—Me complace confirmarlo —Bill cruzó las piernas.
—¿De dónde obtuviste la información?
—De la fuente más directa y confiable: mis sueños. El Señor me permitió ver, como en una película, las cópulas que Eva practicaba en el Paraíso a espaldas de Adán. Me permitió observar cómo la serpiente introducía su cabeza en la vagina y le depositaba su esperma. También vi los primeros hijos de Caín, los judíos originales, que tenían cabeza de víbora y cola de cerdo.
—Sueños privilegiados, no hay duda. Tienes la pasta de Jacob y de José, grandes receptores e intérpretes de sueños. ¿Crees que la ausencia de estos datos en la Biblia invalida nuestra hipótesis?
—Claro que no. Tampoco deberíamos decir “hipótesis”. Es la verdad —replicó Bill.
—Digamos que es una interpretación.
—Es la verdad. —Bill lo miró con reproche.
Robert Duke volvió a sonreír y los filosos rasgos de su cara se tornaron más agudos aún.
—Me gusta tu firmeza.
—Viene del Señor, que es mi roca.
El pastor de Carson contrajo sus desconfiados párpados, miró el reloj e invitó a Bill a un segundo encuentro. Habían charlado durante dos horas y media.
En la nueva reunión ya no necesitaron ablandarse con rodeos y se refirieron de entrada, no más, a las cópulas de Eva y la serpiente.
—De esto yo hablé con Asher Pratt —informó Robert Duke.
—¿Conocías a mi predecesor?
—¿Si lo conocía? Pues... —Hizo una mueca. —Fue mi discípulo.
A Bill se le cayó el mentón.
—Tuvo una extraña muerte... —Se acarició lentamente la nariz sin quitarle los ojos de encima.
En los oídos de Bill volvió a tronar la locomotora y en su retina aparecieron las chispas que las ruedas de acero arrancaban a los rieles.
—Durante unos años trabajó en mi iglesia. —Duke se recostó contra el respaldo de la butaca para mantenerse relajado pese al enojo que le provocaba el tema. —Me debía sus conocimientos. En forma transitiva, ahora la deuda... es tuya —le ofreció otra taza de café para disminuir la dureza del tono.
—Explícate. —Bill recordó que una interferencia invisible había malogrado su cura del paralítico. Este pastor era más importante de lo imaginado.
—Por supuesto.
Vació la copa de jugo y se dispuso a impresionarlo con su revelación.
—Vayamos de lo simple a lo complejo. La Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel es un movimiento aún pequeño, pero en firme expansión. Se asienta sobre pocos y fértiles principios que ya conoces, porque yo se los enseñé a Asher, y Asher, a ti. ¿Te los recuerdo?
Abrió los dedos de la mano izquierda y con el índice derecho se dobló el pulgar.
—Uno: los verdaderos integrantes del pueblo norteamericano son los israelitas del Antiguo Testamento, descendientes de las Diez Tribus presuntamente perdidas, cuya raza es aria, como te dijo Asher.
Luego dobló el índice.
—Dos: los judíos, en cambio, son semitas y descienden de Satán, la serpiente, y del asesino Caín.
Dobló el dedo mayor.
—Tres: Adán y Eva no fueron los primeros seres humanos, como creen equivocadamente los cristianos de otras denominaciones, sino la primera pareja humana plena, blanca y pura, a imagen y semejanza del Señor. Las otras razas... negros, asiáticos, hispanos, mesorientales, indios y esquimales... provienen de los monstruos preadámicos.
Dobló el anular.
—Cuatro, la guerra de Armagedón con armas atómicas y bacteriológicas es inminente y enfrentará a las hordas subhumanas con el pueblo elegido.
Quedó levantado solamente el meñique.
—Quinto y último punto: te lo diré cuando bebas la tercera taza de café, porque no se comprende tan fácil.
Bill se rascó la nuca y pensó que Robert dosificaba la expectativa como si estuviese hablándole a una gran audiencia. Seguro que predicaba muy bien; por algo Asher Pratt lo había tenido de maestro varios años. Escanció el resto del café, añadió unas gotas de leche, media cucharadita de azúcar y revolvió con aparente tranquilidad.
—Mira —prosiguió Robert; su rostro evocaba a Mefistófeles—. Contra nuestra fe trabajan hombres que han logrado un indebido prestigio: se llaman historiadores, exégetas, teólogos, defensores de derechos humanos, antropólogos. Pretenden refutarnos con documentos apócrifos y pistas que no merecen crédito. Algunos hurgan papeles antiguos y ambivalentes; otros los fraguan. Su objetivo es destruir nuestras comunidades. Profanan la sagrada Biblia y la “historizan”; es decir, la convierten en un texto más entre los miles de sucios textos que escriben los hombres, no Dios. Y la manosean como si fuese igual a cualquier producto humano: caprichoso, contingente, perecedero. ¿Me sigues?
—Perfectamente.
