Los Hijos de Anansi (32 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Gordo Charlie sintió una punzada de dolor, pero sabía que lo que había dicho era verdad. A oscuras, resulta más fácil decir la verdad.

—¿Sabes qué es lo que no tiene ningún sentido en todo esto? —le preguntó Araña.

—¿Todo?

—No. Sólo una cosa. No entiendo por qué la Mujer Pájaro decidió entrar en el juego. No tiene sentido.

—Papá la cabreó...

—Papá cabreó a todo el mundo. Aunque ella se equivoca. Pero, si lo que quería era matarnos, ¿por qué no lo intenta, sin más?

—Yo le entregué nuestra sangre.

—Sí, eso ya me lo has dicho. No, hay algo más, pero no consigo saber qué es. —Se quedaron un momento en silencio. Luego, Araña dijo—: Cógete de mi mano.

—¿Debo cerrar también los ojos?

—Puedes hacerlo, si quieres.

—¿Y adónde vamos ahora? ¿A la luna?

—Voy a llevarte a un lugar seguro —le dijo Araña.

—Genial —dijo Gordo Charlie—, me encantan los lugares seguros. ¿Dónde?

Pero inmediatamente, sin necesidad de abrir los ojos siquiera, Gordo Charlie supo dónde estaba. Aquel olor era inconfundible: cuerpos que seguramente no sabían lo que era una ducha, retretes inmundos, desinfectante, mantas viejas y apatía.

—Seguro que habría estado igual de seguro en una suite de un hotel de lujo —dijo en voz alta, pero ya no había nadie que pudiera oírle. Se sentó en el catre de la celda número seis y se echó la fina manta sobre los hombros. Podía haberse quedado allí de por vida.

Media hora más tarde, alguien vino a buscarle para llevarle a la sala de interrogatorios.

—Hola —le saludó Daisy, con una sonrisa—, ¿te apetece una taza de té?

—Por mí no te molestes —respondió Gordo Charlie—, lo he visto en la tele muchas veces. Ya sé de qué va. Es el viejo truco del poli bueno y el poli malo, ¿no? Tú me ofreces una taza de té y unas galletitas y, luego, entra un gorila con cara de perro y de muy mala leche que se pone a dar voces, me tira el té al suelo y se come mis galletitas; después, él hace como que me va a partir la cara y, entonces, tú le sujetas y le obligas a traerme otra taza de té con galletitas para que yo, muy agradecido, te lo cuente todo.

—Si quieres, nos saltamos el numerito —dijo Daisy—, y vamos directos a la parte en que tú me lo cuentas todo. Y, por cierto, no tenemos galletitas.

—Ya te he dicho todo lo que sé —replicó Gordo Charlie—. Todo. Grahame Coats me dio un cheque por dos de los grandes y me dijo que me tomara dos semanas de vacaciones. Me dijo que se alegraba de que le hubiera avisado de que había algunas irregularidades en la contabilidad de la empresa. Luego me pidió mi contraseña y nos despedimos. Punto final.

—¿Y sigues manteniendo que no sabes nada de la desaparición de Maeve Livingstone?

—Creo que ni siquiera he llegado a verla en persona. Quizá una vez, un día que se pasó por la oficina. Hablamos por teléfono varias veces. Ella quería hablar con Grahame Coats. Yo tenía que decirle que ya le habíamos enviado su cheque por correo y que no tardaría en recibirlo.

—¿Y era cierto?

—No lo sé. Yo creía que sí. Oye, ¿no creerás en serio que tuve algo que ver con su desaparición?

—No —respondió en tono jovial—, no lo creo.

—Porque te juro que no tengo ni idea de lo que puede haber... ¿que tú qué?

