Sus recuerdos vacacionales se vieron bruscamente interrumpidos por una voz melodiosa con el inconfundible acento iotacista de Lysekil. La gente solía decir que la tendencia de los estocolmeños de clase alta a sembrar de íes su dicción procedía de su vivo deseo de demostrar que veraneaban en la costa oeste. Ignoraba el porcentaje de verdad que habría en ello, pero era una buena historia.
Annika explicó el motivo de su llamada.
—¡Vaya, qué emocionante! Una investigación de asesinato. Pese a llevar treinta años en este sector, es la primera vez que tengo la oportunidad de ser útil en un asunto como este.
«Un placer poder alegrarte el día», se dijo Annika indignada, aunque se guardó su irónico comentario con el fin de no refrenar el ansia del individuo por proporcionarle información. A veces, la sed de sensacionalismo de la gente rayaba lo morboso.
—Necesitaríamos una lista de clientes que hayan comprado el producto FZ-302.
—¡Huy!, pues no es nada fácil. Dejamos de venderlo en 1985. Un producto excelente, pero, por desgracia, las nuevas reglas medioambientales nos obligaron a dejar de fabricarlo. —El jefe de ventas lanzó un suspiro, expresión de la injusticia que él hallaba en el hecho de que el cuidado del medio ambiente los obligase a suspender las ventas de una mercancía de éxito.
—Ya pero supongo que tendrán algún tipo de documentación archivada, ¿no? —comentó Annika para sonsacarle.
—Sí, bueno, tengo que comprobarlo con la sección de administración, pero supongo que habrá documentación abajo, en el antiguo archivo. Claro que hasta 1987 el registro de todos esos datos era manual. A partir de esa fecha, se digitalizó todo. Sin embargo, no creo que hayamos desechado nada.
—Y, de memoria, ¿a nadie de la zona que comprase… —miró la nota para poder decirlo correctamente— el FZ-302?
—No, joven, hace ya tantos años, que no podría decirlo así sin más —dijo entre risas—. Ha llovido mucho desde entonces.
—No, claro, si tampoco esperaba yo que fuese tan fácil. ¿Cuánto cree que tardarán en confeccionar la lista?
El hombre reflexionó un instante.
—Pues si les llevo unos bollos a las chicas de administración y se lo pido amablemente, creo que podrían tener una respuesta a última hora de hoy o, a más tardar, mañana por la mañana. ¿Será suficiente?
Era mucho más rápido de lo que Annika se había atrevido a desear cuando empezó a hablarle de antiguos archivos, así que le dio las gracias más que contenta. Le escribió una nota a Martin con los resultados de su llamada y la dejó sobre su escritorio.
—
O
ye, Gösta…
—Sí, Ernst.
—¿Tú crees que la vida puede ser mejor que esto?
Estaban sentados en un área de descanso, justo a las afueras de Tanumshede, y se habían adueñado de una de las mesas de picnic que allí había. Ninguno de los dos era un principiante en aquel terreno, de modo que habían tomado la precaución de llevarse un termo de café de casa de Ernst y comprar una bolsa grande de bollos en la pastelería de Tanumshede. Ernst se había desabotonado la camisa y ahora exponía al sol su blanco y hundido pecho. Por el rabillo del ojo, observó discretamente a un grupo de chicas por debajo de la veintena que, entre risas y gritos, descansaban de su viaje.
—Oye, deja de babear y ponte bien la camisa. Imagínate que algún colega pasase por aquí. Tiene que parecer que estamos trabajando.
Gösta sudaba embutido en el uniforme. Él no era tan osado a la hora de ignorar las prescripciones impuestas por su trabajo y no se atrevía a sacarse la camisa.
—Anda, relájate un poco. Están más que ocupados buscando a la tipa esa. Nadie va a molestarse en ver qué hacemos tú y yo.
Gösta gruñó su protesta.
—Se llama Jenny Möller, no «la tipa esa». ¿Y no crees que nosotros también deberíamos estar ayudando en lugar de pasar el tiempo aquí sentados como dos malditos pederastas enfermos? —preguntó señalando con la cabeza a las chicas que, ligeras de ropa, charlaban un par de mesas más allá y de las que Ernst parecía tener dificultades para apartar la mirada.
—Hay que ver lo cumplidor que te has vuelto, hombre. Nunca jamás te he oído quejarte de los ratos que te he librado de la mina. No me digas que ahora el diablo, harto de carne, se metió a fraile.
Ernst se volvió hacia él y vio, algo inquieto, que lo miraba con encono. Gösta se contuvo, mejor no hablar. Ernst siempre le había inspirado cierto temor. Le recordaba demasiado a los chicos de la escuela que siempre lo esperaban a la salida del patio, aquellos que eran capaces de oler la debilidad para después utilizar su superioridad sin ningún tipo de compasión. Además, Gösta había comprobado por sí mismo cómo les iba a quienes se mostraban insolentes con Ernst; lamentó sus palabras y murmuró su respuesta:
—Bah, no lo decía por nada. Sólo que lo siento por sus padres. La chica sólo tiene diecisiete años.
