Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Viernes
Los tres abandonan la sala donde Aguirre ahora descansa en dirección al cuarto, o celda, o sepultura, donde aguarda el otro. Vista la delicada situación en que se encuentran, han decidido aprovechar todo lo posible, y disfrutar de cuantas más sesiones les permita su captor; les permita y les cobre. Celador ha decidido revisar las tarifas bajo el asesoramiento del doble cañón de su escopeta.
Con un gesto les indica que aguarden allí, en una habitación circular, fea y casi desprovista de todo mobiliario, mientras él se dispone a preparar al paciente para la siguiente sesión. Los dos se despojan de abrigos, bufandas y sombreros, y los depositan en un perchero que cruje bajo el peso. Un viejo diván rojo y dorado, que parece los restos del mobiliario de un lupanar abandonado, es el único asiento que encuentran.
Celador abre la reja que cierra el paso al siguiente corredor.
—Hay que protegerse de los asesinos —responde a la mirada de ambos visitantes—. Una cosa es que los cuidemos y otra que los dejemos pasear a su gusto, no señor.
Cierra la puerta tras de sí con una de las llaves del manojo que cuelga de su cinturón, enciende una luz que hay al otro lado, junto a la pared, apenas el extremo del cabo de una vela, y se dispone a seguir adelante, cuando un pensamiento lo detiene.
—¿No tendrán intención de escapar ahora? —dice—. La puerta está cerrada —agita sus llaves—, y Lucifer —su perro— frente a ella; yo no lo haría. —Nadie responde. Da media vuelta y una vez más se detiene—. Usted, venga aquí.
Alto obedece y se para cuando Celador saca unos grilletes.
—Eso no será necesario.
—Ni tampoco estará de más. Vamos, acérquese. —Así lo sujeta a uno de los barrotes y marcha ya más tranquilo, difuminándose en la penumbra del túnel que conduce a la morada de la asesina.
—¿Todo bien? —pregunta Lento en cuanto quedan solos.
—Dada la situación... empiezo a pensar que debemos conformarnos con estar vivos.
—No perdamos la cabeza...
—¡Perder la cabeza! —Lento lo apremia a bajar la voz. Saben que Celador, aunque haya desaparecido de la vista, no está muy lejos—. Estamos secuestrados, amenazados de muerte. No sé si voy a poder...
—Anoche estuve comprobando datos —cambia de tema y su amigo es consciente de que se trata de una maniobra para tranquilizarlo; Alto accede de buen grado a olvidarse de sus miedos por unos minutos—. Todo está muy correcto. Incluso errores parecen... porque recuerda hechos antiguos.
—Nunca he dicho que sean chapuceros. Es un timo bien planteado...
—Desde luego, las fechas de los viajes de Torres, usted sabe de eso... las referencias a hechos... eh... colaterales, son mucho aproximadas.
—No es difícil conseguir todos esos datos.
—Bien, ¿para qué? —Alto se encoge de hombros—. Quiero decir, si es estafa para incautos, no sacan beneficio. Más tendrían exhibiendo eso en una... feria. Mire el esfuerzo de preparar esto, secuestro, amenazas y...
—El asesinato, no trate de suavizarlo, sé a qué nos estamos enfrentando.
—¿Le parece normal ese riesgo para sacar... cuatro cuartos?
—Creo que hay otro motivo.
—¿Cuál?
Alto mira a su alrededor, como si las oscuras esquinas llenas de roña ocultaran enemigos acechando y los insectos que corren por el techo fueran espías de Celador, al que no le desentona tomar a tales artrópodos como mascotas.
—No estoy seguro. Tengo la sensación de que tiene que ver con nosotros, no con lo que buscamos. Aunque han dejado toda la información posible a nuestro alcance.
—No sé...
—El cuartucho donde he dormido hoy... espero que no sea hombre muy escrupuloso, o lo pasará mal. El asunto es que aparte del camastro y cuatro velas, hay cajones de documentos, algunos seguro que le interesan a usted mucho.
—¿Qué...?
—Cartas del asesino. No es que yo sea una autoridad al respecto, pero juraría que son reales, y hay cajas llenas. Y monografías sobre Torres, hasta una novelucha por entregas, supongo para entretenernos...
—¡Cartas...!
—Apenas he leído nada. Todo está en inglés, y pensé dejar esa tarea para usted. Lo más llamativo es un bastón extraño, con el nombre de Abberline.
—¿El bastón del inspector...?
—No puedo asegurarlo. Lo importante a mi forma de ver, es que disponiendo de tanta información al respecto, y siendo nosotros quienes somos...
—He llegado a misma conclusión... —Lento calló en cuanto escucharon los pasos de Celador acercándose.
—Todo listo. —Desata a Alto y abre la puerta—. ¿Quieren pasar ahora mismo o prefieren tomar antes un café caliente? Ya saben que ahí dentro hace frío. No tienen que pagar por el café, les invito yo.
Asienten, y Celador sale silbando por donde vinieron los tres.
