—Pero ¿qué pasa? Solveig, creo que debes calmarte y dejar de hablarme de ese modo.
Demasiado tarde comprendió que ese tono aleccionador, tan natural en él, no haría más que aumentar la indignación de la mujer. Parecía dispuesta a abalanzarse sobre su cuello y, por si acaso, reculó un poco tras la mesa.
—¡Que me tranquilice! ¿Tú me dices que me tranquilice, soplapollas hipócrita? ¡Cabrón de mierda!
Vio cómo disfrutaba al verlo estremecerse con cada palabra malsonante y, tras ella, Laine palidecía por momentos.
La voz de Solveig bajó ligeramente de tono y resonó con repentina maldad.
—¿Qué pasa, Gabriel? ¿Por qué me miras tan afligido? A ti solía gustarte que te susurrase porquerías al oído, ¿no te acuerdas, Gabriel, que te ponía cachondo?
Solveig se había acercado a la mesa y se dirigía a él como escupiéndole las palabras.
—No hay motivo alguno para sacar a relucir viejas historias. ¿Tienes algo que decirme o es sólo que estás borracha y desagradable, como de costumbre?
—¿Si tengo algo que decirte? Puedes jurarlo. He estado en Fjällbacka y ¿sabes qué? Han encontrado a Mona y a Siv.
Gabriel dio un respingo y en su semblante se reflejó la más absoluta sorpresa.
—¿Han encontrado a las chicas? ¿Dónde?
Solveig se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas sobre la mesa, con la cara a escasos centímetros de Gabriel.
—En Kungsklyftan, junto con el cadáver de una joven alemana que ha sido asesinada. Y creen que se trata del mismo asesino. Así que muérete de vergüenza, Gabriel Hult. Muérete de vergüenza por haber acusado a tu hermano, tu propia sangre. Tu hermano que, pese a que no existía la menor prueba, tuvo que cargar con la culpa a los ojos de la gente. Eso fue lo que acabó con él, que la gente murmurase y lo señalase con el dedo a sus espaldas. Pero claro, tú sabías que la cosa acabaría así, ¿no? Tú sabías que él era débil, que era una persona sensible. No pudo soportar la infamia y se colgó, y no me extrañaría lo más mínimo que tú contases con que lo haría cuando llamaste a la policía. No podías soportar que Ephraim lo prefiriese a él.
Solveig le clavaba el dedo en el pecho con tanta fuerza que lo impulsaba hacia atrás. Tenía la espalda contra el alféizar de la ventana, de modo que ya no podía alejarse de ella ni un centímetro. Estaba acorralado. Intentó indicarle con los ojos a Laine que hiciera algo para remediar aquella situación tan desagradable, pero, como de costumbre, ella no hacía más que mirar sin hacer nada.
—A mi Johannes siempre lo quiso más todo el mundo, y eso era algo que tú no podías soportar, ¿verdad? —aseguró sin aguardar respuesta alguna a sus afirmaciones, encubiertas bajo la apariencia de preguntas, y prosiguió su monólogo—. Incluso cuando Ephraim lo desheredó, siguió amándolo más a él. Tu padre te dio a ti la finca y el dinero, pero su amor nunca pudiste conseguirlo a pesar de que eras tú quien trabajaba por la casa, mientras que Johannes vivía la vida. Y luego fue y te quitó la novia; eso fue el colmo, ¿a que sí? ¿Fue entonces cuando empezaste a odiarlo, Gabriel? ¿Fue ahí cuando empezaste a aborrecer a tu hermano? Claro que sí; puede que no fuese justo, pero no te daba derecho a hacer lo que hiciste. Destrozaste la vida de Johannes, la mía y la de los niños, por supuesto. ¿Crees que no sé lo que hacen mis chicos? Pues es culpa tuya, Gabriel Hult. Ahora, por fin, la gente comprenderá que Johannes no hizo nada de lo que llevan tantos años murmurando. Y por fin mis hijos y yo podremos volver a andar con la cabeza bien alta.
La ira de Solveig empezó a apagarse y, en su lugar, aparecieron las lágrimas. Gabriel no sabía qué era peor. Por un instante, vio en su furia un destello de la antigua Solveig. La hermosa reina de la belleza de la que él se enorgullecía tanto de tener como novia, antes de que llegase su hermano y se la quitase, igual que le arrebataba todo aquello que él quería poseer. Cuando la rabia cedió al llanto, el rostro de Solveig se plagó de puntos rojos. Entonces volvió a ver al obeso y ajado despojo en que se había convertido y que sólo dedicaba sus días a compadecerse de sí misma.
—¡Así te quemes en el infierno, Gabriel Hult, junto con tu padre!
Dijo aquellas palabras en un susurro, antes de desaparecer con la misma rapidez con que se había presentado. Y allí quedaron Gabriel y Laine. Él se sentía como si le hubiesen arrojado una granada de mano. Se dejó caer pesadamente en la silla mirando mudo a su esposa. Se intercambiaron una mirada cómplice: ambos sabían lo que significaba que aquellos viejos huesos hubiesen emergido a la superficie.
