—¿Qué es lo peor que podría pasar? —le preguntó en voz baja a Araña—. ¿Que se nos cagaran encima todas a la vez?
—No lo sé. Pero sospecho que son capaces de cosas mucho peores que ésa. Acábate el chocolate.
—Pero está ardiendo.
—Nos harán falta un par de botellas de agua, ¿no?
Garçon?
Un susurro de alas; más pájaros aún; y, por debajo, un suave rumor, como si se estuvieran diciendo un secreto.
El camarero les trajo las dos botellas de agua. Araña, que llevaba puesta una vez más su chaqueta de cuero roja y negra, se las metió en los bolsillos.
—No son más que palomas —dijo Gordo Charlie, pero enseguida se dio cuenta de lo estúpido de aquel comentario. No eran sólo palomas. Eran un auténtico ejército. La estatua del tipo gordo había desaparecido prácticamente bajo las plumas grises y moradas.
—Creo que me gustaban más los pájaros antes de que se les ocurriera confabularse contra nosotros.
—Y están por todas partes —dijo Araña y, a continuación, cogió a Gordo Charlie de la mano—. Cierra los ojos.
En ese momento, los pájaros levantaron el vuelo todos a una. Gordo Charlie cerró los ojos.
Bajaron las palomas como al redil el lobo...
Se hizo el silencio, y la distancia, y Gordo Charlie pensó: «Estoy metido en un horno». Abrió los ojos y se dio cuenta de que, efectivamente, así era: estaba en un horno con dunas rojas que se perdían a lo lejos hasta fundirse con un cielo de color madreperla.
—El desierto —dijo Araña— me pareció una buena idea. Aquí no hay pájaros. Así podremos terminar de hablar. Toma —y le alargó a Gordo Charlie una botella de agua.
—Gracias.
—Y bien, ¿te importaría explicarme de dónde han salido los pájaros?
—Fue en el sitio ese. Viajé hasta allí. Había un montón de animales humanos. Ellos... hum... Todos conocían a papá. Y había uno que era una mujer, una especie de Mujer Pájaro —dijo Gordo Charlie.
Araña le miró.
—¿En el sitio ese? No es que sea una información muy precisa.
—Hay una montaña en la que hay muchas cuevas. Y también hay un despeñadero que cae y cae hasta perderse en la nada. Es como el fin del mundo.
—Es el principio del mundo —le corrigió Araña—. He oído hablar de esas cuevas. Me habló de ellas una chica que conocí hace tiempo. Pero nunca he estado allí. Así que conociste a la Mujer Pájaro, ¿y...?
—Se ofreció a hacer que te marcharas. Y... hum... Bueno, yo acepté su ayuda.
—Eso —dijo Araña con una sonrisa de estrella de cine— fue una estupidez por tu parte.
—Yo no le dije que te hiciera daño.
—¿Y cómo te imaginabas que se iba a deshacer de mí? ¿Escribiéndome una carta muy seria?
—No lo sé. No lo pensé. Estaba furioso.
—Genial. Bueno, si ella se sale con la suya, tu estarás furioso y yo muerto. Podrías haberme pedido que me fuera, sin más, ¿sabes?
—¡Lo hice!
—Ah... ¿Y qué te dije yo?
—Que estabas muy a gusto en mi casa y que no pensabas marcharte.
Araña bebió un poco de agua.
—Bueno, ¿qué le dijiste exactamente a esa mujer?
Gordo Charlie hizo memoria. Ahora que lo pensaba, aquellas palabras le parecían muy extrañas.
—Sólo le dije que le daría la sangre de Anansi —dijo, a regañadientes.
—¿Que tú qué?
—Es lo que ella me pidió que dijera.
Araña le miró con incredulidad.
—Pero eso no se refiere sólo a mí. Nos incluye a los dos.
De repente, Gordo Charlie tenía la boca seca. Esperaba que no fuera más que el aire del desierto, y bebió un trago de agua.
