Los Hijos de Anansi (40 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Daisy se limpió con la punta de la lengua unas semillas de tomate que se le habían quedado en la comisura de los labios. Parecía estar incómoda.

—No he venido en misión oficial —dijo—. Soy una simple turista.

—Pero has dejado tu trabajo sin más y has venido hasta aquí para buscarlo. ¿Te das cuenta de que podrías acabar en la cárcel por esto?

—En ese caso —respondió, sarcástica—, es una suerte que no tengamos tratado de extradición con Saint Andrews, ¿no?

Gordo Charlie exclamó por lo bajo:

—¡Oh, Dios!

El motivo de que Gordo Charlie exclamara «¡Oh, Dios!» fue que la cantante había abandonado el escenario y se había puesto a pasear por entre las mesas con un micrófono inalámbrico. En ese preciso instante, les estaba preguntando a una pareja de turistas alemanes de dónde eran.

—¿Y por qué habría de elegir precisamente esta isla? —le preguntó Gordo Charlie.

—Secreto bancario. Suelo muy barato. No hay tratados de extradición. O a lo mejor siente pasión por los cítricos.

—Me he pasado dos años aterrorizado por ese hombre —dijo Gordo Charlie—. Voy a servirme un poco más de esa cosa de pescado y plátano verde. ¿Vienes?

—Estoy bien así —respondió Daisy—. Quiero dejar sitio para el postre.

Gordo Charlie se dirigió al bufé dando un rodeo, para no llamar la atención de la cantante. Era muy guapa, y la luz se reflejaba en las lentejuelas de su vestido rojo, de suerte que brillaba de forma diferente según se moviera.

Era demasiado buena para aquella orquesta. Estaba deseando que volviera a subir al escenario y siguiera cantando clásicos del blues —le había gustado mucho como había interpretado
Night and Day
y su conmovedora interpretación de
Spoonful of Sugar
—, en lugar de andar por ahí haciendo preguntas entre el público. O, por lo menos, que se fuera a preguntar a los comensales del otro lado.

Se llenó el plato hasta arriba con las cosas que más le habían gustado. Recorrer la isla a golpe de pedal le abría a uno el apetito.

Cuando regresó a la mesa, se encontró con que Grahame Coats —que se había dejado crecer una especie de barba— estaba sentado al lado de Daisy, y sonreía como una comadreja con cara de velocidad.

—Gordo Charlie —dijo Grahame Coats al verle, y soltó una risita desagradable—. Es increíble, ¿no? Vengo buscándote a ti, para un pequeño
tête—a—tête
, y, mira por dónde, me encuentro además con esta atractiva policía. Siéntate ahí e intenta no hacer una escena, por favor.

Gordo Charlie, paralizado, parecía un muñeco de cera.

—Siéntate —repitió Grahame Coats—, el cañón de mi pistola apunta directamente al estómago de la señorita Daisy.

Daisy miró a Gordo Charlie con expresión suplicante y asintió. Tenía las manos extendidas sobre el mantel.

Gordo Charlie se sentó.

—Pon las manos donde yo pueda verlas, extendidas encima de la mesa, como tu amiga.

Gordo Charlie obedeció.

Grahame Coats, con expresión desdeñosa, dijo:

—Siempre supe que eras un secreta, Nancy. Un agitador, ¿eh? Te infiltras en mi empresa, me tiendes una trampa, me robas hasta la camisa.

—Yo nunca... —dijo Gordo Charlie, pero al ver la mirada de Grahame Coats, cerró la boca.

—Os creíais tan listos —dijo Grahame Coats—, que todos pensasteis que me tragaría cualquier cosa. Por eso enviaste a las otras dos de avanzadilla, ¿verdad? ¿Las dos que tengo en casa? ¿De verdad pensabas que me iba a creer lo del crucero? Hay que madrugar mucho para marcarme un tanto, ¿te enteras? ¿A quién más se lo has dicho? ¿Quién más lo sabe?

