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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

Los hijos de los Jedi (35 page)

BOOK: Los hijos de los Jedi
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Leia enseguida había comprendido que eran las concubinas del Emperador.

La mujer —la muchacha— había sido una de ellas.

Leia estaba alcanzándola. La mujer volvió la cabeza mientras avanzaba velozmente por entre los puestos de verduras, cosméticos, joyas y pañuelos de la plaza del mercado, como un pececillo que esperase despistar a un pez más grande metiéndose por entre unas rocas multicolores. De repente echó a correr y Leia echó a correr detrás de ella, esquivando vendedores y clientes y las ocasionales hileras de carros antigravitatorios que venían de los huertos. La mujer —Leia pensó que sólo debía de tener unos pocos años más que ella— se metió por un callejón, y Leia pasó corriendo por delante de su entrada y después dobló por la angosta calle que había detrás. Las casas de los alrededores de la plaza del mercado eran bastante antiguas, y habían sido construidas sobre los cimientos medio hundidos y las plantas bajas de los edificios originales del pueblo. Leia bajó por un corto tramo de peldaños en una silenciosa carrera, y después serpenteó por entre las gruesas y achaparradas columnas de lo que en tiempos había sido un salón de aguas termales y se había convertido en una especie de sótano abierto bajo la resplandeciente blancura prefabricada de la casa que se alzaba sobre ella, con remolinos de niebla que le llegaban hasta la altura de las rodillas agitándose a su alrededor y la débil pestilencia del azufre y los kretchs flotando en el aire. Llegó al otro extremo y volvió a meterse en el callejón.

La mujer se había ocultado detrás de un montón de cajas y estaba vigilando la boca del callejón para ver si Leia iba a volver por allí. Seguía siendo esbelta y no muy alta, casi infantil, como había sido hacía once años. Su exquisito rostro ovalado no mostraba ni una sola huella del paso del tiempo y sus ojos negros y levemente rasgados estaban libres de arrugas y, durante un momento y aunque no guardaba ninguna relación con aquello, Leia no pudo evitar el acordarse del vasto catálogo de productos de belleza de Cray, que tenían nombres como Crema Antiarrugas de Mora Suave o Agua Destilada del Fruto-Camba Moltokiano y que habían sido concebidos para preservar tal perfección. La cabellera negra que colgaba por su espalda en una pesada coleta rodeada por anillos de bronce —la misma que se había alzado sobre su cabeza para formar el complejo tocado parecido a una máscara en la gran sala del Emperador— aún no había sido rozada por el gris de las canas.

Leia había estado intentando recordar el nombre de la mujer desde que había salido de la casa del huerto, y por fin lo consiguió justo cuando salía de entre las columnas de lava para entrar en el callejón.

—Roganda —dijo.

La mujer giró sobre sí misma, llevándose una mano a los labios en una reacción automática de sorpresa y sobresalto. Las hilachas de neblina que eliminaban las sombras hacían que resultara difícil verle los ojos, pero pasado un momento Roganda Ismaren dio un paso hacia adelante y se dejó caer a los pies de Leia en una gran reverencia.

—Alteza…

Leia nunca había oído su voz. La tía Rouge se había asegurado de ello. Era suave y bastante aguda, con una ceceante dulzura infantil.

—Os lo suplico. Alteza… No me traicionéis.

—¿A quién? —preguntó Leia, siempre práctica.

Movió una mano indicándole que se levantara. El viejo movimiento de la mano que los profesores de buenos modales cortesanos de sus tías habían acabado grabándole en el cerebro volvió a ella sin ninguna dificultad, un susurro del pasado muerto.

Roganda Ismaren no era la única que corría peligro de ser traicionada. Leia y Han probablemente descubrirían que les resultaba mucho más difícil proseguir sus investigaciones —suponiendo que realmente hubiera algo que investigar— si se llegaba a saber quiénes eran.

Roganda se levantó. El extremo de su traje removió las nubéculas de niebla que subían desde los cimientos de la vieja casa y el final de la calleja llena de musgo.

—A ellos.

Movió la cabeza señalando los ajetreados ruidos del mercado, medio invisibles en la niebla, y su gesto abarcó los cimientos de piedra de las casas que se alzaban a su alrededor y los cubos blancos llenos de parches con sus terrazas, sus celosías y sus escalones. Todos los movimientos de su cuerpo seguían conservando la belleza implícita de una danzarina. Al igual que a Leia, le habían enseñado cómo debía comportarse en todo momento.

—A cualquiera de esta ciudad —siguió diciendo—. El Imperio la destruyó por completo no hace mucho tiempo, y hasta los que llegaron después tienen motivos para odiar a quienes servían al Emperador incluso si lo hacían sin quererlo o en contra de su voluntad.

Leia se relajó un poco. La mujer estaba desarmada, a menos que llevara una daga o un desintegrador extremadamente pequeño oculto debajo de aquella sencilla túnica de lino blanco, y la textura casi líquida de la tela hacía que incluso esa eventualidad fuese muy improbable. Como concubina de Palpatine, Roganda se habría encontrado atrapada por el fuego cruzado entre los amigos del Emperador y sus enemigos. Leia se preguntó cómo se las habría arreglado para salir de Coruscant.