M
artin acometió con celo y empeño la tarea de conocer a Tanja Schmidt, el nombre que figuraba en su pasaporte. Le habían pedido a Liese que dejase allí las cosas de su amiga. Él había revisado su mochila minuciosamente y allí, en el fondo, encontró el pasaporte. Parecía nuevo y tenía pocos sellos. En realidad, sólo de entrada y salida entre Alemania y Suecia, es decir, que o bien no había estado nunca antes fuera de Alemania o, por alguna razón, le habían expedido uno nuevo.
La foto del pasaporte era muy buena y Martin pensó que tenía un rostro agradable, aunque un tanto vulgar. Sus ojos eran castaños, como el cabello, cortado en una melena que le llegaba por los hombros. Un metro sesenta y cinco de estatura y complexión normal, ¡a saber qué sería eso!
Por lo demás, la mochila no le reveló nada interesante: varias mudas, unos libros desgastados en edición de bolsillo, efectos de aseo y bolsas vacías de caramelos. Nada íntimo, lo que le resultó un tanto extraño. ¿No debería haberse llevado alguna fotografía de su familia, del novio, o una agenda? Claro que encontraron un bolso junto al cadáver. Liese les había confirmado que Tanja tenía un bolso rojo. Seguramente era allí donde guardaba esas cosas. El caso era que habían desaparecido. ¿No podría tratarse de un robo? ¿O se habría llevado el asesino sus efectos personales como recuerdo? En los programas sobre asesinos en serie de Discovery, había visto que, por lo general, eran tipos que conservaban algún objeto de sus víctimas como parte de un ritual.
Martin se llamó al orden. Por el momento, no había ningún indicio de que estuviesen ante un asesino en serie y se dijo que haría bien en no atascarse en esa idea.
Empezó a confeccionar una lista de cómo procedería, punto por punto, en la investigación sobre la persona de Tanja. En primer lugar, se pondría en contacto con la autoridad policial alemana, que era lo que estaba a punto de hacer cuando lo interrumpió la llamada de Tord Pedersen. Después hablaría de nuevo y profundizando más con Liese y, finalmente, pensaba pedirle a Gösta que lo acompañase al camping para hacer alguna que otra pregunta, por si Tanja había hablado con alguien de por allí. Aunque quizá sería mejor pedirle a Patrik que le encargase la tarea a Gösta, pues en aquella investigación Patrik sí estaba autorizado a darle órdenes a su compañero, mientras que Martin no lo estaba. Y las cosas tenían tendencia a resolverse con mucha más facilidad si se seguía el protocolo según el orden establecido.
Empezó, pues, a marcar el número de la policía alemana por segunda vez y, en esta ocasión, le respondieron. Sería exagerado decir que la conversación fluía sin obstáculos, pero, cuando colgó el auricular, lo hizo con la certeza de haber transmitido correctamente los datos más relevantes. Le aseguraron que se pondrían en contacto con él en cuanto tuviesen más información. O, al menos, eso le pareció a él que le dijo la persona que hablaba al otro lado del hilo telefónico. Si el contacto con los colegas alemanes se intensificaba, seguro que tendrían que contratar a un intérprete de alemán.
Teniendo en cuenta el tiempo que llevaba obtener información del extranjero, le habría gustado disponer en el trabajo de una conexión a Internet tan rápida como la que tenía en casa. Pero, ante el riesgo de la intrusión informática, la comisaría no tenía ni una simple conexión por módem. Se escribió una nota para acordarse de hacer una búsqueda de Tanja Schmidt en la guía telefónica alemana, si es que estaba en la red, cuando llegase a casa. Aunque, si no recordaba mal, Schmidt era uno de los apellidos alemanes más comunes, así que tenía pocas posibilidades de encontrar nada.
Puesto que no podía hacer mucho más que esperar la información de Alemania, pensó que lo mejor sería acometer la siguiente tarea. Tenía el móvil de Liese, así que la llamó para asegurarse de que aún seguía por allí. En realidad, no tenía ninguna obligación de quedarse, pero les había prometido no continuar con su viaje hasta dentro de un par de días, para que les diese tiempo de hablar con ella.
El viaje había perdido, sin duda, la mayor parte de su encanto. Según lo que le contó a Patrik, las dos jóvenes se habían hecho muy amigas en poco tiempo. Ahora se veía sola en una tienda de campaña en Sälvik, y su ocasional compañera había sido asesinada. ¿Y si ella también estaba en peligro? Era una posibilidad en la que Martin no había pensado con anterioridad. Lo mejor sería comentárselo a Patrik en cuanto volviese a la comisaría. Podía ser que el asesino hubiese visto juntas a las chicas en el camping y, por alguna razón, se hubiese fijado en las dos. Pero, en ese caso, ¿cómo encajaban en el cuadro los esqueletos de Mona y Siv? Mona y,
probablemente
, Siv, se corrigió enseguida. No había que dar por seguro algo que era sólo casi seguro, como dijo en alguna ocasión uno de los docentes de la Escuela de Policía, tesis que Martin aspiraba a aplicar en su labor policial.