—Que no creo que tuvieras nada que ver con la desaparición de Maeve Livingstone. Ni tampoco creo que tuvieras nada que ver con el desfalco perpetrado en la Agencia Grahame Coats, aunque alguien se ha tomado muchas molestias para hacer que todas las sospechas recaigan sobre ti. Pero está bastante claro que el baile de cifras y el constante desvío de fondos empezó mucho antes de que tú llegaras. Sólo hace dos años que trabajas allí.

—Más o menos —confirmó Gordo Charlie, y se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró.

—Escucha —le dijo Daisy—, ya sé que en las novelas y en las películas los polis suelen ser más bien idiotas, sobre todo si el protagonista del libro es un jubilado que lucha tenazmente por que se haga justicia o un cínico detective que está de vuelta de todo. Y no sabes cómo siento no poder ofrecerte unas galletitas. Pero no todos somos tontos del culo.

—No he dicho que lo fuerais —replicó Gordo Charlie.

—No —dijo ella—, pero lo estabas pensando. Eres libre de irte cuando quieras. Con nuestras disculpas, si hace falta.

—¿Y dónde... hum... dónde desapareció? —le preguntó Gordo Charlie.

—¿La señora Livingstone? Pues la última vez que la vieron, estaba con Grahame Coats. Él la acompañó hasta su despacho.

—Ah.

—Lo de la taza de té iba en serio. ¿Te apetece?

—Sí. Mucho. Hum... Imagino que tu gente habrá registrado ya la cámara secreta que hay en su despacho. La que está detrás de la librería.

Hay que reconocer que Daisy mantuvo la calma en todo momento y se limitó a decir:

—No, no lo creo.

—Se suponía que nadie más que Grahame Coats sabía que existía —le explicó Gordo Charlie—, pero un día entré en su despacho y vi que la librería estaba al otro lado y que Grahame Coats estaba allí dentro. Volví a salir. —Y añadió—: No es que estuviera espiándole ni nada de eso.

—Podemos comprar unas galletitas por el camino —comentó Daisy.

Gordo Charlie no sabía si alegrarse de que le hubieran puesto en libertad; eso implicaba volver a salir a la calle.

—¿Estás bien? —le preguntó Daisy.

—Sí, sí, muy bien.

—Pareces algo nervioso.

—Supongo que lo estoy. Pensarás que es una estupidez, pero estoy un tanto... bueno, tengo un problema con los pájaros.

—¿Alguna clase de fobia?

—Algo así.

—Bueno, es el término por el que comúnmente se conoce ese temor irracional a los pájaros.

—¿Y cuál es el término por el que comúnmente se conoce el miedo racional a los pájaros? —Y mordisqueó una galletita.

Un breve silencio.

—Bueno, en cualquier caso, te aseguro que en este coche no hay ningún pájaro —le dijo Daisy.

Aparcó en la doble línea amarilla, justo a la entrada del edificio en el que tenía su sede la Agencia Grahame Coats, y entraron juntos.

Rosie estaba tomando el sol junto a la piscina en la cubierta de popa de un crucero coreano,
[8]
con una revista sobre la cabeza y su madre al lado. Intentaba recordar lo que había bebido el día que decidió que irse de vacaciones con su madre podía ser una buena idea.

En el barco no tenían prensa británica, y Rosie tampoco la echaba de menos. Sin embargo, echaba de menos todo lo demás. Para ella, aquel crucero era una especie de purgatorio flotante, y lo único que lo hacía un poco más soportable eran las islas que visitaban prácticamente a diario. Los demás pasajeros bajaban a tierra a comprar o a hacer parapente o para pasar el día a bordo de un barco pirata y hartarse de beber ron. Rosie, por su parte, prefería pasear y hablar con los lugareños.

Allí donde viera enfermos, necesitados o hambrientos, sentía ganas de ayudar. Para Rosie, no había nada que no se pudiera arreglar. Lo único que hacía falta era que alguien se pusiera a arreglarlo.

