¿Qué era lo que ella le había dicho? «Gemirás. Llorarás a gritos. Tu miedo le excitará.»
Araña se puso a llorar a gritos. Luego, gimió, como un cabritillo herido, perdido y desamparado.
Un fogonazo de color arena se estaba acercando, apenas tuvo tiempo de percibir fugazmente —casi como un borrón— sus dientes y sus zarpas. Araña asestó un golpe al aire, como si el poste fuera un bate de béisbol, y notó que había acertado a darle en el hocico.
El Tigre se detuvo, y le miró fijamente como si no pudiera creer lo que veían sus ojos; luego, soltó un gañido y se fue por donde había venido, en dirección a los matorrales, como si tuviera una cita más importante de la que estuviera deseando poder escaquearse. Miró a Araña con resentimiento por encima de su hombro, la fiera estaba sufriendo, y le miró como si quisiera darle a entender que volvería.
Araña lo vio marcharse.
Luego, se sentó y se desató los tobillos.
Caminó cuesta abajo, renqueando levemente, por el borde del precipicio. Poco después, se encontró con un riachuelo que cruzaba el sendero y caía por el precipicio en una cascada que brillaba como un diamante. Araña se arrodilló, cogió un poco de agua con las manos y bebió, estaba fresca.
A continuación, se puso a coger piedras. Piedras del tamaño de un puño. Y las fue apilando como un arsenal de bolas de nieve.
—Apenas has comido nada —dijo Rosie.
—Eres tú la que tiene que comer. Tienes que mantenerte fuerte —le respondió su madre—. Yo he comido un poco de queso. Con eso me basta.
Hacía frío en aquella cámara, y estaba oscura. Tampoco era esa clase de oscuridad a la que los ojos acaban por acostumbrarse. No había nada de luz. Rosie había recorrido el perímetro de la habitación, tanteando las paredes —la piedra se alternaba con la pintura y con desgastados ladrillos—, buscando cualquier cosa que pudiera resultarles útil, pero no encontró nada.
—Antes comías bien —dijo Rosie—. Me refiero a cuando papá estaba vivo.
—Tu padre —le replicó— también comía bien.
¿
Y que sacó con ello? Un ataque al corazón que lo llevó a la tumba con cuarenta y un años. ¿Qué clase de mundo es éste?
—Pero él disfrutaba comiendo.
—Él disfrutaba con todo —dijo, con amargura—. Con la comida, con la gente, con su hija. Adoraba cocinar. Me adoraba a mí. ¿Y qué consiguió? Una muerte prematura. Uno no debe ir por la vida repartiendo su amor a diestro y siniestro. Ya te lo he dicho muchas veces.
—Sí —contestó Rosie—, supongo que sí.
Caminó en la oscuridad, guiándose por el sonido de la voz de su madre, con la mano delante de la cara para no darse con las cadenas que colgaban del techo. Palpó el huesudo hombro de su madre y la rodeó con un brazo.
—No tengo miedo —dijo Rosie.
—Entonces es que estás loca —replicó su madre.
Rosie soltó a su madre y retrocedió en la oscuridad. De repente, se oyó un crujido. Del techo cayó un trozo de escayola y una lluvia de polvo.
—¿Rosie? ¿Qué estás haciendo? —preguntó la madre de Rosie.
—Me estoy columpiando de la cadena.
—Ten cuidado. Si se cae esa cadena, te estamparás contra el suelo y te abrirás la cabeza sin tiempo para decir ni pío —su hija no le respondió. La señora Noah dijo—: Ya te lo he dicho, estás loca.
—No —dijo Rosie—, no estoy loca. Es sólo que ya no tengo miedo.
Arriba, en la casa, se oyó un portazo.
—Ha llegado Barbazul —dijo la madre de Rosie.
—Lo sé. Ya lo he oído —replicó Rosie—. Sigo sin tener miedo.
