La señora Higgler parecía dolida.
—Tendrás que preguntárselo a Louella Dunwiddy.
—No estoy seguro de poder hacerlo. No tenía muy buen aspecto la última vez que la vi. Y no disponemos de mucho tiempo.
—Genial —dijo Daisy—. Ya has recuperado tu pluma. Y ahora, ¿podemos hablar ya de Grahame Coats?
—No es sólo una pluma. Es la pluma a cambio de la cual entregué a mi hermano.
—Pues canjéalo otra vez, y sigamos con el otro asunto. Tenemos que hacer algo.
—No es tan sencillo como eso —le dijo Gordo Charlie. Entonces, hizo una pausa, y pensó en lo que él había dicho y en lo que ella había dicho. Miró a Daisy con admiración—. Dios, pero mira que eres lista.
—Se hace lo que se puede —respondió—. ¿Qué es lo que he dicho?
No tenían cuatro ancianitas, pero tenían a la señora Higgler, a Benjamin y a Daisy. Estaban a punto de cerrar el restaurante, así que Clarissa, la
maître
, se prestó también de buena gana. No tenían tierras de cuatro colores diferentes, pero tenían la blanca arena de la playa que estaba detrás del hotel y tierra negra del parterre que había a la entrada, barro rojo en un lateral del jardín y arena multicolor en los tubos de cristal que se vendían en la tienda de regalos. Las velas que cogieron prestadas del bar de la piscina no eran altas y negras, sino chatas y blancas. La señora Higgler les aseguró que podía encontrar todas las hierbas necesarias en la isla, pero Gordo Charlie y Clarissa entraron en la cocina y se hicieron con un saquito de
bouquet garni.
—Creo que no es más que una cuestión de confianza —le explicó Gordo Charlie—. Lo importante no son los detalles, sino el crear una atmósfera mágica.
No ayudaba mucho a crear esa atmósfera mágica el que a Benjamin Higgler se le escapara una risita tonta cada vez que echaba un vistazo en torno a la mesa, ni los reiterados comentarios de Daisy sobre lo increíblemente estúpida que resultaba toda aquella parafernalia.
La señora Higgler esparció el
bouquet garni
sobre un cuenco en el que habían vertido los restos de una botella de vino blanco.
La señora Higgler empezó a murmurar. Alzó las manos a modo de invitación, y los demás se pusieron a murmurar con ella; parecían abejas beodas. Gordo Charlie se mantuvo a la espera de que algo sucediera.
Nada.
—Gordo Charlie —dijo la señora Higgler—, murmura tú también.
Gordo Charlie tragó saliva. No había nada que temer, se dijo: había cantado en un escenario en una sala llena de gente; le había propuesto matrimonio a una mujer a la que apenas conocía delante de esa misma gente. Murmurar sería pan comido.
Cogió el tono de la señora Higgler y dejó vibrar sus cuerdas vocales del mismo modo...
Benjamin dejó de reírse. Tenía los ojos como platos. En su cara había una expresión de alarma, y Gordo Charlie estuvo a punto de parar para averiguar qué le inquietaba, pero ya había interiorizado el cántico y la llama de las velas empezaba a parpadear...
—¡Miradle! —exclamó Benjamin—. Está...
Y Gordo Charlie se habría preguntado cómo estaba, pero ya era demasiado tarde para hacerse preguntas.
La niebla se disipó.
Gordo Charlie caminaba ahora por un puente, una larga pasarela blanca sobre una extensión de agua de color grisáceo. Un poco más adelante, hacia la mitad del puente, había un hombre sentado en una sillita de madera. Estaba pescando. Llevaba un sombrero fedora, verde con el ala curvada, calado sobre los ojos. Parecía estar echando una cabezada, y no se movió cuando Gordo Charlie se acercó a él.
Gordo Charlie lo reconoció inmediatamente. Colocó una mano sobre su hombro.