—Inculcan ideas ridículas, trasnochadas, como la famosa hermandad de todos los seres humanos y que los judíos son los descendientes de Israel. No es cierto. Ni los judíos descienden de Israel ni todos los hombres, o seres con aspecto humano, descendemos de la misma pareja. Esto lo advierte cualquiera que se ponga a reflexionar. Los mogoles, los negros y demás subhumanos se parecen a las bestias, no a nosotros. No tengo que insistir: lo sabes perfectamente y lo predicas con eficacia. A esos enemigos se refiere el quinto punto. —Levantó el meñique.
—A los defensores de derechos humanos, antropólogos, historiadores, periodistas...
—Así es. Niegan y se burlan de nuestro auténtico origen ario-israelita. Son nefastos. Debemos combatirlos sin tregua porque pretenden invalidar nuestra doctrina.
—No tengo inconveniente en atacarlos donde y cuando se presente la ocasión.
—Así me gusta. Pero no te he llamado para repetir lo que ya sabes, aunque es bueno repetirlo. Te he llamado para decir lo que Asher callaba.
—¿Por ejemplo?
—Que él había integrado mi iglesia.
—¿Cómo sabes que no lo decía?
—Porque me lo confesó Lea. Ocultaba su antigua relación. Y exigió que ella hiciera lo mismo.
—¿Entonces también conoces a Lea?
—Sí, bastante...
Bill lo miró fijo.
Robert Duke le devolvió la mirada.
—Es mi hermanastra —agregó.
Bill pellizcó los bordes de los apoyabrazos.
—Era hija de la mujer con quien se casó mi padre luego de enviudar —refirió con lentitud, palabra tras palabra—. Mi padre tenía ya tres hijos y, a partir de entonces, fuimos cuatro.
—Tu hermanastra... ¡Ajá! Por cierto que me acabas de sorprender, reverendo.
—Convivimos sólo seis años, porque mi padre falleció y Lea se fue con su madre. Luego supe de su noviazgo con Asher Pratt. Lo tomé entonces como una manifestación del Cielo, una posibilidad de reunir otra vez la familia. Lea era una buena mujer; Asher tenía vocación y le entusiasmaba nuestra doctrina. Aceptaron instalarse en Carson y empezamos una fructífera actividad. Pero... —Necesitaba una pausa y la dedicó a comer una galletita. —Los caminos del Todopoderoso resultan enigmáticos para la mente estrecha de los hombres. Asher no resultó ser lo que parecía: contra unos gramos de virtud cargaba toneladas de maldad. Fue traidor y embustero. Ahora que ya no vive y Lea no me oye, puedo decir que el Señor hizo bien en apartarlo de la vida.
Bill observaba de soslayo al pastor y advertía que guardaba un resentimiento extraordinario.
—Luego de aprender y trabajar conmigo, forzó a mi hermanastra a abandonarme. Se fue de manera escandalosa; inventó la carpa azul y construyó una impostura del Tabernáculo con plumas de pavo real. Un disparate. Decepcionó la esperanza que yo había depositado en su talento. Acaparó mis enseñanzas, pero sin honestidad. A su precaria tienda ni siquiera le puso un nombre correcto, algo que remitiese a la Identidad Cristiana. Fue cegado por su ambición y se dedicó a juntar dinero. Me ha llegado la versión de que Dios se lo llevó en un carro de fuego, ¿verdad? Creo que así lo has comentado a tus feligreses.
—Sabes mucho, reverendo.
Un atardecer, ambos pastores permanecían sentados en la penumbra mirando por la ventana cómo descendía la noche. Duke puso en sus labios un cigarrillo y palpó en los bolsillos de su camisa hasta dar con el encendedor. La breve llama resplandeció en el metal y prendió el tabaco. Bill tuvo de repente frente a sí un rostro enigmático, con arrugas y cicatrices, concentrado en chupar el naciente humo. Conos negros se elevaban de su nariz, cejas y orejas. Los párpados contraídos apenas dejaban ver sus ojos. Sus manos, que rodeaban la punta del cigarrillo para proteger el fuego, evocaban las de Frankestein.
—El mundo acabará mal, muy mal, si no tomamos la iniciativa. La bocanada salió con un suspiro. —Es evidente que el comunismo, la democracia, los derechos humanos, la guerra, son todos inventos que los preadámicos aplican según convenga, aquí y allá, allá y aquí, para lograr el dominio del mundo.
—Dicen que en Corea pretendimos frenar el avance comunista —comentó Bill.
—El avance preadámico. Pero sólo conseguimos migajas de victoria. Mientras luchábamos en los valles y en la montaña, nos saboteaban desde la prensa antipatriótica y también desde las organizaciones pacifistas. Se trataba de operativos aviesos, múltiples y simultáneos.
—Nos confunden.
—Tienen la inteligencia de Lucifer. Y saben usarla. Quien advirtió esto con extraordinaria lucidez fue Henry Ford.
—¿Ford?
—¡Ah, es una historia impresionante! Ford se enteró y tuvo el coraje de difundir lo que muy pocos norteamericanos conocían. Era un hombre de negocios imaginativo, práctico y permeable. A mediados de la década de los 20 uno de sus representantes le obsequió un pequeño libro que había traído una tal Paquita Shishmareff, emigrante del infierno desencadenado en Rusia por la revolución bolchevique, y que explicaba las secretas operaciones realizadas por los judíos en Europa desde hacía tiempo. El libro se titulaba Los
protocolos de los sabios de Sión.
