Charlie recordó la última vez que había estado allí, le parecía que habían pasado mil años.
—¿Dónde está todo el mundo? —dijo en voz alta, y su voz rebotó contra las rocas y volvió a él en forma de eco. En voz más alta, dijo—: ¿Hola?
Y entonces, aparecieron, le estaban mirando. Todos. Su aspecto era más grandioso ahora, menos humano, más animal, más salvaje. Se dio cuenta de que, si la última vez los había visto como humanos, había sido porque él esperaba encontrarse con seres humanos. Pero no eran humanos. Allí, en las rocas que quedaban por encima de ellos, estaban el León y el Elefante, el Cocodrilo y la Pitón, el Conejo y el Escorpión y todos los demás, cientos de ellos, y sus ojos le miraban sin sonreír: animales que podía reconocer; animales que ningún ser humano sabría identificar. Todos y cada uno de los animales que han aparecido en los cuentos de cualquier época. Todos los animales con los que los hombres han soñado, aquellos a los que han venerado, o domado.
Charlie los veía ahora a todos allí reunidos.
«Una cosa es —pensó Charlie—, cantar para salvar tu vida, en una sala llena de gente, espontáneamente, con el cañón de una pistola apuntando directamente a las costillas de la chica con la que...
»Que...
»Oh.
»En fin, pensó Charlie, ya me preocuparé de eso más tarde.»
En ese preciso instante, necesitaba desesperadamente respirar dentro de una bolsa de papel, o, simplemente, desaparecer.
—Debe de haber varios centenares —dijo Araña, y su voz indicaba que se sentía intimidado.
Se produjo un cierto revuelo sobre una roca cercana que finalizó con la aparición de la Mujer Pájaro. Se cruzó de brazos y se quedó mirándolos.
—Sea lo que sea lo que piensas hacer —dijo Araña—, será mejor que lo hagas cuanto antes. No van a quedarse ahí esperando toda la vida.
Charlie tenía la boca seca.
—Vale.
—Y... hum —dijo Araña—. ¿Qué hacemos ahora?
—Les cantamos algo —respondió sencillamente Charlie.
—¿Qué?
—Así es como arreglamos las cosas. Ya lo he descubierto. Simplemente, cantamos; tú y yo.
—No te entiendo. Cantar, ¿qué?
—La canción. Cantas la canción y lo arreglas todo —y continuó, casi con desesperación—: La canción.
Los ojos de Araña parecían charcos después de un chaparrón, y Charlie vio en ellos cosas que no había visto hasta ahora: cariño, quizá, y confusión y, sobre todo, una expresión como de disculpa.
—No sé de qué estás hablando.
El León les observaba desde una peña. El Mono les miraba desde la rama de un árbol. Y el Tigre...
Charlie vio al Tigre. Caminaba con cautela sobre sus cuatro patas. Tenía la cara hinchada y amoratada, pero sus ojos centelleaban, y parecía como si estuviera deseando tomarse la revancha.
Charlie abrió la boca. Dejó escapar un leve ronquido, como si se hubiera tragado una rana especialmente nerviosa.
—Es inútil —le susurró a Araña—. Ha sido una idea estúpida, ¿verdad?
—Sip.
—
¿
Crees que podemos largarnos, así, sin más? —Charlie, nervioso, barría con la mirada la ladera de la montaña y las cuevas, fijándose en cada uno de los rostros de los cientos de criaturas totémicas cuya existencia se remontaba hasta más allá de la creación del mundo. Había una que no había visto la última vez que miró: un hombre pequeño, con guantes amarillo limón y un delgado bigotillo, que no llevaba su sombrero verde sobre el ralo cabello.
El anciano le guiñó un ojo.
No era gran cosa, pero era suficiente.
Charlie se llenó de aire los pulmones y comenzó a cantar:
—Soy Charlie —recitó—. Soy el hijo de Anansi. Escuchad lo que os voy a cantar. Escuchad la canción de mi vida.
