Los niños corrían por toda la casa, enloquecidos por la frustración de verse encerrados, mientras que Conny y Britta habían empezado a ensañarse el uno con el otro, como perros enjaulados. Aún no habían desembocado en una disputa con todas las de la ley, pero las indirectas habían ido ganando terreno hasta alcanzar el nivel del bufido y los reproches. Ya empezaban a sacar a relucir viejos pecados y barrabasadas y lo único que Erica deseaba era irse a su dormitorio y taparse la cabeza con el edredón. Sin embargo, se interponía siempre su buena educación, que, con un dedo acusador, la obligaba a intentar comportarse de forma civilizada en plena contienda.
Cuando Patrik se fue al trabajo, se quedó mirando la puerta con añoranza. Él, por su parte, no pudo ocultar su alivio ante la posibilidad de huir a la comisaría, de manera que por un instante ella estuvo tentada de poner a prueba su ofrecimiento del día anterior y recordarle que le había prometido que se quedaría en casa en cuanto se lo pidiera. Pero sabía que no sería justo hacerlo sólo porque no tenía ganas de quedarse a solas con «los cuatro terribles», así que, como una esposa modelo, se despidió de él por la ventana de la cocina mientras lo veía partir.
La casa no era tan grande como para impedir que el desorden general empezase ya a adquirir proporciones catastróficas. Habían sacado algunos juegos de mesa, cuyos componentes aparecían ahora esparcidos por toda la sala de estar en un revoltijo indecible, junto con las casas del Monopoli y varias barajas de cartas. Erica fue agachándose con mucho esfuerzo para recoger las piezas de los diversos juegos, en un intento de poner cierto orden en la habitación. La conversación en la terraza, donde se encontraban Britta y Conny, se volvía cada vez más acalorada y ya empezaba a comprender por qué los modales de los niños dejaban tanto que desear. Con unos padres que se comportaban como niños pequeños, no resultaba fácil aprender a respetar a los demás ni tampoco sus cosas. ¡Ojalá aquel día pasara lo más pronto posible! En cuanto dejase de llover, sacaría a la familia Flood. A pesar de su buena educación y hospitalidad, tendría que ser santa Brígida en persona para no estallar si se quedaban mucho más.
La gota que colmó el vaso cayó durante el almuerzo. Con los pies doloridos y una persistente molestia en la espalda, se había pasado una hora ante los fogones para preparar una comida capaz de satisfacer el voraz apetito de Conny y las exigencias de los niños, y, a su entender, había acertado. Salchicha Falukorv gratinada con macarrones en bechamel agradaría a ambas partes, pero pronto comprobó que había cometido un grave error.
—Uf, odio la salchicha Falukorv. ¡Qué asco!
Lisa apartó el plato con una expresión de repugnancia manifiesta y se cruzó de brazos disgustada.
—Pues qué pena, porque es lo que hay —replicó Erica con voz firme.
—Pero yo tengo hambre… ¡Quiero comer otra cosa!
—No hay ninguna otra cosa. Si no te gusta la salchicha, cómete los macarrones con
ketchup
—Erica se esforzó por adoptar un tono suave, pese a que estaba negra por dentro.
—Los macarrones son asquerosos. Yo quiero comer otra cosa. ¡Mamá!
Britta clavó una mirada inquisidora en su anfitriona, mientras acariciaba la mejilla al saco de gritos en que se había convertido su hija, que la premió con una sonrisa. Lisa, convencida de su victoria y con las mejillas encendidas, clavó en Erica una mirada exigente. Pero ya se habían pasado de la raya: era la guerra.
—No hay otra cosa. O te comes lo que tienes en el plato o nada.
—Pero, por favor, Erica, estás siendo poco razonable. Conny, explícale cómo solemos hacer nosotros las cosas, cuál es nuestra política educativa —lo animó Britta, aunque sin esperar de su parte ninguna reacción—. Nosotros no obligamos a nuestros hijos a nada, porque eso inhibiría su desarrollo. Si mi Lisa quiere comer otra cosa, consideramos que es de ley que se le ofrezca, ni más ni menos. Quiero decir que ella es un individuo con el mismo derecho a expresarse del que disfrutamos los demás. ¿Qué pensarías tú si alguien te obligase a comer algo que no quieres comer? No creo que lo aceptases.
Britta la aleccionaba con su voz de psicóloga profesional, pero Erica sentía que ya estaba colmada y, con una tranquilidad pasmosa, tomó el plato de la niña, lo alzó sobre la cabeza de Britta, le dio la vuelta y se lo puso de sombrero. El asombro al notar que los macarrones le chorreaban por el interior de la camisa hizo que Britta se interrumpiese en mitad de una frase.
Diez minutos más tarde, se habían esfumado, probablemente para no volver nunca más. Erica estaba convencida de que a partir de ahora pasaría a figurar en la lista negra de esa parte de la familia, pero ni recurriendo a toda su voluntad podía decir que lo lamentase. Tampoco se avergonzaba, pese a que, en el mejor de los casos, su conducta podía calificarse de infantil. Había sido un placer dar rienda suelta a la agresividad acumulada durante los días de visita familiar y no pensaba presentar la menor disculpa.
