—¿Es usted el de la lima?
—Supongo que sí.
—Enséñenosla.
—La he dejado en el hotel. Escuche, estoy tratando de localizar a Callyanne Higgler. Es una señora de unos sesenta años. Americana. Lleva una enorme taza de café en la mano.
—No me suena.
Gordo Charlie no tardó en descubrir que moverse en bici por la isla entrañaba ciertos peligros. El principal medio de transporte en la isla era el minibús; sin licencia, temerarios, siempre abarrotados, los minibuses circulaban a toda velocidad por la isla, pitando y haciendo chirriar los frenos, tomando las curvas sobre dos ruedas, confiando en que el peso de sus pasajeros evitaría que volcaran. En aquella primera mañana, Gordo Charlie se habría matado ya una docena de veces de no ser por el
drum and bass
que sonaba a modo de hilo musical en todos los minibuses: podía sentir los bajos en la boca del estómago incluso antes de oír el sonido del motor, y eso le daba tiempo más que suficiente para apartarse a un lado.
Aunque ninguna de las personas con las que se paraba a hablar le eran de mucha ayuda, todos se mostraban extraordinariamente amables. Gordo Charlie se detuvo varias veces en el transcurso de su expedición al sur para llenar de agua su botella: unas veces en cafés, otras en casas particulares. Todos le recibían con gran alborozo, aunque no supieran nada de la señora Higgler. Volvió al hotel Dolphin a tiempo para la cena.
Al día siguiente fue hacia el norte. Volviendo ya a Williamstown, a media tarde, hizo una parada en lo alto de un acantilado, se bajó de la bici y caminó hacia la verja de una lujosa mansión con vistas a la bahía. Llamó al portero automático y dijo: «hola», pero nadie le contestó. Había un impresionante coche negro aparcado frente a la entrada de la casa. Gordo Charlie pensó que no debía de haber nadie en la casa, pero vio moverse una cortina en una de las ventanas del piso de arriba.
Volvió a llamar.
—Hola —dijo—. Sólo quería saber si podrían dejarme entrar para coger un poco de agua.
No hubo respuesta. Quizá lo de la ventana había sido cosa de su imaginación. Por lo visto, aquel lugar le volvía propenso a imaginar cosas: empezó a imaginar que alguien le observaba, no desde la casa, sino oculto en los matorrales que flanqueaban el camino.
—Disculpen que les haya molestado —dijo por el altavoz del portero automático, y se volvió a montar en la bici.
El camino hasta Williamstown era todo cuesta abajo. Seguro que por el camino habría uno o dos cafés donde poder llenar su botella, o alguna casa particular donde la gente sería más hospitalaria.
Bajaba por la carretera —el acantilado parecía ahora una empinada colina que iba a parar directamente al mar—, cuando un coche negro se colocó detrás de él y aceleró haciendo rugir el motor. Gordo Charlie se dio cuenta demasiado tarde de que el conductor no le había visto, el coche rozó el manillar de la bici y Gordo Charlie cayó rodando colina abajo con bici y todo. El coche negro no se detuvo.
Hacia la mitad de la cuesta, Gordo Charlie logró levantarse por sus propios medios.
—Casi me matas —gritó.
El manillar se había dado la vuelta. Empujó la bici colina arriba y volvió a la carretera. El retumbar del
drum and bass
le alertó: se acercaba un minibús. Gordo Charlie le hizo señas y el minibús se detuvo.
—¿Puedo subir ahí al fondo con la bici?
—No hay sitio —le contestó el conductor, pero sacó unos pulpos de debajo de su asiento y colocó la bici en la baca del minibús. Luego, sonrió de oreja a oreja—. Tú debes de ser el inglés de la lima.
—No la llevo encima en este momento. La tengo en el hotel.
