaje a La Coruña había obedecido a la necesidad de girar, como lo hacía todos los meses, una cantidad a Gonzalo Sarmiento.
—Por cierto que la carta que le escribí me salió destemplada; pero ese bellaco no me ha mandado noticias desde tu llegada.
¿Y si le contase que había soñado con el diablo, que había tenido miedo, y que, desde que había despertado, notaba como una presencia extraña en el alma, algo que le causaba desasosiego?