La gente no paraba de darle palmaditas en la espalda a Gordo Charlie, todos le invitaban a exóticos cócteles con sombrillas de papel; además, tenía ya cinco tarjetas de otros tantos profesionales vinculados al mundillo musical que habían venido a la isla para asistir al festival.
La gente le sonreía desde cada rincón de la sala. Tenía un brazo alrededor de Daisy: percibía el temblor de su cuerpo. Ella le habló al oído:
—Estás como una cabra, ¿lo sabías?
—Ha funcionado, ¿no?
Daisy le miró.
—Eres una caja de sorpresas.
—Vámonos —replicó él—. Aún no hemos acabado aquí.
Se abrió camino hasta donde estaba la
maître.
—Disculpe... Antes he visto a una señora desde el escenario. Entró y se sirvió café de una cafetera que hay ahí atrás, junto a la barra. ¿Sabe usted dónde puede estar?
La
maître
parpadeó y se encogió de hombros.
—No sabría decirle...
—Sí, sí que lo sabe —replicó Gordo Charlie. Se sentía seguro e inteligente. Sabía que no tardaría en volver a sentirse como siempre, pero había cantado para un montón de gente y se lo había pasado bien. Lo había hecho en un intento de salvar la vida de Daisy, y la suya propia, y lo había conseguido—. Hablaremos más tranquilos ahí afuera.
Había sido la canción. Mientras cantaba, había empezado a verlo todo perfectamente claro. Y seguía viéndolo aún igual de claro. Se dirigió al pasillo, y Daisy y la
maître
le siguieron.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó a la
maître.
—Clarissa.
—Hola, Clarissa. ¿Cuál es tu apellido?
—Charlie, ¿no crees que deberíamos llamar a la policía? —le dijo Daisy.
—Espera un segundo. Clarissa, ¿qué más?
—Higgler.
—¿Y qué parentesco tienes con Benjamin, el conserje?
—Es mi hermano.
—¿Y qué parentesco tenéis con la señora Higgler? ¿Con Callyanne Higgler?
—Son sobrinos míos, Gordo Charlie —respondió la señora Higgler, desde la puerta—. Y ahora, será mejor que le hagas caso a tu novia y llames a la policía. ¿No te parece?
Araña se sentó junto al arroyo en el borde del barranco, de espaldas a la montaña y con un montón de piedras delante de él. De repente, un hombre salió trotando de entre la hierba. No llevaba más que un taparrabos de piel de color arena a la cintura, y por detrás le colgaba un rabo; llevaba un collar hecho de colmillos blancos y afilados. Su cabello era negro y largo. Caminó hacia Araña con aire indiferente, como si hubiera salido de buena mañana a dar un paseo y la presencia de Araña fuera una agradable sorpresa.
Araña cogió una piedra del tamaño de un pomelo y la sopesó en la palma de una mano.
—Hola, hijo de Anansi —le saludó el extraño—. Pasaba por aquí y te vi, así que he decidido acercarme a ver si puedo ayudarte en algo. —Tenía la nariz torcida y amoratada.
Araña negó con la cabeza. Echaba de menos su lengua.
—Al verte aquí, me he puesto a pensar «pobre hijo de Anansi, debe de tener mucha hambre». —El extraño sonreía demasiado—. Toma. Hay suficiente para los dos. —Llevaba un saco al hombro, lo abrió y, con la mano derecha, sacó un cordero con el rabo negro que parecía recién cazado. Lo tenía sujeto por el cuello. Llevaba la cabeza colgando—. Tu padre y yo comimos juntos en más de una ocasión. ¿Hay algún motivo por el que tú y yo no podamos hacer lo mismo? Si te encargas de encender el fuego, yo limpiaré el cordero y haré un espetón para asarlo. ¿No se te hace la boca agua sólo de pensarlo?
Araña estaba mareado de tanta hambre como tenía. Si hubiera tenido lengua, a lo mejor le habría contestado que sí, seguro de poder arreglárselas para salir de cualquier posible aprieto por medio de la palabra; pero no tenía lengua. Con la mano izquierda, cogió otra piedra.