—Ahora mismo les traigo esas tazas. —Esta vez deja a los dos sin atar, y la puerta enrejada que conduce al monstruo abierta. Quedan en silencio, esperando a que las pisadas de su carcelero se alejen hasta que lo oyen subir la quejosa escalera. Alto señala a la puerta y la aparente libertad de acceso con la que los ha dejado.
—Es un truco. Disfruta confundiéndonos.
—Anoche estuve a punto de dar aviso a policía.
—¡Está loco! Dijo expresamente que nos mataría...
—No se altere. No hice. Pero creo que es mejor opción. ¿Piensa que si les informo van a venir sin más a llamar a la puerta? —Alto no responde. Tiene el rostro cansado, ojeras y un sudor impropio para la temperatura que hace perla su frente—. No, investigarán antes...
—Entonces, ¿por qué no lo hizo?
—¿Cómo explicar? No me pareció justo arriesgar su seguridad sin comentarlo. Esta noche, cuando salga usted y quede yo, cuénteselo todo a...
—No. Es muy peligroso.
—Siempre tiene otra opción. Irse, desaparecer y dejarme...
—¿Cree que haría eso?
Los dos se miran un minuto en silencio. Por fin habla Lento.
—¿No pensó esta noche que yo puedo hacerlo?
—Hasta que ha aparecido por la puerta, estaba seguro de que no le volvería a ver. —Sonríen, con más alivio que alegría.
—Esto... es grande —continúa Lento—. Debemos buscar ayuda.
—Le digo que no, es peligroso.
—Hace un día decía que todo era timo y ahora le veo asustado. Por Dios, es un hombre, pesa medio que usted, y un perro, un... chucho, ¿qué peligro...? ¿Es por eso que encontró...?
—Es más. Esta noche he visto más.
El modo en que Alto pronuncia esas palabras anuncia terribles revelaciones, propias para escenario tan sórdido como ese. Lento mira hacia el corredor por donde su carcelero se ha marchado. Con la mirada inquiere a su camarada si aún queda tiempo para contar lo que de seguro quiere contar.
—¿Qué ha visto?
—Juega con nosotros —dice Alto bajando mucho el tono—. Pasé la noche metido en una habitación del piso de arriba, acostado sobre una inmunda cama, ojeando todos esos papeles... Ya lo verá por sí mismo, no hace falta que le desvele sorpresas.
—Tal vez debiéramos negociar ese punto...
—Nada de eso. Si yo he sido capaz de pasar noche así, usted puede. Ese es el pacto, y de momento nos mantendremos en él, sin llamadas de auxilio ni deserciones. —Respira hondo y prosigue—: No tenemos mucho tiempo que perder en discusiones, debo contarle esto. El asunto es que no cerró la puerta, tan solo contaba con un pestillo herrumbroso en el interior, a mi disposición.
»No podía conciliar el sueño, allí, temiendo que usted no regresara por la mañana... sí, sé que es tontería como me ha demostrado, pero la oscuridad, los ruidos extraños y los insectos no me dejaban espacio para demasiada lucidez. No me sentía con ganas de leer todo lo que allí había, ni le encontré utilidad. Escuché música, no supe identificar, estaba apagada.
—¿Música?
—Sí, como de acordeón. —El semblante de Lento cambió. Bajó la mirada y escuchó las siguientes palabras con una inquietud diferente a la sorpresa—. No sé qué me impulsó a salir e investigar. No soy un aventurero, creo que ya me conoce bien. La imposibilidad de dormir, me hizo salir. La música me llevó hacia el piso de abajo, este. No había nadie. Estos corredores estaban tan iluminados como ahora, si es que a estas penumbras se les puede llamar iluminación. La música me condujo hasta unas dependencias aún más hediondas que a las que ya nos tiene acostumbrado, siguiendo de frente, antes de meternos por este corredor, ¿sabe?...
—¿Sabe volver?
—Supongo. Aunque esa música, el miedo, la noche y la soledad... me sentía como en un sueño, y esto es un auténtico laberinto... sí, creo que sería capaz de volver a encontrar esa celda, si es que quisiera hacerlo. ¿Quiere que continúe?
—Sí, de prisa. Está por llegar. —Los ojos de Lento dicen a gritos que conoce el final del relato de su amigo, pero necesita oírlo de sus propias palabras con urgencia.
—La música creció al llegar a esa ala nauseabunda de la que le hablo. También aumentó mi sigilo. Había alguien en una celda, cerrada con barrotes como los de este pasillo...
—Por Dios, diga quién era, no hay tiempo.
—El. —Señala en la dirección que había marchado Celador, de quien ya se oyen ruidos aproximándose—. Estaba en la celda, encerrado, tocando un pequeño instrumento, una concertina supongo, no estoy muy ducho en música. El tampoco, por como tocaba, conseguía emitir una melodía con torpeza. Y a su lado, a pocos metros había un oso enorme; bailando...
—Señores —interrumpe Celador con dos jarros humeantes de café en las manos—, sus bebidas.
Ambos cogen las tazas y se las llevan a los labios, soplando, y agradeciendo el reconfortante aroma de ese buen café, el mejor olor que han percibido desde que están allí.
