—¿Y tú?
—Yo, ¿qué iba a hacer? Era el trato. Lo sabía desde que mi madre me llevó con ella.
—¿Has llegado a quererlo?
—¿Yo, señor? ¡Así lo parta una centella delante de mí, la hija de mi madre ni llorará una lágrima! Una aguanta todo lo que él quiere hacer, que ya es bastante. Y no por una, que de una patada le hundo las costillas, sino por la casa y los viejos.
—¿Tan mal lo pasabais sin el jornal del astillero?
—¡No, señor! ¡Qué íbamos a pasar! En mi casa, gracias a Dios y a las manos de todos, se comió siempre, y no faltaron cien duros ahorrados para comprar una vaca. Fue la codicia. Ya veremos ahora lo que van a hacer, en esa casa adonde vamos, sin un pedazo de huerta, sin más que un patio para tener unas gallinas. ¡Ya echarán de menos, ya, la casa del señor, y la finca, y el ganado! Quince duros al año, y se quejaban. Ahora vamos pagando seis al mes. ¡Por un cuchitril lleno de humedad! Pero lo manda el amo.
—¿Y cuando él te deje…?
—Eso es lo que no piensan los viejos. Antes, por el aquel de la finca, no había de faltarme un marido. Ahora me sobrarán moscones.
—Yo sé que Cayetano, aunque te deje, no piensa permitir que nadie ande contigo. Dijo que ya tenías el hierro, como una vaca.
Rosario se estremeció, y un relámpago de ira alumbró sus ojos; pero fue un solo instante. Sonrió con dulzura. Alzó las manos en un gesto que concedía.
—Y una, ¿qué va a hacer? Si una tuviese hombres en su casa… Se levantó repentinamente. Sacudió la manta y quedó descalza sobre el entarimado.
—Es tarde, y esa ropa estará seca.
Sus pies eran menudos y —blancos.
Carlos cogió las medias y las palpó.
—Sí. Ya están secas, y también el mantón.
—¿Me las da, si hace el favor…?
Esperó con ellas en la mano hasta que Carlos dio la vuelta, sólo entonces se las calzó.
—El mantón. ¿Quiere ayudarme a ponerlo?
Vuelta de espaldas, con las manos alzadas, recogió el mantón por el borde y lo cerró lentamente sobre su cuerpo. Pero Carlos no lo había soltado. Sus brazos se cerraron también sobre el cuerpo quieto de Rosario, y ella no se movió.
—¡Dios mío! ¡Qué tarde tiene que ser! —dijo Rosario.
—Pasa de las doce.
Estaba transfigurada. Le bailaba en los ojos, le temblaba en las palabras una alegría entera, expresada en locuacidad y movimiento. Pero Carlos sabía que no era de amor, ni siquiera de las sensaciones que —según había confesado— experimentara aquella noche por vez primera, sino por la satisfacción de haber engañado a Cayetano, de haberse burlado de sus padres. Los había mentado con rabia triunfante, y había deseado que la vieran en los brazos de Carlos; que la viera todo el pueblo.
—Iré contigo hasta tu casa.
—¡No lo haga, señor! ¿Para qué va a venir? Sé el camino y no me pierdo.
—No sé qué me da dejarte ir sola a estas horas.
—Nada me ha de pasar.
Cogió el mantón y se lo ofreció a Carlos.
—Póngamelo otra vez, como antes.
Envuelta en él, se acercó.
—Mándemelo el señor, y me quedaré aquí para siempre.
—¿Estás segura de no arrepentirte?
—El señor no tiene más que mandarme.
Esperaba una respuesta, con la cara levantada y los grandes ojos azules quietos como aguas profundas.
—Piénsalo mejor, y si lo acuerdas así…
—Como el señor lo mande.
Descorrió el cerrojo.
—Cierre siempre la puerta, señor.
—Pero ¿por qué ese miedo?
—Al señor hay quien no le quiere bien.
Carlos alumbraba con. la luz en alto. Llegaron al zaguán.
—¡Mis zuecas! ¿Dónde están mis zuecas?
Se abrazó a él y le miró. Había en sus ojos sorpresa y miedo real, inmediato.
—Las dejé aquí, junto al banco. ¿Lo recuerda el señor?
—Míralas. Están junto al portón.
Alguien las ha cambiado de lugar.
—¿Alguien?
Se las calzó sobre los escarpines; resonó el taconeo sobre las piedras del zaguán.
—¡Váyase, señor! ¡Suba y cierre la puerta! ¡Alguien estuvo aquí esta noche!
Se acercó a él y le besó.
—Me daría mucho dolor que lo matasen.
Huyó corriendo; se perdió su sombra en el fondo de la vereda, envuelta en lluvia violenta.
—¡Espera, Rosario! ¡Voy contigo!
—¡No salga, por Dios! —respondió la voz lejana de Rosario, y con ella, el chirrido metálico del portón exterior al cerrarse.
Carlos entró en la bodega, por si hubieran robado a
Bonito
; pero el jaco permanecía en su rincón, bien trabado por la cuerda. Le palmeó y salió. Dejó abierto el zaguán, pero echó el cerrojo a la puerta de la escalera.
