—¿Tiene trampa?
—La oferta forma parte de un plan de promoción del turismo en la isla. Es algo relacionado con el festival de música. No pensé que siguiera vigente. Pero ya sabe usted lo que se suele decir: las cosas valen lo que cuestan. Y si quiere comer fuera del hotel, a lo mejor no le compensa.
Gordo Charlie le entregó los quinientos dólares en billetes arrugados.
Daisy empezaba a sentirse como uno de esos polis que sólo se ven en las películas: fuertes, duros de pelar y siempre dispuestos a desafiar las normas; un poli de esos que siempre quieren saber si crees que es tu día de suerte, o si quieres arreglarle el día; esos que dicen «Estoy viejo para esta mierda». Daisy tenía veintiséis años, y quería decirle a la gente que estaba vieja para esta mierda. Sí, sabía perfectamente que sonaba ridículo, muchas gracias.
En ese momento, Daisy estaba en el despacho del Superintendente Detective Camberwell diciendo:
—Sí, señor. Saint Andrews.
—Hace unos años fui de vacaciones allí, con la antigua señora Camberwell. Un sitio muy bonito. Tarta al ron.
—Sí, efectivamente, allí mismo. El tipo que aparece en el vídeo de seguridad de Gatwick es él, sin lugar a dudas. Viaja con un pasaporte a nombre de un tal Bronstein. Roger Bronstein cogió un vuelo para Miami, donde cogió otro avión con destino a Saint Andrews.
—¿Está usted completamente segura de que es él?
—Completamente.
—Estupendo —dijo Camberwell—, entonces estamos jodidos y bien jodidos, ¿no? No hay tratado de extradición con Saint Andrews.
—Tiene que haber algo que podamos hacer.
—Hum. Podemos congelar todas sus otras cuentas e inmovilizar sus activos, y lo haremos, aunque no va a servir de nada, porque tendrá efectivo más que de sobra en cuentas que no conocemos o que no podemos tocar.
—Pero eso es hacer trampa —replicó Daisy.
Camberwell la miró como si no supiera muy bien lo que estaba mirando.
—No estamos jugando al «corre, corre, que te pillo». Si respetaran las reglas, estarían del mismo lado que nosotros. Si regresa, le detendremos.
Aplastó un monigote de plastilina e hizo una bola con él. Luego, la pellizcó con el índice y el pulgar para dejarla plana.
—Antiguamente —dijo— se podía pedir asilo en las iglesias al grito de «¡Santuario!». No se podía tocar a nadie dentro de una iglesia. Ni siquiera si esa persona había cometido un asesinato. Claro que eso limitaba mucho su vida social. Mucho.
La miró como si esperara que se retirase.
—Mató a Maeve Livingstone. Lleva años estafando a sus clientes —dijo Daisy.
—¿Y?
—Deberíamos llevarle ante los tribunales.
—No se encabrone con eso.
Daisy pensó, «estoy ya muy vieja para esta mierda». Mantuvo la boca cerrada, pero aquellas palabras daban vueltas y más vueltas dentro de su cabeza.
—No se encabrone con eso —repitió él. Dobló la lámina de plastilina para hacer un cubo, luego, lo aplastó con saña—. Haga como yo, no dejo que esa clase de cosas me amarguen la vida. Plantéeselo usted como si fuera un guardia de tráfico. Grahame Coats no es más que un coche que ha aparcado en doble fila y ha salido zumbando antes de que pudiera usted ponerle la multa,
¿
me entiende?
—Perfectamente —respondió Daisy—. Tiene razón. Lo siento.
—Estupendo.
Daisy volvió a su escritorio, entro en la intranet de la Policía y se pasó varias horas estudiando sus opciones. Finalmente, se fue a casa. Carol estaba viendo
Coronation Street
mientras se comía un pollo korma recién salido del microondas.
—Me voy a tomar unos días de descanso —dijo Daisy—. Me voy de vacaciones.
—No te quedan días —le recordó sensatamente Carol.
