—Ah, Charles. Me alegro de pillarle en casa. Ya sé que ahora está disfrutando usted de esas merecidas vacaciones pero, ¿sería posible (siempre que no le suponga ningún trastorno, claro) que se pasara un momento por la oficina mañana por la mañana? Sería cosa de media hora, a eso de las diez.
—Claro, faltaría más —respondió Gordo Charlie—. No hay problema.
—No sabe cuánto se lo agradezco. Necesito que me firme unos papeles. Bien, hasta mañana, pues.
—¿Quién era? —preguntó Araña. Había dejado el plato limpio y se limpiaba la boca con una servilleta de papel.
—Grahame Coats. Quiere que me pase un momento por la oficina mañana por la mañana.
Araña sentenció:
—Es un cabrón.
—¿En serio? Tú sí que eres un cabrón.
—Pero un cabrón de otra clase. No es de fiar. Deberías buscarte otro empleo.
—¡Me encanta mi trabajo! —Gordo Charlie hablaba en serio. Se había olvidado ya de cuánto detestaba su trabajo en particular, y la Agencia Grahame Coats en general, y de la pálida presencia de Grahame Coats siempre acechando detrás de las puertas.
Araña se puso en pie.
—Un bistec muy sabroso —afirmó—. He dejado mis cosas en esa habitación que tienes vacía.
—¿Que has hecho qué?
Gordo Charlie se dirigió rápidamente al final del pasillo, donde estaba la habitación que, técnicamente, permitía calificar su casa como de dos dormitorios. Dentro, había varias cajas de libros, un viejo Scalextric, una caja de lata llena de coches Hot Wheels (a la mayoría de los cuales les faltaba alguna rueda) y otras maltrechas reliquias de la infancia de Gordo Charlie. Podría haber sido un amplio dormitorio para un gnomo de jardín o para un enano muy bajito, pero para cualquier persona de tamaño normal era un armario con vistas.
O, al menos, eso era lo que había sido hasta ese momento, ahora no. Ya no.
Gordo Charlie abrió la puerta y se quedó en el pasillo, parpadeando.
Allí estaba la habitación, sí; hasta ahí, todo normal, pero era una habitación gigantesca. Una habitación magnífica. En la pared del fondo había ventanas —unos enormes ventanales— a través de los cuales se veía algo que parecía una cascada. Y más allá de la cascada, un sol tropical sobre el horizonte que lo teñía todo con una luz dorada. También había una chimenea, tan grande como para asar un par de bueyes, en la que crepitaban tres leños. Y una hamaca en un rincón, además de un blanquísimo sofá y una cama con dosel. Junto a la chimenea había algo que Gordo Charlie, que sólo los había visto en las revistas, dedujo que debía de ser un jacuzzi. Había una alfombra de piel de cebra y otra piel de oso colgada en la pared, y también uno de esos sofisticados equipos de música que se activan con el movimiento de las manos. En otra de las paredes había una pantalla de televisión tan grande como la antigua habitación. Y todavía había más...
—¿Qué demonios has hecho? —preguntó Gordo Charlie. No se atrevía a entrar.
—Bueno —respondió Araña—, puesto que voy a quedarme unos días contigo, he pensado que sería mejor traerme algunas cosillas.
—¿Algunas cosillas? Algunas cosillas son un par de bolsos de viaje con algo de ropa, unos cuantos juegos para la Play Station y una planta. Esto... esto es... —no encontraba palabras.
Araña le dio unas palmaditas en el hombro según entraba en la habitación.
—Si me necesitas para lo que sea —le dijo a su hermano—, estaré en mi habitación.
Y cerró la puerta tras de sí.
Gordo Charlie manipuló el pomo de la puerta. Había echado el pestillo.
Fue al cuarto de estar, cogió el teléfono del pasillo y marcó el número de la señora Higgler.
—¿Quién coño llama a estas horas de la mañana? —contestó la señora Higgler.
—Soy yo, Gordo Charlie. Siento haberla despertado.
—¿Y bien? ¿Para qué me llamabas?
—Pues llamaba para pedirle un consejo. Verá, mi hermano ha venido a visitarme.
—Tu hermano.
—Araña. Usted fue quien me habló de él. Me dijo que, cuando quisiera verle, le mandara recado con una araña, y eso fue lo que hice. Ahora está aquí.
—Bueno —replicó ella, algo evasiva—, eso está bien.
—No, no está bien.
—¿Qué es lo que no está bien? Es tu familia, ¿no?
—Mire, ahora no puedo explicarle los detalles. Sólo quiero que se largue de aquí.
—¿Has probado a pedírselo amablemente?
—Acabo de hacerlo. Y dice que no piensa marcharse. Se ha montado algo parecido al Palacio del Placer de Kublai Kan, sólo que en lugar de Xanadú ha elegido mi cuarto de los trastos, y donde yo vivo se necesita una licencia del ayuntamiento hasta para cambiar las ventanas. Me ha plantado allí una cascada, incluso. No dentro de la habitación, claro, sino al otro lado de la ventana. Y anda detrás de mi novia.
—¿Cómo lo sabes?