Gordo Charlie subió al abarrotado minibús. El
drum and
bass
acabó resolviéndose, de forma absurda e improbable, en el
Smoke on the Water
de Deep Purple. Gordo Charlie logró hacerse un sitio al lado de una mujerona con un pollo en el regazo. Detrás de ellos, dos chicas blancas iban comentando las fiestas a las que habían asistido la noche anterior y los defectos de los eventuales novios que habían ido acumulando en el transcurso de sus vacaciones.
Gordo Charlie vio pasar el coche negro o, un Mercedes, dirigiéndose hacia lo alto del acantilado. Tenía una raya en uno de los lados. Se sintió culpable y pensó que ojalá no le hubiera estropeado mucho la pintura. Los cristales tintados eran tan oscuros que daba la impresión de que no llevara conductor...
De pronto, una de las chicas le dio un toque en el hombro y le preguntó si sabía de alguna fiesta guay para esa misma noche, y cuando le respondió que no, se puso a hablarle de una fiesta en una cueva a la que había asistido dos noches antes: había piscina, un sistema de sonido increíble, luces y mazo de cosas. A todo esto, Gordo Charlie no reparó en que el Mercedes negro había seguido al minibús hasta Williamstown, ni de que sólo se marchó cuando Gordo Charlie bajó su bici de la baca («la próxima vez, no se olvide de traer la lima») y entró en el vestíbulo del hotel.
Sólo entonces, el coche emprendió el camino de regreso hacia la casa en lo alto del acantilado.
Benjamin, el conserje, le echó un vistazo a la bici y le dijo a Gordo Charlie que no se preocupara, que la tendría arreglada y como nueva a la mañana siguiente.
Gordo Charlie subió a su habitación, decorada en un color que recordaba el fondo del mar. Allí estaba su lima, como un pequeño Buda de color verde, sobre la cómoda.
—No me resultas muy útil —le dijo a la lima.
Estaba siendo injusto con ella. No era más que una lima; no tenía nada de especial. La pobre hacía lo que podía.
Los cuentos son telarañas, conectados entre sí hilo a hilo, y cada uno de los cuentos te lleva al centro mismo de la tela, porque el centro es el final. Cada persona es un hilo del cuento.
Daisy, por ejemplo.
Daisy no habría podido permanecer tanto tiempo en la policía de no haber tenido un lado sensato, que era básicamente lo que la gente percibía en ella. Respetaba las leyes y también las normas. Entendía que muchas de estas normas eran perfectamente arbitrarias —por ejemplo, las que dictaban dónde se podía aparcar y dónde no o los horarios comerciales—, pero que, incluso éstas, contribuían a organizar el esquema general. Las normas aseguraban la convivencia social. La protegían.
Su compañera de piso, Carol, pensaba que Daisy se había vuelto loca.
—No puedes marcharte sin más y decir que te vas de vacaciones. No es así como funcionan las cosas. No eres una poli de esas que se ven en las series de la tele, ¿sabes? No puedes irte de viaje sin más para seguir una pista.
—Vale, en ese caso, no estoy siguiendo ninguna pista —mintió Daisy—. Simplemente, me voy de vacaciones.
Lo dijo en un tono tan convincente que la poli sensata que llevaba dentro se quedó muda de asombro y, a continuación, empezó a decirle exactamente lo que no estaba haciendo bien: para empezar, le recordó que nadie le había dado permiso para tomarse unos días de vacaciones —y eso, le susurró la poli sensata, era negligencia profesional— y siguió enumerando todas y cada una de las faltas que cometería si seguía adelante con sus planes.
Siguió explicándoselas de camino al aeropuerto y mientras sobrevolaba el Atlántico. Le recordó que, incluso si lograba evitar un borrón permanente en su expediente —o aún más, la expulsión definitiva del cuerpo—, incluso en el supuesto de que finalmente encontrara a Grahame Coats, no habría nada que ella pudiera hacer al respecto. La policía británica no veía con buenos ojos que sus agentes se dedicaran a secuestrar criminales en el extranjero, y mucho menos que los arrestaran, y no era razonable pensar que lograría persuadirle para que regresara voluntariamente al Reino Unido.