—Mala suerte —respondió Daisy—. Estoy demasiado vieja para esta mierda.
—Oh. ¿Y adónde te vas?
—A echarle el guante a un sinvergüenza —respondió Daisy.
A Gordo Charlie le gustaba volar con Caribbeair. Puede que fuera una línea aérea internacional, pero parecía una empresa de transportes local. La azafata le había tratado de tú y le había dicho que se sentara donde le pareciera bien.
Se tumbó, ocupando tres asientos, y se quedó dormido. Soñó que caminaba bajo cielos de color cobrizo y que el mundo entero estaba en silencio, nada se movía. Iba hacia un pájaro gigantesco, del tamaño de una gran ciudad, tenía el pico abierto y los ojos en llamas, y Gordo Charlie entraba por el pico abierto y bajaba por la faringe del monstruo.
De repente, siguiendo la extraña lógica narrativa de los sueños, se encontraba en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de plumas y de ojos —redondos, como los de los búhos— sin párpados.
Araña estaba en el centro de la habitación, con los brazos y las piernas estirados. Estaba encadenado con unas cadenas hechas de huesos —huesos como los del cuello de un pollo— que lo sujetaban firmemente desde las cuatro esquinas de la habitación. Parecía una mosca atrapada en una tela de araña.
—Oh —decía Araña—, eres tú.
—Sí —respondía Gordo Charlie.
Las cadenas de hueso se tensaban y tiraban del cuerpo de Araña, y Gordo Charlie veía el dolor reflejado en su cara.
—Bueno —decía Gordo Charlie—, supongo que podría ser peor.
—No creo que sea para esto para lo que me han traído aquí —decía Araña—. Creo que tiene planes para mí. Para los dos. Sólo que aún no sé cuáles son.
—No son más que pájaros —le decía su hermano—, ¿qué más pueden hacerte?
—¿Alguna vez has oído hablar de Prometeo?
—Pues...
—Le entregó el fuego a un hombre. Los dioses le castigaron encadenándole a una roca. Todos los días, un águila venía a comerse su hígado.
—¿Y no se acababa nunca su hígado?
—Cada día le volvía a salir uno nuevo. Era cosa de los dioses, claro.
Hubo una pausa. Los dos hermanos se quedaron mirándose el uno al otro.
—Yo lo resolveré —decía Gordo Charlie—. Lo arreglaré todo.
—¿Del mismo modo que has arreglado el resto de tu vida? —Araña sonrió, pero en su sonrisa no había alegría.
—Lo siento.
—No. Yo lo siento. —Araña suspiró—. Cuéntame, ¿tienes un plan?
—¿Un plan?
—Entenderé eso como un no. Tú haz lo que tengas que hacer. Sácame de aquí.
—¿Estás en el Infierno?
—No sé dónde estoy. De ser, será el Infierno de los Pájaros. Tienes que sacarme de aquí.
—¿Cómo?
—Eres hijo de papá, ¿no? Eres mi hermano. Piensa en algo. Pero sácame de aquí.
Gordo Charlie se despertó temblando. La azafata le trajo café y se lo bebió con fruición. Ya estaba completamente despierto y no quería volver a dormirse, así que se puso a leer la revista de Caribbeair y descubrió una serie de datos muy útiles acerca de Saint Andrews.
Se enteró de que Saint Andrews no es la más pequeña de las islas del Caribe, pero sí es frecuente que la gente se olvide de mencionarla cuando enumera los nombres de todas ellas.
Fue descubierta por los españoles en 1500, y es de origen volcánico; tiene una fauna muy variada, por no mencionar la variedad de su flora. Antiguamente se decía que cualquier cosa que uno plantara en Saint Andrews, prosperaría.