—No sé muy bien de qué estás hablando, Grahame —dijo Daisy.

La cantante estaba llegando al final de
Some of These Days
: tenía una voz aterciopelada y rica en matices, y les envolvía como un manto de terciopelo.

Some ofthese days

You're going to miss me honey

Some of these days

You're gonna be so lonely

You'll miss my huggin'

You'll miss my kissin'...

—Ahora, vas a pagar la cuenta —dijo Grahame—, y yo os escoltaré a ti y a la dama hasta mi coche. Iremos a mi casa para hablar tranquilamente. Una tontería, y os mato.
Capiche
? (sic.)

Gordo Charlie
capichió.
También
capichió
quién iba al volante del Mercedes negro y lo cerca que había estado de morir esa misma tarde. Estaba empezando a
capichar
que Grahame Coats estaba peligrosamente perturbado y que había muy pocas probabilidades de que, tanto Daisy como él, salieran de esto con vida.

La cantante terminó su canción. La gente de las otras mesas aplaudió. Gordo Charlie seguía teniendo las manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo. Se quedó mirando a la cantante por encima del hombro de Grahame Coats y, con el ojo que Grahame Coats no podía ver, le hizo un guiño. La mujer estaba cansada de que la gente rehusara su mirada, así que agradeció sinceramente el guiño de Gordo Charlie.

—Grahame, obviamente, yo he venido aquí por ti, pero Charlie sólo... —Se interrumpió y puso esa cara que pone la gente cuando alguien le clava el cañón de una pistola en el estómago.

—Escuchadme bien. Por el bien de todos estos testigos inocentes aquí reunidos, fingiremos que somos buenos amigos. Voy a guardarme la pistola en el bolsillo, pero seguiré apuntándoos. Vamos a levantarnos. Vamos a meternos en mi coche. Y yo...

Se interrumpió en mitad de la frase. Una mujer con un vestido rojo y ceñido y un micrófono en la mano venía directamente hacia su mesa, en sus labios había una amplia sonrisa. Se dirigía a Gordo Charlie.

—¿Cuál es su nombre, caballero? —le preguntó, y le puso el micrófono delante.

—Charlie Nancy —respondió él. Hablaba con voz entrecortada y temerosa.

—¿Y de dónde es usted, Charlie?

—Soy inglés. Y también estos amigos. Los tres somos ingleses.

—¿Y a qué se dedica usted, Charlie?

Todo se ralentizó. Era como tirarse de cabeza desde lo alto de un acantilado. Era su única posibilidad de escapar. Respiró hondo y lo dijo.

—Estoy reorientando mi carrera —dijo—, pero en realidad, soy cantante. Canto. Igual que usted.

—¿Como yo? ¿Qué tipo de música suele cantar?

Gordo Charlie tragó saliva.

—¿Qué le gustaría escuchar?

La cantante se volvió hacia los compañeros de mesa de Gordo Charlie.

—¿Creen que podríamos convencerle para que nos cantara algo? —preguntó, moviendo el micrófono.

—Pues... No lo creo. No. Imposible —respondió Grahame Coats.

Daisy se encogió de hombros, sin apartar las manos de la mesa.

La mujer del vestido rojo se volvió hacia el público presente en la sala.

—Y ustedes, ¿qué opinan? —les preguntó.

La gente de las otras mesas respondió con un conato de aplauso, y los camareros trataron de animar la cosa aplaudiendo con entusiasmo. El barman gritó:

—¡Cántese algo!

La cantante se inclinó sobre Gordo Charlie, tapó el micro, y le dijo:

—Será mejor que cantes alguna pieza que los músicos conozcan.

—¿Saben la de
Under the Boardwalk?
—le preguntó Gordo Charlie.

Ella asintió, anunció la pieza y le pasó el micrófono.