Tenía pensado pasar el resto del día en la terraza con un buen libro y la primera taza de té del verano. De repente la vida se le antojó mucho más placentera.
P
ese a ser tan pequeña, el verdor que brotaba en su terraza acristalada, podía compararse con el del mejor de los jardines. Cada una de las flores había sido amorosamente cultivada desde la semilla o el esqueje y, gracias al calor de aquel verano, el ambiente resultaba casi tropical. En un rincón de la terraza cultivaba hortalizas y nada podía compararse a la satisfacción de salir y recoger los tomates, los calabacines, las cebollas o incluso los melones o las uvas que él mismo había cultivado.
Su pequeña casa adosada estaba situada a orillas de la calle Dinglevägen, junto a la salida sur hacia Fjällbacka, y era pequeña, pero funcional. La terraza, como un verde signo de admiración, destacaba entre los humildes jardines del resto de los vecinos.
Sólo cuando se sentaba allí dejaba de sentir añoranza de su antigua casa, aquella en la que había crecido y donde, más tarde, se forjó un hogar propio junto con su esposa y su hija. Las dos estaban ya muertas y el dolor en soledad había ido acrecentándose hasta que un día comprendió que no tenía más remedio que despedirse también de la casa y de todos los recuerdos que albergaban sus paredes.
Claro que la adosada carecía de la personalidad que tanto había amado en la otra, pero la impersonalidad era precisamente lo que le ayudaba a paliar el dolor que se alojaba en su pecho; allí, su pena era más bien un sordo murmullo, incesante pero de fondo.
Cuando Mona desapareció, creyó que Linnea moriría de angustia. Ella llevaba ya tiempo enferma, pero resultó estar hecha de mejor madera de lo que él suponía y vivió diez años más, seguramente por él; no quería dejarlo solo con aquella tristeza. Linnea luchaba cada día por sobrellevar una vida que, a partir de la desaparición de su hija, se había convertido para ambos en una existencia tenebrosa.
Mona había sido siempre la luz de sus vidas. Nació cuando los dos habían perdido ya toda esperanza de tener hijos y, de hecho, no tuvieron más. Todo el amor de que eran capaces se concretó en aquella rubia y alegre criatura cuya risa les encendía el corazón. Les resultaba del todo incomprensible que pudiese desaparecer así, sin más. Él sintió que el sol debería haber dejado de brillar y que el cielo debería haberse venido abajo, pero nada de aquello sucedió. La vida continuaba como de costumbre fuera de aquella morada de sufrimiento. La gente seguía riendo, viviendo y trabajando, pero Mona ya no estaba.
Durante mucho tiempo conservaron la esperanza. Podía ser que estuviese en algún lugar, que estuviese viviendo su vida sin ellos porque hubiese decidido desaparecer voluntariamente. Al mismo tiempo, ambos conocían la verdad. La otra chica había desparecido poco antes y aquello era una coincidencia demasiado significativa como para engañarse. Además, Mona no era el tipo de muchacha capaz de causar tanto dolor de forma consciente. Era una joven buena y adorable que hacía cuanto estaba en su mano por cuidarlos.
El día en que murió Linnea fue para él la prueba definitiva de que Mona estaba en el cielo. La pena y la enfermedad habían reducido a su amada esposa hasta que no quedó más que su sombra. Tras muchas horas de espera, ella le apretó la mano por última vez y su rostro se iluminó con una sonrisa. La luz que observó entonces en los ojos de Linnea era la misma luz que llevaba sin ver diez años, los mismos que hacía que no veía a Mona. Después, su esposa dirigió la mirada a algún punto lejano e impreciso, y se fue. Entonces lo supo: Linnea había muerto feliz porque su hija había ido a recibirla en el túnel. Aquella certeza, le ayudaba a soportar la soledad en más de un sentido. Ahora, al menos, las dos personas a las que más había amado estaban juntas. El reencuentro con ellas era sólo cuestión de tiempo y anhelaba que llegase el día, pero hasta entonces era su obligación vivir su vida lo mejor que supiera. El Señor era poco comprensivo con los que lo decepcionaban y no quería arriesgarse a perder su puesto en el cielo, junto a Linnea y Mona.
Unos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpir su melancólico cavilar. Con gesto cansino, se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, cruzó por entre las plantas, recorrió el pasillo y llegó a la puerta. Un joven de aspecto grave aguardaba al otro lado con la mano en alto, como para volver a llamar.
—¿Albert Thernblad?
—Sí, soy yo, pero no quiero comprar nada si es que viene a venderme algo.
El hombre sonrió.
—No, no soy vendedor. Me llamo Patrik Hedström, de la policía. ¿Me permite que pase un momento?
Albert no dijo nada, pero se apartó para dejarlo entrar y lo llevó hasta la terraza, donde le indicó que tomase asiento en el sofá. No le había preguntado el motivo de su visita, no era necesario. De hecho, llevaba veinte años esperándola.
