Los gozos y las sombras (75 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—No te entiendo. Tenemos distinta mentalidad.

Salían del pueblo y se acercaban a la casa de Juan. Había escampado, pero el viento sacudía la lona del coche y lo empujaba hacia el centro de la carretera.

—Es una suerte —dijo Juan— que no haya ningún barco en la mar. Esto puede acabar en galerna.

El coche se detuvo. Juan levantó el cuello del impermeable y saltó.

—Bueno. De todas maneras, gracias por todo. Ya te avisaré cuando hayamos de visitar a la Vieja.

Atravesó, de cuatro zancadas, el fangal de la era y se coló por una puertecilla. Carlos le gritó que diese recuerdos a sus hermanas.

Juan se había metido en su cuarto nada más llegar; Inés no había salido del suyo en toda la mañana. Puesta la mesa, Clara fue a llamarlo. Juan, de rodillas junto a la cama, envueltas las piernas en una manta raída, escribía: una tabla vieja le servía de mesa. Había en ella papeles y un par de libros.

—Id comiendo, que ahora mismo voy.

Llamó a la puerta de Inés y abrió. También Inés escribía algo que escondió rápidamente.

—Sí. En seguida. Id comiendo.

Clara regresó a la cocina, volvió la sopa a la olla y se sentó a esperar en una silla baja. Quedaban sus piernas cerca de la lumbre, pero las acercó un poco más. Tenía sueño, le hubiera gustado dormitar un poco allí cerca del fuego, pero una vez que lo había hecho se le quemaron las medias nuevas.

De la olla salía un vaho apetitoso a sopas de ajo. Había dejado a deber el aceite y el pan. Tampoco había pagado en la carnicería. Hacía tres días que no tenía dinero. Inés le había dicho: «Mañana te daré», pero no parecía decidirse a cobrar el importe de un traje. Seguramente que lo había olvidado. Y Clara no se había atrevido a recordárselo.

Con el tío del pan y del aceite había sido fácil. Estaba la tienda sola; el tendero la piropeó. Ella se dejó querer. El tendero insinuó la posibilidad de encontrarse alguna vez en un lugar oscuro: ella le respondió que quizá. El tendero la barbilleó y ella se limitó a decir: «Que a lo mejor te está viendo tu mujer». Y salió con el pan bajo el brazo y la botella del aceite —un cuarto de litro— en la mano.

El carnicero, en cambio, había salido, y su mujer le dijo que si ya volvíamos a las andadas, y que si aquello no podía ser, y que si patatín, y que si patatán. Y que a ver cuándo buscaba un hombre que la mantuviese.

Juan llegó el primero. Preguntó por Inés.

—Dijo que fuésemos comiendo, que ella vendría en seguida. Sirvió la sopa de ajo.

—Estamos sin un céntimo, Juan. He mirado en el hórreo; no hay un mal ferrado de maíz para vender.

Juan levantó la cabeza, la miró, no contestó.

—Inés tampoco tiene.

Sirvió su plato. Iba a empezar cuando entró Inés, silenciosa, abstraída. Empezó a comer sin decir palabra, sin mirar a nadie.

—¿Estás disgustado, Juan? —preguntó Clara.

—¡Ese Carlos…!

—¿Te ha hecho algo?

—Hablar, hablar. Envolverle a uno con palabras que no son nada, que no dicen nada.

—Es un imbécil.

Juan dejó de comer y la miró.

—Antes no pensabas así.

—Tampoco tú.

—Pero lo que yo trato con él es de importancia.

—¿Te echó a perder lo de los barcos?

—No. Lo bueno es que lo arregló. Es el modo lo que me fastidia, Me gustaría saber qué pretende con hablar tanto.

—Nada, eso es lo malo: que no pretende nada.

Juan volvió a mirarla, largamente.

—¿Te ha hecho algo a ti?

—¿No te digo que no pretende nada?