La orquesta empezó a tocar. La cantante acompañó a Gordo Charlie hasta el pequeño escenario. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Gordo Charlie empezó a cantar, y el público le escuchó.

Sólo pretendía ganar un poco de tiempo, pero se sentía muy cómodo. Nadie le tiraba cosas. De repente, sintió que tenía sitio suficiente en la cabeza para pensar. Era consciente de todas y cada una de las personas que había en aquella sala: tanto de los turistas como de los camareros, y de los que estaban en el bar. Desde allí podía verlo todo: veía al barman preparando un cóctel, y a la anciana del fondo sirviéndose café en una enorme taza de plástico. Seguía estando aterrado, y furioso, pero cogió su terror y su furia y los volcó en la canción que estaba interpretando, e hizo que todo se convirtiera en una canción que hablaba de tranquilidad y de amor. Mientras cantaba, se puso a pensar.

«¿Qué haría Araña si estuviera en mi lugar? ¿Qué haría mi padre?»

Siguió cantando. Siguió contándoles lo que pensaba hacer bajo el embarcadero; básicamente, hacer el amor.

La mujer del vestido rojo sonreía y chasqueaba los dedos mientras bailaba al ritmo de la música. Se inclinó sobre el micrófono del teclado y se puso a hacerle los coros.

«Estoy cantando frente a un montón de desconocidos —pensó Gordo Charlie—. ¡Joder!»

No le quitó ojo a Grahame Coats.

En el último estribillo, empezó a dar palmas con las manos sobre la cabeza y, al momento, todo el público le siguió: comensales, camareros y cocineros; todos, menos Grahame Coats —que tenía las manos ocultas bajo el mantel— y Daisy, que las tenía encima de la mesa. Daisy le miraba como si pensara que, no sólo se había vuelto completamente loco, sino que, además, había escogido un momento muy poco oportuno para descubrir al Drifter que llevaba dentro.

El público aplaudió, Gordo Charlie sonrió y siguió cantando y, mientras cantaba, tuvo la certeza de que todo iba a salir bien. No les iba a pasar nada malo; ni a él, ni a Araña, ni a Daisy, ni a Rosie tampoco, dondequiera que estuviera, todos saldrían de ésa sanos y salvos. Sabía exactamente lo que iba a hacer: era algo estúpido e inverosímil, digno de un idiota, pero funcionaría. Y según se perdían en el aire las últimas notas, dijo:

—Me acompaña una chica que está sentada en aquella mesa. Se llama Daisy Day. Es inglesa, como yo. Daisy, ¿podrías saludar a estos amigos?

Daisy le lanzó una mirada de pánico, pero levantó una mano y saludó.

—Hay algo que me gustaría decirle a Daisy. Ella no sabe lo que voy a decir.

«Si esto no funciona —le susurró al oído una voz interior—, es mujer muerta. ¿Eres consciente de ello?»

—Pero esperemos que diga «sí». Daisy, ¿quieres casarte conmigo?

La sala se quedó en silencio. Gordo Charlie miraba fijamente a Daisy, pensando que ojalá lo entendiera, que ojalá le siguiera el juego.

Daisy asintió.

La gente aplaudió. Esto sí que era un número de cabaret. La cantante, la
maître
y varias de las camareras se dirigieron a la mesa para felicitar a Daisy, la obligaron a ponerse en pie y la empujaron hasta llevarla al centro de la sala. La empujaron hacia Gordo Charlie y, mientras la orquesta tocaba
I Just Called To Say I Love You
, él la rodeó con sus brazos.

—¿Le vas a dar el anillo? —le preguntó la cantante.

Gordo Charlie se llevó la mano al bolsillo.

—Toma —le dijo a Daisy—. Esto es para ti.