—Ya sabía yo —le dijo— que lo de tu muerte había sido una farsa. Nunca llegué a creer que estuvieras realmente muerto.
El hombre no se movió, pero le sonrió.
—Eso demuestra que no tienes ni idea —dijo Anansi—. Estoy más muerto que Carracuca. —Se estiró con parsimonia, cogió un cigarrito que llevaba sujeto tras la oreja y lo encendió con una cerilla—. Sip. Estoy muerto. Supongo que estaré muerto una temporadita. Si uno no se muere de vez en cuando, la gente acaba dando por sentado que siempre estarás ahí.
—Pero... —dijo Gordo Charlie.
Anansi se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Cogió su caña de pescar y empezó a recoger el sedal. Señaló una pequeña red. Gordo Charlie la cogió y la sostuvo en el aire mientras su padre echaba dentro un largo pez plateado que aún se retorcía. Anansi desprendió la boca del pez del anzuelo y lo dejó caer dentro de un cubo blanco.
—Ya está. Ya tengo cena para esta noche.
Por primera vez, Gordo Charlie se dio cuenta de que, cuando se sentó a la mesa con Daisy y los Higgler, era ya noche cerrada y, en cambio, donde fuera que hubiera ido a parar, había atardecido, pero aún no se había puesto el sol.
Su padre recogió la sillita plegable y se la pasó a Gordo Charlie, junto con el cubo, para que se los llevara. Echaron a andar por el puente.
—¿Sabes? —dijo el señor Nancy—, siempre pensé que si alguna vez venías a hablar conmigo, te daría toda clase de consejos. Pero parece que te las estás arreglando muy bien tú solito. Así que, ¿qué es lo que te trae por aquí?
—No estoy muy seguro. Intentaba localizar a la Mujer Pájaro. Quiero devolverle su pluma.
—No deberías mezclarte con esa clase de gente —le dijo su padre, con aire despreocupado—. No traen más que problemas y desgracias. Esa mujer es puro rencor. Pero es una cobarde.
—Fue Araña... —se justificó Gordo Charlie.
—La culpa fue tuya. Por dejar que esa metomentodo desterrara a tu otra mitad.
—No era más que un crío
.
¿Por qué no hiciste algo?
Anansi se echó el sombrero hacia atrás.
—La vieja Dunwiddy no podía hacer nada sin que tú se lo permitieras —dijo—. Después de todo, eres hijo mío.
Gordo Charlie se quedó pensándolo un momento. Después, dijo:
—Pero ¿por qué no me lo dijiste?
—Lo estás haciendo bien. Lo estás comprendiendo todo sin ayuda de nadie. Has entendido lo de las canciones, ¿verdad?
Gordo Charlie se sentía más torpe y más gordo y sentía que estaba decepcionando más que nunca a su padre, pero no se limitó a responder directamente: «no». En lugar de eso, le preguntó:
—¿Tú qué crees?
—Creo que estás cada vez más cerca de comprenderlo. Lo importante de las canciones es que son como los cuentos. No significan nada a menos que haya gente que las escuche.
Estaban llegando al final del puente. Gordo Charlie sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, que aquella iba a ser su última oportunidad de hablar con su padre. Había tantas cosas que necesitaba averiguar, tantas cosas que quería saber...
—Papá —le dijo—. Cuando yo era niño, ¿por qué me humillabas continuamente?
El anciano arrugó el ceño.
—¿Humillarte? Yo te quería.
—Me hiciste ir al colegio disfrazado de Taft. ¿Es a eso a lo que tú llamas amor?
El anciano soltó una especie de gañido muy agudo que bien podía ser una risotada y, a continuación, dio una calada a su cigarrito. El humo que salía de su boca parecía un espectral bocadillo como los que se ven en los cómics.
—Seguro que tu madre habría tenido algo que decir respecto a eso. No tenemos mucho tiempo, Charlie. ¿Quieres que malgastemos el poco tiempo que nos queda en una discusión?
