Los gozos y las sombras (77 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¿Qué deseaba?

La señora había aparecido por la izquierda, silenciosamente, quizá levantando una cortina que, hasta entonces, no había visto: una cortina de tela amarilla y roja, como la de los colchones, pero con algo brillante bordado en las franjas coloradas.

—Una habitación. Me envía…

—¿Quién la envía?

—Don Carlos Deza. Es mi primo.

—¿También a usted? ¿Trae una carta?

—No. No traigo ninguna carta. Pero me dio la dirección. Véala. Escrita por él.

La señora cogió el papel y, para leerlo, encendió una bombilla eléctrica. Se encogió de hombros.

—No tengo habitación. Además, no quiero líos.

—¿Líos? ¿Qué quiere decir?

—Usted me entiende. Ayer, un cura; hoy, una monja. Porque usted es monja, no hay más que verla, aunque se pinte los labios. Estamos en la República. Si ustedes no están conformes, allá ustedes; pero en mi casa no quiero líos. Váyase. Nunca he tenido cuentas con la Policía.

—Señora, yo… —le temblaba la voz.

—No me diga nada. Hay muchas pensiones en Madrid. Apunte, si gusta, el teléfono, y si quiere hablar al cura, llámelo. Pero, en mi casa, conciliábulos, no. Perdóneme.

Abrió la puerta y empujó a Inés hacia la salida.

—Perdóneme, hermana —repitió—: pero todos tenemos que vivir.

Cerró la puerta. Inés sintió el ruido de la mirilla al correrse y adivinó unos ojos que la contemplaban. Bajó las escaleras y volvió a la portería.

—¿Qué? ¿No es ahí?

—No sé. ¿Quiere usted…?

La portera la miraba con desconfianza.

—¿En qué puedo servirla?

—Este paquete. ¿Quiere usted guardármelo? Tiene ropa, mírelo: nada más que ropa, y un par de libros, y cosas de ésas. Mírelo, hágame el favor.

Deshizo el nudo del pañuelo y lo abrió. Cayeron al suelo las Sagradas Escrituras. La portera recogió el libro y leyó el lomo.

—¡Ah! ¿Es usted protestante? ¿De las que venden esto?

—Sí, sí, señora. Pero ahora no vendo nada. No hago daño a nadie.

—Quiero que usted me lo guarde hasta que encuentre posada.

La portera le ayudó a atar el pañuelo.

—Bueno. Lo pondré ahí.

Inés sacó del bolsillo dos pesetas de plata.

—Tome.

—Gracias.

La portera sonrió y señaló al bolsillo.

—Si lleva ahí el dinero, la dejarán sin un céntimo. Ande con ojo.

Salió a la calle y se metió en el primer café que encontró. Pidió un vaso de leche. Desde la ventana se veía, un poco de refilón, el portal del 27. Preguntó la hora al camarero.

—Las once y media.

El camarero la miraba con descaro: fue al mostrador y comentó algo con otro camarero. Inés volvió la cabeza, fingió interesarse en algo de la calle, pero se sabía mirada.

—¡Cerillas! ¿Quiere cerillas?

La mujer gorda, basta, le ofrecía algo de una cojita. Después vino un limpiabotas, y luego, un chino que vendía collares y chucherías. Dijo que no, pero lo llamó.

—Sí. Déme un collar de ésos. Y unos pendientes. ¿Lleva también pendientes?

Eligió unos, pequeños, discretos, con una perla falsa, y un collarcito. Se los puso, pagó la consumición y salió a la calle. Se orientó en Callao. Un poco más abajo —recordaba— había una tienda de ropas hechas. La encontró fácilmente. Un dependiente le preguntó qué deseaba, y ella respondió con firmeza:

—Prefiero entenderme con una señorita.

—Perdone. En el primer piso. Suba por allí.

Las señoritas del primer piso cuchichearon al verla. Se dirigió a una de ellas.

—Quiero alguna ropa. Una falda y una chaqueta de punto. Quizá algo más.