Sólo cuando Daisy se bajó del avión que había tomado en Jamaica y saboreó el aire —terroso, especiado, húmedo, casi dulce— de Saint Andrews, su poli sensata dejó de intentar convencerla de que aquello era, simple y llanamente, una locura. Y fue porque otra voz ahogó la suya. «¡Hombres malvados, cuidado conmigo! —cantaba—. ¡Mucho cuidado! ¡Andaos con ojo! ¡Hombres malvados, dondequiera que estéis!», y Daisy marchaba a su son. Grahame Coats había matado a una mujer en su despacho de Aldwych y se había ido de rositas. Y lo había hecho prácticamente delante de sus propias narices.
Daisy sacudió la cabeza, recogió su maleta, informó alegremente al agente de inmigración de que había venido de vacaciones, y se dirigió a la parada de taxis.
—Lléveme a un hotel que no sea demasiado caro, ni tampoco cutre, por favor —le dijo al taxista.
—Conozco el sitio perfecto para ti —le dijo—. Sube.
Araña abrió los ojos y descubrió que estaba amarrado a un poste, boca abajo. Tenía los brazos atados a un largo poste clavado en el suelo que había justo delante de él. No podía mover las piernas ni girar la cabeza lo suficiente como para ver lo que tenía detrás, pero estaba casi seguro de que se las habían inmovilizado del mismo modo. Al moverse, al intentar levantar la cabeza del suelo y mirar hacia atrás, empezaron a escocerle las heridas.
Abrió la boca y una baba sanguinolenta empapó la tierra.
Oyó un ruido y giró la cabeza todo lo que pudo. Una mujer blanca le miraba con curiosidad.
—¿Estás bien? Qué pregunta más tonta. Estás hecho un poema. Supongo que tú también serás un
duppy
, ¿me equivoco?
Araña reflexionó un momento. Él creía que no. Negó con la cabeza.
—Si lo eres, no tienes de qué avergonzarte. Por lo visto, yo también soy una
duppy.
Jamás había oído esa palabra, pero me encontré por el camino con un anciano caballero, un tipo encantador, que me explicó lo que significaba. Déjame ver si puedo echarte una mano.
Se puso en cuclillas y trató de aflojarle las cuerdas.
La mano de la mujer le atravesó. Podía sentir el roce de sus dedos, como hilos de niebla, sobre la piel.
—Me temo que no puedo tocarte —le dijo—. Pero eso quiere decir que aún no estás muerto, así que, anímate.
Araña esperaba que aquel extraño fantasma de mujer se marchara pronto. No podía pensar con claridad.
—Cuando me di cuenta de que estaba muerta, decidí quedarme en la Tierra hasta que consiguiera vengarme del hombre que me mató. Se lo expliqué a Morris (estaba en una pantalla de televisión en Selfridges) y me dijo que le parecía que yo no terminaba de entender que ya no pertenecía a este mundo, pero te diré una cosa: si esperan que me limite a poner la otra mejilla, lo llevan claro. Existen muchos precedentes. Y estoy segura de que, si tengo ocasión, podría montar un numerito en plan Banquo apareciéndose a Macbeth durante el banquete. ¿Puedes hablar?
Araña negó con la cabeza, y la sangre que brotaba de su frente se le metió en los ojos. Escocía. Araña se preguntó cuánto tiempo podría tardar en crecerle otra lengua. Prometeo había logrado desarrollar un hígado nuevo cada día, y Araña imaginaba que un hígado debía de ser mucho más difícil de regenerar que una lengua. El hígado es capaz de generar sustancias químicas —bilirrubina, urea, enzimas y todo eso—. Sintetiza el alcohol, y eso debía de ser un proceso muy complejo. La lengua sólo sirve para hablar, y para lamer, claro...
—No puedo quedarme a charlar contigo —le dijo la rubia aparición—, tengo un largo camino por delante, creo.