—Este sitio ya lleva siete años siendo mi refugio, y me ha permitido vivir en paz y seguridad —continuó diciendo Roganda en voz baja y suave mientras unía las manos en un gesto de súplica—. No me expulséis de aquí para que deba buscar otro hogar.

—No, claro que no —replicó Leia, sintiéndose un poco incómoda—. ¿Por qué escogiste este sitio?

Sólo pensaba en la gran sala del Emperador y en el peinado lleno de joyas que había lucido Roganda, aquella masa dorada recubierta por un deslumbrante estallido galáctico de topacios, rubíes y citrinos. Se acordó de las complejas masas y protuberancias de las faldas de seda iridiscente, que eran sostenidas por placas enjoyadas tan grandes como la palma de su mano para que formaran volutas y ondulaciones; de las cadenas de gemas, tan finas y delicadas como las hebras de un bordado, que colgaban en una hilera detrás de otra desde la esplendorosa curva dorada de su cuello de concubina. La cabellera de Roganda había sido aumentada y amplificada mediante tiras de encajes y retazos de seda de todos los tonos del oro y el carmesí, y sus blancas manecitas habían sido una gloria de anillos que brillaban y centelleaban.

Pero Roganda titubeó y pareció retroceder de una manera casi imperceptible.

—¿Por qué me lo preguntáis? —murmuró—. Estaba muy lejos de todo… —se apresuró a añadir—. Nadie lo conocía y nadie me buscaría aquí, ni los rebeldes de los que huí cuando me fui de Coruscant ni los señores de la guerra que intentaron reconquistarlo. Sólo quería vivir en paz.

Sus labios se curvaron en una tímida sonrisa.

—Ya que habéis venido hasta tan lejos, ¿querréis ver el sitio en el que vivo? —Roganda señaló el otro extremo del callejón con la mano—. No son unas habitaciones muy elegantes, porque no se puede comprar mucha elegancia con un sueldo de empaquetadora de fruta, pero me enorgullezco de mi café. Es el único resto de las glorias pasadas que aún perdura.

El café que se sirvió en la gran sala del Emperador había sido una de las cosas que habían quedado grabadas en la mente de Leia. El Emperador tenía granjas especiales en varios planetas adecuados para que le proporcionasen los granos de café que serían utilizados única y exclusivamente por su Corte, y entre ellas había varias que producían la liana del café, una variedad notoriamente difícil de cultivar. La transición a aquella pequeña ciudad de provincias perdida entre sus huertos no podía haber sido nada fácil para Roganda.

—En otra ocasión —dijo Leia, meneando la cabeza—. Pero seguramente había otros lugares a los que podías haber ido, ¿no?

—Había pocos que estuvieran tan alejados de todo como éste.

Roganda medio sonrió, y apartó los zarcillos de cabellos oscuros que flotaban sobre su frente. Su tez tenía la blancura muy clara y pálida de quienes viven sin luz de sol, a bordo de naves estelares o en el subsuelo o en planetas como aquel, donde la tenue claridad solar que se filtraba a través de las neblinas tenía que ser amplificada por el cristal de la cúpula.

—Ahora ya ni siquiera los contrabandistas vienen mucho por aquí —siguió diciendo—. Sabía que no iba a ser bien acogida en la República. El nombre del Emperador era demasiado odiado, y aquellos que no habían sido… coaccionados de la manera en que él podía llegar a hacerlo, nunca entenderían que era totalmente imposible oponerse a su voluntad.

Leia se acordó de lo que Luke le había contado acerca de los días que pasó sirviendo al clon del Emperador, y se estremeció.

—Y en cuanto a ir a los mundos y las ciudades que todavía están bajo el control de los Gobernadores del Imperio y los nuevos señores de la guerra, o a los planetas donde las antiguas Casas no han perdido su poder…

Roganda se estremeció, como si por el callejón soplaran vientos helados en vez del denso calor de las neblinas que flotaban perezosamente de un lado a otro.

—Me prestó a demasiados de ellos…, como regalo. Lo único que quería era… olvidar.

—¿Qué hacías delante de la casa?

—Os esperaba —se limitó a responder Roganda—. Quería tener una oportunidad de hablaros a solas. Anoche os reconocí cuando vuestro androide tuvo ese pequeño problema… Espero que consiguierais devolverlo al camino sin que le ocurriese nada. Estuve a punto de bajar para ayudaros, pero… En otros mundos donde pensé encontrar refugio ya había tenido experiencias muy malas con quienes me recordaban de los tiempos de la Corte del Emperador. Y admito que en aquel entonces me sentía lo…, lo suficientemente infeliz y desgraciada para llegar a hacer algunas tonterías.

