—Ffffff... fffff... fue Ddd... Dick. El mmm... me dijo q... q... que lo hizzz... hiciera —susurré ese nombre por instinto, por decir algo, por conservar esa parte del cuerpo que tanto aprecia todo varón. No pude alzar la voz, ahogada por los golpes y la presión ejercida sobre mi garganta. Solo el Bruto y Patt, que permanecía a su lado, pudieron oír algo. Sin duda, mi elección fue acertada, el pánico aguza el ingenio. O'Malley hizo un movimiento seco con la mano y apartó las tijeras de mí.
—Vamos, córtaselas... —exclamó uno de sus secuaces, que fue acallado por su superior con un puñetazo certero en la misma parte de su cuerpo que quería arrebatarme a mí.
—¿Taylor? —susurró.
—Ssssí.
—Diría lo que sea pa conservarlas, Bruto —dijo Patt—. ¿Por qué iba Dick a jugársela a...?
—¡Que os calléis, jodidos hijos de puta! —Ese pozo de torturas se trasformó de pronto en capilla, con su silencio que invitaba al desahogo de mis traiciones. Con un gestó echó hacia atrás a sus secuaces, se aproximó más a mí, como el padre confesor misericordioso que no era—. Qué te dijo Dick.
—Di... dijo... —Inventé, con más fluidez que un escritor de folletines. Urdí en un momento lo que yo imaginaba que eran arteras conspiraciones a cargo del hombre de confianza de Ashcroft, ahora su sustituto, de manera instintiva confié en la perenne mezquindad del hombre, en la envidia, y en que mis palabras inventadas despertaran ecos de sospechas y recelos nacidos ya en la mente de mis torturadores. No creo que lo hiciera bien, la conspiración no fue nunca mi fuerte, sin embargo, al terminar el Bruto se movía inquieto.
—Vamos a cargarnos a este maricón...
—Sí, ya nos la jugó con sus mentiras...
O'Malley callaba, me miraba y callaba. Dick estaba vivo, libre, era el jefe del Green Gate. Yo era un idiota incapaz de un plan como aquel, ¿y qué había ganado él con todo esto? Eso le rondaba la cabeza, seguro. Alzó la mano para pedir orden entre ese concilio de verdugos inclementes.
—No. Ya te dije que no te íbamos a matar. Vamos, arranquémosle esa lengua mentirosa.
Los cinco se abalanzaron sobre mí. Apenas pude hacer el gesto de apartarme, dolorido y colgando como estaba, medio desnudo. Me agarraron con fuerza la cabeza, e intentaron abrirme la boca. Iban a lograrlo, aunque tuvieran que descoyuntarme la mandíbula.
—Con las tenazas —dijo el Bruto O'Malley—, cogerle la lengua con las tenazas, yo la corto. —Y chasqueó una vez más las tijeras. Alguien fue a por la herramienta, y con ella y sus propias manos, consiguieron abrirme la boca. Me resistí lo que pude, soportando los golpes que de continuo me propinaban y el dolor de mis maxilares forzados. Cuando sentí un agudo pinchazo en las sienes, aflojé. Estaba hecho al dolor y sabía lo inútil de la resistencia a ultranza, cuando tocaba sufrir, se sufre, ya llegaría mi revancha y era absurdo perder la mandíbula además de la lengua. Patt metió los pequeños alicates en mi boca entreabierta, y yo retraje la lengua al máximo.
—Taggart —dijo O'Malley—. Trae un taco de ahí.
Taggart, con su cara gorda sudando cerca de mí, chasqueó sus mandíbulas de metal, burlándose, me dejó y regresó con una pequeña cuña de madera que me la encajaron en la boca, con el fin de impedirme cerrarla. El dolor ya era demasiado incluso para quien se cría con él. Cuatro hombres se colgaban de mí, me sujetaban, torcían mi cabeza. No sentía mis manos, estranguladas por las ataduras y el peso de esos asesinos. Mi boca desencajada, mis huesos molidos... y mi via crucis solo había empezado.