Les cantó una canción que hablaba de un niño que era un semidiós, y que fue dividido en dos por una anciana que le guardaba rencor por algo que el niño le había hecho. En su canción, habló también de su padre y de su madre.
Cantando, habló de los nombres y de las palabras, de las bases sobre las que se asienta la realidad, de los mundos sobre los que se construyen otros mundos, de la verdad que se esconde tras las apariencias; cantó acerca de los finales adecuados y de los desenlaces justos para aquellos que pudieran haberles hecho daño a él y a los suyos.
Cantó el mundo.
Era una buena canción, y era su canción. A ratos la cantaba con letra y a ratos prescindía de las palabras.
Mientras cantaba, todas las criaturas que le estaban escuchando empezaron a dar palmas y a seguir el ritmo con el pie y a tararear la melodía; Charlie sentía como si a través de él se estuviera canalizando una gran canción que los incluía a todos. Cantó acerca de los pájaros, de lo mágico que resultaba alzar la vista y verlos volar, del brillo del sol de la mañana reflejado en el ala de un pájaro.
Las totémicas criaturas se pusieron a bailar, cada uno con su propio estilo. La Mujer Pájaro giraba, bailando la danza de los pájaros, agitando las plumas de su cola, echando el pico hacia atrás.
Sólo una de las criaturas que había en la ladera de la montaña no bailaba.
El Tigre sacudía su rabo. No daba palmas, ni cantaba, ni bailaba. Tenía la cara llena de moratones, y más verdugones y marcas de dientes por todo el cuerpo. Había ido bajando, pian pianito, hasta llegar muy cerca de donde estaba Charlie.
—Las canciones no son tuyas —rugió.
Charlie le miró, y cantó acerca del Tigre, y de Grahame Coats, y de aquellos que acosan a los inocentes. Se dio la vuelta: Araña le miraba con admiración. El Tigre rugió, furioso, y Charlie aprovechó su rugido y tejió su canción alrededor de él. A continuación, lo imitó con su propia voz, una imitación perfecta. Bueno, el rugido empezaba exactamente igual que el del Tigre, pero luego Charlie lo modificó, le dio un tono más bien bobalicón, y todas las criaturas que lo contemplaban desde las rocas se echaron a reír. No pudieron evitarlo. Charlie volvió a rugir con el mismo tono. Como cualquier imitación, como cualquier buena caricatura, el resultado era gracioso de puro ridículo. Nadie podría ya oír rugir al Tigre sin oír en su mente el rugido de Charlie. «Qué rugido tan bobo», dirían.
El Tigre le dio la espalda a Charlie. Huyó por entre la multitud, rugiendo, con lo que sólo consiguió que se rieran aún con más ganas. El Tigre se refugió, furioso, en su cueva.
Araña les hizo un gesto para que dejaran de reír.
Se oyó un estruendo, y la entrada de la cueva del Tigre quedó sepultada por un pequeño desprendimiento de rocas. Araña parecía satisfecho. Charlie siguió cantando.
Cantó la canción de Rosie Noah y la de la madre de Rosie: cantó una larga vida para la señora Noah, con toda la felicidad que la mujer se merecía.
Cantó acerca de su propia vida, de la vida de todos, y en su canción vio el patrón de las vidas de todos como una telaraña en la que una mosca había quedado atrapada, y con su canto envolvió a aquella mosca, se aseguró de que no pudiera escapar, y reparó la tela tejiendo nuevos hilos.
Y así, la canción fue llegando a su fin.
Charlie reparó, con no poca sorpresa, en que disfrutaba cantando para los demás, y, en ese preciso momento, supo exactamente a qué habría de dedicarse el resto de su vida. Se dedicaría a cantar: no canciones grandiosas y mágicas, capaces de crear mundos o de recrear la existencia. Sólo canciones sencillas, capaces de hacer felices por un instante a quienes las escuchan, de hacerles bailar, de hacerles olvidar sus problemas por un rato. Y supo que siempre sentiría ese miedo antes de empezar a cantar, eso que llaman miedo escénico, que nunca desaparecería, pero también entendió que sería como cuando uno se tira a la piscina —esa sensación de frío que no dura más que unos segundos—y que el mal rato pasaría y luego todo sería estupendo...