—Espera. ¿Por qué el desierto? —preguntó Gordo Charlie.
—Porque aquí no hay pájaros, ya te lo he dicho.
—¿Y qué es eso de allí? —preguntó, señalando con el dedo. De entrada parecían diminutos, pero luego te dabas cuenta de que, en realidad, volaban muy alto: planeaban en círculos, inclinándose sobre un ala.
—Buitres —respondió Araña—, son carroñeros, sólo les interesan los muertos.
—Sí, ya. Y las palomas se asustan de la gente —dijo Gordo Charlie. Aquellos puntos allá lejos empezaron a descender en círculos, y a medida que se acercaban los pájaros se veían cada vez más grandes.
—De acuerdo —y a continuación, exclamó—: ¡Mierda!
No estaban solos. Alguien les estaba observando desde una duna lejana. Un observador que no estuviera en antecedentes, seguramente habría confundido aquella figura con un espantapájaros.
—¡Déjanos en paz! —gritó Gordo Charlie, pero la arena se tragó el sonido de su voz—. Retiro todo lo que te dije. ¡Ya no hay trato! ¡Déjanos en paz!
La gabardina ondeó en el árido viento del desierto, y la figura desapareció.
—Se ha ido —dijo Gordo Charlie—. ¿Quién habría podido imaginar que la cosa era tan simple?
Araña le dio un toque en el hombro y señaló algo con el dedo. La mujer de la gabardina marrón estaba ahora en la duna más próxima a ellos, tan cerca que Gordo Charlie podía distinguir sus cristalinos ojos negros.
Los buitres eran como harapientas manchas negras que empezaban a aterrizar sobre la arena: sus cabezas eran de color malva y no tenían plumas —de ese modo les resulta más fácil hundir la cabeza en las carcasas medio putrefactas—, y estiraban sus cuellos, también desplumados y de color malva, para observar con sus miopes ojos a los dos hermanos, como si estuvieran pensando si sería mejor esperar a que murieran o deberían intervenir de alguna manera para acelerar el proceso.
—¿Y qué más incluía ese trato? —preguntó Araña.
—
¿
Eh?
—¿Hay algo más que puedas decirme? ¿Te dio algo para sellar el trato? A veces, en este tipo de cosas se produce alguna clase de intercambio entre las partes.
Los buitres avanzaban lentamente hacia ellos, paso a paso, cerrando filas, estrechando el cerco. Nuevas manchas negras surcaban el cielo, se iban haciendo cada vez más grandes y venían directos hacia ellos. Araña cerró su mano sobre la mano de Gordo Charlie.
—Cierra los ojos.
Gordo Charlie sintió una oleada de frío que le golpeó en mitad del estómago. Respiró hondo, y fue como si alguien le hubiera congelado los pulmones. Le dio un ataque de tos, el viento ululaba como un gigantesco animal.
Abrió los ojos.
—¿Se puede saber dónde estamos ahora?
—En la Antártida —le contestó Araña. Se abrochó su cazadora de cuero, parecía que el frío no le importaba demasiado—. Me temo que el clima es algo frío.
—¿Es que no tienes término medio? Primero el desierto y, luego, sin solución de continuidad, directamente a los hielos polares.
—Aquí no hay pájaros —replicó Araña.
—¿Y no sería más fácil sentarnos cómodamente en una habitación interior en alguna parte? Sería mucho más agradable y estaríamos fuera del alcance de cualquier pájaro. Y podríamos comer tranquilamente.
—¿Sabes qué? Eres un quejica. Total, por un poco de frío.
—No es un poco de frío. Estamos a cincuenta bajo cero. Y, por cierto, mira eso.
Gordo Charlie estaba señalando al cielo. Una especie de garabato blanco, como una «m» escrita con tiza en el cielo, planeaba en el gélido viento.
—Un albatros —dijo.
—Un rabihorcado —le corrigió Araña.
—¿Perdón?
