Los horrores del escalpelo (42 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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El majestuoso château del conde Gondrin se extendía sobre una extensa propiedad junto al mar, en la parte más alta de la isla, cerca de los acantilados, pero no asomándose a ellos. Había un segundo edificio, la
Tour Isolée
, una torre delgada y alta que, esa sí, casi caía al mar de lo inclinada sobre las escarpas que estaba. La llamaban la Torre del Loco o a veces la Torre del Suicida, pues ya desde la distancia su imagen causaba vértigos, cuanto más el vivir en ella. Esta atalaya inclinada sobre el océano comunicaba con el castillo a través de un alto puente cerrado, colgado entre ambas vetustas construcciones a treinta pies de altura, tan inquietante como el edificio al que conducía. Llegaron al acceso del Puente Cerrado, que del lado del castillo no parecían sino otra más de las pesadas puertas de roble que abundaban en cada planta. El conde se detuvo y extrajo una llave vieja, que tendió a Jim.

—Tome —dijo—. Esta llave abre tanto esta puerta como la que da a la torre, al final del puente. Es suya, señor Billingam, y solo suya. Usted tiene completa potestad para cruzar el puente de un lado a otro cuando se le antoje, mientras mantenga cerradas siempre las puertas. ¿Entiende? Esta llave le pertenece, y usted se responsabilizará de ella, no pudiendo confiársela a nadie más, salvo a mi persona, claro está.

—¿Ni a su hijo de usted, señor?

—Especialmente no debe dársela jamás a él. Abra la puerta. —Así lo hizo—. Entienda, señor Billingam, que mi hijo no puede abandonar jamás sus aposentos, dado lo delicado y peculiar de su salud. Adelante, crucemos.

El Puente Cerrado era un lugar frío. A esa altura, el viento que atravesaba las almenas decoradas con grotescas gárgolas era cortante, cargado de olor a sal, y helado como el invierno del País del Invierno, tan fuerte, que Jim tuvo que apoyarse en las columnas que sustentaban de trecho en trecho el techo de teja que cubría la pasarela, serias columnas decoradas con imágenes de antiguos reyes decapitados. Farolillos de metal oscilaban colgados del techo, balanceándose a las órdenes de Eolo y añadiendo su chirriar a la sinfonía natural del mar, música siniestra a oídos del muchacho. El ambiente era un espejo del sentimiento pavoroso que inundaba a Jim, y que le hizo hablar por dejar pasar el tiempo, pese a lo desagradable de su interlocutor.

—Señor, ¿cómo se llama su hijo?

—Como yo.

—¿Y he de tratarlo...?

—Cierto, precisa un tratamiento, y el llamarle Louis me parece demasiado informal... es por derecho barón de Montrevere, como tal podéis tratarlo.

Llegaron al extremo contrario del puente. Terminaba en otra puerta similar a la primera, aunque de aspecto algo más recio y tosco. Jim miró con timidez, temeroso de obrar sin consentimiento. El conde lo animó a abrir esa puerta. Allí detrás estaba el hijo del conde, su condiscípulo, su compañero de por vida, un muchacho que jamás había abandonado ese lugar sobre el océano, criado al arrullo del mar furioso, sin conocer nada, salvo aquello a lo que su severo padre permitía el acceso a su prisión. ¿Qué clase de enfermedad le había confinado allí? ¿Qué tara o deformidad avergonzaba tanto a su antigua familia para enclaustrarlo de por vida? ¿Qué monstruo lo esperaba?

Abrió la puerta. Tras ella, de pie con las manos a la espalda, estaba el joven Louis Fauvert, barón de Montrevere. Era un muchacho de la edad de Jim, alto y delgado, de aspecto más que saludable, muy hermoso, de rostro casi femenino, cabellos dorados y vestido del mismo rígido negro que su padre, quien los presentó.

—Como ya te anuncié, este es el señor Billingam, tu compañero desde hoy. Señor Billingam, le presento al barón de Montrevere.