Rechazó lo primero que le trajeron. Explicó claramente lo que deseaba y la calidad. La dependienta volvió con un montón de cajas: sacó faldas y chaquetas. Inés escogió una falda negra y una chaqueta encarnada, de botones.

—Y una blusa camiseta, blanca, de batista.

—Muy bien.

La blusa que escogió Inés era cerrada. La dependienta dijo:

—También las hay escotadas.

—No. La quiero así. ¿Podría ponerme esto?

—Sí. Acompáñeme.

La metió en un probador, con espejos en todas las paredes.

—La ayudaré, ¿verdad?

—Sí. Gracias.

Dejó el abrigo en una percha. Al quitarse el traje, la dependienta se echó a reír.

—¿Cómo puede usted llevar eso? —tocó la ropa interior de Inés—. Lastima la piel. Parece ropa de monja. ¡Mírese!

Reía con ganas, con maldad. Su dedo índice señalaba, en el espejo, las bragas de Inés, largas hasta la rodilla.

—No puede usted andar con eso. Es ridículo. ¿Quiere que le traiga ropa interior?

Salió sin esperar respuesta. Inés se puso el abrigo y se sentó temblando. No se atrevía a mirarse y no entendía por qué la dependienta se había reído.

—Ahí tiene de todo. Es de buena calidad. Mírelo. También le traje medias. ¡Vamos, quítese eso!

Le daba reparo pedirle que saliese, que no se atrevía a desnudarse en su presencia.

—También necesitaré guantes. Los quiero negros, de cabritilla.

—Sí.

Inés echó el cerrojo a la puerta. Oyó, fuera, las carcajadas de las dependientas. Empezó a desnudarse velozmente, sin mirar a los espejos donde su cuerpo, fuertemente iluminado, se multiplicaba. Cuando la dependienta regresó, la halló vestida.

—Muy bien. Es usted otra.

Había quedado una prenda extraña, color de rosa, encima de la silla.

—¿Y esto? ¿No lo quiere?

—No. No me hace falta.

—Ya se la hará, descuide. Los pechos no están duros eternamente.

—Si me hiciera usted un paquete con esas cosas…

Mientras Inés se ponía el abrigo, la dependienta recogió la ropa desechada y abrió la puerta.

—Son ciento setenta y siete pesetas. Allí, en la caja.

Al darle el paquete le dijo:

—No hace falta que lo queme. Cuando pase por un solar, échelo por encima de la valla.

«No soy yo, es Clara», pensaba; y no se atrevía a mirarse en ningún escaparate por miedo a encontrar la imagen de su hermana. Se sentía como metida en un disfraz. Y hasta su cuerpo, envuelto en aquellas suavidades, le parecía nuevo, se removía sin su voluntad y aun contra ella, buscaba la caricia suave de la seda.

Entró en la Telefónica, buscó en la guía el número de la Pensión Herminia, preguntó por don Ossorio.

—¿Cómo?

—Don Ossorio.

—Aquí no hay nadie que se llame así.

—¡Un señor que parece un cura!

—¡Ah! Sí. Espere.

Al cabo de un rato:

—No está. Llame usted más tarde, a la hora de comer.

Iba a ser la una. Volvió a la Corredera, a la misma ventana del mismo café. Se sentó de frente a la vidriera, de modo que veía a cualquiera que pasara, a cualquiera que entrase en el portal del 27. El camarero le preguntó, chungón, si quería otro vaso de leche, y ella respondió que sí.

—También tenemos vino, cerveza, gambas al ajillo, riñones, boquerones fritos y en vinagre…

—¿Es usted imbécil?