Patt entonces, siguiendo órdenes del Bruto se subió a un cubo y empezó a tratar de atrapar mi lengua con esas tenazas herrumbrosas y a encajar un pequeño tarugo de madera entre mis dientes, para evitar que cerrar la boca. Yo no quería perder la poca habla que me quedaba, y agitaba frenético la lengua. Estaba indefenso, inmovilizado y con la boca de par en par.
Hijo de puta —vi la cara de Patt babear sobre mí mientras se esmeraba en su tarea—, déjala quieta. Tengo un hurón hambriento y seguro que le encantará comérsela.
La atrapó una vez, y me zafé desgarrando parte de ella. El sabor de mi propia sangre ya inundaba mi boca antes de ese corte.
—¡Vamos joder! —exclamaba O'Malley viendo a cuatro de los suyos esforzándose sobre un cuerpo indefenso como el mío—. Acabemos de una vez.
—Aaaaaquí está. Ya la tengo. Patt apretó con todas sus fuerzas las tenazas, y luego estiró, mucho, para dejar hueco a la tijera. Creí que me arrancarían la lengua de cuajo y entonces me relajé.
Pese a haberme rendido, a estar ahora a su completa merced, habían cometido un error. Podría decir que fue premeditado, que obligué a que me pusieran la cuña de madera en el lado izquierdo, molestando más aquí y menos allí mientras consumaban la dolorosa operación de fijar mi quijada, pero no, fue la providencia divina la que me ayudó de nuevo.
La guerra me había arrebatado la mayor parte de la dentadura de ese lado, por el contrario, la otra mitad de mis piezas se mantenían fuertes y sanas casi en su totalidad. Tal vez les resultara más cómodo encajar ese taco de madera en mis encías cicatrizadas, no lo sé, el caso es que tal situación hizo que la sujeción fuera menos firme que si la hubieran trabado entre mis fuertes molares derechos, además de dejar independencia a estas armas, que usadas con pericia hacen daño, y yo sabía morder bien.
El Bruto O'Malley se aproximó con las tijeras y yo hice un último esfuerzo en retraer mi lengua apresada, que se deslizó un poco entre las palas de la tenaza, desgarrándose de nuevo.
—Joder!, ¡sujetadla bien! —Sentí cómo las puntas de sus tijeras rascaban la parte interior de mi carrillo—. ¡Estate quieto, bastardo! No veo nada. Taggart, trae la luz.
Demasiados médicos para esta intervención, unos se estorbaban a otros en su esfuerzo por ser los que más daño y humillaciones me infligieran, ansiosos por inmovilizarme y mutilarme. Taggart trajo el candil y lo acercó a mi cara, atrapada por el cepo de tres pares de manos. Las tijeras chasquearon en el momento que mi lengua se zafó de la tenaza. Sentí mucho dolor, los filos habían mordido carne, el pellizco final de las tenacillas de dentista me arrancó un pedazo de lengua. Ese dolor chillón me dio fuerzas, de algún modo me liberó de mi resignada rendición.
¡Mierda! —dijo O'Malley retirando las tijeras—. ¿No sabéis sujetar a este cabrón?
—Más fácil era cortarle las pelotas...
—Dejarme que se va a enterar. —Patt se cernió sobre mí aún más, cargando con su peso a mis muñecas, mis manos ya casi arrancadas de cuajo. Metió las tenazas a fondo, en busca de mi lengua que yo escondía junto a la cuña de madera. Pidió más luz y el candil se acercó más, y trató de ayudarse con la mano izquierda. Las manos de ese asesino casi me desgarraban las comisuras de la boca. Con la poca fuerza que me restaba y la mucha ira que había ido creciendo en mí, sacudí la cabeza, con violencia, más de la que esperaba. Mi lengua empujó la cuña, a la que mal anclaje ofrecían mis encías desnudas, y salió disparada. Algunos me soltaron, sorprendidos, tratando de evitar caer o lo que fuera. La tenaza asomó fuera de mí, pero los dedos de Patt no. Mordí.