—¡Qué maravilla de plantas! Eso se llama tener mano, supongo —comentó Patrik con una sonrisa nerviosa.
Albert no contestó, pero lo miró con dulzura, pues comprendió que al policía no le resultaba nada fácil presentarse con semejante misión, aunque no tenía por qué preocuparse. Después de tantos años de espera, casi podía decirse que se merecía conocer lo ocurrido. Sufrir por la pérdida era algo que ya había hecho, de todos modos.
—Pues, verá, resulta que hemos encontrado a su hija —Patrik se aclaró la garganta antes de repetir sus palabras—. Hemos encontrado a su hija y podemos confirmar que fue asesinada.
Albert no hacía más que asentir, imbuido de una gran paz de espíritu. Mona podría por fin descansar en paz y él tendría una tumba a la que acudir. La enterraría junto a Linnea.
—¿Dónde la han encontrado?
—En Kungsklyftan.
—¿En Kungsklyftan? —Albert frunció el entrecejo—. Pero si estaba allí, ¿cómo es que no dieron antes con ella? Si es un lugar muy transitado…
Patrik Hedström le habló de la turista alemana asesinada y le contó que, seguramente, el otro esqueleto hallado pertenecía a Siv, que creían que, por la noche, alguien había trasladado allí los cuerpos de Mona y de Siv, pero que, en realidad, todos aquellos años habían estado en otro lugar.
Albert no salía ya mucho a la calle y, a diferencia de los demás habitantes de Fjällbacka, no había oído hablar del asesinato de la joven extranjera. La primera sensación que experimentó al oír lo que le había sucedido fue un hachazo en la boca del estómago. En algún lugar, alguien iba a vivir el mismo dolor que él y Linnea habían soportado. En algún lugar existían un padre y una madre que jamás volverían a ver a su hija, y aquello ensombreció la noticia del hallazgo de Mona. En comparación con la familia de la última chica asesinada, él tenía suerte. En su caso, el dolor había ido haciéndose más sordo, menos agudo. A ellos, en cambio, aún les quedaban muchos años para alcanzar ese punto, y su corazón sufría por ellos.
—¿Se sabe quién lo ha hecho?
—Por desgracia, aún no. Pero haremos cuanto esté en nuestra mano por averiguarlo.
—¿Saben si es la misma persona?
El policía bajó la vista al suelo.
—No, ni siquiera sabemos eso con seguridad, tal y como están las cosas en estos momentos. Hay ciertas similitudes, es cuanto puedo decirle por ahora.
Patrik miró inquieto al anciano que tenía ante sí.
—¿Quiere que llame a alguien que venga a hacerle compañía?
El hombre le dedicó una sonrisa amable y paternal.
—No, no hay nadie.
—¿Quiere que le pregunte al pastor si puede pasarse por aquí?
De nuevo la misma sonrisa cándida.
—No, gracias, no necesito al pastor. No se preocupe, he vivido este día una y otra vez con el pensamiento, así que no estoy conmocionado. Sólo quiero sentarme aquí tranquilo con mis plantas, a reflexionar. Estaré bien. Seré viejo, pero también soy duro.
Posó la mano sobre el hombro del policía, como si fuese él quien necesitase consuelo. Y tal vez fuera así.
—Si no tiene nada en contra, me gustaría enseñarle unas fotos de Mona y hablarle un poco de ella. Sólo para que comprenda de verdad cómo era cuando estaba viva.
El joven policía asintió sin dudarlo y Albert fue a buscar sus viejos álbumes. Durante poco más de una hora estuvo mostrándole fotos y hablándole de su hija. Hacía mucho tiempo que no pasaba un rato tan bueno y comprendió que había tardado demasiado en permitirse gozar de sus recuerdos.
Cuando se despedían en la puerta, le puso a Patrik en la mano una fotografía de Mona. Era una instantánea hecha en su quinto cumpleaños, delante de una gran tarta con cinco velas y con una sonrisa de oreja a oreja. Era una niña preciosa y adorable, con el rubio cabello rizado y los ojos ardientes de ganas de vivir. Para él era muy importante que los policías tuviesen presente aquella imagen de su hija cuando se pusiesen a buscar a su asesino.
Una vez que el policía se hubo marchado, volvió a sentarse en la terraza. Cerró los ojos y aspiró el dulce perfume de las flores. Después, se durmió y soñó con un largo y claro túnel al final del cual lo aguardaban, como sombras, Mona y Linnea. Le pareció ver que le hacían señas con la mano.
L
a puerta del despacho se abrió de golpe con estruendo. Solveig entró como una tromba seguida de Laine, que daba saltitos y hacía aspavientos de impotencia.
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de la gran puta!
Él reaccionó de forma instintiva a su lenguaje. Siempre le había resultado de lo más desagradable la gente que mostraba la intensidad de sus sentimientos en su presencia, y no tenía la menor condescendencia con semejante forma de expresarse.