—Démonos un banquete y seamos amigos; así evitaremos futuros malentendidos —dijo el extraño.
«Y el buitre y el cuervo rebañarán mis huesos», pensó Araña.
El extranjero dio un paso más hacia donde estaba Araña, que decidió que aquél era su momento para tirar la primera piedra. Tenía buena puntería y un brazo muy fuerte, y la piedra fue a dar exactamente donde él quería dar, en el brazo derecho del extraño: soltó el cordero. La segunda piedra acertó a dar en la sien del extraño. —Araña había apuntado justo entre sus separados ojos, pero se había movido justo cuando la lanzaba.
El extraño salió corriendo y brincando, con la cola bien tiesa a su espalda. Al correr, parecía a veces un hombre y a veces un animal.
Una vez se hubo marchado, Araña se acercó hasta el lugar donde había estado para coger el cordero. El cordero se movió y, por un instante, Araña creyó que seguía vivo, pero luego vio que estaba lleno de gusanos. Apestaba, y el hedor del cadáver ayudó a Araña a olvidar el hambre que tenía, por un ratito.
Lo llevó, manteniéndolo a cierta distancia, hasta el borde del precipicio, y lo tiró al mar. Luego, se lavó las manos en el arroyo.
No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar. El tiempo se estiraba y se encogía. El sol empezaba a caer por el horizonte.
«Después de la puesta de sol, y antes de que salga la luna —pensó Araña—. En ese momento, volverá la fiera.»
El implacablemente alegre representante del cuerpo de policía de Saint Andrews estaba sentado en el despacho del gerente del hotel con Daisy y Gordo Charlie, y escuchaba atentamente lo que cada uno de ellos tenía que decir con una plácida pero indiferente sonrisa en su amplia cara. De vez en cuando, se llevaba un dedo al bigote y se rascaba.
Le contaron al agente que un fugitivo de la justicia llamado Grahame Coats se les había acercado mientras cenaban y había amenazado a Daisy con una pistola. Pistola que, tuvieron que admitir, en realidad no había visto nadie más que Daisy. A continuación, Gordo Charlie le relató el incidente que había tenido con un Mercedes negro esa misma tarde, y le dijo que no, que no había podido ver quién iba al volante. Pero sabía de dónde había salido el coche. Y le habló al agente de la casa que había en lo alto del acantilado.
El policía se acarició su bigote entrecano con aire pensativo.
—Sí, efectivamente, hay una casa en el lugar que usted describe. Sin embargo, no pertenece a ese tal señor Coats del que ustedes hablan. Ni mucho menos. La casa que usted describe pertenece a Basil Finnegan, un hombre extraordinariamente respetable. Desde hace muchos años, el señor Finnegan viene demostrando un gran interés en colaborar con las fuerzas de la ley y el orden en esta isla. Ha donado dinero a las escuelas, y lo que es más importante, ha contribuido muy generosamente a financiar la construcción de una nueva comisaría.
—Me puso una pistola en el estómago —dijo Daisy—, y me dijo que si me negaba a acompañarle, me dispararía.
—Si el señor Finnegan hizo una cosa así, mi querida señorita —replicó el agente de policía—, estoy seguro de que habrá una explicación muy sencilla. —Abrió su maletín y sacó un grueso legajo—. Les diré qué es lo que vamos a hacer. Tómense un tiempo para reflexionar sobre este asunto. Consúltenlo con la almohada. Si mañana por la mañana están ustedes plenamente convencidos de que fue algo más que un incidente provocado por unas copas de más, no tienen más que rellenar este formulario y entregarlo, por triplicado, en la comisaría de policía. Pregunten por la comisaría nueva, está justo detrás de la plaza Mayor. Todo el mundo sabe dónde está.
Les estrechó la mano y se marchó.
—Deberías haberle dicho que tú también eres policía —dijo Gordo Charlie—. A lo mejor así te habría tomado más en serio.
—No creo que hubiera sido una buena idea —replicó ella—. Cuando alguien te llama «mi querida señorita», es que ya ha decidido que no merece la pena ni escucharte.