En ese bocado puse todo mi odio. Patt gritó horrorizado, forcejeó, el resto preguntaba qué ocurría y gritaba pidiendo mi muerte. Patt manoteó y dio fuerte a Taggart que estaba a su lado, este cayó y soltó la luz, que estalló en el suelo ardiendo, prendiendo en sus pantalones. Un esfuerzo más, y me quedé con dos dedos, que escupí con buen tino, pues fueron a dar en el ojo de un tercero. Ya estaba aquí: el caos del viejo Drunkard Ray.
No se veía con claridad. El fuego amenazaba con desbocarse, pero era de momento poca cosa.
—¡Apagad eso!
—¡Mi mano!
—¡Cargaos ya a ese desgraciao!
Todo eran gritos, que yo acompañada con desaforados alaridos:
—¡Hijoz de p... puta! ¡Vamo a modid... toos!
Se lanzaron sobre mí. Su número y las luces bailantes estaban a mi favor. Vi metal brillando, que en el jaleo acabó al final de la espalda de otro que trataba de apresarme de nuevo. Tiré una patada con fuerza suficiente para romper una rótula.
En cuatro segundos, de mis cinco agresores solo quedaban en pie el Bruto, que trataba con torpeza de apagar el fuego, tijeras aún en mano, y un muchacho de uñas más que afiladas, que lloriqueaba y gritaba con voz demasiado aguda para mis oídos al mirar la sangre en sus exageradas manos. El pequeño sádico que antes se enfrentara a Patt por mí.
—¡Benny...! ¡He matao a Benny!
—Maldita sea la puta de tu madre —gruñó entre dientes O'Malley—. Vas a ver. —Se venía directo para mí, tijeras a punto, entre el humo que ya molestaba, cuando Patt, que seguía llorando, se le echó encima entre quejidos.
—¡Mátalo jefe... mira lo que ma hecho...!
—¡Aparta joder! —Le propinó un empujón al recién tullido que le hizo rodar sobre el fuego, e ir a dar gritando contra unos toneles, que prendieron. Taggart había salido por la puerta en su huida, dejándola abierta y también encendida en sus jambas. El chico con voz de mujer que había desgarrado a su compañero tiraba de él, y pedía ayuda a su líder, para arrastrar al que ya perdía mucha sangre por el riñón perforado. El Bruto decidió zanjar la situación—. Ahí te pudras, marica, vas a morir asado.
Me cortó el pecho de un tajo superficial y salió rápido con los otros dos, dejando al fondo a Patt retorciéndose y gritando entre llamas.
No iba a morir ardiendo, antes los humos acabarían conmigo. Tiré con fuerza de mis ataduras, que tanto ellas como la viga de donde colgaba debían estar ya muy debilitadas por tirar y frotarlas una contra otra en la pelea. Nada. Apenas tenía fuerzas, mis manos insensibles no servían de ayuda, solo podía dejar caer mi peso. Y rezar.
Patt se negaba a morirse, apareció tropezando, sin ver, golpeándome por la espalda y chillando tonterías. Le di una patada en el estómago, con suficiente fuerza para reventarle algún órgano, y cayó al suelo. En ese momento caí yo también. Alguien me alzaba, alguien que había cortado esas ligaduras y que me susurraba:
—Vamos, hijo de puta. Te dije que hoy no ibas a morir.
El Bruto me sacó fuera, a un patio al que daba la puerta de esa sala de torturas improvisada. Tras sortear unos pocos peldaños, me dejó sentado allí, en el acceso. Se metió, vi como cogía al gordo Patt, que permanecía junto a la puerta, donde yo le había lanzado con mi patada, chamuscándose, agonizante supongo; lo apuñaló dos veces. Luego le bajó los pantalones y le cortó los testículos, con la destreza y la velocidad de un carnicero. Envolvió su trofeo en un pañuelo que se metió en la chaqueta, y luego echó los restos de su camarada hacia el fuego. Volvió hacia mí, el humo ya salía negro por la puerta del sótano. Me arrastró hasta fuera y pidió auxilio a los curiosos que ya empezaban a abundar.