La abrazó y la besó en los labios. «Si alguien va a recibir un disparo —pensó—, será ahora.» Al terminar el beso, la gente se acercó a estrecharle la mano y a abrazarle —un tipo que, según dijo, había venido al festival, insistió en darle su tarjeta— y Daisy, con una expresión muy extraña en la cara, sostenía en su mano la lima que él le acababa de dar. Cuando Gordo Charlie se volvió para echar un vistazo a la mesa en la que habían estado cenando, vio que Grahame Coats se había ido.

Capítulo Decimotercero

Que resulta ser funesto para algunos

Los pájaros estaban alterados. Graznaban, chillaban y trinaban como locos entre las ramas de los árboles. «Ya llega», pensó Araña, y soltó una maldición. Estaba vendido y acabado. Ya no le quedaba nada. Nada, excepto fatiga; nada, excepto agotamiento.

Se imaginó allí, tendido en el suelo, mientras lo devoraban. En general, decidió, era un modo espantoso de dejar este mundo. Ni siquiera estaba seguro de ser capaz de regenerar su hígado, de lo que sí estaba completamente seguro era de que, en cualquier caso, fuera lo que fuese lo que le estaba acechando, no se iba a conformar con comerse sólo su hígado.

Se puso a tirar del poste. Contó hasta tres y, luego, echando el resto, tiró hacia sí con ambos brazos para tensar la cuerda y arrancar el poste; luego, volvió a contar hasta tres y repitió la misma operación.

Aquello era como intentar empujar una montaña para llevarla al otro lado de la carretera. Uno, dos, tres... tira. Y otra vez. Y otra más.

Se preguntó si aquella bestia tardaría mucho más.

Uno dos tres... tira. Uno dos tres... tira.

Alguien, en alguna parte, estaba cantando, oía su voz. Y la canción hizo sonreír a Araña. Se encontró deseando volver a tener lengua para sacársela al Tigre cuando por fin apareciera. Aquella idea le dio nuevas fuerzas.

Uno dos tres... tira.

Y el poste cedió y se movió un poco.

Otro tirón más y lo arrancaría, saldría del suelo con la misma facilidad que una espada clavada en una piedra.

Tiró de las cuerdas y cogió el poste con las manos. Debía de medir casi un metro. Uno de los extremos había sido afilado para poder clavarlo en el suelo. Le quitó las cuerdas, tenía las manos entumecidas. Las ataduras quedaron colgando inútilmente de sus muñecas. Sopesó el poste con la mano derecha. Serviría. Y entonces, supo que alguien le estaba vigilando, que llevaba ya un tiempo vigilándole, como un gato que vigila una ratonera.

Se le acercó en silencio, o casi en silencio, insinuando apenas sus movimientos, igual que se desplazan las sombras en el transcurso del día. El único movimiento que logró captar Araña fue el de su cola, que se movía impaciente. De no haber sido por eso, bien podría haber sido una estatua, o un montículo de arena que por un extraño efecto de la luz pareciera una bestia salvaje, pues su pelaje tenía el mismo color de la arena, y sus estáticos ojos, el mismo verde del mar en febrero. Su rostro de pantera era grande y cruel. En las islas, la gente llama Tigre a cualquier felino grande, y éste era la síntesis de todos los grandes felinos de todos los tiempos —más grande, más cruel, más peligroso.

Araña seguía estando atado por los tobillos, y apenas podía caminar. Sentía pinchazos en las manos y en los pies. Saltaba alternativamente sobre sus pies, pero fingió que lo estaba haciendo adrede —como si estuviera bailando una especie de danza de intimidación— y no porque le dolieran al apoyarlos en el suelo.

Quería agacharse a desatarse los tobillos, pero no se atrevía a perder de vista a la fiera.

El poste era pesado y grueso, pero era demasiado corto para usarlo como lanza, y demasiado grande y difícil de manejar para usarlo de otro modo. Araña lo tenía cogido por el extremo más fino, el que había estado clavado en el suelo, y miró a lo lejos, hacia el mar, evitando a propósito mirar hacia donde estaba la fiera, vigilándole sólo con su visión periférica.

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