Se dirigieron a la recepción del hotel.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Gordo Charlie.
—¿Se refiere a la tía Callyane? —dijo Benjamín Higgler—. Les está esperando en la sala de conferencias.
—Ya está —dijo Rosie—. Sabía que podría hacerlo a fuerza de columpiarme.
—Te va a matar.
—Nos va a matar de todos modos.
—No saldrá bien.
—Mamá, ¿se te ocurre a ti algo mejor?
—Te va a ver.
—Mamá, ¿quieres dejar de ser tan pesimista, por favor? Si tienes alguna sugerencia que pueda sernos útil, no dejes de decírmelo. De lo contrario, hazme el favor de callarte. ¿Vale?
Silencio.
—Podría enseñarle el culo.
—¿Qué?
—Lo que oyes.
—Esto... ¿En lugar de?
—Además de.
Silencio. Luego, Rosie dijo:
—Bueno, peor no se van a poner las cosas.
—¿Qué tal, señora Higgler? —dijo Gordo Charlie—. Quiero recuperar la pluma.
—¿Qué te hace pensar que yo tengo tu pluma? —le preguntó, con los brazos cruzados sobre su inmenso pecho.
—Me lo dijo la señora Dunwiddy.
Por primera vez, la señora Higgler pareció sorprenderse al oír aquellas palabras.
—¿Louella te dijo que yo tenía la pluma?
—Me dijo que usted tenía la pluma.
—La tengo en un lugar seguro. —La señora Higgler señaló a Daisy con su taza de café—. No esperarás que me ponga a hablar delante de ella. No la conozco.
—Ella es Daisy. Puede hablar delante de ella con la misma confianza con la que habla conmigo.
—Es tu novia —dijo la señora Higgler—. Ya me he enterado.
Gordo Charlie notó que sus mejillas se encendían.
—No es mi... en realidad, no somos... Tenía que decir algo para alejarla del tipo que la estaba amenazando a punta de pistola. Fue lo primero que se me pasó por la cabeza.
La señora Higgler le miró. Tras los gruesos cristales de sus gafas, sus ojos empezaron a brillar.
—Conozco esa historia —dijo—. Ocurrió mientras cantabas. Frente a un público. —Sacudió la cabeza con esa expresión que adoptan los viejos cuando se ponen a pensar en la inconsciencia de los jóvenes. Abrió su bolso, sacó un sobre y se lo dio a Gordo Charlie—. Le prometí a Louella que la pondría a buen recaudo.
Gordo Charlie sacó la pluma del sobre, estaba un poco chafada, tal como había aparecido en su mano la noche de la sesión de espiritismo.
—Vale —dijo—. Ya tengo la pluma. Genial. Y ahora, ¿qué se supone que debo hacer con ella?
—¿No lo sabes?
De pequeño, su madre le había dicho a Gordo Charlie que contara hasta diez antes de perder la calma. Empezó a contar, mentalmente y sin prisas, hasta llegar a diez, y entonces perdió la calma.
—¡Pues claro que no sé qué hacer con ella, maldita vieja estúpida! En las últimas dos semanas he sido arrestado, he perdido a mi novia y también mi trabajo, he visto cómo un muro de pájaros devoraba a mi hermano semi imaginario en Piccadilly Circus, he cruzado el Atlántico una y otra vez como una pelota de pimpón, y hoy he tenido que subirme a un escenario y cantar frente a un público porque el psicópata de mi ex jefe tenía el cañón de su pistola pegado al estómago de la chica con la que yo estaba cenando. Lo único que pretendo es resolver este caos en el que se ha convertido mi vida desde el momento en que usted me sugirió que tal vez estaría bien que hablara con mi hermano. De modo que no, no sé qué es lo que debo hacer ahora con esta puta pluma. ¿La quemo? ¿La pico bien picadita y me la como? ¿Me hago un nido con ella? ¿La sostengo frente a mí con una mano y me tiro por la ventana?