Quedaban en la chimenea unas brasas. Hurgó en ellas un rato, hasta avivarlas. Luego preparó café y bebió un largo trago de coñac. Pensó en acostarse, pero se había desvelado. Buscó unos leños y se sentó junto al fuego, en la misma silla que Rosario había ocupado.
Estaba un poco triste. Podía precisar con exactitud el momento en que la tristeza había nacido, tímidamente, en su corazón, y el esfuerzo por apagarla o, al menos, por disimularla, mientras Rosario estaba en su compañía, mientras su alegría tremenda resplandecía en sus palabras. Una alegría, sin embargo, intransferible, no de carne exaltada, ni de amor cumplido, sino de triunfo, y él se sabía instrumento: dócil, casi inactivo, bastante ingenuo. Ella lo había decidido, lo había planeado, lo había ejecutado. Probablemente, días atrás, mientras él discutía, en retirada, con el viejo
Galán
, ella, sin alzar la cabeza, sin abandonar las espigas, se regocijaba en su corazón y se determinaba a devolverle el pañuelo la primera noche que pudiese hacerlo. Había sido juguete de Rosario. ¡Oh, claro está, sin mala intención! Quizá ella hubiera pensado que si por parte de él no había inconveniente, si había pensado llevarla a su casa, bastaba con acercarse —no importaba el pretexto— y dejarse abrazar. Había elegido el momento. Había alzado los brazos, muy cerca de él, vuelta de espaldas, indefensa, como diciendo: «Ahora». Y él la había abrazado; dócil, sí, y, sin embargo, su excitación no era tanta que no hubiera podido dominarse y soltar el mantón mientras ella se envolvía. Después había sido algo distinto. Rosario había hallado algo nuevo, y estaba conmovida.
Volvió a beber coñac. La victoria sobre Cayetano era lo de menos. Casi no le importaba, aunque llegase a enterarse, aunque las gentes de Pueblanueva le saludasen vencedor. No le importaba. La tristeza le nacía como de una humillación; pero había algo más que no lograba aislar ni podía definir; algo que venía mezclado a la tristeza, una sensación como si aquello le hubiese separado de alguien o de algo, o como si algo se hubiese roto y él se quedase solo, aislado, reducido a sí mismo.
Abrió la ventana y se asomó. Una rama de tejo se balanceaba sobre su cabeza, hasta rozarla, y sacudía sobre sus cabellos gotas frías de lluvia. Soplaba un viento furioso, desconcertado; su fragor llenaba el valle y ascendía por las laderas; lo llenaba todo, asumía en su seno todos los demás ruidos. Le pareció que, en medio del estruendo, una flauta sonaba con música alegre, un si es no es burlona; pero fue sólo un instante. El frío de la noche sosegó su sangre. Sintió necesidad de entenderse, de ver con claridad, reducido a sistema riguroso de causas y efectos lo acontecido en las últimas horas; y junto al fuego pensó largamente, frenando la imaginación para que la razón discurriese, fría, como si lo que analizaba no le perteneciera. Y así estuvo mucho tiempo. Cuando se quedó dormido en la misma butaca en que Rosario había estado, envuelto en la misma manta que la había cobijado, creía saber a qué atenerse, al menos en relación con todos sus actos desde su llegada a Pueblanueva. Quedaba un punto oscuro, que su análisis no podía desentrañar, porque a medias no le pertenecía, o así, al menos, lo creía él. Y si este punto correspondía a la intervención directa de una Voluntad Trascendente —podía admitirse como hipótesis de trabajo—, {cómo lo sucedido después le había llevado, paso a paso, a los brazos de Rosario? Al llegar aquí, Carlos se rió de sí mismo, se preguntó en seguida por qué se reía, y halló que desde un par de horas antes se había convertido en espectador de su propia vida y se portaba frente a ella como un lector de novelas frente al personaje; y que su vida, vista desde fuera, resultaba cómica, como un gato que se persigue a sí mismo. Pero halló también que, en el ejercicio del análisis, había desmenuzado los hechos de tal manera que los había destruido, y ahora podía contemplar los restos —aquel montón de datos para un médico— como si jamás le hubieran pertenecido.
Cuando se despertó había entrado la mañana. Abrió la ventana y contempló el valle, el pueblo envuelto en la lluvia, las aguas revueltas de la ría. Su casa estaba en silencio, como si el viento, al callarse, hubiera dejado una oquedad en que las ramas del tejo caían como vencidas o muertas.
Mientras se mojaba la cara, recordó sus conclusiones de la noche anterior. Le parecía ahora que, lógicamente, deberían seguirse de una determinación práctica, en orden a su conducta con Rosario. Podía suceder que apareciese por la puerta con el petate al hombro, como le había insinuado; o bien que se quedara con su familia, pero que alguna noche volviese a visitarle. En ambos casos
podía
rechazarla y quizá
debía
hacerlo. Prescindió, de momento del
podía
, y se quedó con el
debía
. ¿Por qué
debía
rechazarla? ¿Para evitar una situación comprometida o una relación sentimental indeseada? Es decir, ¿por conservar la libertad? Tenía que reconocer que ninguna de estas razones le importaba, y que su libertad, después del análisis, se mantenía entera. ¿Por qué, entonces? ¿Por miedo a Cayetano?