Se sorprendió de la salida, estuvo a punto de pedir perdón al camarero, que se había puesto serio y que pedía, ahora, en voz alta, un vaso de leche caliente. Y pensó en seguida que así se hubiera portado Clara. Al recordarla se cerró el abrigo, lo apretó bien contra el cuello para ocultarse la blusa de batista y el collar de perlas falsas. Enrojeció al sentirse otra vez mirada, inspeccionada, por el camarero. Escondió, como pudo, las piernas bajo la falda. Las piernas, con aquellas medias color carne, que tampoco, le parecían suyas. El camarero, sin chistar, dejó la leche encima de la mesa, recogió el dinero y le dio la vuelta. Ella se la guardó entera, y el camarero entonces dijo:

—Está prohibida la propina.

Supuso que la seguirían mirando, que algunas de aquellas risas sofocadas o descaradas eran por ella y que alguna mujer a quien no veía se reía también. Bueno. Llegó a desentenderse, a olvidarse. Su mirada buscaba entre los transeúntes una figura, no sabía cuál. Y recordaba a Clara, insistentemente, temerosamente, como si, al parecerse a ella, temiese ser poseída por ella, obligada a portarse como ella.

Pasó mucho tiempo. Empezaba a fatigarse, se le cerraban los ojos de sueño. Un desfallecimiento interior le nacía en el corazón, un deseo cobarde de renunciar, de abandonarse, de regresar a su casa, de esconderse. Clara le diría:

—¿Te has cortado el pelo? ¿Es que piensas casarte?

Sin embargo, en su lugar, Clara no renunciaría. Clara no temía las miradas de los hombres, sabría hacerles frente con desvergüenza. Tenía siempre en los labios palabras atrevidas. No se recogía, cobarde, en sí misma. Atacaba. Y ella, ahora, se parecía a Clara. Vestía como ella, tenía el mismo rostro, y los pechos le abultaban, bajo la blusa, como los pechos de Clara.

Volvió a sentir vergüenza, a acobardarse.

—¡Dios mío!

Renunciar volver atrás, era pecado. Dios no le allanaba el camino, le ofrecía dificultades para que las superase, para que su voluntad se templase en la victoria. Tenía que hacer un esfuerzo, recobrar su decisión, su energía. Jamás había sido débil. ¿Por qué temblaba ahora? La cobardía no venía de Dios, sino del diablo. Era el diablo quien nutría su alma de escrúpulos, de timideces.

Llevó la mano al pecho, se hizo una cruz encima del corazón y salió del café, anduvo un rato por la calle y se metió en un portal frente al 27. No apareció portera que interrogase. Al poco rato vio venir a un hombre alto, de boina y gabardina, con la cabeza baja, que se movía con torpeza. No le veía bien la cara, pero atravesó la calle y se paró junto al portal del 27. El hombre se acercó, sin mirarla. Iba metido en sí, parecía triste.

—Padre Ossorio.

Lo dijo susurrando, como un suspiro. El padre Ossorio levantó la cabeza y la miró extrañado, confuso.

—Padre Ossorio, siga usted, no entre en su casa. Yo iré detrás. Tengo que hablarle.

—Pero ¿quién es usted?

—Siga, se lo ruego. Métase en el primer bar. Yo entraré detrás de usted. O, si no, yo iré delante.

Echó a andar, sin volver la cabeza, segura de que el fraile la seguía; más tranquila, porque sabía que la mirada del fraile era de otra naturaleza.

Entró en un bar, fue derecha a una mesa arrinconada y se sentó. Vio al fraile en la puerta, indeciso. Dudó si hacerle una seña. El fraile entró y la buscó con la mirada. Se acercó a la mesa, se inclinó.

—¿Qué me quiere? ¿Quién es usted? No puedo sentarme. No tengo dinero.

—No importa. Lo tengo yo. Y no desconfíe: no soy lo que parezco.

El fraile vacilaba.

—Siéntese. Es necesario.

Todos sus temores habían desaparecido. Al saberse mirada por el padre Ossorio, se sentía rescatada del parecido con Clara y reintegrada a sí misma. Inclinaba la cabeza y miraba con humildad.

Se quitó los guantes. Pidió al camarero dos cervezas.

—Por Dios, esté usted natural. En la pensión saben que es usted sacerdote, y a mí me han tomado por una monja. Por eso me he disfrazado.