El fantasma se alejó y se fue desvaneciendo a medida que avanzaba. Araña levantó la cabeza y observó cómo se deslizaba hacia otra realidad, igual que se borra una foto expuesta a la luz del sol. Trató de llamarla, pero de su boca no salían más que sonidos prácticamente inaudibles e inconexos. Era inútil, no tenía lengua.
Oyó un pájaro a lo lejos.
Araña comprobó sus ataduras. No cedían.
Se encontró pensando en aquella historia que Rosie le había contado sobre un cuervo que había salvado a un hombre de morir devorado por un puma. La cabeza le picaba todavía más que los arañazos que tenía en la cara y en el pecho. «Concéntrate.» Aquel tipo estaba tumbado en la hierba, leyendo o tomando el sol. El cuervo graznó desde la rama de un árbol. El puma acechaba, oculto en la maleza...
Y entonces la historia se transformó sola y dio con la clave. Nada había cambiado. Simplemente, el resultado dependía de cómo se combinaran los ingredientes.
¿Y si —pensó Araña—, la intención del cuervo no había sido alertar al hombre de la presencia de un puma? ¿Y si, por el contrario, estaba tratando de avisar al puma de que había un hombre tumbado en la hierba; muerto, moribundo o dormido? Puede que el cuervo le estuviera avisando de que, a escasos metros, tenía una presa fácil para poder darse un banquete con los restos...
Araña abrió la boca para gemir, y la sangre se derramó una vez más sobre el arcilloso polvo.
La realidad se diluía. El tiempo pasaba.
Araña, deslenguado y furioso, levantó la cabeza y la giró para mirar a los fantasmagóricos pájaros que volaban a su alrededor, chillando.
Se preguntó dónde estaría. Aquél no era el universo cobrizo de la Mujer Pájaro, ni su cueva, pero tampoco era el mundo que él consideraba real; no obstante, estaba más cerca del mundo real que de cualquier otra cosa, tan cerca que casi podía saborearlo —si su boca pudiera percibir otro gusto que no fuera el ferruginoso sabor de la sangre—; tan cerca que, de no haber estado atado a un poste, habría podido tocarlo con sus propias manos.
Si no fuera porque estaba absolutamente seguro de su propia cordura —y la fuerza de esta convicción era sólo comparable a la de quienes llegan a la conclusión de que son el mismísimo Julio César y su misión es salvar el mundo—, podría haber llegado a creer que se estaba volviendo completamente loco. Primero veía a una mujer rubia que decía ser una
duppy
y, ahora, oía voces. Bueno, concretamente, oía una voz. La de Rosie.
Estaba diciendo:
—No sé. Pensé que estábamos de vacaciones, pero ver a esos niños que carecen hasta de las cosas más básicas, le rompe a una el corazón —y, a continuación, mientras Araña trataba de comprender la importancia de aquello, Rosie prosiguió—: Me pregunto cuánto tiempo más piensa quedarse en la bañera. Menos mal que aquí hay agua caliente más que de sobra.
Araña se preguntaba si las palabras de Rosie serían relevantes, si estaría en ellas la clave para salir de ese trance. Parecía poco probable. De todas formas, aguzó aún más el oído, por si el viento le traía más palabras de aquel otro mundo. Aparte del fragor de las olas que oía a su espalda, muy por debajo de donde él estaba, no se oía nada, sólo silencio. Pero un silencio muy particular. Existen, tal como imaginó Gordo Charlie en aquella mina abandonada, muchas clases de silencio. Las tumbas tienen su propio silencio, y el espacio exterior, el suyo, y la cima de una montaña, el suyo propio. Aquél era un silencio de caza. Un silencio acechante. Y en medio de ese silencio, algo se movía con pasos de terciopelo, con músculos como muelles de acero cubiertos de suave pelo; algo del mismo color que las sombras sobre la hierba; algo que no permitiría que oyeras nada más que lo que quería que oyeras. Era un silencio que se movía de un lado a otro por delante de él, lenta e implacablemente, y que estaba cada vez más cerca.