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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los gritos del pasado (23 page)

BOOK: Los gritos del pasado
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—¿Hay alguna otra persona a la que le podamos preguntar? El único pariente de cuya existencia nos ha informado la policía alemana es usted, pero quizá pueda darnos el nombre de alguna amiga…

—Podrían hablar con su padre. Vive en Austria. Seguramente por eso la policía no lo encontró en ningún registro. Espere, aquí tengo su número de teléfono.

Martin oyó que Peter se alejaba y el ruido que hacía al buscar en algún cajón. Segundos después volvió a ponerse al teléfono. Pia seguía traduciendo y se esforzó en repetir los números con especial claridad.

—No estoy seguro de que pueda decirles mucho. Hace dos años, poco después de que Tanja y yo nos separásemos, ellos dos tuvieron un fuerte enfrentamiento y se distanciaron bastante. Tanja no quiso contarme por qué, pero tengo la impresión de que llevaban mucho tiempo sin hablarse. Claro que nunca se sabe. Cuando hable con él, salúdelo de mi parte.

La conversación no había sido muy fructífera, pero Martin le dio las gracias y le preguntó si podía volver a llamarlo en caso de que surgiesen más preguntas. Pia se quedó al teléfono y se le adelantó preguntándole si quería llamar al padre de Tanja enseguida, para ayudarle con la traducción.

El tono de llamada sonó una y otra vez, pero nadie contestaba, no parecía haber nadie en casa. El comentario del ex marido sobre el enfrentamiento entre Tanja y su padre también había despertado la curiosidad de Martin. ¿Sobre qué podían haber discutido que fuera tan grave como para que interrumpiesen del todo el contacto? ¿Y tendría algo que ver con el viaje de Tanja a Fjällbacka y con su interés por la desaparición de las dos chicas?

Sumido en sus cavilaciones, casi se olvidó de que tenía a Pia al teléfono; le dio las gracias apresuradamente y acordaron que le ayudaría a llamar al padre de Tanja al día siguiente.

Martin se quedó un buen rato pensando y observando la fotografía de Tanja en el depósito. ¿Qué había ido a buscar a Fjällbacka? ¿Y qué habría encontrado?

C
on sumo cuidado, Erica fue acercándose a los muelles. No era normal que hubiese huecos libres entre los barcos varados en aquella época del año. Por lo general, los veleros solían atracar en doble y hasta en triple fila, pero el asesinato de Tanja había espantado a bastante gente, que había ido a buscar sitio en otros puertos. Erica deseaba con todas sus fuerzas que Patrik y sus colegas resolviesen el caso cuanto antes. De lo contrario, el invierno se presentaría muy duro para todos aquellos que vivían de lo que ganaban durante el verano.

Anna y Gustav optaron, no obstante, por ir contra corriente y se quedaron en Fjällbacka un par de días más. Cuando vio el barco, comprendió por qué no había podido convencerlos de que se quedaran en casa con ella y con Patrik. Era impresionante. Allí estaba, al final del muelle, de un blanco reluciente, con la cubierta de madera y con espacio suficiente para albergar por lo menos a dos familias.

Anna la saludó alegre al verla acercarse y la ayudó a subir al barco. Erica estaba sin resuello cuando, por fin, pudo sentarse a tomarse el gran vaso de refresco que le sirvió su hermana.

—¿Verdad que se harta una al final?

Erica puso los ojos en blanco, dándole la razón.

—¿Me lo preguntas? Pero supongo que es así como la naturaleza nos obliga a tener ganas de parir. Si no fuese por este calor tan agobiante… —se secó el sudor de la frente con una servilleta, pero no tardó en sentir cómo se le formaban nuevas gotas de sudor que le rodaban por la sien.

—Pobrecilla —se compadeció Anna con una sonrisa.

Gustav subió del camarote y saludó a Erica con corrección. Su indumentaria era tan impecable como la última vez que se vieron y sus blanquísimos dientes relucían sobre el fondo tostado de su rostro. Se dirigió a Anna y, algo irritado, le advirtió:

—La mesa del desayuno está aún sin recoger. Ya te he dicho que es preciso que mantengas un poco de orden en el barco. Si no, esto no funciona.

