En el que Gordo Charlie llega muy lejos
La agente de inmigración le echó un vistazo al pasaporte estadounidense de Gordo Charlie, parecía como si se hubiera llevado una desilusión al ver que no era un extranjero de ésos a los que podía impedir la entrada en el país sin más ni más. Luego suspiró, y le hizo una seña con la mano para indicarle que podía pasar.
Se preguntó qué haría una vez hubiera salido de la aduana. Alquilar un coche, suponía. Y comer.
Se bajó del autobús y cruzó a pie la barrera de seguridad para salir al inmenso complejo comercial del aeropuerto de Orlando. No se sorprendió ni la mitad de lo que debería haberse sorprendido cuando se encontró a la señora Higgler allí en medio, mirando las caras de los pasajeros que acababan de desembarcar con su sempiterna taza de café en la mano. Sus miradas se encontraron casi al mismo tiempo, y ella echó a andar hacia donde estaba él.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
Gordo Charlie asintió.
—Muy bien —dijo ella—, en ese caso, espero que te guste el pavo.
Gordo Charlie se preguntaba si la camioneta burdeos de la señora Higgler era el mismo coche en el que él recordaba haberla visto conducir cuando era niño. Tenía la impresión de que sí. En algún momento debió de ser nuevo, obviamente. Después de todo, todas las cosas habían sido nuevas alguna vez. La piel de los asientos estaba rajada y levantada, el salpicadero era de madera y estaba lleno de polvo.
Entre los dos, sobre el asiento, había una bolsa de papel de estraza.
El vetusto coche de la señora Higgler no tenía soporte para vasos, así que sujetaba entre los muslos su gigantesca taza mientras conducía. Por lo visto, el coche también era anterior a la invención del aire acondicionado, así que llevaba todas las ventanillas abiertas. A Gordo Charlie no le importaba. Después del frío húmedo y desapacible de Inglaterra, uno agradecía aquel clima tan caluroso. La señora Higgler cogió la carretera de peaje en dirección sur. Iba hablando mientras conducía: le contó cómo había sido el último huracán, y que había llevado a su sobrino Benjamin al Seaworld y a Disneyworld y que aquellos parques temáticos ya no son lo que eran, le explicó no sé qué de la normativa urbanística, del precio de la gasolina, le contó palabra por palabra lo que le había contestado al médico cuando éste le recomendó que se pusiera una prótesis de cadera, se quejó de los turistas que daban de comer a los caimanes, y de que la gente siguiera empeñándose en construir casas en la playa y luego se sorprendiera cuando la playa o la casa desaparecían o cuando los caimanes devoraban a sus perros. Gordo Charlie escuchaba su cháchara como quien oye llover. Al fin y al cabo no era más que eso, cháchara.
La señora Higgler aminoró la velocidad y sacó su tiquet al pasar por el peaje. Había dejado de hablar. Parecía pensativa.
—Así que —dijo—, por fin has conocido a tu hermano.
—La verdad —dijo Gordo Charlie—, no sé por qué no me previno usted.
—Ya te dije que era un dios.
—Sí, pero no me dijo que es mil veces peor que un dolor de muelas.
La señora Higgler hizo un gesto de quitarle importancia y bebió un largo trago de café.
—¿No podemos parar un momento a comer algo en cualquier sitio? —inquirió Gordo Charlie—. En el avión no nos dieron más que cereales y un plátano. Tampoco tenían cucharas. Y se quedaron sin leche antes de llegar a la fila en la que yo iba sentado. Nos pidieron disculpas y nos dieron vales de comida a modo de compensación.
La señora Higgler negó con la cabeza.
—Podría haber canjeado mi vale por una hamburguesa en el bar del aeropuerto.
—Ya te lo he dicho —dijo la señora Higgler—, Louella Dunwiddy te tiene preparado un pavo. ¿Cómo crees que se sentirá si llegas sin hambre porque te has atiborrado en un McDonald's, eh?
—Pero es que me muero de hambre. Y aún tardaremos más de dos horas en llegar.
—Ni mucho menos —replicó ella con convicción—. Te aseguro que, conmigo al volante, llegaremos mucho antes.
Y, dicho esto, pisó a fondo el acelerador. A ratos, mientras la camioneta color burdeos corría a trompicones por la autopista, Gordo Charlie cerraba los ojos y los apretaba con fuerza mientras pisaba con el pie izquierdo un imaginario pedal de freno. Era un ejercicio agotador.
Bastante menos de dos horas más tarde, dejaron atrás la autopista de peaje para coger la autovía. Pasaron por delante del Barnes and Noble y del Office Depot. Dejaron atrás las fastuosas mansiones de los multimultimillonarios, todas ellas dotadas de sofisticadas medidas de seguridad. Se adentraron por las calles de los barrios residenciales más antiguos, y a Gordo Charlie le dio la impresión de que ya no tenían un aspecto tan cuidado como cuando él era niño. Pasaron por delante de un restaurante indio que servía comida para llevar, y de otro en cuyas ventanas se veía la bandera jamaicana junto con carteles hechos a mano que recomendaban las especialidades de la casa: estofado de rabo de buey con arroz, refresco natural de jengibre y pollo al curry.