—Y ahora, ¿desean ya ver a nuestra paciente? —Señala los abrigos que reposan sobre el viejo sofá.
—No hace tanto frío —dice Lento—. No es necesario...
—Lo es, créanme caballeros, lo es.
Ambos toman gabanes y sombreros, y siguen a Celador a través de la puerta enrejada, hacia su segundo encuentro con la asesina.
Atrápeme cuando pueda
Viernes, otra vez
—Necesitamos la luz. —Yo desde luego no la necesitaba. Tumblety repetía esta frase con exasperante insistencia. Lo único que precisaba eran sus conocimientos como médico, y por ellos era por los que tuve que soportar su espantosa presencia tanto tiempo. Aseguraba que aunque lo hiciéramos a plena luz del día, las buenas gentes de Londres no repararían en nosotros. Lo dudaba, es difícil creer que nadie se fije en mí.
Ese viernes, sin embargo, salimos de noche. Mis necesidades ya me urgían; no soy persona resignada en absoluto, y reconociendo posible y cercano el final de mi tormento, la impaciencia me empujaba con apremio de amante.
—Claro —me dijo Tumblety—, no se apure. La torpe policía de este país da palos de ciego, nunca podrán encontrarla. Vayamos. —Y no objetó la ausencia de luz, mejor; era para mí un sufrimiento intolerable el pasear por las calles de esa ciudad que me aborrecía, alejada de mi felicidad y tan cerca de ella a un tiempo.
Salimos pasada la media noche y seguimos la rutina de las dos ocasiones previas, incluyendo la cháchara aborrecible de Tumblety, de quien iba colgada del brazo para evitar aproximaciones inoportunas. No cesaba de hablar, de atormentarme con sus comentarios.
—Señora, puede elegir a la que más le guste, no se apene, estas hijas de Babilonia no merecen la compasión de los justos...
¿Y yo? ¿Existía en todo el Imperio un alma de ternura capaz de compadecerme? ¿A mí? ¿Al Monstruo? Seguro que sí, caballeros, si esa ciudad supiera como ustedes saben de mi dolor. ¿En qué otra cosa que no en mi persona puede transformarse quien ha sufrido innumerables desdichas, injustificables crueldades? ¿Cómo una criatura cuya única culpa fue amar, y cuya dedicación fue hacer el bien a aquellos que la rodeaban, podía verse como yo me vi? ¿Dónde cabe en mi historia la misericordia divina?
Recorrimos todos aquellos establecimientos inmundos que ya empezaba a conocer, sumergida en ese ritual previo de desconocida finalidad. Creo entender que Tumblety pretendía de este modo imbuirme de valor, un valor que desde luego él no poesía. Mostrándome aquellas desgraciadas para las que no encontraba destino mejor que el de mi chuchillo, despreciándolas como a todo el género femenino en su repugnante paroxismo homosexual, trataba de indicarme lo fácil que era matar a cualquiera de ellas, y lo terapéutico que resultaba para la sociedad la eliminación de esas criaturas.
No entendía los motivos de mi búsqueda y mis recelos, aunque los conociera, la esencia de mis actos escapaba a su depravado intelecto. No era la piedad, la compasión o el remordimiento lo que me hizo ir de local en local, rechazando a cada candidata que él proponía. Ni el afán por administrar justicia era lo que me hacía seguir buscando, que Dios se vale por sí solo para premiar o castigar. Era el amor lo que alimentaba cada uno de mis actos. Una obra de amor superior a cualquier soneto del Poeta, en la que en lugar de versos emplearía a las más envilecidas de las hijas de Eva y a sus cuerpos muertos; debía ser escrupulosa en la elección por tanto. Consideré mis dos actuaciones previas como ensayos y decidí que esa noche iba a ser la definitiva.
Cansado de mí y mis continuos rechazos a cualquier mujer que él me sugiriera, e incapaz de recriminármelos, me instó a que dejáramos las tabernas y fuéramos, ya pasadas las doce de la noche, a recorrer las calles donde las putas ejercían su innoble trabajo. Allí tomé yo la dirección de la caza. Tumblety me condujo hacia una calleja que a menudo utilizaban esas mujeres para sus transacciones. Y allí, en las sombras, aguardamos. Yo podía mantenerme quieta y en silencio, haciéndome invisible a todo el mundo, aprovechando la falta de luna, pero el americano no. De continuo quería abordar a las mujeres, mostrándome lo dóciles que eran al acercarse a su fin. Él planeaba eso: acercarse a ella y que yo descargara mi cuchillo por su espalda. No, siempre debe haber un atisbo de nobleza, hasta en la brutalidad. Debíamos proceder de otra forma, una que no era del gusto de mi desagradable compañero de asesinatos. Él llegaría a algún acuerdo para obtener los favores de una mujerzuela, y cuando ella lo condujera a un callejón, o a un patio oscuro donde descargar sus vilezas, llegaría yo. La mataría y la vaciaría de todos los órganos que manchaba cada día en que permanecía viva. Debía hacerse con suma cautela, nadie podía vernos y eso requería de paciencia y valor, virtudes de las que carecía Tumblety.