—Ah, sí, perdona, ahora mismo lo soluciono.

La sonrisa se borró del rostro de Anna que, bajando la mirada, se apresuró a descender a las regiones inferiores del barco. Gustav se sentó junto a Erica, con una cerveza fría en la mano.

—No es posible vivir en un barco si no se mantiene el orden. En especial si hay niños. De lo contrario, es un lío.

Erica se preguntó por qué no había podido quitar la mesa del desayuno él mismo si tan importante le parecía. Después de todo, no parecía inválido.

El ambiente empezaba a espesarse entre ellos y Erica sintió enseguida que el abismo creado por las diferencias entre sus orígenes y su educación se abría sin remisión. Aun así, se sintió obligada a romper el silencio.

—Un barco precioso.

—Sí, es una verdadera belleza —no cabía en sí de orgullo—. Me lo ha prestado un buen amigo, pero ahora me están dando ganas de comprarme uno.

Un nuevo silencio. Erica se alegró cuando vio que Anna volvía y se sentaba al lado de Gustav. Dejó el vaso que traía en el otro lado. Una arruga de contrariedad se formó entonces en la frente de Gustav.

—¿Podrías hacerme el favor de no dejar los vasos ahí? Se forman manchas en la madera.

—Lo siento —se excusó ella con un hilo de voz, al tiempo que se apresuraba a retirar el vaso.

—Emma —dijo Gustav, trasladando su atención de la madre a la hija—, ya te he dicho que no puedes jugar con la vela. Aléjate de ahí ahora mismo —la pequeña, de cuatro años, se hizo la sorda y lo ignoró por completo. Gustav estaba a punto de levantarse cuando Anna se le adelantó de un salto.

—Ya voy yo. Seguro que no te ha oído.

La niña empezó a chillar enrabietada al ver que la arrancaban de donde estaba y, cuando Anna la llevó a la mesa donde se encontraban los mayores, estaba visiblemente enfurruñada.

—Eres malo —le dijo a Gustav al tiempo que se preparaba para propinarle un puntapié en la espinilla, gesto que le arrancó a Erica una sonrisa furtiva.

Entonces, Gustav agarró a Emma del brazo y, por primera vez desde que llegaron, Erica vio encenderse una chispa en los ojos de Anna. Le retiró a Gustav la mano y acercó a Emma contra sí.

—No la toques.

Él alzó las manos como para tranquilizarla:

—Perdona, pero tus hijos son unos salvajes. Alguien tiene que enseñarles modales.

—Mis hijos están perfectamente educados, gracias, y de su educación me encargo yo personalmente. Venga, vamos a Ackes a comprar un helado.

Le hizo un gesto a Erica, que se puso más que contenta de poder estar sola un rato con su hermana y sus sobrinos, sin el señor Melindres. Colocaron a Adrian en el carrito y Anna le dio permiso a Emma para ir empujándolo delante de ellas.

—¿A ti te parece que soy hipersensible? Lo único que hizo fue cogerla del brazo. Quiero decir que sé que lo que pasé con Lucas me ha afectado y me ha convertido en una madre sobreprotectora…

Erica tomó a su hermana del brazo.

—A mí no me parece que seas sobreprotectora en absoluto. Personalmente, pienso que tu hija es una excelente conocedora del género humano y deberías haberla dejado que le diese una buena patada en la espinilla.

El rostro de Anna se ensombreció.

—Pues a mí me parece que exageras un poco. Después de todo, ahora que lo pienso, no era para tanto. Si uno no está acostumbrado a estar con niños, es normal estresarse.

Erica dejó escapar un suspiro. Por un instante creyó que su hermana iba a mostrar por fin un poco de entereza y a exigir el trato al que ella y sus hijos tenían derecho, pero Lucas había hecho un buen trabajo.

—¿Qué tal va el juicio por la patria potestad?