Había un punto oscuro, que la noche anterior permaneciera oculto —razonablemente, porque la noche anterior se había atenido a los hechos, y ahora no los analizaba, sino que se proponía una conducta—: ¿era posible todavía evitar los juicios morales, reducir el deber a pura conveniencia? Mas para ello tendría que prescindir del punto oscuro, tan atractivo para su curiosidad: como si algo se le ofreciera, secreto, y con sólo alzar la punta de un tapete quedase al aire, evidente. Sólo que aquello podía descubrirse sin quererlo, por su misma fuerza, no como acto deliberado, sino como tantos otros —bien conocidos, aislados, y estudiados, por lo demás— que parecían provocados desde fuera.
Debajo del tapete yacía el recuerdo de Clara y una extraordinaria, imprevisible noción cuyo nombre concreto rechazó de momento, pero aceptó en seguida; seductor, cargado de dramatismo, perfectamente delimitado, pero sin relación aparente con Clara. ¿Por qué la recordaba al mismo tiempo que el nombre del pecado? ¿Por qué aparecían juntos, como dos huevos en el nido —juntos, pero sin rozarse?
«Dentro de cualquier ser humano —pensó— yace la historia del mundo. Si meto la mano en mi alma, puedo sacar, no ya este sentimiento de pecado, sino un hombre de Neanderthal, vivito y coleando, el mismo, probablemente, que se aterró cuando soñé con el Diablo y que sigue convencido de que el Diablo entró en mí y anda escondido por ahí dentro, haciendo de las suyas.» Pero el hombre de Neanderthal, de momento, no le importaba, y el sentimiento de pecado sí, considerado en sí mismo y en su relación con Clara; le importaba singularmente, y también el hecho indiscutible de que toda su trabajosa construcción nocturna, todo su exquisito sistema de causas y efectos quedase, de momento, alterado, quizá inservible. Sin embargo el sentimiento, casi la sensación del pecado, no le había invadido ni conmocionado, sino que permanecía distinto, casi aislado, casi en el aire, más como noción intelectual de un sentimiento que como sentimiento vivo. Algo así como una pieza que hubiera olvidado y que, aparecida, le obligaba a destruirla y a rehacerla.
Lo que sabía del pecado servía de poco. Para reconstruir su análisis, necesitaba un conocimiento teológico, aunque fuese somero —fue ahora no poseía— no porque fuese a creer en él, sino porque no podía lícitamente atenerse sólo a unos efectos psicológicos interpretados por una ciencia en la que tampoco tenía fe. ¡Menudo galimatías! Mientras tomaba el café, pensó que acaso el padre Ossorio pudiera informarle. El padre Ossorio era, sin duda, un pecador experimentado y sabio. Iría a verle, en seguida, aquella misma mañana, antes de que cualquier acontecimiento le distrajese, o de que el examen de sí mismo comenzase a aburrirle. Estaba, por lo menos, tranquilo, y su propio problema se había reducido a términos estrictamente intelectuales, sin que nada sentimental se mezclase, sin que nada turbio viniese a perturbar la fría meticulosidad de su análisis. Clara y el pecado. ¿Por qué Clara? La había deseado, quizá, un momento. Contaba poco en su vida —menos, desde luego, que Rosario.
Bajó las escaleras silbando.
—Buenos días, don Carlos.
Paquito el
Relojero
se hallaba en el zaguán, sentado en el banco, y con una especie de mesilla delante, llena de menudas herramientas. Tenía en las manos una maquinaria diminuta, que no soltó al levantarse. A su lado, sobre el banco, había un bulto grande, como de ropa, estaban también el bastón, la flauta y la pajilla.
Sonreía y parpadeaba. Sus ojos bizcos se movían rápidamente, como inquietos.
Carlos fue hacia él.
—¿Qué haces aquí?
—¡Ya ve! Me he cambiado de casa.
—¿Quieres decir que te has cambiado a la mía?
—Sí, señor.
Carlos rió.
—Bienvenido. ¿Es que quieres curarte?
Paquito retrocedió con aspavientos de susto.
—¡Ah, eso, no, señor! La primera condición es que no ha de intentar curarme.
—La primera condición del contrato de arrendamiento, ¿no es así?
—Bueno. Será eso.
Carlos se sentó a su lado, en el banquillo. Le dio un par de palmadas en el hombro; Paquito bajó la cabeza y dejó sobre la mesita el reloj en que trabajaba.
—¿Te han desahuciado?
—¿A quién? ¿A mí? ¡No, señor! Me he mudado de casa por mi voluntad.
—No lo entiendo.
Paquito le miró de soslayo, entre pícaro y temeroso.
—¿Tiene un pitillo? Le advierto que no vengo dispuesto a fumar a su cuenta; es que, como salí temprano del pueblo, no tuve ocasión de comprar tabaco.
Cogió el cigarrillo que Carlos le ofrecía y lo encendió rápidamente, sin mudarle el papel.