—Digo que no es un albatros. Es un rabihorcado. Seguramente no nos ha visto.
—Puede que no —admitió Gordo Charlie—, pero ellos seguro que sí.
Araña se dio la vuelta y dijo algo así como «rabihorcado». Puede que aquello no fueran un millón de pingüinos anadeando y patinando y deslizándose sobre su barriga en dirección a los dos hermanos, pero desde luego lo parecían. Por lo general, los únicos que sienten pánico de los pingüinos son los peces más pequeños, pero cuando a uno se le acercan por millones...
Gordo Charlie se cogió de la mano de Araña, esta vez no hizo falta que nadie se lo dijera. Cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, estaban en un lugar más cálido, aunque con los ojos abiertos el panorama no era muy diferente. Todo estaba oscuro como boca de lobo.
—¿Me he quedado ciego?
—Estamos en el interior de una mina de carbón abandonada —le explicó Araña—. La vi en una foto de una revista hace unos años. Salvo que nos tropecemos con una bandada de pinzones ciegos que se hayan adaptado a vivir en la oscuridad y se alimenten a base de carbón, creo que aquí estaremos a salvo.
—Es una broma, ¿no? Me refiero a lo de los pinzones ciegos.
—Más o menos.
Gordo Charlie suspiró, y el eco hizo que su suspiro se oyera en toda la galería.
—Por si no te has dado cuenta —dijo Gordo Charlie—, si te hubieras marchado en su momento, si te hubieras ido de mi casa cuando te lo pedí, nos habríamos evitado todo este mogollón.
—Menuda ayuda.
—No pretendía ayudar. Sabe Dios cómo me las voy a arreglar para explicarle a Rosie todo este embrollo.
Araña carraspeó.
—Me parece que ya no vas a tener que preocuparte de eso.
—¿Por...?
—Ha roto con nosotros.
Un largo silencio.
—No me extraña —dijo Gordo Charlie.
—Me parece que creo que metí un pelín la pata con toda esa historia —admitió Araña, incómodo.
—Pero ¿y si se lo explico todo? Quiero decir que si le explico que yo no era tú, que tú te hacías pasar por mí...
—Ya se lo he explicado yo. Justo después fue cuando decidió que no quería volver a vernos nunca a ninguno de los dos.
—¿A mí tampoco?
—Eso parece.
—En serio —dijo la voz de Araña en la oscuridad—, no era mi intención... Bueno, cuando fui a verte, sólo quería saludarte. No pensaba... Hum... La he cagado pero bien, estoy hasta las cejas de mierda, ¿verdad?
—¿Estás intentando pedirme perdón?
Silencio.
—Supongo. No sé.
Otro silencio.
—Bueno —dijo Gordo Charlie, por fin—, en ese caso, yo también siento muchísimo haber llamado a la Mujer Pájaro para que se deshiciera de ti. —Así, en la oscuridad, sin ver la cara de Araña mientras hablaban, todo parecía más fácil.
—Ya. Gracias. Ojalá supiera cómo deshacerme ahora de ella.
—¡Una pluma! —dijo Gordo Charlie.
—No, me has buscado la ruina.
—Antes me preguntaste si ella me había dado algo para sellar el trato. Me dio algo. Me dio una pluma.
—¿Dónde está?
Gordo Charlie trató de hacer memoria.
—No recuerdo exactamente. La tenía en la mano cuando me desperté en el comedor de la señora Dunwiddy. Pero cuando subí al avión ya no la tenía. Imagino que la señora Dunwiddy la habrá conservado.
Esta vez, el silencio que siguió a estas palabras fue largo, oscuro e ininterrumpido. Gordo Charlie empezaba a temer que Araña se hubiera marchado, que le hubiera abandonado en aquel oscuro subterráneo. Finalmente, se decidió a comprobarlo.
—¿Sigues ahí?
—Sigo aquí.
—Menos mal. Si me hubieras dejado aquí solo, no sé cómo me las habría arreglado para salir.