—Si ellos no quieren nuestra ayuda, de todos modos. Mellberg va lamiéndole el culo a ese imbécil de Hedström, por la razón que sea, así que yo no pienso esforzarme para nada —su tono de voz resonó tan fuerte y tan sañudo que las chicas se volvieron a mirarlos.
Gösta no se atrevió a mandarlo callar, pero él sí bajó sensiblemente la voz, con la esperanza de que Ernst siguiera su ejemplo. No osó mencionar quién tenía la culpa de que él no formase parte del equipo de investigación, en tanto que Ernst, por su parte, había echado en el olvido su negligencia a la hora de redactar el informe de la desaparición de Tanja.
—Yo creo que Hedström está haciendo un buen trabajo. Martin Molin también se está empleando a fondo. Y, en honor a la verdad, yo no he contribuido todo lo que podía.
Ernst pareció no dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿Qué demonios estás diciendo, Flygare? ¿Acaso quieres convencerme de que dos niñatos que no tienen ni una décima parte de nuestra experiencia pueden hacer el trabajo mejor que nosotros, eh? ¿Es eso lo que quieres decirme, so gilipollas?
Si Gösta hubiese recapacitado un poco antes de exponer su opinión, seguro que habría podido prever la reacción que con ella provocaría en el ego herido de Ernst. Ahora, en cambio, se trataba de dar marcha atrás con toda la rapidez posible.
—Bueno, no, no era eso lo que yo quería decir. Yo sólo he dicho que…, no, claro que no, que no tienen tanta experiencia como nosotros. Y, desde luego, tampoco han obtenido ningún resultado hasta el momento, así que…
—No, exacto —convino Ernst algo más satisfecho—. Aún no han demostrado nada de nada, así que ahí lo tienes.
Gösta respiró aliviado. Sus ganas de mostrar cierto grado de coraje se habían disipado rápidamente.
—En fin, Flygare, qué me dices, ¿nos tomamos otra ronda de café y otro bollo?
Gösta asintió sin más. Llevaba tanto tiempo viviendo según la ley de la mínima resistencia que la sentía como la única actitud natural.
M
artin miró curioso a su alrededor cuando giraron hasta llegar a la casita. Nunca había estado en casa de Solveig y sus chicos, y contemplaba el desorden fascinado.
—¿Cómo demonios puede nadie vivir así?
Salieron del coche y Patrik alzó los brazos, expresando su imposibilidad de respuesta.
—Sobrepasa mi entendimiento. A mí me entran ganas de ponerme a ordenarlo todo. Creo que algunos de los coches viejos estaban aquí ya cuando vivía Johannes.
Después de llamar a la puerta, oyeron los pasos de unos pies que se arrastraban. Seguramente, Solveig estaba sentada en su rincón habitual de la cocina y no se daba ninguna prisa por ir a abrir.
—¿Qué pasa ahora? ¿Es que la gente honrada no puede estar tranquila en su casa?
Martin y Patrik intercambiaron una mirada cómplice. Un folio bien repleto de los delitos cometidos por sus hijos contradecía la afirmación contenida en su pregunta.
—Queríamos hablar un poco contigo y con tus hijos, si están en casa.
—Están durmiendo.
Se apartó de mala gana para dejarlos pasar. Martin no pudo ocultar un mohín de repugnancia, y Patrik le dio un codazo en el costado para que se comportase. Su colega recompuso enseguida el semblante y siguió a Patrik y a Solveig a la cocina. Ella los dejó solos mientras iba a despertar a sus hijos, que, tal y como había dicho, estaban dormidos en la habitación que compartían:
—Arriba, muchachos, la poli ha venido a darse otra vuelta por aquí; que quieren haceros unas preguntas, dicen. Venga, poneos las pilas a ver si se van cuanto antes.
No le importó lo más mínimo que Patrik y Martin oyesen o no lo que decía; antes al contrario, volvió bamboleándose a la cocina y se sentó en su rincón.
Johan y Robert aparecieron somnolientos y en calzoncillos.
—Mira que os gusta pasearos por aquí. Esto empieza a rayar en el acoso.
Robert se comportó de un modo frío y arrogante, como de costumbre. Johan los observaba desde detrás del flequillo y extendió el brazo en busca de un paquete de tabaco que había sobre la mesa. Encendió uno y, nervioso, se puso a darle vueltas al cenicero, hasta que Robert le bufó que se estuviese quieto.
Martin se preguntaba para sus adentros cómo pensaba Patrik formular la delicada pregunta que lo había llevado allí. Aún estaba convencido de que Patrik luchaba contra molinos de viento.
—Tenemos unas preguntas que hacer sobre la muerte de tu marido.
Solveig y sus hijos miraron a Patrik atónitos.
—¿Sobre la muerte de Johannes? ¿Y eso por qué? Se ahorcó y no hay mucho más que decir al respecto, salvo que fue gente como vosotros quien lo movió a ello.
Robert mandó callar a su madre, irritado, antes de dirigir una mirada asesina a Patrik.
—¿Qué es lo que pretendes? Mi madre tiene razón. Se colgó y eso es cuanto hay que decir sobre el particular.