Estuvo bajo el dominio de los españoles y, posteriormente, de los ingleses, de los holandeses y, de nuevo, de los ingleses. A continuación, durante un breve periodo, antes de declararse independiente en 1962, perteneció al coronel F .E. Garrett, que dio un golpe de Estado, rompió las relaciones diplomáticas con todos los demás países —excepto el Congo y Albania— y gobernó la isla con mano de hierro durante años hasta que se cayó de la cama y murió. La caída fue tan grave que se fracturó varios huesos; aunque tenía a un pelotón de soldados en su dormitorio velando por su seguridad, éstos declararon que todoshabían intentado frenar la caída del coronel, pero ninguno lo consiguió y, a pesar de sus esfuerzos, el coronel llegó muerto al único hospital de la isla. Desde entonces, la isla contaba con un gobierno democráticamente elegido que desempeñaba sus funciones con eficacia y magnanimidad, siempre cercano a sus ciudadanos.
Tenía muchos kilómetros de playas de fina arena y una selva tropical muy pequeña justo en el centro; producía plátanos y caña de azúcar, estaba dotada de un sistema bancario abierto a las inversiones extranjeras y no había firmado tratado de extradición con ningún país extranjero, a excepción, seguramente, del Congo y Albania.
Si había algo por lo que Saint Andrews era conocida en todo el mundo era por su gastronomía: sus habitantes afirman que el pollo asado con especias es una creación suya, y no de los jamaicanos, como vulgarmente se cree, y también reivindican la originalidad de su cabrito al curry, frente al de Trinidad, y de su pez volador frito, frente al de las Barbados.
Había dos ciudades en Saint Andrews: Williamstown, al sudeste, y Newcastle, al norte. Había mercados callejeros en los que se podían comprar toda clase de productos de la tierra, y varios supermercados en los que se podían comprar esos mismos productos sólo que al doble de precio. Algún día, Saint Andrews tendría un verdadero aeropuerto internacional.
Había diversidad de opiniones en cuanto a si el gran puerto de Williamstown era una buena idea o no. Indiscutiblemente, el puerto atraía a los cruceros, verdaderas islas flotantes llenas de turistas, que estaban cambiando la economía y la naturaleza de Saint Andrews del mismo modo que estaban cambiando la economía de muchas otras islas del Caribe. En temporada alta, había más de media docena de cruceros en la Bahía de Williamstown, y miles de personas esperando para desembarcar, estirar las piernas, ir de compras. Y los habitantes de Saint Andrews se quejaban, pero recibían de buen grado la visita de los turistas, les vendían sus mercancías, les daban de comer hasta que ya no podían más y, luego, los mandaban de vuelta a sus respectivos barcos.
El avión de Caribbeair aterrizó de forma tan brusca que a Gordo Charlie se le cayó la revista de las manos. La volvió a dejar en el revistero del asiento de delante, bajó por la escalera y cruzó la pista.
Era ya media tarde.
Gordo Charlie cogió un taxi para ir a su hotel. En el trayecto, se enteró de algunas cosas más que no mencionaba la revista de Caribbeair. Por ejemplo, se enteró de que la música, la música de verdad, la buena música, era la música country. En Saint Andrews, lo sabían hasta los rastas. ¿Johnny Cash? Un dios. ¿Willie Nelson? Un semidiós.
Se enteró de que no había motivo para marcharse de Saint Andrews. El propio taxista nunca había encontrado una buena razón para salir de Saint Andrews, y era algo sobre lo que había reflexionado mucho. En la isla había una cueva, una montaña y una selva. ¿Hoteles?, veinte. ¿Restaurantes?, varias docenas. Había una gran ciudad, tres más pequeñas y varios pueblos diseminados por toda la isla. ¿Comida?, había una enorme variedad de frutas: naranjas, plátanos, nuez moscada. Incluso, le aseguró el taxista, tenían limas.
Gordo Charlie exclamó «¡noo!» al oír esto último, más que nada para sentir que formaba parte de aquella conversación, pero el taxista pareció interpretarlo como un desafío a su sinceridad. Dio un frenazo, el coche derrapó junto a la acera, salió, cogió una fruta de un árbol y volvió a subir.
—¡Mire esto! —le dijo—. Pregunte por ahí, a ver si encuentra a alguien que me tache de mentiroso. ¿Qué es esto?