—Él mismo me lo dijo.
La señora Higgler replicó:
—Mi cabeza se niega a funcionar antes del primer café.
—Sólo necesito saber cómo puedo echarle de aquí.
—No lo sé —respondió la señora Higgler—. Lo comentaré con la señora Dunwiddy. —Y colgó.
Gordo Charlie se dirigió de nuevo al final del pasillo y llamó a la puerta.
—¿Y ahora qué es lo que quieres?
—Quiero hablar contigo.
Sonó un clic y la puerta se abrió. Gordo Charlie entró. Araña estaba desnudo, tomando un baño caliente. Tenía al lado un vaso de tubo helado que contenía un extraño cóctel de color eléctrico. Los inmensos ventanales estaban abiertos y el rumor de la cascada contrastaba con el tenue fondo musical de un jazz líquido que emanaba de unos altavoces ocultos en algún lugar de la habitación.
—Mira —dijo Gordo Charlie—, tienes que entenderlo, ésta es mi casa.
Araña parpadeó.
—¿Esto? ¿Esto es tu casa?
—Bueno, no exactamente. Pero como si lo fuera. Quiero decir, esto está dentro de una habitación de mi casa, y tú eres un invitado. Yo...
Araña bebió un trago y se sumergió un poco más en el agua para disfrutar de su calor.
—Se dice —comentó Araña— que los invitados son como el pescado. A los tres días, empiezan a apestar.
—Un dicho muy sabio —señaló Gordo Charlie.
—Pero resulta duro marcharse —continuó Araña— cuando te has pasado una vida entera sin ver a tu propio hermano. Es duro marcharse cuando resulta que él ni siquiera sabía que existías. Y aún más duro es comprobar que, cuando por fin te reúnes con él, tu compañía no le resulta más agradable que la de un simple pescado.
—Pero... —dijo Gordo Charlie.
Araña se estiró en la bañera.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo—: No puedo quedarme aquí para siempre. Antes de que te des cuenta, me habré marchado. Y, por mi parte, yo nunca pensaré en ti como si fueras un simple pescado. Soy consciente de que ambos estamos atravesando un momento de mucha tensión emocional, de modo que no hablemos más de este asunto. ¿Por qué no sales a comer algo (déjame antes de irte una llave de la puerta principal) y te vas luego a ver una película?
Gordo Charlie se puso una cazadora y se marchó. Dejó su llave junto al fregadero. El aire fresco era una delicia, aunque el día estaba gris y chispeaba un poco. Compró el periódico. Se paró a comprar unas patatas fritas y una salchicha. Había dejado de chispear, así que se sentó en un banco en los jardines de una iglesia y se puso a leer el periódico mientras comía.
La verdad era que le apetecía mucho ir al cine.
Caminó hasta el Odeón y compró una entrada para el primer pase sin detenerse siquiera a escoger la película. Era una de acción y aventuras, y estaba empezada cuando entró en la sala. En la pantalla, las cosas estallaban y saltaban por los aires. Era fantástico.
En mitad de la película, a Gordo Charlie le dio por pensar que se estaba olvidando de algo. Algo que no dejaba de rondarle la cabeza, como un picor por detrás de los ojos, y no le dejaba concentrarse.
La película terminó.
Gordo Charlie se dio cuenta de que, aunque se lo había pasado bien, no recordaba demasiados detalles de lo que acababa de ver. Así que compró una bolsa grande de palomitas y se volvió a sentar en la butaca para verla de nuevo. La segunda vez le gustó todavía más.
Y mucho más la tercera.
Tras el tercer pase, pensó que quizá era hora de volver a casa, pero vio que había un programa doble:
Cabeza borradora
y
True Stories
, y lo cierto era que no había visto ninguna de las dos, de modo que se quedó a verlas, aunque a esas alturas estaba ya muerto de hambre, por lo que al terminar
Cabeza borradora
no estaba muy seguro de haber entendido exactamente de qué iba la película, ni de qué hacía aquella mujer en el radiador, y se preguntó si le permitirían quedarse al siguiente pase, pero le explicaron varias veces, haciendo gala de una paciencia exquisita, que ya era hora de cerrar y le preguntaron si no tenía casa y si no iba siendo ya hora de que se acostara.
La verdad era que sí tenía casa y que, en efecto, era ya hora de acostarse —aunque, por un momento, nada de eso se le había pasado por la cabeza—. Así que dirigió sus pasos hacia Maxwell Gardens y, al llegar a casa, le sorprendió un poco ver que la luz de su cuarto estaba encendida.
Las cortinas estaban echadas, pero al trasluz se veían dos siluetas que se movían de un lado a otro. Le pareció reconocerlas.
Se habían acercado y se estaban fundiendo en una misma sombra.
Gordo Charlie profirió un aullido largo y espeluznante.
La casa de la señora Dunwiddy estaba llena de animales de plástico. Las partículas de polvo se desplazaban allí muy lentamente, como si estuvieran acostumbradas a la luz de otra época en la que la vida transcurría con más calma y no terminaran de hacerse a esta luz moderna, tan veloz. El sofá y las sillas estaban cubiertos con plásticos, y crujían cuando te sentabas en ellos.