Volvió el rostro a un lado e hizo girar nerviosamente el anillo con un pequeño topacio de su dedo, que probablemente era la única joya que conservaba de aquellos días. Leia pensó que tal vez fuera lo único que le había quedado por vender después de haber pagado su billete hasta allí. La mano de Roganda seguía siendo blanca y diminuta, y tan frágil como un pajarillo criado dentro de una jaula.

—Me faltó el valor —concluyó, sin atreverse a mirarla a los ojos—. Después empecé a temer que me hubierais reconocido, que pudierais hablar de mí a vuestro esposo y que él hablara con otros. Yo… Decidí buscar la ocasión de hablaros en privado para poder suplicaros que guardarais silencio acerca de mí.

Un torrente de música alegre y estridente brotó del mercado cuando los malabaristas iniciaron sus exhibiciones de habilidad. «Vengan por aquí, damas y caballeros —gritó un pregonero—. Tres vueltas, y luego un salto mortal…» Leia oyó el débil chasquido esquelético de un alimentador mecánico de árboles que salía de un taller de reparaciones para volver a los huertos, y la voz musical de un ithoriano canturreó «¡Tartas recién horneadas, tartas recién horneadas! De podón y brandifert, las más sabrosas de toda la ciudad», mientras las gigantescas góndolas tachonadas de flores de los lechos de lianas de café y seda se deslizaban a lo largo de sus guías muy por encima de sus cabezas, subiendo y bajando tan silenciosamente como pájaros bajo el cristal de la cúpula.

—Pero no lo hiciste.

Roganda volvió a bajar la mirada hacia sus manos e hizo girar su anillo.

—No —dijo. Sus largas pestañas negras temblaron—. No puedo… La verdad es que no sé cómo explicarlo. Llevo tanto tiempo teniendo miedo… Resulta muy difícil de explicar a alguien que no haya pasado por lo que yo he tenido que soportar.

Alzó sus ojos implorantes hacia Leia, y la oscuridad y los viejos recuerdos brillaron en ellos como lágrimas no derramadas.

—A veces me parece que nunca dejaré de tener miedo. Algunas noches pienso que nunca dejaré de tener esas pesadillas en las que él me atormenta, y que seguirán conmigo mientras viva…

—Tranquilízate. —La voz de Leia resonó en sus oídos con una extraña y torpe aspereza, como debilitada por el recuerdo de sus propias pesadillas—. Te prometo que no te traicionaré a quienes viven aquí. —Gracias. —La voz de Roganda apenas si era un murmullo—. ¿Estáis segura de que no queréis tomar un café conmigo? —preguntó después, y sus labios lograron formar una sonrisa temblorosa—. Sé preparar un café bastante bueno. Leia meneó la cabeza.

—No, gracias —dijo, y le devolvió la sonrisa—. Han se estará preguntando adonde he ido.

Dio un par de pasos hacia la plaza del mercado, y entonces un nuevo recuerdo del pasado acudió a su mente e hizo que se diera la vuelta. Era algo que su tía Celly le había murmurado en un rincón cuando la tía Rouge estaba sermoneando al señor de la Casa Elegin acerca de cómo debían comportarse los jóvenes nobles. —Roganda… ¿No habías tenido un hijo?

Roganda desvió rápidamente la mirada, y cuando respondió su voz apenas pudo ser oída por encima del parloteo musical del mercado. —Murió.

Después giró velozmente sobre sus talones y se esfumó entre la neblina, y los remolinos blancos la absorbieron como si fuese un fantasma envuelto en una túnica blanca.

Leia se quedó inmóvil en el angosto callejón y no dijo nada, y se acordó del día en que los rebeldes conquistaron Coruscant. El palacio del Emperador —aquel soberbio e interminable laberinto de techos de cristal, jardines colgantes y pirámides de mármol azul y verde que relucían con el brillo del oro. aposentos de verano, aposentos de invierno, salas del tesoro, pabellones, cuartos de música, prisiones, pasillos, residencias de gracia-y-favor para concubinas, ministros y asesinos minuciosamente adiestrados— había sido ferozmente bombardeado y ya estaba medio saqueado, y los partisanos rebeldes habían matado a todos los miembros de la Corte del Imperio a los que pudieron capturar. Si su memoria no la engañaba, entre ellos estaban no sólo el Presidente del Departamento de Castigos y el jefe de la Escuela de Torturadores del Emperador, sino también el diseñador de trajes de la corte y un gran número de sirvientes menores y totalmente inocentes de todas las edades, especies y sexos cuyos nombres ni siquiera habían llegado a ser comunicados.

«No me extraña que Roganda se retorciera las manos de puro miedo», pensó Leia mientras cruzaba la plaza del mercado.

Y se detuvo para ser maldecida por el conductor de una ruidosa carreta mecanizada repleta de zapatos baratos fabricados en Jerijador, pero Leia apenas si se dio cuenta. Estaba viendo con una repentina y asombrosa claridad el anillo de topacio en la mano de Roganda, esa mano todavía más pequeña que la suya y que casi parecía de niña, y en la que no había ni un solo vendaje, arañazo o mancha púrpura.

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