A Gordo Charlie se le hacía la boca agua sólo con leer el cartel y empezaron a sonarle las tripas.
Un bandazo y un brinco. Las casas que se veían ahora desde el coche eran aún más viejas y, esta vez, todo aquello le resultaba familiar.
Aquellos estrafalarios flamencos de plástico en el jardín delantero de la señora Dunwiddy seguían siendo el elemento más pintoresco de todo el vecindario, aunque el sol se había ido comiendo la pintura original y ya estaban más cerca del blanco que del rosa. También había, una bola de azogue de esas que se usan para adornar los jardines; Gordo Charlie, que aún no se había fijado en ese detalle, se llevó un susto de muerte cuando vio su cara reflejada en la curva superficie de la bola, pero enseguida reconoció el objeto y se quedó más tranquilo.
—¿Tan mal están las cosas... entre tú y Araña? —le preguntó la señora Higgler casi en la misma puerta de la casa.
—Para que se haga una idea —respondió Gordo Charlie—, le diré que tengo motivos para creer que se está acostando con mi futura esposa. Cosa que yo todavía no he conseguido hacer.
—Ah —respondió la señora Higgler—. Ssh —y llamó al timbre.
Aquello parecía la escena primera de
Macbeth
, pensaba Gordo Charlie, una hora más tarde; de hecho, si las brujas de
Macbeth
hubieran sido cuatro menudas ancianas y si, en lugar de encorvarse sobre sus calderos y recitar macabros conjuros, se hubieran limitado a recibir amablemente a Macbeth y le hubieran servido pavo asado con arroz y guisantes en platos de porcelana blanca sobre un mantel de hule a cuadros rojos y blancos —por no mencionar también el pastel de boniato y el repollo picante— y si le hubieran animado a repetir por segunda y por tercera vez, y a continuación, cuando Macbeth hubiera dicho basta, le hubieran obligado a seguir comiendo casi hasta reventar, y cuando él hubiera jurado solemnemente que ya no podía comer un bocado más, las brujas le hubieran seguido presionando para que probara su pastel de arroz y le hubieran servido también una generosa porción del famoso bizcocho de piña al revés de la señora Bustamonte, entonces, aquella escena habría sido clavadita a la escena de las brujas de Macbeth.
—Bueno —dijo la señora Dunwiddy, mientras se quitaba una miguita de bizcocho de piña al revés que se le había quedado en la comisura de los labios—, ya me han dicho que tu hermano ha ido a hacerte una visita.
—Sí, le mandé recado con una araña. Supongo que, en el fondo, la culpa es mía. Jamás se me ocurrió que aquello pudiera ser serio.
Alrededor de la mesa, se levantó un coro de
bahs
y
quiás
y
pstás
, y la señora Higgler, la señora Dunwiddy, la señora Bustamonte y la señora Noles chasquearon la lengua y movieron la cabeza de un lado a otro.
—Él siempre decía que, de los dos, tú eras el tonto —dijo la señora Noles—. Me refiero a tu padre, claro. Y yo que creía que se equivocaba.
—¿Y cómo iba yo a saberlo? —protestó Gordo Charlie—. Mis padres nunca me dijeron: «Por cierto, hijo, tienes un hermano del que nunca te hemos hablado. Pídele que te haga una visita y hará que la policía te investigue, se acostará con tu novia y no sólo se mudará a tu casa, sino que se traerá su propia mansión y la instalará en tu cuarto trastero. Y, además, te lavará el cerebro y te hará pasar una tarde entera en el cine y, luego, toda la noche dando vueltas intentando volver a tu casa y...».
Gordo Charlie hizo una pausa al ver la forma en la que le miraban.
Hubo una ronda de suspiros alrededor de la mesa; desde la señora Higgler, pasando por la señora Noles y la señora Bustamonte, y hasta la señora Dunwiddy. Resultaba algo inquietante y sobrenatural, pero la señora Bustamonte rompió el efecto con un eructo.
—¿Y qué es lo que quieres? —le preguntó la señora Dunwiddy—. Dinos qué es lo que quieres.
Gordo Charlie se quedó pensando qué era lo que quería exactamente, allí sentado, en el pequeño comedor de la señora Dunwiddy. Afuera, la luz iba perdiendo claridad a medida que caía la tarde.
—Ha convertido mi vida en una pesadilla —dijo Gordo Charlie—. Lo que quiero es que se vaya. ¿Pueden ustedes hacer que se vaya?
Las tres ancianas más jóvenes no respondieron. Se limitaron a mirar a la señora Dunwiddy.
—En realidad no podemos hacer que se vaya —contestó la señora Dunwiddy—. Ya en otra ocasión... —dejó la frase sin terminar y continuó—: En fin, por nuestra parte, ya hemos hecho todo lo que podíamos, ¿entiendes?