Pensándolo bien, no creía que Liese corriera ningún peligro. Una vez más, lo que manejaban eran probabilidades, y la probabilidad le decía que Liese se había visto involucrada en todo aquello por su desafortunada elección de compañera de viaje.
Pese a su anterior reserva, decidió que intentaría él mismo, de un modo más o menos discreto, poner a funcionar a Gösta en una tarea policial concreta. De modo que echó a andar pasillo arriba en dirección a su despacho.
—Hola, Gösta. ¿Puedo interrumpir un momento?
Aún inspirado por el arrebato lírico de su hazaña, Gösta seguía al teléfono, pero colgó enseguida con cierto cargo de conciencia al ver asomar a Martin por la puerta.
—¿Sí?
—Patrik nos ha pedido que vayamos al camping de Sälvik. Yo tengo que interrogar a la compañera de viaje de la víctima y tú tendrías que ir a indagar un poco.
Gösta lanzó un gruñido nada elegante, pero no cuestionó la veracidad de lo que le decía Martin sobre la distribución de las tareas. Tomó su cazadora y salió en dirección al coche pisándole los talones a Martin. La lluvia torrencial se había convertido en una leve llovizna, pero se respiraba un aire puro y fresco. Se diría que la lluvia había barrido las semanas de polvo y de calor y lo había dejado todo más limpio.
—Esperemos que esta lluvia pase pronto; de lo contrario, mis partidas de golf se irán a pique.
Gösta refunfuñaba enojado en el coche, y Martin pensó que seguramente sería el único que no había acogido bien aquella breve pausa después de tanto calor.
—Pues para mí es muy agradable. Ese calor sofocante me estaba matando. Y piensa en la mujer de Patrik, debe de ser terrible estar embarazada en pleno verano. Yo no podría, eso lo tengo claro.
Martin continuó con la charla, consciente de que Gösta tenía la tendencia a ser un acompañante mudo cuando se hablaba de algo que no fuese golf. Y puesto que los conocimientos de Martin al respecto se reducían al hecho de que la pelota era redonda y blanca, y que a los jugadores de golf se los distinguía normalmente por unos pantalones de cuadritos como de payaso, hizo un esfuerzo por mantener aquella conversación en solitario. Por esa razón, se le pasó por alto en un primer momento el quedo comentario de Gösta.
—Nuestro hijo nació a principios de agosto, en un verano tan caluroso como este.
—Ah, pero ¿tú tienes un hijo, Gösta? Pues no lo sabía.
Martin buscó en su memoria los datos que tenía sobre la familia de su colega. Sabía que su mujer había fallecido hacía un par de años, pero no conseguía recordar nada de que tuviese hijos. Sorprendido, se volvió a mirar a Gösta, que ocupaba el asiento del acompañante, pero su compañero no le devolvió la mirada, sino que se quedó con la vista baja, contemplándose las manos en el regazo. Inconscientemente, se puso a darle vueltas a la alianza de oro que aún llevaba y, como si no hubiese oído la pregunta de Martin, continuó con voz monocorde:
—Majbritt engordó treinta kilos. Se puso grande como una casa. Y también le costaba un mundo moverse con aquel calor. Hacia el final del embarazo, no hacía más que resoplar sentada a la sombra. Yo le llevaba una jarra de agua detrás de otra, pero era como darle de beber a un camello; su sed parecía no tener fin.
De pronto, rompió a reír con una risa extraña, como para sí, llena de cariño, y Martin comprendió que su colega estaba tan sumido en el mundo de los recuerdos que ya no era a él a quien se dirigía. Y prosiguió:
—El pequeño nació perfecto, gordito y precioso. Clavadito a mí, decían todos. Pero luego todo fue tan rápido… —Gösta seguía dándole vueltas a la alianza, cada vez más deprisa—. Yo había ido a verlos a la habitación del hospital el día que, de pronto, dejó de respirar. Se armó un escándalo tremendo. La gente entraba y salía corriendo de todas partes y se llevaron al pequeño. La siguiente vez que lo vimos fue en el ataúd. Fue un entierro muy bonito. Después de aquello, no quisimos intentarlo más. Majbritt y yo no habríamos podido soportarlo, así que tuvimos que conformarnos el uno con el otro.
Gösta se estremeció, como si acabase de despertar de un trance. Miró a Martin con reprobación, como si fuese culpa suya que aquellas palabras hubiesen salido de su boca.
—Es un tema que no volveremos a tocar, claro está. Y tampoco quiero que os dediquéis a traerlo y llevarlo en las pausas del café, por cierto. Hace ya muchos años que pasó y nadie más tiene por qué saberlo.
Martin asintió. Después, no pudo contenerse y le dio a Gösta una palmadita en la espalda. El hombre lanzó un gruñido, pero Martin sintió que, pese a todo, se había establecido entre ellos un leve vínculo en el mismo lugar en que antes sólo había existido la falta de respeto mutuo. Puede que Gösta siguiese sin ser el mejor ejemplar de policía de que pudiese jactarse el Cuerpo, pero eso no significaba que no hubiese vivido sus experiencias y que no estuviese en posesión de conocimientos de los que Martin pudiese aprender.