Juan calló de nuevo. Terminó de comer y marchó a su cuarto, sin decir palabra. Pero Inés no se movió. Se estuvo allí, con la cabeza gacha, mientras Clara retiró los platos y el mantel, mientras fregó el ajuar. Hacía frío. Clara le dijo:

—Te vas a helar ahí quieta. En la cocina estarás mejor. Avivó el rescoldo y preparó la silla.

—Anda. Siéntate ahí.

Inés se dejó llevar. Arrimada a la pared oscura, su mirada seguía el humillo ascendente. Un resplandor tenue, vacilante, le iluminaba el rostro.

Clara terminó y se sentó en el borde del llar.

—Yo también he sufrido, y entonces me hubiera gustado tener a mano alguien a quien hablar. Es malo tragárselo todo. Es como una comida fuerte. Hace daño.

Inés bajó un poco la cabeza, sin mirarla.

—¿Tú qué sabes?

—Más bien nada; pero escuchar todavía sé.

Inés movió la cabeza.

—Mis cosas son mías.

—No te digo que me las cuentes; pero a Juan…

Inés se estremeció.

—¿A Juan? ¡No tiene que saber nada de esto, pase lo que pase! ¿Lo entiendes?

—Como quieras. Pero yo pienso que ya que te quiere tanto… —Por eso.

Se levantó y saltó del llar.

—Voy a mi cuarto.

—Espera. ¿Sabes que no tenemos dinero?

Inés se detuvo y la miró como extrañada.

—¿Dinero?

—Sí. Las cochinas pesetas. Hoy me han tenido que fiar, y ayer también. Y tú dijiste…

—Sí. Hay que cobrar una hechura. ¿Por qué no vas tú?

—¿Yo? Ya sabes que no merezco confianza.

—Mira. Llevas unos retales que sobraron y la cuenta. Es en casa del Pirigallo, veinte pesetas. Espera un momento.

Volvió en seguida, con un atadijo de retales y un papel escrito.

—Toma. Llévalo tú. Di que no estoy bien.

—Si me pagan, ¿puedo pagar también?

—Sí, claro. Haz lo que quieras.

Mientras Clara se ponía el abrigo, Inés regresó a su cuarto. Había oscurecido un poco más. Encendió una vela, se sentó y cogió unos papeles a medio escribir. Leyó uno, otro, otro. Los apretó con furia. No era aquello lo que deseaba decir, lo que tenía que decir.

Danzaban por su cabeza palabras hermosas, palabras justas, palabras convincentes, pero se le escapaban cuando quería escribirlas. Ni siquiera había acertado en el encabezamiento. «Querido padre Ossorio,…»

«Respetado padre…» «Hermano mío en Jesucristo…» Sonaba a falso, a convencional. Necesitaba un comienzo que fuese como la puerta abierta a una habitación luminosa, una palabra que obligase a leer las otras, algo que revelase desde el comienzo que aquella carta la escribía un semejante…

Se irritó contra sí misma. «Semejante» tampoco era la palabra. No quería decir nada, salvo si se explicaba largamente, y ella no podía ponerse a explicar. Eso había hecho en una de las cartas: «Es posible que ignore que, durante dos años, sus palabras han ido edificando mi alma…»; y
edificar
tampoco la había satisfecho, porque significaba una cosa distinta, y lo que ella quería expresar no tenía nada que ver con
edificante
, sino con
edificación
. Como si el padre Ossorio hubiera hecho su alma como se hace una casa.

Se había enredado en las palabras, le disgustaban las palabras, eran palabras lo que sobraba y lo que necesitaba. Había hurgado en los evangelios; pero las palabras evangélicas le parecían también gastadas: «No puede usted abandonar su oveja», así hubiera escrito doña Lucía. «Soy una ramita insignificante de la gran vid de la Iglesia… » Daba risa.

Y, además, no sabía qué decir. «Me ha dejado usted sola» «Tiene usted que volver.» Sí, eso era, pero no bastaba, y no atinaba con el razonamiento intermedio, con las razones que podrían enterarle de que la había dejado sola y las que podían convencerle de que tenía que volver.