Nunca tan bueno como en ese momento. Jamás volvería a experimentar aquella sensación tan maravillosa. Pero sería estupendo.
Y terminó. Charlie inclinó la cabeza. Las criaturas que le habían escuchado desde la ladera de la montaña esperaron hasta que se extinguieron las últimas notas, dejaron de seguir el ritmo con el pie, dejaron de dar palmas y dejaron de bailar. Charlie se quitó el sombrero verde de su padre y se abanicó con él.
En voz muy baja, Araña le dijo:
—Ha sido increíble.
—Tú lo habrías hecho igual de bien —replicó Charlie.
—No lo creo. ¿Qué ha pasado al final? Noté que estabas haciendo algo, pero no sabría decir exactamente qué.
—Estaba arreglándolo todo —le dijo Charlie—, nuestros asuntos. Creo. La verdad es que no estoy muy seguro... —y era verdad que no lo estaba. La canción se había acabado ya, y su significado empezaba a desvelarse, como cuando uno se despierta por la mañana y empieza a recordar lo que ha soñado esa misma noche y lo entiende.
Señaló hacia la cueva cuya entrada había quedado bloqueada.
—¿Has sido tú?
—Sí —respondió Araña—. Creía que era lo menos que podía hacer. Aunque el Tigre acabará encontrando la salida. Si te soy sincero, ahora lamento no haber hecho algo peor que bloquear la entrada de su cueva.
—No te preocupes —le dijo Charlie—. Ya me he encargado yo de eso. He hecho algo mucho peor.
Vio como se iban dispersando los animales. No había ni rastro de su padre, cosa que tampoco le sorprendió.
—Vamos —dijo—. Va siendo hora de que regresemos.
Araña volvió durante las horas de visita para ver a Rosie. Le llevaba una gran caja de bombones, la más grande que tenían en la tienda del hospital.
—Para ti —le dijo.
—Gracias —dijo Rosie—. Me han dicho que creen que mi madre se va a recuperar. Por lo visto, ha abierto los ojos y ha pedido unas gachas. El médico me ha dicho que es un milagro.
—¡Vaya! Tu madre pidiendo algo de comer. Desde luego, parece un milagro.
Le dio un cachete en el brazo y dejó la mano allí apoyada.
—¿Sabes? —le dijo, tras una pequeña pausa—. Te va a parecer una tontería, pero, cuando estaba allí encerrada, a oscuras, con mi madre, creí que me estabas ayudando. Me dio la impresión de que mantenías a la fiera alejada de mí. Que si no hubieras hecho lo que estabas haciendo, nos habría matado.
—Hum. Algo sí que debí de hacer.
—¿En serio?
—No lo sé. Me parece que sí. Yo también lo estaba pasando mal, y pensaba en ti.
—¿Lo estabas pasando muy mal?
—Francamente mal. Sí.
—¿Podrías echarme un poco de agua en el vaso, por favor?
Araña le sirvió un poco de agua.
—Araña, ¿a qué te dedicas?
—¿Dedicarme?
—Quiero decir que en qué trabajas.
—Según, en lo que me apetece.
—Estoy pensando —le dijo— en quedarme un tiempo por aquí. Las enfermeras me han dicho que se necesitan profesores, que les hacen mucha falta. Me gustaría ayudarles a mejorar las cosas.
—Podría ser divertido.
—Y si me decido, ¿qué harías tú?
—Oh. Bueno, si tú te quedas, seguro que encuentro algo que hacer por aquí.
Entrelazaron sus dedos con fuerza, como un nudo marinero.
—¿Crees que lo nuestro puede llegar a funcionar? —le preguntó Rosie.