—Señor Billingam... interesante —dijo el joven barón, sonrió y le tendió una amistosa mano—. Sea bienvenido en mi casa.

____ 18 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Noche del viernes

—Ya está bien... —La vela casi se ha extinguido. Pone otra en su lugar y cierra la novela. El silencio es absoluto, sepulcral. Si abandona la lectura es imposible que no caiga rendido.

Aun así, permanece despierto, durante nueve velas. Se rinde cuando está por amanecer, o eso hemos de intuir, porque la luz del día no entra nunca en esos sótanos. Vuelve a su cuarto deprisa, sin los titubeos del viaje de ida. Allí toma pluma del bolsillo de su abrigo, y arranca la última cuartilla del folletín. De rodillas escribe sobre la cama, procurando alejar la luz de la vela con la que se alumbra de las resmas de papel viejo que lo rodean. Escribe como un prisionero garabateando una nota de auxilio. Pero no pide socorro. La nota dice:

Señor Aguirre, ¿quién es el asesino?

____ 19 ____

Dios no se fía de los británicos a oscuras

Sábado

¿Qué les estaba contando...? Ya recuerdo, andaba yo en el calabozo tras el asesinato de la Chapman, lamiendo mis heridas mientras Torres agotaba su ingenio y su bondadosa alma tratando de encontrar un camino apacible al torturado discurrir de mi existencia, que ahora se enfrentaba a tan incierta encrucijada. Superada la conmoción inicial, recompuesto el ánimo, armado de más decisión que recursos para llevar a cabo su empeño, se lanzó a la empresa de librarme de presidio. Fue a su embajada, a Hartford House en Manchester Square, y terció por mí. Se citó para cenar con el señor Ribadavia, hombre capaz que demostró en esta y postreras ocasiones ser orgullo de la diplomacia española, que ahora ocupaba un puesto de importancia dentro de la Cámara Española de Comercio, fundada no hacía ni dos años, y era primer secretario de la embajada. No es de extrañar al menos que fuera muy popular, pues no es común que dentro del
corp diplomatique
un funcionario permanezca tanto en el mismo destino. Diez años, ni más ni menos.

Yo no era compatriota de estos caballeros, por lo que Torres se vio obligado durante la velada a enfatizar mucho la importancia que mi amistad tenía para él, y que por tanto consideraría cualquier bien que pudieran hacerme como hecho sobre su persona. El favor se lo hacía a él, dijo, no a Raimundo Aguirre: mendigo, criminal y lacra para el género humano.

Fuera como fuese, las cosas toman su tiempo. Sin poder hacer nada más antes de ver al señor Ribadavia, mi amigo compró toda la prensa vespertina en busca de información respecto a lo sucedido en Hanbury Street. Extraña le pareció aquella ciudad una vez más, cuajada de noticias insólitas. Junto a las actividades sociales de la familia real o al comienzo ese fin de semana al norte del país de la primera competición o «liga» de equipos de
football
, deporte que estaba fascinando a los británicos con ese singular gusto suyo por el ejercicio físico y los juegos, se mezclaban asuntos tan raros como la intención de unos artistas itinerantes de la cera que habían ubicado su «museo» frente al London Hospital, en Whitechapel Road, en el mismo edificio donde poco antes se exhibiera al famosísimo Hombre Elefante, de preparar una figura que representara alguna de las víctimas del asesino de Whitechapel, para satisfacer por unos peniques el morbo de la población londinense y de paso lucrarse a su costa.

Poco tiempo después, la celebérrima Cámara de los Horrores del museo de Madame Tussaud, que ya por entonces gozaba de gran popularidad, añadió figuras referentes al crimen. Y no era esta la única muestra del humor oscuro inglés. Esa misma noche, como llevaba haciéndolo otras tantas y como lo haría en sucesivas cada vez con más éxito, el actor Richard Mansfield interpretaba en el teatro del Lyceo la obra
El Doctor Jekyll y Mr. Hyde
, basada en la famosa novela de Stevenson. Decían que la transformación del señor Mansfield era espectacular, que las damas salían presas de sofocos al ver cómo, sin trampa ni cartón, el actor tornaba su aspecto de respetable caballero al de un demonio, receptáculo de todas las vilezas del hombre. Y no pocos empezaron a jugar con la posibilidad de que tal monstruoso cambio físico no fuera acompañado de un cambio en el alma del actor, como en la del buen doctor del relato y, medio en broma medio en serio, aproximaban el nombre de Mansfield al del asesino. Lo cierto es que el horror que se posaba en las calles de Londres atraía más y más gente a cada función, a ver la portentosa transformación del actor. Seguro que esa noche, a las ocho y cuarto, la platea del teatro estaría a reventar, llena de buenas personas ávidas de terror, azuzadas por la sangre de una pobre mujer que aún manchaba ese patio de Hanbury Street.

¿Y este gusto siniestro era de verdad exclusivo de los hijos de la Gran Bretaña? No por cierto, pensaría Torres, pues algo más aparte de su interés por mi situación le había empujado a comprar tantos diarios. Se hizo con muchos, y los más populares de entre ellos habían sacado cuatro, cinco y más ediciones, empujados por la noticia que eclipsaba a todas esas estrafalarias compañeras suyas: esa mañana otra mujer había muerto a manos del Monstruo.

Pese a que Torres no disponía de la información precisa para juzgar la veracidad de lo que contaba la prensa, a la luz de lo obtenido a través de los investigadores de la metropolitana, Chandler, Thick y Leach, en el propio escenario del crimen, lo que se contaba en esos papeles era, como poco, algo inexacto. El Evening News llenaba las páginas de su quinta edición con terribles titulares:

OTRO ASESINATO EN EL EAST END, ESTA

MAÑANA TEMPRANO EN SPITALFIELDS

Una mujer degollada y su cuerpo destripado. Encontrado

un delantal de cuero. Las entrañas y el corazón arrancados.

¿Le extrajeron el corazón? Recordaba que el doctor Phillips y los detectives mencionaron que habían sacado las tripas a la mujer y las habían extendido sobre su hombro, pero él entendió que habían abierto el vientre, no podían extirpar el corazón por ahí, aunque... el doctor había asegurado que faltaban órganos. Los titulares del resto de los periódicos no eran menos alarmistas: «Cuarta víctima del maníaco», «Circunstancias que exceden en brutalidad a los otros tres crímenes de Whitechapel»...

Horrible. La prensa se hacía una aireando el espanto, gritando la monstruosidad del hecho sin ahorrar epítetos descarnados hacia el monstruo que lo perpetrara: «medio hombre medio bestia», decía el Star. Pese a este desafuero por mostrar los aspectos más temibles de la situación, las crónicas eran muy imprecisas en cuanto a las barbaridades hechas a la mujer. Hablaban de corazón, hígado y demás órganos extirpados y dispuestos en la escena, decían que la cabeza había sido casi desprendida del tronco y solo se mantenía unida a él por un pañuelo anudado, o por sus propias entrañas enrolladas en el cuello de la mujer. Pese a que aseguraban haber tenido declaraciones de Chandler y los otros policías, la información que aportaban parecía confusa y poco clarificadora. Había quien seguía barajando la posibilidad de que los crímenes eran obras de bandas, de los Hoxton High Rips Gang, una banda especialmente cruel. No era creíble, se lo digo yo, no sé de ninguno de mis compañeros de fechorías, ni entre los más brutales, que gustara de arrancar vísceras, extremidades sí, como a punto estuve de poder atestiguar yo mismo, pero no órganos.

Aun así, pudo sacar conclusiones de lo que leyó. El señor Davis, un hombre mayor que alquilaba una de las habitaciones de la propietaria del veintinueve de Hanbury Street, la señora Richardson, fue quién encontró el cadáver. Salió a trabajar y pasó por el patio a las seis menos cuarto cuando se encontró con la desdichada. La descripción del cadáver era más o menos coincidente en todos los diarios, con las discrepancias sórdidas de quién ponía mayor o menor ración de casquería, siempre descrita con la suficiente imprecisión como para que Torres no pudiera hacerse una clara idea de las heridas infligidas sobre aquella mujer. Todos estaban de acuerdo, eso sí, en la naturaleza espantosa del crimen, llegando algunos a asemejarlos a los horrores cometidos por nativos americanos sobre los colonos que capturaban. Yo conocía a un individuo americano conocedor de habilidades propias de los indígenas de su país, que gustaba de coleccionar vísceras y que en estos días residía en Londres. Pero no era yo quién leía esos periódicos.

Se hacía mucho hincapié en la aparición de aquel delantal de cuero, aunque bien es cierto que se mencionaba la posibilidad de una casualidad o hasta de que el asesino lo hubiera dejado con intención de causar confusión. También se hacía referencia al hallazgo de un cuchillo ensangrentado, así como los rumores de la detención de dos individuos en relación con el crimen, dos delincuentes comunes, uno de ellos debía de ser yo.

Reflejaban bien aquellos escritos el caos y el temor que reinaba en las calles. Caos que llevó incluso a avivar rumores sobre un segundo asesinato, esa misma mañana, cuando, según se decía, se encontró una joven degollada en el cementerio de St. Phillip's Church, a la espalda del London Hospital; una historia sin ningún fundamento, como reconocían muchos de los periodistas, al igual que otras tantas, como por ejemplo: una vecina que vivía al lado del lugar de los hechos declaró que en la puerta del veintinueve de Hanbury Street alguien había escrito: «Esta es la cuarta. Mataré a dieciséis más y entonces me retiraré». Torres vio esa puerta, y no recordaba haber visto nada parecido allí.

En otros periódicos, en especial en el Star, se cargaban las tintas contra la incompetencia policial, ensañándose con el Dr. Robert Anderson, jefe del CID que recientemente había sustituido al señor Monro, y contra sir Charles Warren, jefe de la policía Metropolitana, el mismo que mandara la triste actuación policial en el «domingo sangriento» de noviembre del ochenta y siete, quién había introducido un excesivo militarismo en el régimen policial (siempre a juicio de los periodistas), y a quién se le reprochaba desde la ineficacia de su sistema, hasta el no utilizar sabuesos para la búsqueda del criminal siguiendo los rastros dejados en el patio de la calle Hanbury. Decían que no disponían de pista alguna, que toda la policía se encontraba desbordada por los hechos, cuando no indiferente ante ellos. La gaceta Pall Malí, habitual agitadora social, se unía con mucha vehemencia a las críticas contra las fuerzas policiales, llegando a asegurar que el gobierno se ocupaba más de reprimir manifestaciones políticas en Trafalgar Square que en prevenir esos brutales asesinatos.

En medio del sensacionalismo propio de esas noticias, y de los malintencionados comentarios políticos, mal que bien podían vislumbrarse los datos reales del asesinato. La inexistencia de sangre en el acceso al patio indicaba que el crimen se había cometido en el mismo lugar donde se encontró el cadáver. Nadie oyó gritos, la mujer fue degollada, si no decapitada, y difícilmente pudo gritar nada. Aun así, vivía gente a escasos metros del lugar, como Torres podía bien atestiguar, y nadie se dio cuenta de lo más mínimo. Había otro testigo al que los periodistas se habían aproximado, el hijo de la propietaria, la señora Richardson. El señor Richardson aseguraba haber pasado por el patio, a comprobar el estado de la puerta del sótano, cerca de las cinco de la mañana, y no vio cuerpo alguno. Eso contradecía lo dicho por el doctor Phillips, recordaba Torres que el médico aseguró que la mujer había muerto a las cuatro o cuatro y media. Se hablaba de los objetos de la víctima encontrados, aunque no se mencionaba su extraña colocación, y también se hacía referencia de ciertas ausencias: parece que habían arrebatado a la mujer un anillo. ¿Ese era el motivo, el robo?

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