—¡Fuego! —dijo y pronto se acumularon los vecinos que corrían acarreando baldes con agua y trayendo ayuda, apurándose para que todo el edificio no ardiera, maldiciendo otra vez a Jack el Saltarín por sus malas artes. Esta vez el incendio era causado por un ser mucho menos romántico que ese duendecillo, el que se sentaba ahora junto a mí, quitándose el hollín. Alguien se agachó a atenderme, espantado y conmovido por mi aspecto y mi tos, pero O'Malley se adelantó—. Yo me ocupo de este pobre hombre. Vayan a apagar el fuego... —Así lo hicieron. Rápido, me ayudó a incorporarme y me sacó de allí, al tiempo que ya aparecían los curiosos de los fuegos, que siempre hay.
—Márchate. Procura que nadie te vea, nadie. Me debes un favor, Drunkard, y voy a cobrármelo, bien que me lo voy a cobrar. Mañana a la noche nos encontraremos en el cementerio de Gibraltar Row, y espero que me agradezcas lo que acabo de hacer por ti. Hasta entonces, desaparece, que no te vea nadie. Si no estás allí, te encontraré, y entonces te enseñaré a ser generoso. —Y antes de soltarme, me obsequió con una última recomendación—. Cuida esa lengua que aún conservas, no la hagas trabajar demasiado.
Me dejó ir. No me pregunté por qué, ni siquiera sentí sorpresa alguna. Solo me ocupé en salir de allí, huir hacia donde fuera. El incendio debió sofocarse antes de llegar a la mínima consideración, pues no trascendió, y bien que le gustan a esa ciudad los incendios.
Yo quedé desamparado entonces. Estaba al norte, en Benthal Green, era lo único que mi desorientada cabeza me decía. Caminé dolorido, ensangrentado, sin ver apenas, con los pantalones medio rotos, sucio de hollín y sangre... No me podía presentar así ante Torres. El miedo me nublaba el entendimiento. Solo tenía una idea, huir del Green Gate y su venganza, ahora que había hablado, inventando la mayoría, mi vida no valía nada. Ya nada sabía de médicos indios, de Delantales de Cuero ni de Ajedrecistas. Decidí ir a la policía y confesar algo, el asesinato de Kelly era lo más apropiado, y pasar el resto de mis días en prisión. No me daba cuenta yo que Joe Ashcroft, quien más querría mi cuello, andaba entre rejas, y si caí en ello lo ignoré, solo quería descansar.
Así llegué, sangrando, herido, incapaz de hablar y gruñendo algo sobre haber matado a alguien.
No fui tan minucioso contando los pormenores a Torres como he sido con ustedes, mi lengua maltrecha me lo impedía. Suficiente fue para confirmar ante mi amigo mi inocencia en el asesinato de Hanbury Street, no ante la policía. Mientras mataban a esa pobre mujer, yo estaba siendo torturado en un sótano al norte de Whitechapel. A decir verdad no era capaz de precisar cuánto tiempo estuve inconsciente en ese pudridero, ni cuándo empezaron los golpes... ¿era esa una coartada verosímil? No me consta que Torres me creyera, una historia más de delincuentes, sórdida y llena de mentiras, pensaría. Como fuere, no se sintió con fuerzas para abogar más por mí ante los policías. Se limitó a rogar que un médico atendiera mis heridas, producidas por delincuentes y policías, coger a Juliette, que aún permanecía allí adormilada sobre un banco, y marchar a casa, a descansar y ordenar sus pensamientos, si es que cabía algún orden en esa maraña de horrores en que se estaba transformando aquel otoño londinense.
—Nnnnn... no cuente... nad... nada —dije—. Ppfff... por fffff...
—No se preocupe. Vendré por usted. No me voy de aquí, ahora no puedo.
Llegó a casa. Explicó lo mínimo imprescindible para tranquilizar a la señora Arias, y se encerró en su cuarto, serían ya las nueve de la mañana. Allí en pie, en la pequeña y acogedora habitación, respiró hondo. Tuvo la sensación de llevar toda la mañana aguantando el aliento. Si todos los viernes primeros de mes acostumbraba a oír misa, hoy sábado debía ir con más motivo. Por esa pobre desdichada muerta y mutilada, por mí... por todos los que conocen el horror del mundo, todos los días. Antes sacó la mano del bolsillo y depositó en una mesita dos pequeños círculos cobrizos de metal, dos farthings.