Se sentía cada vez más confusa. Abrió al azar las Sagradas Escrituras y salió la historia de Jezabel; la leyó, buscó en la lectura un consejo, una guía; pero la historia no le decía nada, ni aun se sentía capaz de imaginarla.

Hacía mucho frío. Tenía las piernas heladas hasta más arriba de las rodillas. Se echó en la cama y se tapó con una manta. Sus ojos, muy abiertos, miraban las sombras del techo, las sombras conocidas, repetidas.

La casa estaba en silencio, era como un agujero de silencio en medio del vendaval ruidoso. Fuera de la casa silbaba el viento en los pinos, en las esquinas, en los agujeros. Pero el silencio interior se notaba, y ella estaba en el centro del silencio. Podía oír su corazón.

Vivir era una partida jugada entre la propia voluntad y la voluntad de Dios. Dios ponía un límite al esfuerzo. Decía: «Hasta aquí. Más allá es mi terreno». Pero nunca se sabía dónde estaba el terreno de Dios, donde la voluntad de los hombres nada puede, donde se pide al hombre que se someta ciegamente, sin preguntar… Y ella había llegado, con su esfuerzo, al límite de su voluntad. Y preguntaba.

Era evidente que Dios no quería que escribiese aquella carta. Pero ¿qué es lo que Dios quería? ¿Cómo podía averiguarlo?

Su corazón latía tranquilamente, su sangre iba y venía con sosiego. Todo estaba en paz en su cuerpo y en su alma, todo estaba en silencio fuera de ella, como si Dios lo enviase para que pudiera decidir con claridad.

—Irme al convento.

Sintió inmediatamente inquietud y disgusto. El convento había sido su destino, aceptado desde la adolescencia. ¿Por qué ahora, algo que ella ignoraba, pero que gobernaba su voluntad, lo repelía? Le vino a la memoria el recuerdo del colegio, se vio a sí misma vestida de blanco para la comunión. Ya no era muy niña —once años—;sus padres se habían descuidado. Una monja le dio un beso y la metió en la fila de comulgantes. Otra prendió luz a la vela que llevaba en la mano derecha. Las niñas empezaron a cantar:

¡Oh, qué dicha y qué alegría,

venir Dios a visitarme!

¡Querer en persona honrarme!

¡Qué dignación, qué bondad!

Pero ella no cantaba. Se había resistido a aprender la canción porque le era antipática. Después de la misa, una monja le preguntó por qué no había cantado con sus compañeras, y ella respondió: «Porque no entiendo lo que dice». «¡Eso no importa, niña! ¡Ya entenderás cuando seas mayor!» Entonces el capellán se había acercado y había dicho: «¡Deje, madre, que no cante! Si no entiende la canción, hace bien». «¿Por qué no se la explica?» «Sería inútil. No es cuestión de entendimiento, sino de buen gusto.» El capellán la acarició y ella quedó agradecida. Las monjas llegaron a quererla porque era buena y dócil, y le metieron en la cabeza lo de consagrarse al Señor, porque les parecía un pecado que una niña tan bonita como ella se perdiese en el mundo; pero siempre había habido algo que no entendía, algo que, más tarde, llegó a entender, pero no compartió. Hasta escuchar al padre Ossorio.

Nunca había dudado que un día marcharía al convento. No importaba demorar la fecha, esperar a que las cosas se arreglasen, a que Juan no la necesitase. El padre Ossorio se había referido alguna vez a un monasterio benedictino, donde las monjas vivían una perfecta vida cristiana, una vida litúrgica profunda, guiadas por un monje famoso. El convento estaba en Alemania, y en él, unas cuantas mujeres habían aprendido a renunciar a su vida personal para vivir la vida de Cristo viviendo la vida de la Iglesia. Ella había esperado, había deseado ir allá algún día y perderse en aquella perfección. Guardaba dinero en una caja de lata escondida en un agujero de la pared —ahorros difíciles, día a día, duro a duro— con el pretexto de la dote, pero, en realidad, para pagarse el viaje. Pero no sabia dónde estaba el convento ni cómo ir. Y no era tiempo todavía, no se juzgaba suficientemente preparada. Los otros conventos, los que estaban a mano, no le apetecían. Uno de clarisas, sin salir de Galicia, de vida muy sacrificada: hambre, frío. Doña Lucía había hablado mucho de él, se lo había aconsejado. «Es el sitio mejor para que escondas tu belleza y la ofrezcas a Dios.» Bueno, también ella pasaba hambre y frío sin salir de su casa y lo ofrecía al Señor, como las monjas clarisas.

