Erica asintió.
—Sí, ya lo sé. Pero a mí me parece una injusticia que se me castigue por haber cuidado de ella —dijo entre nuevos sollozos.
—Bueno, yo creo que ahora estás compadeciéndote de ti misma algo más de la cuenta, ¿no? —señaló Patrik, apartándole un mechón de la frente—. Anna y tú aclararéis este malentendido tarde o temprano, igual que habéis aclarado otros y, además, pienso que en esta ocasión tú deberías mostrarte como la parte generosa. No creo que las cosas sean nada fáciles para ella en estos momentos. Lucas es un adversario poderoso y, si te he de ser sincero, comprendo que tu hermana esté aterrorizada. Así que piensa en ello antes de compadecerte de ti misma.
Erica se liberó de su abrazo y lo miró un tanto molesta.
—¿Es que tú no piensas ponerte de mi parte?
—Eso es lo que estoy haciendo, querida —la consoló, acariciándole el cabello, aunque por la expresión de sus ojos parecía hallarse a kilómetros de distancia.
—Perdona, yo aquí lamentándome de mis problemas y ni siquiera te he preguntado cómo os va.
—Uf, no menciones ese desastre. Te aseguro que hoy ha sido un día criminal.
—Pero no puedes entrar en detalles —completó Erica.
—No, no puedo. De todos modos, ha sido un día criminal —se lamentó con un suspiro, aunque se repuso enseguida—. Venga, vamos a pasar un rato agradable esta tarde, ¿de acuerdo? Me parece que tanto tú como yo necesitamos animarnos. Iré a la pescadería a comprar algo suculento mientras tú pones la mesa, ¿qué te parece?
Erica asintió y le puso la cara para que le diera un beso. El padre de su hijo tenía sus buenas facetas, se dijo.
—Compra también patatas fritas y alguna salsa, por favor. Ya que estoy gorda, me aprovecharé.
Él rompió a reír.
—Lo que tú digas, jefe.
M
artin golpeó la mesa con el bolígrafo, irritado consigo mismo. El curso de los acontecimientos del día anterior le habían hecho olvidar la llamada al padre de Tanja Schmidt. Sería capaz de darse de tortas. Su única excusa era que, cuando dieron con Mårten Frisk, dejó de pensar que fuese importante. Lo más probable era que no lograse hablar con él hasta la tarde, pero podía intentarlo de todos modos. Miró el reloj: las nueve. Decidió comprobar si el señor Schmidt estaba en casa antes de llamar a Pia para pedirle que hiciera de intérprete.
Se oyó un tono, dos, tres, cuatro y ya empezaba a pensar en colgar cuando, después del quinto tono, le respondió una voz somnolienta. Avergonzado por haberlo despertado, Martin consiguió, en su chapurreado alemán, explicarle quién era y que lo volvería a llamar después de transcurridos unos minutos. La suerte lo acompañó porque Pia respondió enseguida desde la oficina de turismo. Le prometió que le ayudaría una vez más y, minutos más tarde, ambos estaban al teléfono.
—Quisiera empezar por presentarle mis condolencias.
El hombre que hablaba al otro lado del hilo telefónico le dio las gracias con voz queda, pero Martin sintió que su honda pena dominaría la conversación como un pesado velo. Vaciló un instante sobre cómo continuar. La dulce voz de Pia iba traduciendo lo que él decía pero, mientras pensaba en su siguiente pregunta, sólo se oía la respiración de ambos.
—¿Saben quién le ha hecho esto a mi hija?
La voz temblaba un poco y, en realidad, Pia no habría tenido por qué traducir. Martin lo había entendido.
—Aún no, pero lo averiguaremos.
Al igual que Patrik, cuando fue a ver a Albert Thernblad, Martin se preguntó si no estaría excediéndose en sus promesas, pero no pudo evitar hacer un intento de mitigar el dolor de aquel hombre del único modo que tenía a su alcance.
—Hemos hablado con la compañera de viaje de Tanja, según la cual su hija vino a Suecia y, en concreto, a Fjällbacka, por un motivo determinado. Sin embargo, cuando le preguntamos al ex marido de Tanja, nos dijo que no se le ocurría ninguna razón por la que ella quisiera venir aquí. ¿Usted sabe algo al respecto?
Martin contuvo la respiración. A su pregunta siguió un largo silencio insoportable. Después, el padre de Tanja comenzó a hablar.
Cuando el hombre colgó por fin el auricular, Martin se quedó preguntándose si era lógico dar crédito a lo que acababa de oír. Era una historia demasiado fantástica y, aun así, el eco de la verdad resonaba en ella de forma inequívoca y no pudo dejar de creer al padre de Tanja. Justo antes de colgar, cayó en la cuenta de que Pia seguía al teléfono y la joven le preguntó vacilante:
—¿Has averiguado lo que necesitabas? Creo que lo he traducido todo bien.
—Sí, estoy seguro de que lo has traducido correctamente. Y sí, he averiguado lo que necesitaba saber. No sé si tengo que advertírtelo, pero…
—Sí, ya lo sé, no puedo contárselo a nadie. Te prometo que no diré una palabra.