Gordo Charlie negó con la cabeza.
—Supongo que no.
Habían llegado ya al final del puente.
—A ver —le dijo su padre—, cuando veas a tu hermano, quiero que le des una cosa de mi parte.
—¿Qué cosa?
Su padre le agarró por el cuello y le hizo agachar la cabeza, después, le besó cariñosamente en la frente.
—Esto —le dijo.
Gordo Charlie se enderezó. Su padre le miraba con una expresión que, de haberla visto en el rostro de cualquier otra persona, Gordo Charlie habría interpretado como de orgullo.
—Enséñame la pluma —le dijo su padre.
Gordo Charlie se metió la mano en el bolsillo. Allí estaba la pluma, aún más espachurrada y mustia que antes.
Su padre dijo: «aja», y levantó la pluma para mirarla a la luz.
—Es una pluma muy bonita —dijo su padre—. No querrás que se te quede hecha una pena. No la aceptará si se la devuelves toda rota y sucia. —El señor Nancy pasó la mano por la pluma y se quedó como nueva. La miró con el ceño fruncido—. Pero ahora se te volverá a estropear. Se echó el aliento en las uñas y las frotó contra su chaqueta. Entonces, puso cara de haber tomado una decisión. Se quitó el sombrero y metió la pluma en la cinta que lo adornaba—. Toma. Es un sombrero bien elegante, no te vendrá mal. —Y se lo puso a Gordo Charlie en la cabeza—. Perfecto.
Gordo Charlie suspiró.
—Papá, yo no llevo sombrero. Tendré una pinta absurda. Voy a parecer un cretino. ¿Por qué te empeñas siempre en dejarme en ridículo?
Empezaba a anochecer, y el anciano miró a su hijo.
—¿Crees que sería capaz de mentirte? Mira, hijo, lo único que hace falta para llevar sombrero es tener clase. Y tú la tienes. ¿Crees que te diría que te sienta bien si no fuera cierto? Te sienta realmente bien. ¿No me crees?
Gordo Charlie respondió:
—La verdad es que no.
—Mira —le dijo su padre.
El anciano señalaba hacia abajo. Gordo Charlie vio las aguas, claras y tranquilas, que parecían un espejo, y el hombre que vio reflejado en ellas tenía un aire realmente seductor con su flamante sombrero nuevo.
Gordo Charlie levantó la vista para decirle a su padre que a lo mejor se había equivocado, pero el anciano ya no estaba.
Salió del puente y siguió caminando a la luz del crepúsculo.
—Bien. Quiero saber exactamente dónde está. ¿Adónde ha ido? ¿Qué le habéis hecho?
—Yo no he hecho nada. Señor, qué chica esta —dijo la señora Higgler—. La última vez no ocurrió nada de esto.
—Parecía como si lo estuvieran abduciendo desde la nave nodriza–dijo Benjamin—. ¡Qué pasada! Efectos especiales en la vida real.
—Quiero que le haga volver —dijo Daisy, furiosa—. Quiero que vuelva ya.
—Ni siquiera sé dónde está —dijo la señora Higgler—. Y tampoco fui yo la que le envió allí. Lo hizo él mismo.
—En cualquier caso —intervino Clarissa—, ¿y si ha llegado al lugar al que tenía que ir para hacer lo que tuviera que hacer y lo traemos de vuelta? Podríamos estropearlo todo.
—Exactamente —apostilló Benjamin—. Sería como hacer regresar al equipo de reconocimiento en mitad de la misión.
Daisy lo pensó y se irritó al descubrir que tenía sentido —un sentido algo
sui generis
, como todo lo demás, últimamente.
—Si esto es todo lo que hay —dijo Clarissa—, yo debería volver al restaurante. Para asegurarme de que todo está en orden.
La señora Higgler bebió un sorbo de café.
—Esto es lo que hay —afirmó.
Daisy dio un golpe en la mesa.