—Ah.
—El clarividente Ford ya olfateaba la amenaza de las razas inferiores desde un lustro antes, y ese volumen fue como una explosiva revelación. Sin pérdida de tiempo ordenó su reimpresión masiva. Y también ordenó que fuese acompañada por comentarios alusivos en su semanario
Dearborn Independent.
Esta serie de artículos fue titulada desde el comienzo con una frase perfecta:
El judío internacional.
Aparecieron en noventa y una semanas consecutivas. Por primera vez, y sin rodeos, un norteamericano acusaba a los judíos de crear y utilizar el comunismo, los sindicatos, el alcohol, el juego prohibido, las finanzas internacionales, la música de jazz, la perversión de las costumbres, los diarios y el cine.
—¿Todo eso?
—Parece increíble, ¿no? A Henry Ford hay que agradecerle su contribución colosal, que se expandió como una bomba. Su semanario empezó a publicar los comentarios de
El judío internacional
con una tirada de 72.000 ejemplares y terminó con una tirada de... ¡300.000! Entusiasmado por la recepción que obtenía, ordenó reunirlos en una obra en cuatro tomos, de la cual vendió más de 500.000 ejemplares y fue traducida a dieciséis idiomas.
—Sabes mucho, reverendo —repitió Bill.
—En repetidas declaraciones públicas insistió en que estaba ayudando a generar un despertar del mundo ante la inminente catástrofe. Y la catástrofe vino.
—La guerra mundial.
—Efectivamente. Estás atando los cabos. Quien no dudó en reconocer los méritos de Henry Ford fue Adolf Hitler en persona.
Duke se levantó, encendió una lámpara y buscó entre los volúmenes que forraban la pared una edición de 1935. Lo abrió y leyó el elogio firmado por Hitler en la primera página: “Miro al señor Heinrich Ford como mi inspirador. Ojalá pudiese enviar algunas de mis tropas de choque a Chicago y otras ciudades de los Estados Unidos para ayudarlo en las elecciones. Vemos al señor Heinrich Ford como el líder del creciente movimiento fascista en los Estados Unidos. Hemos traducido sus artículos y los hemos publicado. Su libro circula en millones de copias”.
—Déjame ver —pidió Bill.
Duke le entregó el volumen abierto.
—En 1938 —agregó mientras apagaba el cigarrillo—, antes de que los preadámicos desencadenaran la guerra, Henry Ford se convirtió en el primer norteamericano que recibía el más alto homenaje del Tercer Reich: la Gran Cruz del Águila Germana.
—Admirable. Pero, ¿cuánta gente lo sabe?
—Poca. Los descendientes de Ford se han ocupado de borrar huellas que podían arruinarles la venta de autos. No genera simpatías adherir al nazismo, porque estuvimos en guerra con él. Pero el nazismo no ha muerto. Nosotros continuamos defendiendo algunos de sus principios a través de la Identidad Cristiana. Debemos hacer frente a las tropas de Lucifer. Tenemos que vigorizar nuestras comunidades, debilitar a nuestros enemigos y armarnos para la nueva guerra.
—Es la misión.
—Es la misión.
DIARIO DE DOROTHY
¡Bill regresa nuevamente a Pueblo! En estos años hemos mantenido una buena comunicación por carta, pero todavía nadie logró ser invitado a Elephant City y tampoco nadie se arriesgó a caerle de visita sin permiso. Ese lugar es objeto de especulaciones porque hasta el nombre resulta increíble: en el oeste podemos imaginar todo tipo de
animales,
menos canguros de Australia o elefantes de la India. ¿Qué causa ha dado origen a un nombre tan exótico como Elephant City? Hasta lo de “city” suena inverosímil allí, en los desiertos que rodean el cañón del Colorado.
“Puede que el nombre se haya inspirado en un viejo elefante olvidado por un circo de gitanos”, dijo Lucas Zapata, riendo, para vengarse del desaire que le infligió Bill.
Evelyn, en
cambio, sostenía que no era de extrañar, porque los príncipes de la India usan elefantes, por lo cual el nombre tenia valor emblemático. “Bill tiene un aire palaciego, no olvides.” En la intimidad ella sigue llamando “príncipe” a mi hermano, pese a su inexplicable indiferencia. A mi juicio, el nombre de Elephant City no tiene importancia. Pero sí me importa (y preocupa) que mi amiga se haya convertido en una devota. Corrijo: en una devota fanática. Cada tarde lee la Biblia y no pierde ocasión de intercalar imágenes de los salmos. Habla como una vieja, o como un pastor. Viste ropas negras o grises, mientras sus antiguos vestidos de fiesta duermen en el placard. Su madre, asustada por el vuelco místico, la obligó a realizar una visita al psiquiatra, que, sin embargo, etiquetó su conducta como vulgar rebeldía adolescente.