La vela se iba consumiendo, las sombras del techo se hacían grandes y temblorosas. El pabilo, flotante en la esperma derretida, se inclinó, dio un gran resplandor y se apagó. Inés cerró los ojos y se dejó dormir. Cuando Clara llamó a la puerta el viento se había calmado. Clara dijo:

—Inés, la cena.

Inés abrió los ojos y no respondió. Clara entreabrió la puerta y repitió la advertencia. Inés no se movió.

Oyó los pasos de Clara, su voz en la cocina, la voz de Juan. También ella estaba en calma, como el viento, pero la cintura y las ligas le oprimían la carne. Se aflojó la falda, se quitó las medias, y poco a poco volvió a dormirse, sin inquietud, sin respuesta, pero con una gran confianza en el corazón tranquilo, porque renunciaba a querer, a entender y a preguntar, y se ponía en manos de Dios. Entró en su sueño el silencio, que pronto se llenó de luz, y en medio de la luz vio la figura del padre Ossorio, al que una sombra empujaba contra un abismo de sombras. Reconoció su cuerpo robusto, y sus manos, tendidas hacia algo, hacia alguien, como pidiendo ayuda. Ella le hubiera gritado, se hubiera acercado, pero no se atrevió, y las sombras envolvieron, arrastraron al fraile fuera de la luz, hacia el centro de las sombras. Ya no se veían más que sus manos, como las manos de un náufrago, tendidas hacia ella.

Corrió, gritó. Era un mar de sombras, un mar revuelto, horrible, y las manos del fraile, crispadas, empezaban a desaparecer, desaparecieron. Volvió a gritar.

—¿Para qué gritas? —dijo Clara, que estaba junto a ella—. Se ha ahogado.

—Eso no es la mar —respondió Inés, y miró a Clara, y se sorprendió de su ignorancia. Porque era evidente que aquel mar de sombras no era la mar, y que el padre Ossorio no se había ahogado.

—¿Qué importa? Lo has dejado perderse. Eres una cobarde. ¡Con qué desprecio la había mirado Clara! Sintió una punzada en el corazón y despertó. Silbaba otra vez el viento, más furioso que nunca, y la casa temblaba.

—¡Dios mío!

No sentía el cuerpo, ni las ropas, ni la cama en que yacía. Se creyó, un instante, flotando también en el mar de las sombras, también perdida. Braceó, y sus manos se enredaron en la manta. Palpó, entonces, su cuerpo y las ropas del lecho. Se hizo, al mismo tiempo, una luz viva en su alma, donde todavía resonaba el insulto de Clara. Comprendió en seguida. De un salto se arrodilló y dio gracias al Señor desde su corazón. Estuvo arrodillada, alumbrada el alma por la íntima luz, hasta que sintió frío. Un reloj dio entonces las cinco. Bajó de la cama, buscó los zapatos en la oscuridad, y las cerillas encima de la mesa. Encendió una: no quedaba de la vela más que goterones de esperma fría. Fue en puntillas a la cocina, encendió el candil y regresó a su habitación. Buscó sus ropas, todas sus ropas, las dobló e hizo con ellas, con sus libros y un gran pañuelo negro un atadijo. Fue después al escondite del dinero, sacó la caja de lata y contó los billetes. Cien, doscientas…, mil, dos mil… ¡Dos mil setecientas treinta y cuatro pesetas! Aquello debía de ser una fortuna. Y recordó inmediatamente que Clara había tenido que comprar al fiado.

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