—Discúlpenme. Un asesino anda suelto por ahí. Y resulta que Gordo Charlie ha sido abducido por la nave matrona.
—La nave nodriza —corrigió Benjamín.
La señora Higgler parpadeó.
—Muy bien —dijo—. Deberíamos hacer algo al respecto. ¿Alguna idea?
—No lo sé —admitió Daisy, aunque le daba cien patadas tener que reconocerlo—. Matar el tiempo, supongo.
Cogió el
Williamstown Courier
que había estado leyendo la señora Higgler y se puso a hojearlo.
Había una columna en la tercera página que hablaba de dos turistas desaparecidas, dos mujeres que habían llegado a la isla a bordo de un crucero y no habían regresado al barco. «Las dos que tengo en casa —dijo la voz de Grahame Coats dentro de su cabeza—. ¿De verdad pensabas que me iba a creer lo del crucero?»
Al final del día, Daisy volvía a ser una poli.
—Necesito un teléfono —dijo.
—¿A quién vas a llamar?
—Para empezar, al ministro de Turismo y al jefe de policía. Y luego, ya veremos.
El rojo sol se iba haciendo cada vez más pequeño sobre la línea del horizonte. Si Araña no hubiera sido Araña, se habría desesperado. En la isla, en aquel lugar, el día y la noche estaban separados por una línea bien clara, y Araña vio cómo el mar se tragaba por completo el rojo sol. Tenía sus piedras y dos estacas.
Ojalá tuviera fuego.
Se preguntó cuándo saldría la luna. Quizá cuando la luna estuviera en lo alto del cielo tuviera una oportunidad.
El sol se puso, los últimos vestigios de luz roja se hundieron en el oscuro mar, y se hizo de noche.
—Hijo de Anansi —dijo una voz en la oscuridad—. Dentro de muy poco, serás mi cena. No sabrás que estoy ahí hasta que no sientas mi aliento en tu nuca. Te tuve a mi merced cuando estabas ahí dentro, atado e inmovilizado, podría haberte roto el cuello de un solo bocado allí mismo, pero me lo pensé mejor. No me habría reportado ningún placer matarte mientras dormías. Quiero sentir cómo te mueres. Quiero que sepas por qué te he quitado la vida.
Araña lanzó una piedra en la dirección de la que parecía llegar la voz, y la oyó caer inútilmente entre los matorrales.
—Tú tienes dedos —dijo la voz—, pero yo tengo zarpas con garras afiladas como cuchillos. Tú tienes tus dos piernas, pero yo tengo cuatro patas que nunca se cansan y que pueden correr diez veces más rápido que las tuyas y durante el tiempo que sea necesario. Tus dientes pueden masticar la carne, siempre que esté bien cocinada y tierna, porque tus dientes son pequeños como los de un mono, sirven para masticar frutas maduras y gusanos; pero yo puedo desgarrar la carne del hueso con mis dientes, y tragarla mientras la sangre todavía fresca sale disparada hacia el cielo.
Y, entonces, Araña hizo un ruido. Era un ruido para el que no le hacía falta la lengua, ni siquiera tenía que abrir los labios. Era algo así como un irónico «mhá» cargado de desprecio. «Puede que tengas todas esas cosas, Tigre —parecía decir— ¿y qué? Todos los cuentos pasados, presentes y futuros son de Anansi. Nadie cuenta cuentos del Tigre.»
Se oyó un rugido en medio de la oscuridad, un rugido de furia y de frustración.
Araña empezó a tararear la melodía del
Tiger Rag.
Es una vieja canción, muy eficaz para hacer rabiar a un tigre: «Sujeta a ese tigre —dice la letra—. ¿Dónde está ese tigre?».
La voz se oyó ahora un poco más cerca.
—Tengo a tu mujer, hijo de Anansi. Cuando acabe contigo, le arrancaré la carne. Seguro que tiene un sabor más dulce que la tuya.