—No me des ideas.
Otro silencio.
—¿En qué país estamos? —preguntó Gordo Charlie.
—En Polonia, creo. Ya te lo dije, lo vi en una foto. Aunque, en la foto, la galería estaba iluminada.
—¿Tienes que haber visto una foto del sitio para trasladarte allí?
—Tengo que saber dónde está.
Era asombroso, pensó Gordo Charlie, el silencio tan limpio que reinaba en el interior de aquella mina. Aquel lugar tenía un silencio propio muy especial. Se puso a pensar en las diversas clases de silencio. ¿Era esencialmente diferente el silencio en una tumba del silencio en el espacio, por ejemplo?
—Recuerdo a la señora Dunwiddy —dijo Araña—. Huele a violetas.
Se sabe de gente que ha afirmado «se acabó. Vamos a morir» con más entusiasmo del que Araña puso en pronunciar aquellas dos frases.
—Sí, es ella —dijo Gordo Charlie—. Menuda, más vieja que un trilobites. Gafas de culo de vaso. Supongo que ahora tendremos que ir a verla para coger la pluma. Luego, se la devolveremos a la Mujer Pájaro. Con eso habremos roto el trato y se acabará de una vez esta pesadilla.
Gordo Charlie apuró el agua que le quedaba en la botella que se había traído de aquella placita que no estaba en una ciudad de Italia. Volvió a poner el tapón y la dejó en el suelo, preguntándose si estaría mal dejar basura en un lugar que nadie vería jamás.
—Hala, cógeme de la mano y vamos a ver a la señora Dunwiddy.
Araña hizo un ruido. No sonó arrogante. Sonó inquieto e inseguro. En la oscuridad, Gordo Charlie se imaginó a Araña desinflándose como un sapo, o como un globo después de una semana. Gordo Charlie había deseado con toda su alma ver cómo se le bajaban los humos a Araña; pero, desde luego, nunca quiso oírle hacer ese ruido, parecía como si tuviera seis años y estuviera muerto de miedo.
—Un momento. ¿Le tienes miedo a la señora Dunwiddy?
—Es que... Es que no puedo acercarme a ella.
—Bueno, por si te sirve de consuelo te diré que yo también le tenía miedo de pequeño pero, cuando volví a verla en el funeral de papá, no me pareció tan terrible. No es más que una anciana. —Recordó la imagen de la señora Dunwiddy encendiendo aquellas velas negras y espolvoreando las hierbas en la ensaladera—. Un poquito siniestra, quizá. Pero ya verás como no es tan terrible.
—Fue ella la que me obligó a marcharme de allí —le explicó Araña—. Yo no quería irme. Pero me cargué aquella bola que tenía en el jardín. Una cosa como de cristal, grande, como una de esas bolas que se ponen en el árbol de Navidad, pero gigantesca.
—Yo también le rompí una. Menudo cabreo se agarró.
—Lo sé. —Su voz se oía débil, parecía confuso y preocupado—. En realidad fue esa misma vez. Ahí fue donde empezó todo.
—Venga, vamos, tampoco es el fin del mundo. Tú llévame a Florida y yo iré a ver a la señora Dunwiddy para recuperar la pluma. A mí no me da ningún miedo. No hace falta que vengas conmigo.
—No puedo. No puedo estar en el mismo lugar que ella.
—Vale, ¿qué es lo que intentas decirme? ¿Ha conseguido una especie de orden de alejamiento mágica?
—Más o menos. Sí —y, añadió—: echo de menos a Rosie. Siento haber... ya sabes.
Gordo Charlie pensó en Rosie. Le resultaba especialmente difícil recordar su cara. Imaginó cómo sería no tener de suegra a la madre de Rosie; recordó las dos siluetas tras las cortinas de su habitación. Y dijo:
—No te sientas mal por eso. Bueno, siéntete mal si quieres, porque la verdad es que te has portado como un grandísimo cabrón. Pero puede que haya sido lo mejor.