Maeve Livingstone imaginaba que la muerte sería muchas cosas, pero que resultara irritante no era una de ellas. Y, sin embargo, estaba irritada. Estaba harta de que la gente pasara a través de ella, harta de que todo el mundo la ignorara y, sobre todo, harta de no poder salir de aquel edificio de oficinas.

—Y digo yo, si tengo que encantar algún lugar —le dijo a la recepcionista—, ¿por qué no puedo encantar Somerset House, que está en la acera de enfrente? Una arquitectura preciosa, una excelente vista del Támesis. Unos cuantos restaurantes pequeños y agradables, también. Sé que ya nunca más necesitaré comer pero, aun así, sería muy agradable poder entretenerme observando a la gente.

Annie, la recepcionista —cuyo trabajo desde que Grahame Coats desapareció consistía básicamente en atender las llamadas telefónicas con voz aburrida y decir: «Me temo que no lo sé», independientemente de lo que le preguntaran, y que, en sus ratos libres, se dedicaba a llamar a sus amigas para hablar de aquel misterio en voz muy baja pero excitada—, no le respondió, como tampoco había respondido antes a nada de lo que Maeve le había dicho.

La llegada de Gordo Charlie Nancy con la agente femenina rompió la monotonía.

A Maeve siempre le había caído bien Gordo Charlie, a pesar de que su trabajo consistía en asegurarle que pronto recibiría un cheque por correo, pero ahora podía ver cosas que antes no veía: había unas sombras que revoloteaban alrededor de Gordo Charlie, aunque siempre a cierta distancia; algo malo estaba a punto de suceder. Parecía como si estuviera huyendo de algo, y eso la preocupó.

Entró tras ellos en las oficinas de la Agencia Grahame Coats y se alegró al ver que Gordo Charlie iba directo a la librería que estaba en la pared del fondo del despacho.

—Y bien, ¿dónde está ese panel secreto? —le preguntó Daisy.

—No es un panel, es una puerta. Detrás de esta librería. No sé. A lo mejor hay algún botón secreto o algo así.

Daisy observó la librería detenidamente.

—¿Escribió Grahame Coats una autobiografía? —le preguntó a Gordo Charlie.

—No, que yo sepa.

Empujó un ejemplar encuadernado en piel titulado:
Mi vida
, de Grahame Coats. Se oyó un clic, y la librería se desplazó a un lado, dejando al descubierto una puerta cerrada con llave.

—Vamos a necesitar un cerrajero —dijo Daisy—. Y me parece, señor Nancy, que ya puede usted marcharse.

—Ya —replicó Gordo Charlie—. Entiendo. Ha sido... hum... muy interesante. —Y, a continuación, añadió—: Me imagino que no querrá. Comer. Conmigo. Un día de éstos.


Dim sum
—respondió Daisy—. A comer, el domingo. Pagaremos a medias. Será mejor que estés allí como un clavo a las once y media, cuando abran las puertas, si no, nos pasaremos un siglo haciendo cola. —Apuntó la dirección del restaurante y se la pasó a Gordo Charlie—. Ten cuidado con los pájaros, no vayan a hacerte algo de camino a casa.

—Lo tendré —respondió él—. Hasta el domingo.

El cerrajero abrió una cartera negra de paño y sacó varias ganzúas.

—Uno siempre piensa —dijo— que la gente andará más lista. No será por lo que cuesta una buena cerradura. A ver si me explico, mire esa puerta: bien buena que es. Bien maciza. Harían falta muchas horas para poder perforarla con un soplete. Y luego van y le ponen una cerradura que podría abrir hasta un niño chico con el mango de una cuchara... Vamos allá... Hala, más fácil, imposible.

Empujó la puerta. La puerta se abrió y vieron aquello tirado en el suelo.

—¡Por Dios Santo! —exclamó Maeve Livingstone—. Esa no soy yo.

Pensó que sentiría más apego por su cadáver, pero no: le recordaba a un animal muerto en una cuneta.