En el cuarto de baño de la señora Dunwiddy había un papel higiénico áspero con olor a pino. La señora Dunwiddy creía firmemente en el ahorro, y el papel higiénico áspero con olor a pino constituía la base de su política de ahorro. Todavía se podía encontrar en algunas tiendas, siempre que uno se tomara la molestia de ir buscándolo de tienda en tienda y estuviera dispuesto a pagar un poco más.
La casa de la señora Dunwiddy olía a perfume de violetas. Era una casa vieja. La gente suele olvidar que los hijos de los primeros colonos de Florida ya eran ancianos cuando los estrictos puritanos pusieron pie a tierra en Plymouth Rock. La casa no era tan antigua como eso; había sido construida en los años veinte, como parte de un plan de desarrollo urbanístico de la zona, y concebida originalmente como casa piloto, para que los demás compradores pudieran hacerse una idea de cómo serían sus futuras casas —casas que finalmente no pudieron construir, porque las parcelas que les habían vendido resultaron ser auténticas ciénagas infestadas de caimanes—. La casa de la señora Dunwiddy había sobrevivido a los huracanes sin perder ni una sola teja.
Cuando llamaron a la puerta, la señora Dunwiddy estaba rellenando un pavo pequeño.
—Qué oportuno —gruñó, pero se lavó las manos y fue a abrir. Caminaba por el pasillo tanteando la pared con la mano izquierda, llevando puestas sus sempiternas gafas de culo de vaso.
Abrió la puerta, una rendija tan sólo, y asomó la cabeza para ver quién era.
—¿Louella? Soy yo. —Era Callyanne Higgler.
—Pasa.
La señora Higgler siguió a la señora Dunwiddy hasta la cocina. La señora Dunwiddy volvió a lavarse las manos y siguió rellenando el pavo con miga de pan de maíz empapada en leche.
—¿Esperas visita?
La señora Dunwiddy emitió un sonido ininteligible.
—Siempre es bueno tener algo preparado por si acaso —respondió—. ¿No piensas contarme de qué se trata?
—El hijo de Nancy. Gordo Charlie.
—¿Qué le pasa?
—Bueno, la semana pasada, cuando estuvo aquí por lo del funeral, le conté lo de su hermano.
La señora Dunwiddy sacó la mano del interior del pavo.
—¿Y qué? Tampoco es el fin del mundo —replicó.
—Le dije lo que tenía que hacer para ponerse en contacto con su hermano.
—Aahh —exclamó la señora Dunwiddy, aquella única sílaba le bastaba para dejar claro que lo desaprobaba—. ¿Y?
—Pues que se le ha presentado allí, en Inglaterra. Al pobre chico lo está volviendo tarumba.
La señora Dunwiddy cogió un puñado de miga de pan y lo metió dentro del pavo con tal fuerza que podría haberle saltado los ojos al animal —de haberlos tenido, claro.
—No sabe cómo deshacerse de él, ¿me equivoco?
—No, señora.
La miró con sus penetrantes ojillos a través de los gruesos cristales de las gafas y dijo:
—Yo ya lo hice una vez. No puedo volver a hacerlo. Así no.
—Ya lo sé. Pero algo tenemos que hacer.
La señora Dunwiddy suspiró.
—Es verdad eso que dicen: «Siéntate a la puerta de tu casa y un día verás pasar el cadáver de tu enemigo».
—¿No hay ninguna otra cosa que podamos hacer?
La señora Dunwiddy terminó de rellenar el pavo. Cogió un palillo, juntó ambos extremos de la piel y cerró el hueco para evitar que se saliera el relleno. A continuación, cubrió el pavo con papel de aluminio.
—Me parece —dijo— que no lo voy a asar hasta mañana por la mañana, a última hora. Estará listo para después de comer y volveré a calentarlo en el horno en el último momento para cenar.
—¿Quién viene a cenar? —preguntó la señora Higgler.
—Tú —respondió la señora Dunwiddy—, Zorah Bustamonte, Bella Noles... y Gordo Charlie Nancy. Seguramente el chico llegará con hambre.
La señora Higgler preguntó:
—¿Va a venir a Florida?
—Qué chica esta, ¿estás sorda o qué? —replicó la señora Dunwiddy. La señora Dunwiddy era la única que podía llamar «chica» a la señora Higgler sin que sonara ridículo—. Vamos, ayúdame a meter el pavo en la nevera.
No sería ninguna exageración afirmar que aquella noche fue para Rosie la noche más maravillosa de toda su vida: mágica, perfecta, increíblemente increíble. No podía dejar de sonreír, ni queriendo. Había cenado como una reina y, al terminar, Gordo Charlie la había llevado a bailar. Escogió un salón de baile como los de antes; había una pequeña orquesta, las mujeres levaban vestidos en tonos pastel, y se deslizaban con elegancia por la pista de baile. Se sentía como si se hubieran embarcado juntos en un viaje a través del tiempo y hubieran aterrizado en otra época más romántica y elegante. Rosie había estado recibiendo clases de baile desde los cinco años, pero nunca había encontrado con quién bailar.