Alzó la cabeza. El fraile se había quitado la boina, había descubierto la cabeza rapada, desaliñada. Inés hizo un esfuerzo para imaginar la tonsura, olvidar el traje negro, la corbata torpemente anudada, el aire vencido del padre Ossorio.

—¿No imagina quién soy?

—Sí. Ahora empiezo a darme cuenta. ¿Por qué ha venido?

—Tengo que rescatarle.

El padre Ossorio movió la cabeza.

—Váyase.

Les colocaron delante las cervezas. Inés bebió un sorbo. Le repugnó. El fraile apuró la suya.

—Estoy decidido a no volver. ¿No lo comprende? He salido del monasterio para siempre. Es inútil cuanto diga.

—No puede usted abandonarme.

—¿A usted? ¿Por qué a usted? No la conozco, no hemos hablado nunca. No tiene usted derecho…

Inés sonrió.

—Perdóneme si le traté con brusquedad. Tenemos que hablar largamente. Y aquí…

Miró alrededor; luego levantó los ojos hasta él, interrogantes.

—No puedo llevarla a mi pensión. Usted misma ha dicho que saben que soy cura.

—Pues vístase de cura y escúcheme en un confesonario.

Jamás.

—Tiene usted que atenderme. ¿No comprende que también yo he huido de mi casa para esto?

—Eso es cosa suya.

—Usted es responsable de mí delante del Señor.

—¿Yo? ¿Por qué? No tengo nada que ver eh esto. Váyase. He dejado de ser sacerdote.

Inés puso las manos sobre la mesa, las enlazó sosegadamente.

—…
in aeternum
, usted lo sabe como yo, mejor que yo. Y usted sabe también que está peleando contra el diablo. Yo vengo en su ayuda, le venceremos.

Al padre Ossorio se le endureció el rostro y la miró con ira.

—Pero ¿no comprende que no quiero?

—No puedo discutirle aquí, en este lugar. Usted llama la atención así vestido. Tiene que hacer lo que yo hice: disfrazarse más todavía, parecer un hombre de ésos. Está ridículo con ese traje raquítico y con ese pelo cortado a tijeretazos.

—Ya le dije que no tengo dinero.

—Yo lo tengo, mucho.

Sacó del bolso trescientas pesetas.

—Ahí tiene. No lo rechace. Es necesario. Y, ahora, váyase. Volveremos a vernos esta tarde…

—No. No pierda el tiempo. Quédese con su dinero.

Inés cerró los puños y apretó los dientes.

—Pero ¿no ve que el diablo le domina? ¡Ayúdeme usted contra el diablo!

Empujó hacia él los billetes.

—Hay una iglesia aquí cerca, en la calle del Carmen. Le espero a las siete en la puerta. Rezaré para que Dios nos ayude.

Se levantó y se inclinó un poco, sonriente.

—Perdone mi dureza. No va contra usted. Usted es mi hermano en Jesucristo, y le amo en caridad.

El comedor de la Pensión Herminia tenía, de lado, quince losetas rojas y otras quince blancas. Cada loseta medía veinte centímetros. Las rojas blanqueaban ya, y las blancas negreaban. En el centro de la habitación colgaba una lámpara de varillaje dorado, sucio de las moscas, con una pantalla central fletada de abalorios, y cuatro tulipas verdes orientadas a las cuatro esquinas, a las cuatro mesas del comedor y a los cuatropuntos cardinales. Uno de los testeros se adornaba de un cromo de tamaño medio, con marco: el cromo representaba una mujer bonita de mirada turbadora, moño derribado sobre el cogote y una copa de jerez en la mano. Poniéndose debajo de la lámpara y mirando al cromo, la puerta de la derecha conducía al pasillo, y la de la izquierda, a la cocina. Frente al cromo, en la pared opuesta, una ventana con visillos y cortinas de cretona abría a un patio interior sus hojas desvencijadas.

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