—Bueno, lo único que perseguimos es tenerlo todo claro. Fuiste tú quien lo encontró, ¿no?
Robert asintió.
—Sí, un recuerdo con el que tendré que convivir el resto de mis días.
—¿Podrías contarme con detalle lo que pasó aquel día?
—No entiendo de qué puede servir —observó Robert contrariado.
—Ya, bueno, pero te lo agradecería de todos modos —insistió Patrik. Al cabo de unos minutos de espera, el joven se encogió de hombros con indiferencia.
—Bueno, si a ti esas cosas te despiertan el interés… —Robert encendió un cigarrillo, como su hermano. El humo se concentraba cada vez más denso en el pequeño rincón de la cocina—. Pues llegué a casa del colegio y salí al jardín para jugar un rato. Vi que la puerta del cobertizo estaba abierta y sentí curiosidad, así que entré para ver qué pasaba. Como de costumbre, estaba muy oscuro, la única luz que alumbraba el interior era la que se filtraba por entre los maderos. Y olía a heno —en este punto del relato, Robert parecía ya perdido en su propio mundo—. Pero había algo distinto… —añadió vacilante—. No sé describirlo con exactitud, pero experimenté una sensación extraña.
Johan observaba fascinado a su hermano. Martin tuvo la impresión de que era la primera vez que oía el relato completo de cómo se había ahorcado su padre.
Robert prosiguió.
—Seguí avanzando despacio hacia el interior, como si estuviese siguiendo el rastro de una tribu de indios. Con sigilo, con mucho sigilo, fui de puntillas hasta el montón de heno y, cuando ya estaba en el centro del cobertizo, divisé algo en el suelo. Me acerqué. Cuando vi que era mi padre, me alegré mucho. Creí que quería jugar conmigo y que esperaba tenerme bien cerca para dar un salto y hacerme cosquillas o algo así —explicó, tragando saliva—, pero no se movía. Le empujé un poco con el pie, pero estaba totalmente inmóvil. Entonces vi que tenía una cuerda al cuello. Miré al techo y vi que, de la viga, colgaba un trozo de la misma cuerda.
La mano con la que sostenía el cigarrillo le temblaba convulsamente. Martin miró de reojo a Patrik, para ver cuál era su reacción ante el relato. Para él, estaba más que claro que Robert no había inventado la historia. El dolor de Robert era tan palpable que Martin tuvo la sensación de que podría tocarlo con la mano. Y se dio cuenta de que su colega pensaba como él. Patrik continuó abatido:
—¿Qué hiciste después?
Robert lanzó un anillo de humo y se quedó observándolo mientras se deshacía, antes de desaparecer.
—Fui a buscar a mi madre, por supuesto. Ella acudió enseguida, lo vio y empezó a gritar de tal modo que creí que me haría estallar los tímpanos. Luego llamó al abuelo.
Patrik preguntó extrañado:
—¿En lugar de llamar a la policía?
Solveig alisó el mantel con gesto nervioso y se apresuró a explicar:
—No, llamé a Ephraim. Fue lo primero que se me ocurrió.
—¿De modo que la policía no estuvo aquí?
—No, fue Ephraim quien se encargó de todo. Llamó al doctor Hammarström, que en aquella época era el médico de la zona. Vino, examinó a Johannes y redactó un certificado de esos en los que figura la causa de la muerte, como quiera que se llame, y llamó a la funeraria para que viniesen a buscar el cadáver.
—O sea, en ningún momento llamasteis a la policía, ¿no es eso? —insistió Patrik.
—Ya te he dicho que no. Fue Ephraim quien se encargó de todo. Lo más probable es que el doctor Hammarström hablase con la policía, pero nunca vinieron a comprobar nada. ¿Para qué, si era un suicidio?
Patrik no se molestó en explicarle que la policía ha de acudir siempre al escenario de un suicidio. Al parecer, Ephraim y el tal doctor Hammarström decidieron, sin consultar con nadie, no llamar a la policía hasta que el cadáver hubo sido trasladado del lugar del suceso. Pero ¿por qué? En cualquier caso, tenía la sensación de que no averiguarían más por el momento, cuando a Martin se le ocurrió una idea.
—¿No habréis visto por aquí a una mujer de unos veinticinco años, cabello castaño y complexión normal?
Robert se echó a reír. El tono grave en que el policía había formulado la pregunta no pareció afectarle lo más mínimo.
—Teniendo en cuenta la cantidad de tías que corretean por aquí, tendrás que precisar un poco más.
Johan los miraba fijamente y le dijo a Robert.
—La viste en una foto, es la que salía en los periódicos, la alemana a la que encontraron junto con los esqueletos de las otras chicas.
Solveig estalló de pronto:
—¿Qué demonios estáis insinuando? ¿Por qué iba a venir aquí esa chica? ¿Pensáis volver a ensuciar nuestro nombre otra vez? Primero acusáis a Johannes y ahora venís a hacerles preguntas acusadoras a mis hijos. ¡Fuera de aquí! ¡No quiero volver a veros! ¡Idos al infierno!