El despacho no tardó en estar abarrotado de gente. Maeve, que nunca había tenido paciencia para seguir una serie policíaca, se aburrió enseguida, sólo sintió interés por ver qué estaba pasando cuando sintió que algo la arrastraba hasta el portal y, después, la obligaba a salir del edificio, mientras metían su cadáver en una bolsa de plástico azul y se la llevaban discretamente.

—Esto está mucho mejor —dijo Maeve Livingstone.

Estaba fuera.

Al menos, fuera del edificio.

Obviamente, existían unas reglas, y ella lo sabía. Tenía que haber unas reglas. Lo malo es que no estaba muy segura de cuáles eran.

De repente, lamentó no haber sido más religiosa en vida, pero nunca había podido con esas cosas: de niña, no había sido capaz de imaginar un Dios que fuera capaz de enfadarse tanto con alguien como para condenarlo a sufrir por toda la eternidad los tormentos del Infierno, y como nunca había terminado de creer en Él, a medida que creció sus dudas fueron haciéndose cada vez más firmes hasta convertirse en una certeza absoluta de que la Vida, que empieza cuando nacemos y acaba cuando morimos, es nuestro único destino y que todo lo demás no son más que fantasías. Le había ido muy bien aferrándose a esa idea, y le había permitido desenvolverse sin problemas en cualquier circunstancia, pero aquello suponía todo un desafío a su fe.

Sinceramente, tampoco estaba muy segura de que una vida entera practicando escrupulosamente la religión verdadera hubiera podido prepararla para esto. Maeve estaba llegando a la conclusión de que, en un mundo bien organizado, la Muerte debería ser como uno de esos paquetes de vacaciones de lujo en los que todos los gastos están ya incluidos y, además, te dan una carpeta con los billetes, vales descuento, horarios y una serie de números de teléfono a los que puedes llamar en caso de que te surja cualquier problema.

Maeve no caminaba. Tampoco volaba. Se desplazaba como el viento, como un viento frío de otoño que hacía que la gente se estremeciera cuando pasaba por su lado y alborotaba las hojas secas sobre las aceras.

Fue al lugar que primero visitaba siempre que pasaba por Londres: a Selfridges, los grandes almacenes ubicados en Oxford Street. Siendo muy joven, Maeve había trabajado en la sección de perfumería de Selfridges, cuando no le salía ningún trabajo como bailarina, y procuraba volver allí siempre que podía para comprar maquillajes caros, tal como se había prometido que haría en sus tiempos de dependienta.

Deambuló por la sección de cosméticos hasta que se aburrió, luego, se dio una vuelta por el departamento de muebles. Nunca tendría que comprar otra mesa de comedor, pero tampoco iba a pasar nada porque les echara un vistazo...

Después, siguió hacia el departamento de electrónica de Selfridges y se paseó por entre monitores de televisión de todos los tamaños posibles. Algunos tenían sintonizadas las noticias. Les habían quitado el sonido a todos los televisores, pero la imagen que aparecía en las pantallas era la de Grahame Coats. Sintió que la ira empezaba a hacerle hervir la sangre como si fuera lava. La imagen cambió y se vio a sí misma en un vídeo en el que aparecía junto a Morris. Lo reconoció, era el
sketch
«Dame cinco pavos y te comeré a besos», de
Morris
Livingstone, supongo.

Ojalá pudiera recargar el móvil, pensó. Incluso si volvía a responder aquella voz curil tan irritante, pensó, por lo menos tendría alguien con quien hablar. Pero, sobre todo, quería hablar con Morris. Él sabría qué hacer. Esta vez le dejaría hablar. Esta vez le escucharía.

—¿Maeve?

El rostro de Morris la miraba desde las pantallas de cientos de televisores. Por un instante, creyó que era cosa de su imaginación, luego, que formaba parte del informativo, pero Morris la miraba con cara de preocupación, volvió a pronunciar su nombre y, entonces, supo que era él.

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