—¿Una lima? —preguntó Gordo Charlie.
—Exactamente.
El taxista dio un bandazo y entró de nuevo en la calzada. Le dijo a Gordo Charlie que el Dolphin era un hotel excelente. ¿Tenía familia en la isla Gordo Charlie? ¿Conocía a alguien allí?
—En realidad —respondió—, he venido a buscar a alguien. A una mujer.
Al taxista le pareció una idea estupenda, porque Saint Andrews era un lugar perfecto si lo que uno andaba buscando era una mujer. Las mujeres de Saint Andrews, le explicó, tenían más curvas que las jamaicanas, y no te hacían sufrir ni te rompían el corazón como las de Trinidad. Además, eran más guapas que las mujeres de la Dominica, y eran las mejores cocineras del mundo. Si lo que Gordo Charlie andaba buscando era una mujer, había ido al sitio más adecuado.
—No busco a una mujer cualquiera —le explicó—. Busco a una en particular.
El taxista le dijo a Gordo Charlie que aquél era su día de suerte, porque él se preciaba de conocer a todos y cada uno de los habitantes de la isla. Cuando has vivido toda la vida en el mismo sitio, le dijo, no es difícil. Estaba deseando apostarse algo a que Gordo Charlie no conocía a todos los habitantes de Inglaterra, y Gordo Charlie admitió que, efectivamente, no los conocía a todos.
—Es una amiga de la familia —dijo Gordo Charlie—. Se llama Higgler. Callyanne Higgler. ¿Le suena?
El taxista se quedó callado un momento. Parecía pensativo. Luego, le dijo que no, que no le sonaba ese nombre. El taxi se detuvo frente al hotel Dolphin y Gordo Charlie pagó al taxista.
Gordo Charlie entró. En el mostrador de recepción había una mujer joven. Le enseñó su pasaporte y le dio el número de su reserva. Dejó la lima sobre el mostrador.
—¿No trae usted equipaje?
—No —respondió Gordo Charlie en tono de disculpa.
—¿Nada?
—Nada. Sólo esta lima.
Rellenó varios impresos y la chica le dio la llave y le indicó cómo llegar a su habitación.
Gordo Charlie estaba en el baño cuando llamaron a la puerta. Se puso una toalla en la cintura. Era el botones.
—Se olvidó su lima en recepción —dijo, y se la dio.
—Gracias —respondió Gordo Charlie.
Volvió a la bañera. Terminado el baño, se metió en la cama y tuvo unos sueños un tanto inquietantes.
En la casa que había en lo alto del acantilado, también Grahame Coats estaba teniendo unos sueños de lo más extraños, oscuros e inquietantes, por no decir realmente desagradables. Al despertar, no los recordaba de manera muy precisa, pero cuando abrió los ojos a la mañana siguiente, tenía la vaga impresión de haberse pasado la noche persiguiendo a otras criaturas más pequeñas por un paraje con la hierba muy alta, despachándolos con sus garras, desgarrando sus cuerpos con los dientes.
En sus sueños, tenía unos dientes que eran verdaderas armas de destrucción.
Se despertaba preocupado y se pasaba el día con el ánimo levemente alterado.
Y así, cada mañana amanecía un nuevo día, y Grahame Coats, que había abandonado su antigua vida hacía tan sólo una semana, había empezado ya a experimentar la frustración del fugitivo. Tenía una piscina, sí, y cocoteros, y vides, y mirísticas; tenía una bodega bien surtida y una bodega para carne sin carne. Tenía televisión por satélite, una amplia colección de DVD, además de algunas obras de arte —por valor de varios miles de dólares— que adornaban las paredes de la casa. Tenía un cocinero, que venía cada día a prepararle las comidas, un ama de llaves y un jardinero (un matrimonio que venía unas horas cada día para ocuparse de la casa y la finca). La comida era excelente, el clima —si a uno le gustan los días soleados y calurosos— perfecto, y nada de todo esto le hacía tan feliz como él consideraba que debería serlo.