En honor a la verdad, hay que decir que Gordo Charlie logró sobreponerse y no se echó a llorar, ni se lamentó ni se vino abajo como un frágil
soufflé
, que era en realidad lo que el cuerpo le pedía en aquel momento. Se limitó a asentir.
—Bien, en ese caso —dijo— siento haberlas molestado. Gracias por la cena.
—No podemos hacer que se vaya —dijo la señora Dunwiddy, cuyos viejos ojos castaños parecían casi negros tras sus cristales de culo de vaso—, pero podemos ponerte en contacto con alguien que sí puede hacerlo.
Empezaba a anochecer en Florida, así que, en Londres, la noche estaba ya bien entrada. En la amplia cama de Rosie, que Gordo Charlie no había probado jamás, Araña se estremeció.
Rosie se acurrucó a su lado, piel contra piel.
—Charles —dijo—, ¿estás bien?
Notaba que la carne se le había puesto de gallina.
—Perfectamente —respondió Araña—, de repente he tenido una sensación extraña.
—Un escalofrío pasajero, como un mal presentimiento que se te cruza de repente por la cabeza sin saber por qué. A veces pasa —dijo Rosie.
Él la estrechó contra sí y la besó.
Y Daisy estaba sentada en la pequeña sala de estar que compartía con su compañera de piso en Hendon. Llevaba puestos un camisón de color verde esmeralda y unas chillonas zapatillas rosas de andar por casa. Estaba sentada frente al ordenador, moviendo la cabeza de un lado a otro y haciendo clic con el ratón.
—¿Vas a tardar mucho? —preguntó Carol—. No sé si lo sabes, pero ése no es tu trabajo, para algo tenemos un departamento de expertos en informática.
Daisy emitió un ruido. Era un ruido que no quería decir ni que sí ni que no. Más bien indicaba algo como: sé que alguien me ha dicho algo pero si hago un ruido a lo mejor me deja en paz.
Carol había escuchado ese mismo ruido en otras ocasiones.
—Oye —insistió—, culo gordo. ¿Vas a tardar mucho? Quiero actualizar mi blog.
Daisy procesó lo que acababa de decirle su compañera de piso. Le llamaron la atención dos palabras en especial.
—¿Me estás llamando culona?
—No —replicó Carol—. Lo que digo es que se está haciendo tarde y que quiero poner al día mi blog. Hoy va a tirarse a una top model en los lavabos de una discoteca de Londres cuyo nombre no mencionaré.
Daisy suspiró.
—Vale —dijo—, es sólo que hay algo en todo esto que me da mala espina, nada más.
—¿Qué te da mala espina?
—Esa historia del desfalco. No sé. Vale, ya lo dejo. Todo tuyo. Supongo que sabes que te puedes meter en un lío haciéndote pasar por un miembro de la Familia Real.
—Piérdete ya.
Carol estaba escribiendo un blog en el que se hacía pasar por un miembro de la Familia Real británica; un hombre joven y completamente desmadrado. Se había desatado una polémica en la prensa sobre si el blog era apócrifo o no, muchos periódicos señalaban que había ciertos detalles que sólo un miembro de la Familia Real británica podía conocer, o un asiduo lector de las revistas del corazón.
Daisy se levantó y le cedió el ordenador a su compañera, pero seguía dándole vueltas al presunto desfalco en la Agencia Grahame Coats.
Mientras, Grahame Coats dormía profundamente en su casa de Purley; una casa ciertamente grande, pero no excesivamente ostentosa. Si hubiera justicia en este mundo, estaría gimiendo y sudando en sueños, acosado por terribles pesadillas, y su conciencia le torturaría como una plaga de escorpiones. Pero, muy a mi pesar, he de decir que Grahame Coats dormía como un inocente bebé después de un baño y un buen biberón. Ningún sueño turbaba su descanso.
En algún lugar de la casa de Grahame Coats, un carillón antiguo dio las doce. Medianoche en Londres. Las siete de la tarde en Florida.
Sea como fuere, había llegado la hora de las brujas.
La señora Dunwiddy quitó el hule a cuadros rojos y blancos.
—¿Quién tiene las velas negras? —preguntó.
—Las tengo yo —respondió la señora Noles. Se puso a buscar en la bolsa que tenía a sus pies y sacó cuatro velas. Casi todas eran negras. Una de las velas era recta y lisa. Las otras tres eran negras pero con algunos toques de amarillo y tenían la forma de un pingüino de juguete de cuya cabeza salía el pabilo—. No tenían otra cosa —se excusó—, y tuve que recorrerme tres tiendas para poder encontrarlas.
La señora Dunwiddy se ahorró los comentarios, pero hizo un gesto de resignación con la cabeza. Fue colocando cada vela en un extremo de la mesa, reservando la única que no tenía forma de pingüino para la cabecera, que ella misma ocupaba. Había un plato de plástico bajo cada vela. La señora Dunwiddy sacó un gran paquete de sal
kosher
, lo abrió y echó un montoncito sobre la mesa. A continuación, se quedó mirando fijamente los granos de sal y desbarató el montón trazando espirales con su sarmentoso índice.