—Creo que sí —afirmó Araña, con seriedad—. Y si me aburro aquí contigo, me marcharé y buscaré otra cosa. Así que no te preocupes.
—Oh —replicó Rosie—, no estoy preocupada.
Y era verdad. Bajo su aparente suavidad, su voz tenía la firmeza del acero. Estaba claro de dónde había sacado la fortaleza su madre.
Charlie encontró a Daisy en la playa, tomando el sol en una tumbona. Pensó que estaba dormida. Cuando la alcanzó su sombra, dijo:
—Hola, Charlie —sin abrir los ojos.
—¿Cómo sabías que era yo?
—Tu sombrero huele a tabaco. ¿No piensas deshacerte de él?
—No —respondió Charlie—. Ya te lo he dicho. Reliquia familiar. Pienso llevarlo hasta que me muera; entonces, se lo dejaré a mis hijos en herencia. ¿Y bien? ¿Aún trabajas para las fuerzas del orden?
—Más o menos —respondió Daisy—. Mi jefe me ha dicho que han llegado a la conclusión de que he sufrido una crisis nerviosa a consecuencia del exceso de trabajo, y estoy de baja hasta que me encuentre con fuerzas para reincorporarme.
—Ah. ¿Y cuándo será eso?
—Aún no estoy segura —dijo—. ¿Me pasas el bronceador?
Charlie llevaba un pequeño estuche en el bolsillo. Lo sacó y lo dejó sobre el brazo de la tumbona.
—Enseguida. Esto... —Hizo una pausa—. Bien, ya hicimos este numerito tan embarazoso a punta de pistola. —Abrió el estuche—. Pero esto es para ti, de mi parte. Bueno, Rosie me lo ha devuelto. Si quieres, podemos cambiarlo por otro que te guste más. Seguramente ni siquiera es de tu tamaño. Pero es tuyo. Si lo quieres. Y... hum... yo también.
Daisy cogió el estuche y sacó el anillo de compromiso.
—Hmpf. Vale —le respondió—. Siempre que esto no sea sólo una excusa para que te devuelva la lima.
El Tigre se paseaba de un lado a otro de la entrada de su cueva, meneando el rabo, irritado. Sus ojos de color esmeralda llameaban en la oscuridad como dos antorchas.
—Hubo un tiempo en que el mundo y todo lo demás me pertenecían a mí —dijo el Tigre—. La luna, las estrellas, el sol y los cuentos. Yo era el dueño de todo aquello.
—Creo que me corresponde señalar —dijo una vocecilla desde el fondo de la cueva— que eso ya lo has dicho.
El Tigre se detuvo, se dio la vuelta e insinuó su presencia en el fondo de la cueva, ondulando su cuerpo al caminar; parecía una alfombra de pelo con suspensión hidráulica. Caminó hasta tropezar con la carcasa de un buey, y dijo, en voz baja:
—Perdón.
Alguien estaba rebañando el interior de la carcasa. La punta de una nariz asomó por entre las costillas.
—Lo cierto —dijo la nariz— es que, por así decirlo, te estaba dando la razón. Eso era lo que hacía.
Unas manitas blancas arrancaron una delgada tira de carne seca que había entre dos costillas, dejando al descubierto a un pequeño animal con el pelo del color de la nieve sucia. Puede que fuera una mangosta albina, o una especie de comadreja de aspecto particularmente sospechoso con su blanco pelaje de invierno. Tenía ojos de animal carroñero.
—Hubo un tiempo en que el mundo y todo lo demás me pertenecían a mí: la luna, las estrellas, el sol y los cuentos. Yo era el dueño de todo aquello —y añadió—: y podrían haber sido míos de nuevo.
El Tigre miró al animalejo. Entonces, sin previo aviso, descargó todo el peso de su inmensa zarpa sobre el costillar y lo aplastó, rompiéndolo en pequeños y apestosos trozos, e inmovilizando al mismo tiempo a la pequeña alimaña, que se revolvió y se retorció, pero no logró zafarse.