—Maeve —dijo Grahame Coats, con un tono de voz supuestamente grave y aterciopelado al que, según él creía, no había mujer capaz de resistirse—, el problema no es que no haya dinero... es una simple cuestión de liquidez. Como ya te expliqué, Morris hizo algunas inversiones poco afortunadas en sus últimos tiempos, y aunque, haciendo caso de lo que yo mismo le aconsejé, también hizo algunas otras muy acertadas, tenemos que dar tiempo a estas últimas para que maduren y den sus frutos: no podemos liquidarlas ahora sin perder casi todo el dinero invertido. Pero no te me preocupes, tranquila. Sabes que haría cualquier cosa por ti, no en vano eres una de mis mejores clientas. Te haré un cheque, te adelantaré de mi propio bolsillo el dinero suficiente para que no tengas problemas con el banco y puedas vivir cómodamente hasta que podamos recuperar la inversión. ¿Cuánto te pide el director de tu sucursal?
—Dice que va a tener que empezar a devolver mis cheques —dijo Maeve—. Y los de la BBC me han dicho que han estado ingresando en la cuenta de Morris los beneficios que generan las ventas de los DVDs que lanzaron con las grabaciones de sus viejos shows. Ese dinero no está invertido, ¿verdad?
—¿Eso te han dicho los de la BBC? La verdad es que yo he estado persiguiéndoles para que nos paguen lo que nos deben. Pero tampoco quiero echarles toda la culpa a ellos. Nuestra contable está embarazada y todo el departamento anda patas arriba. Y Charles Nancy, la persona con la que hablaste la última vez, también está pasando un mal momento, su padre ha fallecido recientemente y ha estado fuera del país varios días.
—La última vez que hablé contigo —le recordó Maeve— estabas renovando el sistema informático.
—Sí, Maeve, ni me lo recuerdes, prefiero no tocar ese tema. Como dicen algunos... errar es humano... pero para organizar una verdadera catástrofe se necesita un ordenador. O algo parecido. Revisaré las cuentas a conciencia, a mano, si es necesario, como se ha hecho toda la vida, y te haré llegar tu dinero a la mayor brevedad posible. Así lo habría querido Morris.
—El director de mi sucursal dice que, sólo para no tener que empezar a devolver mis cheques, debo ingresar en mi cuenta diez mil libras, y que debo hacerlo de inmediato.
—Tendrás esas diez mil libras. Estoy haciéndote un cheque en este mismo momento. —Dibujó un círculo en una nota de papel y luego le puso un rabito. Se parecía remotamente a una manzana.
—Te lo agradezco mucho —dijo Maeve, y Grahame Coats se felicitó una vez más por ser tan astuto—. Espero no estar causándote demasiadas molestias.
—Tú nunca molestas —respondió Grahame Coats—, de verdad, ni lo pienses siquiera.
Colgó el teléfono. Lo más gracioso del asunto, pensaba Grahame Coats, era que el personaje que había interpretado Morris toda su vida era el del típico cazurro de Yorkshire que tiene a gala controlar hasta el último penique que sale de su bolsillo.
Había hecho un trabajo fino con Morris, pensó Grahame Coats mientras le pintaba ojos y orejas a su manzana. Ahora, decidió, se parecía más a un gato. Ya no quedaba mucho para que llegara el momento de dejar de exprimir a famosillos malcriados y pudiera tumbarse al sol, al borde de una piscina, comiendo a cuerpo de rey, bebiendo sólo los mejores vinos y, a ser posible, disfrutando ilimitadamente de los placeres del sexo oral. A Grahame Coats no le cabía la menor duda de que, en esta vida, la felicidad se puede comprar, siempre que uno tenga el dinero suficiente.
Le pintó una boca al gato y la llenó de afilados dientes, de suerte que ahora parecía un puma. Siguió dibujando mientras cantaba con su atiplada voz de tenor:
Cuando yo era joven, mi papá me decía:
qué bonita mariquita, tiene alas y puntitos.
Pero al hacerme mayor, todas las chicas decían:
qué bonita mariquita, pero vete bien lejitos...
Morris Livingstone había pagado el ático que Grahame Coats se había comprado en Copacabana y también la piscina que se había hecho construir en la isla de Saint Andrews, de modo que, no os quepa la menor duda, Grahame Coats le estaba muy agradecido.
Qué bonita mariquita, pero vete bien lejitoooos.
Araña se sentía raro.
Algo le estaba pasando: era una sensación extraña, que estaba invadiendo su vida como una neblina, y que le estaba amargando el día. No conseguía identificar exactamente lo que era y, desde luego, tampoco le gustaba.
Pero lo que no sentía en absoluto era culpabilidad. Por la simple razón de que ése era un sentimiento que no había experimentado jamás. Se sentía de maravilla. Araña estaba de puta madre. No se sentía culpable. No se habría sentido culpable ni aunque le hubieran pillado in fraganti mientras atracaba un banco.
Pero, aun así, sentía a su alrededor una leve miasma que le provocaba cierta desazón.