—Bien. Oye, por cierto…
—¿Sí?
¿Lo engañaban sus oídos? ¿Había un timbre esperanzado en su voz?, se preguntó. Pero le faltó valor y, además, le pareció que tampoco era el momento adecuado.
—No, nada, perdona. Ya lo hablamos otro día.
—De acuerdo.
En su respuesta le había parecido oír cierta decepción, pero su confianza en sí mismo estaba demasiado castigada aún, después de su último fracaso en el frente amoroso, como para creerse que aquello era algo más que figuraciones suyas.
Colgó el auricular después de darle las gracias a Pia, pero el hilo de su pensamiento tomó otros derroteros. Se apresuró a pasar a limpio las notas que había ido tomando durante la conversación y se dirigió con ellas al despacho de Patrik. Por fin tenían algo concreto que cambiaría el curso de la investigación.
C
uando se reunieron, tanto ella como él se mostraron suspicaces. Era la primera vez desde el catastrófico encuentro en Västergården y ambos esperaban que el otro diese el primer paso de la reconciliación. Puesto que fue Johan el que llamó y puesto que a Linda la habían atormentado los remordimientos por su culpa en la disputa, decidió ser la primera en tomar la palabra.
—Oye, el otro día te dije cosas que no debería haber dicho. No era mi intención, pero me cabreó tanto que…
Estaban en su lugar de siempre, en el pajar del cobertizo de Västergården y, al mirarlo, le pareció que el perfil de Johan estuviese tallado en piedra. Sin embargo, sus rasgos no tardaron en ablandarse.
—¡Bah! Olvídalo. Yo también reaccioné con más dureza de la necesaria. Es que… —parecía buscar la palabra adecuada—, es que fue tan duro entrar allí, con todos los recuerdos. En realidad, no tenía nada que ver contigo.
Aún con cierta reserva en sus movimientos, Linda se acurrucó detrás de él y lo rodeó con sus brazos. La disputa había surtido un efecto inesperado y ahora sentía cierto respeto por él. Siempre lo había visto como a un niño, como alguien colgado de las faldas de su madre y de su hermano mayor, pero ese día vio en él a un hombre y eso la atraía. Ejercía una atracción inusitada. Había visto, igualmente, un rasgo peligroso que también incrementaba su atractivo: había estado a punto de agredirla, lo vio en sus ojos y en aquel momento, con la mejilla contra su espalda, el recuerdo la hacía vibrar por dentro. Era como volar cerca de una llama, tan cerca como para sentir el calor, pero con el control suficiente como para no quemarse. Si alguien sabía dominar esa balanza, era ella.
Dejó que sus manos avanzasen sobre él suavemente, hambrientas y exigentes. Todavía podía notar cierta resistencia por su parte, pero se sentía segura y con la certeza de que ella aún tenía el poder en la relación, que sólo se había definido desde un punto de vista físico y ahí consideraba que las mujeres en general y ella en particular tenían ventaja, una ventaja que estaba dispuesta a utilizar ahora. Comprobó con satisfacción que la respiración de Johan se volvía más profunda y que su rechazo iba disipándose.
Linda se sentó en sus rodillas y, cuando sus bocas se encontraron, supo que había salido victoriosa de aquella batalla. Y de esa sensación pudo disfrutar hasta que sintió que Johan la agarraba firmemente y con fuerza de la melena y la obligaba a echar la cabeza hacia atrás, hasta que pudo mirarla a los ojos desde arriba. Si su intención había sido la de hacerla sentirse insignificante e indefensa, había conseguido su objetivo. Por un instante, Linda vio en sus ojos el mismo destello que durante la disputa en Västergården y se sorprendió a sí misma preguntándose si sería capaz de hacer llegar un grito de socorro hasta la casa. Probablemente no.
—¿Sabes? Tienes que portarte bien conmigo. De lo contrario, tal vez un pajarito vaya a contarle a la policía lo que vi en esta finca.
Linda abrió los ojos de par en par y le dijo en un susurro:
—¿Serías capaz? Me lo prometiste, Johan.
—Por lo que dice la gente, las promesas de cualquier miembro de la familia Hult no valen demasiado. Deberías saberlo.
—No puedes hacerlo, Johan. Por favor, haré cualquier cosa.
—Eso es, al final parece que la sangre es más densa que el agua.
—Tú mismo dices que no comprendes cómo Gabriel pudo comportarse así con el tío Johannes. ¿Piensas hacer tú lo mismo?
Le habló en tono suplicante. La situación se le había escapado de las manos por completo y ahora se preguntaba desconcertada cómo había podido dar la vuelta y verse ahora en tal desventaja, cuando era ella la que tenía el control.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? De alguna manera, podría decirse que es como un karma. Así el círculo se cierra en cierto sentido —observó sonriendo con maldad—. Aunque puede que tengas algo de razón, de modo que mantendré la boca cerrada. Pero no olvides que eso puede cambiar en cualquier momento, así que será mejor que te portes bien conmigo, cariño.