En un primer momento, Anna pareció dispuesta a desoír la pregunta, pero al cabo de un instante respondió en voz muy baja:

—No va nada bien. Lucas está resuelto a utilizar todos los medios a su alcance, por sucios que sean. Y que haya conocido a Gustav lo ha puesto más furioso si cabe.

—Pero no tiene a qué agarrarse, ¿no? Quiero decir, ¿qué puede aducir para demostrar que tú no eres una buena madre? Si hay alguien con razón para retirarle la patria potestad, ¡esa eres tú!

—Sí, bueno, pero él parece convencido de que si inventa las suficientes mentiras, algo quedará.

—Pero ¿y tu denuncia por maltrato a los niños? ¿No debería ser un argumento de más peso que su sarta de mentiras?

Anna no respondió y su silencio originó en Erica una sospecha muy desagradable.

—Nunca pusiste esa denuncia, ¿verdad? Me mentiste en mi propia cara y me dijiste que lo habías denunciado, pero no lo hiciste.

Anna no se atrevía a mirarla de frente.

—Venga, contesta. ¿Es así? ¿Tengo razón?

Anna le respondió desabrida.

—Sí, querida hermana, tienes razón. Pero no tienes derecho a juzgarme. No has estado en mi pellejo, así que no tienes ni idea de lo que es vivir siempre con el miedo de lo que pueda ocurrírsele. Si lo hubiese denunciado, me habría perseguido hasta el fin del mundo. Yo esperaba que, si no acudía a la policía, nos dejaría en paz. Y al principio pareció funcionar, ¿no?

—Sí, claro. Pero ahora ya no funciona. Maldita sea, Anna, tienes que aprender a pensar más allá.

—Sí, claro, para ti es muy fácil decirlo. Tú, que estás aquí con toda la tranquilidad del mundo, con un hombre que te adora y que nunca te haría daño, y ahora, después del libro de Alex, con dinero contante y sonante. Para ti es muy fácil decirlo, sí. Tú no sabes lo que es estar sola con dos niños y trabajar como una negra para darles de comer y vestirlos. A ti todo te va divinamente, claro, y no creas que no te he visto mirar a Gustav con desprecio. Tú crees que lo sabes todo, pero en realidad no tienes ni idea.

Anna no se molestó en darle a Erica la oportunidad de responder a su exabrupto, sino que echó a andar a buen paso hacia la plaza empujando el carrito con una mano y con Emma de la otra. Erica, por su parte, se quedó en la acera a punto de llorar y preguntándose cómo habían llegado a aquella situación. Su intención era buena. Lo único que quería era que Anna tuviese la vida que se merecía.

J
acob besó a su madre en la mejilla y le estrechó la mano a su padre con toda formalidad. Esa había sido siempre la naturaleza de su relación: distante y correcta en lugar de cálida y cariñosa. Le resultaba raro ver a su propio padre como a un extraño, pero esa era la descripción que más se adaptaba a la realidad. Claro que había oído contar cómo su padre se quedaba en el hospital día y noche cuidándolo, junto con su madre, pero él no tenía de aquello más que un vago recuerdo borroso que no les había servido para estar más unidos. La relación íntima la había tenido, en cambio, con Ephraim, en el que veía más un padre que un abuelo. Desde que Ephraim le salvó la vida donándole parte de su médula, Jacob lo veía como a un héroe.

—¿Hoy no trabajas?

Su madre sonaba tan angustiada como de costumbre, sentada a su lado en el sofá. Jacob se preguntó cuáles serían los peligros que ella imaginaba siempre a la vuelta de la esquina. Aquella mujer había vivido toda su vida como si estuviese haciendo equilibrios al límite del abismo.

—Sí, pero hoy pensaba ir un poco más tarde y quizá trabajar un rato por la tarde. Pensé que estaría bien pasarme a ver cómo estabais. Ya me enteré de que os habían roto los cristales de las ventanas. Pero, mamá, ¿por qué no me llamaste a mí en lugar de a papá? Yo habría podido venir en un santiamén.

Laine sonrió agradecida.

—No quería preocuparte. No te conviene alterarte.

Jacob no respondió, simplemente le sonrió dulcemente, casi para sus adentros.

Su madre le tomó la mano.

—Ya sé, ya sé, pero déjame que te coja la mano un momento. Es difícil enseñarle a un perro viejo, ya sabes.

—Pero, mamá, tú no eres vieja, si aún eres una niña…

La mujer se ruborizó, encantada con el cumplido. Aquella era una conversación habitual entre madre e hijo, y él sabía que a ella le gustaba oír ese tipo de comentarios. Con su padre no se lo había pasado tan bien nunca, los cumplidos no eran el lado fuerte de Gabriel.

Y, en efecto, lo oyeron resoplar impaciente en el sillón, hasta que por fin se levantó.

—Bueno, pues la policía ha estado hablando con el desastre que tienes por primos, así que esperemos que ahora se mantengan tranquilos un tiempo —dijo, al tiempo que empezaba a dirigirse al despacho—. ¿Tienes tiempo de echarle una mirada a los números?

Jacob le besó la mano a su madre, asintió y siguió a su padre. Gabriel había empezado hacía unos años a introducir a su hijo en los negocios de la finca, formación en la que no cejaba desde entonces. Su padre quería asegurarse de que Jacob sería perfectamente capaz de sustituirlo llegado el momento. Por suerte, Jacob tenía una inclinación natural para el negocio y se le daban tan bien los números como las tareas prácticas que requería.

Cuando ya llevaban un buen rato inclinados sobre los libros contables y estudiándolos juntos, Jacob se estiró un poco y comentó:

—Había pensado subir un rato a visitar al abuelo. Hace mucho tiempo que no lo hago.

—Mmm, ¿cómo? Ah, sí, claro, ve —respondió Gabriel, aún sumido en el mundo de las cifras.

Jacob subió la escalera que conducía a la planta superior y se encaminó despacio hacia la puerta de acceso al ala izquierda de la casa. En ella había vivido el abuelo Ephraim hasta el fin de sus días y Jacob había pasado allí de niño muchas horas.

Entró y comprobó que todo estaba intacto. Él mismo les había pedido a sus padres que no cambiasen ni trasladasen nada de sitio, y ellos habían respetado su deseo, conscientes de la relación tan singular que lo unía al abuelo.

Las habitaciones irradiaban fortaleza. Su decoración tan masculina y apagada, tan distinta de la del resto de las habitaciones del caserón, que era alegre y luminosa, provocaba en Jacob la sensación de haber accedido a otro mundo.

Se sentó en el sillón de piel que había junto a una de las ventanas y apoyó los pies en el escabel que tenía delante. Así encontraba Jacob a Ephraim cuando lo visitaba. Él, por su parte, se sentaba en el suelo, delante del abuelo, como un cachorrillo, a escuchar con devoción las historias de tiempos pasados.

Los relatos de las asambleas de evangelización lo atraían poderosamente. Ephraim le describía con todo lujo de detalles el éxtasis reflejado en los rostros de los congregados y su concentración absoluta en la figura del
Predicador
y sus hijos. Su abuelo poseía una voz profunda y atronadora con la que, sin duda, era capaz de embaucar a la gente. Lo que más le gustaba de las historias que el abuelo le contaba eran los episodios en los que narraba los milagros realizados por Gabriel y Johannes. Cada día obraban un nuevo portento y aquello le resultaba a Jacob tan maravilloso… No comprendía por qué su padre no sólo no quería hablar de ese período de su vida, sino que incluso parecía avergonzarse de él. Ni más ni menos que el don de curar, sanar a los enfermos y a los inválidos. ¡Qué dolor debió de sentir cuando perdió el don! Según Ephraim, desapareció de un día para otro. A Gabriel no le importó, pero Johannes cayó en la más honda desesperación. Por las noches, rogaba a Dios para que le devolviese la gracia y, tan pronto como veía un animal herido, echaba a correr tras él e intentaba concitar el poder que un día poseyó.

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