Hasta ese momento, Araña había creído que los dioses eran diferentes: no tenían conciencia, ni falta que les hacía. El modo en que un dios se relacionaba con el mundo, con cualquiera de los mundos posibles, era tan emocional como el de alguien que juega con una consola conociendo bien los entresijos del juego y sabiendo cómo hacerle trampas a la máquina para ganar todas las partidas.
Araña vivía para divertirse. Exclusivamente para eso. Divertirse era lo único que le importaba. No habría sabido reconocer un sentimiento de culpa ni aunque tuviera una enciclopedia en la que viniera explicado con todo lujo de detalles y muchos diagramas en color. No es que fuera un irresponsable, más bien no estuvo presente el día que repartieron la cualidad de la responsabilidad. Pero algo había cambiado —en su interior o en el exterior, eso no lo tenía muy claro— y, fuera lo que fuese, le molestaba. Se sirvió otra copa. Movió la mano en el aire y subió el volumen de la música. Cambió la música de Miles Davis por la de James Brown. Tampoco la música le hizo sentirse mejor.
Se tumbó en la hamaca, bajo un sol tropical, a escuchar aquella música, repitiéndose una y otra vez lo fantástico que era estar en su pellejo... y, por primera vez en su vida, inexplicablemente, ni siquiera eso le bastó.
Se levantó de la hamaca y caminó desganado hacia la puerta.
—¿Gordo Charlie?
No obtuvo respuesta. La casa parecía estar desierta. Por las ventanas, se veía un día gris y lluvioso. En aquel momento, le gustó ver caer la lluvia. Parecía más en consonancia con su estado de ánimo.
Melodioso y a la vez estridente, sonó el timbre del teléfono. Araña fue a cogerlo.
—¿Eres tú? —preguntó Rosie, al otro lado del hilo.
—Hola, Rosie.
—Lo de anoche... —dijo ella y, a continuación, hizo una pausa. Luego, continuó—: ¿fue igual de maravilloso para ti?
—No lo sé —respondió Araña—. Para mí fue bastante maravilloso. Supongo que eso es un sí.
—Hum —dijo ella.
Ambos callaron unos segundos.
—¿Charlie? —dijo Rosie.
—Hum... ¿sí?
—Me gusta, incluso, cuando no hablamos, me basta con saber que estás al otro lado.
—A mí también —repuso Araña.
Disfrutaron un rato más de su mutuo silencio, saboreándolo, alargándolo un poco más.
—¿Quieres venir esta noche a mi casa? —le propuso Rosie—. Mis compañeros de piso se han ido de acampada a Cairngorms.
—Esa —replicó Araña— es una firme candidata al título de frase más bonita jamás pronunciada: «Mis compañeros de piso se han ido de acampada a Cairngorms». Es poesía en estado puro.
Ella soltó una risita.
—Qué bobo eres. Esto... Tráete el cepillo de dientes.
—Oh. Ooh. Vale.
Y tras unos minutos de jugar a «cuelga tú», «no, tú primero», como si fueran dos quinceañeros con sobredosis de hormonas, colgaron el teléfono.
Araña esbozó una sonrisa beatífica. Un mundo del que Rosie formaba parte era, sin duda, el mejor de los mundos posibles. Se había levantado la niebla y el mundo había dejado de ser un lugar sombrío.
Araña no se planteó siquiera dónde podía estar su hermano. ¿Por qué habría de preocuparse de una cosa tan trivial? Los compañeros de piso de Rosie estaban en Cairngorms, ¿y esa noche? Esa noche se llevaría su cepillo de dientes.
El cuerpo de Gordo Charlie estaba a bordo de un avión que volaba rumbo a Florida; iba encajonado en el asiento central de una fila de cinco y se había quedado profundamente dormido. Una verdadera suerte, porque los retretes de la parte trasera se habían estropeado en el mismo instante en que el avión despegó y, aunque los auxiliares de vuelo habían colgado carteles de No funciona en las puertas de los aseos, la peste seguía siendo insoportable y se iba extendiendo por toda la cabina como una nube tóxica de baja intensidad. Los bebés berreaban, los adultos refunfuñaban y los niños lloriqueaban. Un grupo de pasajeros que iban a Disneyworld, y que habían decidido dar por inauguradas sus vacaciones al subirse al avión, se pusieron a cantar. Cantaron el tema principal de
La Cenicienta
, el de
La Sirenita
, la canción del Tigre de
Winnie the Pooh
, la de los enanitos de
Blancanieves
e, incluso, creyendo que también era de Disney, no dudaron en atacar un tema de
El mago de Oz.
Cuando el avión volaba ya a cierta altura, se descubrió que, por error, habían olvidado subir a bordo los menús destinados a la clase turista. Alguien había cambiado los almuerzos por paquetes de desayuno y, por tanto, los pasajeros tendrían que conformarse con una caja individual de cereales y un plátano cada uno, que tendrían que comerse con tenedores y cuchillos de plástico porque, para más inri, tampoco había cucharas lo que, en el fondo, daba igual, porque también habían olvidado la leche con la que se suelen mezclar los cereales.
Fue un vuelo infernal, pero Gordo Charlie se lo pasó durmiendo.