Le acarició las mejillas, pero sin dejar de tirarle fuerte del pelo con la otra mano. Después, la obligó a bajar la cabeza más aún. Ella no protestó. El equilibrio de poder se había descompensado por completo.
L
a despertó el ruido de alguien que lloraba en la oscuridad. Resultaba difícil determinar el origen del sonido, pero se arrastró despacio en su dirección hasta que notó un tejido y algo que se movía bajo sus dedos. El bulto que había en el suelo empezó a lanzar gritos de horror, pero ella tranquilizó a la muchacha siseando y acariciándole el cabello. Ella sabía mejor que nadie cómo arañaba y hería el miedo antes de ser sustituido por una muda desesperación.
Era consciente de su egoísmo, pero no podía por menos de alegrarse de no estar sola. Se le antojaba que hacía una eternidad desde la última vez que pudo disfrutar de la compañía humana, aunque no creía que fuese a durar más de un par de días. Resultaba tan difícil no perder la cuenta de los días allá abajo, en la oscuridad. El tiempo sólo existía arriba, a la luz. Abajo el tiempo se convertía en un enemigo que te mantenía consciente de que existía una vida que quizá perteneciese ya al pasado.
Cuando la joven empezó a dejar de llorar, llegó la avalancha de preguntas. Ella no tenía ninguna respuesta que dar. En cambio, intentó explicarle lo importante que era ceder, no resistirse a la maldad desconocida. Pero la joven se negaba a comprender. Lloraba y le preguntaba, le rogaba y le suplicaba a un Dios en el que nunca había creído ni por un instante, más que quizá cuando era niña. Aunque, por primera vez, se sorprendió deseando estar equivocada, que Dios existiese de verdad. De lo contrario, ¿cómo se presentaría la vida para la pequeña, sin madre y sin Dios a quien recurrir? Fue por su hija por quien ella cedió al miedo, por lo que se hundió en él, y el modo en que la otra chica lo combatía empezaba a despertar su ira. Una y otra vez, intentó explicarle que de nada servía, pero la chica no quería escuchar. No tardaría en contagiarle su llama combativa y entonces tampoco pasaría mucho tiempo antes de que volviese a alentar la esperanza y se volviese nuevamente vulnerable.
Oyó que se abría la portezuela y los pasos que se acercaban. Con movimiento rapidísimo apartó de su lado a la chica, que yacía con la cabeza apoyada en su rodilla. Quizá tuviese suerte, quizá en esta ocasión viniese a hacerle daño a la otra chica en lugar de a ella.
R
einaba un silencio ensordecedor. El parloteo de Jenny solía colmar el reducido espacio de la caravana. Ahora, en cambio, todo estaba mudo. Pasaban el tiempo sentados, uno frente al otro ante la pequeña mesa, encerrados cada uno en su burbuja. Cada uno en su propio mundo de recuerdos.
Sus diecisiete años pasaron como centellas en una especie de película interior. Kerstin sentía en su regazo el peso del cuerpecito recién nacido de Jenny y, sin ser consciente de ello, sus brazos fingieron mecer a un bebé que creció y creció, y ahora que lo pensaba, todo parecía haber ido tan deprisa… Demasiado deprisa. ¿Por qué habían invertido tantas horas de ese precioso tiempo en regañar y discutir? Si hubiera sabido lo que iba a suceder, nunca habría reñido a Jenny. Y allí sentada, con el corazón vacío, se prometió a sí misma que, si todo volvía a ser como antes, jamás volvería a alzarle la voz.
Bo, su marido, parecía el vivo reflejo del caos interior de su esposa. Se diría que en tan sólo un par de días había envejecido un decenio, pues tenía el rostro surcado de arrugas y marcado por el agotamiento. En aquellos momentos deberían tenderse la mano el uno al otro, servirse de mutuo apoyo, pero el pavor los tenía paralizados.
Sobre la mesa, sus manos extendidas se estremecían sin cesar. Bo las cruzó en un intento de calmar los temblores, pero las volvió a descruzar, pues parecía que estuviese rezando. Aún no se decidía a invocar a un poder superior, pues ello lo obligaría a admitir aquello a lo que todavía no se atrevía a enfrentarse. Se aferraba a la vana esperanza de que, después de todo, su hija estuviese por ahí, envuelta en una aventura a la que se hubiese entregado con actitud irresponsable. En el fondo de su corazón, sin embargo, sabía que había transcurrido ya demasiado tiempo como para que tal cosa fuese posible. Jenny era demasiado considerada con ellos, demasiado cariñosa para preocuparlos conscientemente hasta ese extremo. Claro que habían discutido de vez en cuando, en especial los dos últimos años, pero él siempre se había sentido seguro del fuerte lazo que los unía. Sabía que su hija los quería y la única respuesta posible a la pregunta de por qué no volvía con ellos era una respuesta atroz. Algo había sucedido, sin duda. Alguien le había hecho algo a su querida Jenny. Bo terminó por romper el silencio, pero le falló la voz y tuvo que aclararse la garganta: