Bowels se limitó a callar, y a rezar porque el teniente hubiera muerto allí, en la emboscada que los dacoits habían preparado en la colina. No fue así, había muerto Brennan, no Hamilton. En cuanto regresó se echaron sobre él y lo desarmaron.
—¿Nadie detuvo esa atrocidad?
—Nadie, o casi nadie.
Sturdy titubeó. Gritó, echó mano a su pistola en vez de a su petaca por una vez en su vida, y su imponente presencia, que la tenía, hizo dudar al resto de la compañía, les hizo salir del espíritu de la jauría que los había poseído.
—Entonces De Blaise se acercó a él, que estaba pistola en mano, interpuesto entre nosotros y el teniente, rodeado de cadáveres de aldeanos birmanos. Le habló bajo, no sé qué le dijo. Sturdy cayó de rodillas, llorando, un hombre como él, un veterano bebedor, duro como el pedernal, gimiendo como una criatura. Se agarró al pecho, llevaba siempre el retrato de su mujer colgando de un pequeño relicario, y creo que se aferró a él.
—¿No tiene idea de qué pudo decirle? —preguntó Percy. El sargento negó con la cabeza—. ¿Y Hamilton...?
—Trató de escapar en ese momento. Fue derribado de un golpe por el mayor De Blaise...
—Imposible. —Torres se levantó y paseó su corpulencia por la habitación, indignado—. Eran grandes amigos, los mejores...
—Es un ser mezquino —dijo Abbercromby—, ya se lo he dicho. Continúe.
Convencido Sturdy del modo que fuere, ya no hubo más resistencia. Hamilton-Smythe se limitó a insultar a sus captores, a tildarlos de cobardes, hombres sin honor y sin respeto a nada. Alguno se envalentonó al oírlo y empezó a recriminar su condición; la llama de la ira, ya agitada por la carnicería de minutos antes, prendió con más virulencia. Todos enloquecieron, empezaron a golpearlo, a insultarlo, a descargar miedo y furia sobre él. Lo ataron a cuatro postes y pidieron al pequeño jinete del elefante que hiciera pasar a su animal por encima.
—¿Quién...? ¿Quién pudo concebir semejante barbaridad?
—Sé que no me va a creer... otra vez. Fue John De Blaise, el maldito John De Blaise. Dijo: «ya está bien, acabemos con este marica». Mandó clavar cuatro postes, lo ataron e hicieron que ese monstruo pasara por encima.
—Eso... eso lleva tiempo. Nadie...
—Nadie. Yo mismo clavé uno de esos postes, que Dios me perdone, juro que cuando lo hice no sabía que pensaban... creí que iban a humillarlo, a darle una paliza...
—¿Sturdy?
—Se fue. Se apartó de todo.
—Y cuando usted vio cómo acercaban el animal, no hizo nada.
—No... —El cuadro que el sargento pintaba era el de una locura colectiva, un arrebato de rabia descargada sobre la víctima más cercana. Eso es común entre gentes inferiores, como un servidor, o como la soldadesca que se deja llevar rápido por sus bajas pasiones y sus pánicos. En el caso de los oficiales, De Blaise por activo y Sturdy por pasivo, una actitud así solo era concebible si era causada por un odio extremo. ¿Qué causaba ese desprecio hacia Hamilton? ¿Su homosexualidad? ¿La vergüenza sobre el regimiento, sobre la familia Abbercromby? Nada lo justificaba—. Una vez muerto, alguien disparó contra el muchacho del elefante, y nos fuimos. Quisimos matar al animal, que permanecía dócil y quieto. De Blaise dijo que no era necesario, que dejáramos todo así.
—Encomiable la compasión que despierta una bestia en mi primo —dijo Percy, enfurecido.
—Sí... —prosiguió Bowels—. Nos fuimos. Un par de nosotros disparó al elefante pese a lo que dijo el mayor; ni se inmutó, recibió los impactos y corrió. Lo dejamos irse espantado.
—¿Y el cuerpo? —preguntó Torres, demudado por el horror.
—Quedó allí, lo abandonamos. De Blaise insistió...
—Torturado, insepulto, abandonado a las alimañas... Virgen santísima...
—Aún no ha terminado su historia —dijo Percy
—Para mí sí... ¿qué espera con esto, sargento mayor? ¿Cree que va a purgar sus pecados con esta confesión, o asesinando a De Blaise? Si las cosas son tal y como las cuenta, usted es igual de culpable, culpable de semejante atrocidad. No encontrará compasión en mí, se lo aseguro, y el perdón es alguien más alto el que debe dárselo, no yo.
—Solo quiero contarle lo que sé, la verdad. —Había un arrebato de dignidad en sus ojos llorosos, que se desbordaban de vergüenza—. No espero ya perdón a mis faltas y no me importa ir al infierno, porque ya he estado en él. A partir de entonces, tras dejar esa aldea llena de cadáveres, es cuando empezó nuestra condena, el castigo por lo que habíamos hecho, que tomo por bien merecido, no se crea...
Se conjuraron todos para contar la misma historia, en ello les iba la piel. Hamilton había muerto junto a los otros dos soldados, enfrentados en aquella escaramuza. Ya está, lo condecorarían y De Blaise volvería con ese honor para dárselo a Cynthia. El regimiento limpio de la lacra de ese invertido, el honor de Sturdy, fuera como fuese que se hubiera manchado, resarcido; todo impoluto salvo sus conciencias.
Ya al caer el día empezaron las lluvias. Avanzaron unas horas, hasta que encontraron un lugar oportuno para acampar. Nadie comentaba el incidente, nadie. Hicieron noche, y comenzaron las muertes.
Del sueño agitado del culpable que todos tendrían, fueron sacados a cañonazos. Bowels, que no estaba de guardia y dormía con la dedicación del veterano que sabe que ha de aprovechar las pocas horas de descanso de que dispone, creyó que era un sueño. Cuando una ráfaga de calor y humo, de hojas y ramas arrancadas, levantó sus tiendas impermeables de cuajo, tuvo que regresar a la violenta realidad de una vigilia apocalíptica, liderada por la figura de un paquidermo enloquecido, rampante, cargando hacia ellos entre la lluvia, aplastando vegetación a su paso con ira desbocada y con los cañones de ambos flancos humeando.
—¿El mismo elefante...?
—Como lo oye. Era fácil de reconocer por su tamaño, no muy grande para esa clase de animales, su baldaquín, sus pinturas y esos dos cañones.
—La pintura se habría ido bajo la lluvia —comentó Percy.
—Yo la vi igual...
—Serán pigmentos muy resistentes —dijo Torres, incómodo por esa superflua interrupción—, o tatuajes, vaya usted a saber cómo decoran esos pueblos a sus animales. ¿Qué más da? Siga contando. Alguien guiaba al elefante, entonces.
—Yo no vi a nadie, lo juro.
Salieron a estampida de allí. De Blaise no se atrevió en ordenar que se dispersaran, lo que eliminaría la efectividad de la carga del animal, por miedo a perderse en la noche. Dispararon contra la bestia, sin que una sola bala atravesara su piel. Y corrieron. Fueron hacia lo más espeso, en la esperanza de que eso retuviera al animal. El elefante alcanzó al soldado Trapshaw y lo aplastó. Junto a los tres caídos por los disparos sumaban cuatro bajas.
Pasaron toda la noche alejándose del monstruo, a quien, en efecto, parecía haberle demorado la fronda, o tal vez se había saciado con la sangre de Trapshaw. Corrieron bajo la lluvia que los atormentaba, a todos menos a Sturdy, inmune a los rigores del clima.
—Como el elefante y su pintura —interrumpió una vez más Percy.
—Por Dios, señor Abbercromby, es tarde y así no acabaremos... —Torres cayó, quedó mirando a la ventana que daba a la noche, había empezado a chispear y las gotas se pegaban al vidrio y se deslizaban creando elegantes dibujos. No dijo nada. Bowels, incómodo, miró a Abbercromby, y siguió hablando, más bajo, estrujando su gorra entre sus manos porcinas.
—Sí... a Sturdy no le molestaba el frío o la lluvia, decía que de joven tuvo un accidente...
—Torres —dijo Percy—. ¿Ocurre algo?
—No...disculpen. Continúe señor Bowels.
Prosiguió. Los remordimientos y la superstición empezaron a hacer su propia guerra de desgaste sobre la compañía. Hubo voces, de momento tímidas, que hablaban de un castigo justo, que la naturaleza del animal se revelaba contra lo que le habían hecho hacer. El mayor acalló esas voces con autoridad.
La siguiente noche mantuvieron una guardia más firme, turnos de cuatro hombres, sin excluir a la oficialía. Teniendo en cuenta que ya solo quedaban once en total, los turnos no eran muy cómodos. No sirvió de nada.
Davis despertó a los dormidos con un tremendo grito. Luego el silencio, solo la lluvia se quejaba. Ese silencio era el más claro anuncio de que el infierno se volvía a desatar.
De Blaise y el mismo Bowels, que andaba de guardia, corrieron, fusil en mano, a socorrer al centinela mientras el resto se pertrechaba con rapidez, pues todos dormían abrazados a sus armas. Davis no estaba en su puesto. Todo eran ramas rotas, árboles caídos. Oyeron un gemido. A dos o tres metros yacía el soldado, sujetándose las tripas que se desbordaban sobre el humus del suelo, brotando de un agujero de quince centímetros en su vientre.
—Mayor... —susurro al ver a De Blaise a su lado, con apenas un hilo de vida sujetándolo, apartándolo de la muerte por unos instantes—. No le oí llegar... no le... su colmillo... —La lluvia se lo llevó para «el otro barrio», como diría Torres. La bestia, el paquidermo salido del tártaro le había atravesado con uno de sus colmillos, acercándose a él con el sigilo de un asesino, sin que nadie lo oyera.
Bowels trató de aguijonear a su oficial, que había quedado aturdido, empeñado en tapar el enorme agujero por donde se habían fugado las entrañas de Davis.
—¡Señor! —lo apremió—. Tenemos que ponernos en marcha. Si esa cosa nos coge desprevenidos... —De Blaise reaccionó. El resto de sus hombres ya estaban a su lado, empapados, temblando de miedo. Formaron un círculo en torno al mayor, buscando en el oficial su salvación.
—Al norte —dijo mientras sacaba su brújula en el momento que un barrito sacudió la jungla, casi apagó la lluvia. Todos giraron a un tiempo, protegiendo... por instinto el cadáver de Davis, dándose la espalda unos a otros.
Un crujir de maderas y todos empezaron a disparar a la lluvia.
—¡No, alto! —trató de poner orden De Blaise—. ¡Alguien ha visto algo?
—Nada... nada salvo nuestros propios miedos —comentaba el sargento mayor—. Disparamos a la noche, a los fantasmas que venían a reprocharnos nuestros actos; del elefante no había señal alguna.
Hasta que la hubo. Se formó en medio de lluvia y la desolación. Bramando atacó a la compañía con todas sus armas descargadas por su indisciplinado ataque. Agarró a un hombre con su trompa y lo estampó contra un árbol. De Blaise disparó su arma corta. Las balas rebotaban sobre esa piel oscura y rugosa.
—¡Correeeed! —Qué otra orden cabía dar. Qué otra... orden. Corrieron despavoridos, escuchando los gritos de los que quedaban atrás y eran aplastados por la bestia, iluminados por rayos que una furiosa tormenta, contagiada del ánimo del elefante asesino, descargó sobre la columna. Consiguieron huir de la masacre a duras penas seis supervivientes: el mayor De Blaise, el capitán Sturdy, Canary, Jones, Trip y Bowels. En mayor medida gracias a las voces enérgicas del sargento, que se impuso a la cacofonía del animal y la lluvia.
—Toda una hazaña de su parte, dada la situación —comentó Torres con desdén, no tenía gana alguna de encomiar las acciones de esa banda de asesinos cobardes.
—En absoluto, señor —se disculpaba Bowels al momento—. En medio de aquella matanza, la voz de un suboficial es como el madero para el náufrago. Yo dije: «seguidme», y la mayoría lo hizo. Tuve suerte donde puse los pies en esa oscuridad de muerte.
Creo que... nuestro tiempo se ha acabo, ¿no? Sí, empiezo a notar el cansancio. Pero aún queda por contar el final... si quiere.
Sí. Si son tan amables una vez más. Ya saben...
No. Solo... eso es. Gracias...
Bien... como les decía, por su buena estrella, seis seguían a salvo. La suerte no podía durar mucho más. No iban a llegar a Kamayut, no con la venganza hecha elefante persiguiéndolos, que había detenido su carga movido sin duda por un brutal deseo de tortura, de prolongar el placer de la caza. De eso eran conscientes. Seguía lloviendo.
De Blaise, una vez concluida la fuga por el agotamiento de los corredores, y tras el desalentador recuento de efectivos, estaba decidido a hacer frente al animal, mientras que Trip y Canary se sumían en una resignación de borregos culpables.
—Nos merecemos esto —decían—, es el demonio que viene a castigarnos...
—¿Y usted? —preguntó Torres.
—Yo no me dejo matar, ni ante el cadalso que me espera me rendiré.
Así, Bowels instó a todos con su entusiasmo de veterano a hacer frente, a morir matando. Sturdy tuvo una idea. Cazarlo como a un elefante, es lo que era, ¿no? Si era el demonio disfrazado de animal, se le cazaría como animal y así aprendería a tomar mejores disfraces.
Buscando el lugar más apropiado llegaron a uno similar al que describiera De Blaise en su versión del incidente: un hoyo natural creado por las lluvias torrenciales en la cepa de una empinada colina. De prisa, casi extenuados por el miedo y la tensión, pasaron todo el día cavando, agrandando el agujero, convirtiéndolo en un foso, reforzándolo y llenándolo de estacas. Bajo la lluvia la tarea era agotadora y frustrante, y solo se consiguió acabar a tiempo, ya casi anochecido, por la pericia de ingeniero de Sturdy y su indiferencia ante la furia que Zeus descargaba sobre sus cabezas. Por suerte el animal no era de los más grandes de su especie.
El mismo capitán hizo de cebo, él y Bowels. Salieron a la intemperie, gritando, a cien o ciento cincuenta metros de la trampa, donde la vegetación raleaba. Este era el plan. No creían que el animal se demorara mucho, eran claras sus ansias, su deseo de ajusticiar a todos y cada uno. Sin embargo, la criatura no daba señales. ¿Se había ido? ¿Se escondía animado por su intelecto asesino que le había desvelado la trampa preparada? De Blaise les instó a que se adentraran más en la jungla, a que barajan a lo más profundo, a que citaran al monstruo en su propia morada vegetal. Así lo hicieron, sin dudar.
—Prefería encarar la muerte que aguardarla como una res en el matadero. —Tal era la actitud de Bowels en un principio, hasta que el silencio, la lluvia y la oscuridad se le agarraron a su bravo corazón. Caminó casi a tientas, seguro de que si se topaba con el animal, sería su muerte, deseando que Sturdy lo encontrara antes, o que llegara por sí solo a la trampa, que su participación en la caza hubiera terminado—.Yo lo vi primero, y callé —confesó Bowels. Se topó con el elefante a los diez minutos de patear la selva, entre espesos matorrales, quieto, paralizado, casi camuflado, de modo que solo pudo verlo gracias a un rayo que no calló lejos. Llegó a pensar que muerto o tal vez muriendo bajo la lluvia. ¿Por qué no? Podía haberle caído un hermano del mensajero del cielo que lo había desvelado a sus ojos o... un nuevo relámpago trajo otra revelación: tras un ciclópeo árbol de teca, a escasos metros tanto de él como del paralizado animal, vio a Sturdy, haciéndole gestos, señalando al animal dormido.