Gordo Charlie soñaba que estaba en un salón inmenso, vestido con un traje normal y corriente. Rosie estaba a su lado, llevaba un vestido de novia blanco, y al lado de Rosie, en el mismo estrado, estaba su madre, hecha un adefesio, también vestida de novia, pero su vestido estaba lleno de polvo y telarañas. Allá lejos, en el horizonte de aquel inmenso salón, había gente que disparaba y alzaba banderas blancas.
«Son los de la Mesa H —dijo la madre de Rosie—. No les hagas caso.»
Gordo Charlie se volvió a mirar a Rosie. Ella le dedicó una sonrisa dulce y encantadora, y, acto seguido, se pasó la lengua por los labios.
«La tarta», dijo Rosie.
Aquélla era la señal para que la orquesta empezase a tocar. Era una banda de jazz de Nueva Orleans y estaba tocando una marcha fúnebre.
El ayudante del chef era una agente de policía y tenía unas esposas en la mano. El chef llevó el carrito con la tarta hasta el estrado.
«Venga —le decía en su sueño Rosie—, corta la tarta.»
Los de la Mesa B —que no eran personas de carne y hueso, sino dibujos animados del tamaño de un ser humano— se pusieron a cantar canciones de Disney. Gordo Charlie sabía que aquellos dibujos querían que él cantara también. Incluso estando dormido, la idea de cantar en público le producía un pánico espantoso, se le doblaban las piernas y le picaban los labios.
«No puedo cantar con vosotros —les dijo, mientras buscaba desesperadamente una excusa—. Tengo que cortar la tarta.»
Al pronunciar estas palabras, se producía un silencio sepulcral en todo el salón. Y, en mitad de ese silencio, entraba otro chef que traía algo en el carrito de los postres. El tipo tenía la cara de Grahame Coats, y lo que traía en el carrito era una extravagante tarta nupcial de varios pisos y llena de adornos. En el último piso, estaban las figuritas del novio y de la novia, que intentaban mantener el equilibrio como dos seres humanos en lo alto de una réplica de azúcar, a tamaño natural, del edificio Chrysler.
La madre de Rosie sacó de debajo de la mesa un enorme cuchillo con la hoja oxidada y el puño de madera —algo muy parecido a un machete—. Se lo pasó a Rosie, que cogió la mano derecha de Gordo Charlie y la colocó sobre la suya. Juntos, hundieron la oxidada hoja en el merengue y cortaron la tarta justo entre las dos figuritas. Al principio notaron que la tarta ofrecía cierta resistencia, y Gordo Charlie apretó con más fuerza, cargando todo su peso en la mano que empuñaba el cuchillo. Notó que la cosa empezaba a ceder y, entonces, apretó aún más fuerte.
Por fin, logró hender el piso superior de la tarta, pero la hoja resbaló y siguió cortando todos los demás pisos. Mientras, la tarta se iba abriendo...
En su sueño, Gordo Charlie creía que aquellos puntitos negros en el bizcocho de la tarta eran bolitas de cristal oscuro o de azabache, pero, de repente, se dio cuenta de que aquellas bolitas que saltaban de la tarta tenían patas, ocho ágiles patitas cada una. Las arañas lo invadieron todo y cubrieron por completo el blanco mantel; cubrieron también a Rosie y a la madre de Rosie, volviendo sus blancos vestidos de color negro azabache; entonces, como si todas ellas estuvieran gobernadas por una misma mente, poderosa y maligna, se fueron todas en masa hacia Gordo Charlie. Él se dio la vuelta para salir por pies, pero sus piernas se habían quedado atrapadas en una sustancia pegajosa y elástica y se cayó de bruces.
Ahora, su cuerpo estaba cubierto de arañas que correteaban sobre su piel desnuda con aquellas diminutas patitas; intentó levantarse del suelo, pero estaba sepultado bajo un montón de arañas.
Gordo Charlie quería gritar, pero también su boca estaba llena de arañas. Finalmente, las arañas le cubrieron los ojos y se quedó sumido en la más negra oscuridad...
Gordo Charlie abrió los ojos, vio que todo estaba oscuro y se puso a gritar como un condenado. Entonces se dio cuenta de que habían apagado las luces de la cabina y habían bajado las persianas para que los pasajeros pudieran ver la película.
Ya de por sí, el vuelo había sido infernal desde el principio. Los gritos de Gordo Charlie sólo contribuyeron a hacérselo un poco peor aún al resto de los pasajeros.
Se levantó de su asiento y trató de abrirse camino hasta el pasillo, tropezándose con todos los que ocupaban las butacas de al lado. Justo cuando pasaba por delante del último asiento y salía al pasillo, se dio un golpe en la frente con el maletero, que se abrió y dejó caer sobre su cabeza el equipaje de mano que algún pasajero había guardado allí.
Los que estaban a su alrededor y habían seguido su torpe avance, se echaron a reír. Aquel gag, digno del mismísimo Buster Keaton, les hizo reír a carcajada tendida y les compensó, en cierto modo, por lo que hasta ese momento había sido un vuelo funesto.