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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (14 page)

BOOK: Los iluminados
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Una bomba de alquitrán explotó a la medianoche en la puerta del profesor Charles Klenk. Nadie se atribuyó el atentado. En Elephant City resultaba difícil encontrarle enemigos. Era un pacífico docente de Historia en la universidad católica de San Agustín. Tenía una agraciada esposa y dos hijos pequeños. Su vida era rutinaria, y su deporte favorito, el tenis, que practicaba dos veces por semana con un grupo de amigos. Acababa de publicar un libro de limitada difusión —editado por la misma universidad— en el que describía las leyendas, los mitos y fantasías que se fueron creando en torno de las diez tribus perdidas del antiguo reino de Israel. Basado en pruebas arqueológicas, traducción de textos cuneiformes y estudios comparados, daba por tierra con las teorías sobre la supervivencia de aquellas pequeñas organizaciones. El exilio forzoso que impusieron los conquistadores asirios pretendió —y consiguió— diluir a los miembros de esas tribus entre los habitantes del imperio. Sólo quedaban como material de ficción.

El reverendo Robert Duke, en nombre de la Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel solicitó al diario local que le publicase una declaración de repudio a la violencia, pero en la cual también advertía sobre el daño que cometían los historiadores que se empeñaban en difundir mentiras en cuanto a temas vinculados con la fe.

Bill leyó el texto y, tras hacerle un guiño, se lo pasó a Pinjás.

La bomba arrojada en la casa de Charles Klenk fue la primera del año. Pinjás la armó y colocó con alto virtuosismo. No pretendía matar, sino disuadir a los irresponsables que se divertían metiendo confusión. La estrategia funcionó bien, porque tras esa bomba los originales de un segundo libro que el profesor envió al consejo editorial de la universidad fueron rechazados por mayoría de votos. Si no era Klenk el asustado, sí lo estaban sus colegas. El mensaje resultó eficaz.

Pinjás era el nombre con que Robert Duke había bautizado al basto Todd Random, llegado de Nueva York tras incontables peripecias. Ahora se ocupaba de las acciones punitivas que, para gloria del Señor, acordaron Duke y Bill en un encuentro. Luego de trabajar Pinjás tres años en Carson, ambos pastores decidieron que se trasladase a Elephant City y sirviera bajo las órdenes de Bill, ya que éste era más joven y se ocuparía del proselitismo activo. Duke, en cambio, enriquecería la doctrina y dibujaría la estrategia. También se pusieron de acuerdo en que el dinero no sólo debía provenir de las ofrendas legitimadas con el nombre de “diezmo” (casi nadie donaba el diez por ciento). Por lo tanto, correspondía apelar a métodos heterodoxos, ya que los seres humanos se resisten a caminar derecho y necesitan algunas reprimendas. Para esto último Pinjás era el hombre indicado, ya que contaba con una experiencia que congelaba la sangre.

Todd Random era cerril y corpulento. Su voz ronca parecía una demolición. Debía esmerarse para no provocar susto. Empezaba por las mañanas con un ataque a su barba, que enjabonaba con paciencia y luego rasuraba una y otra vez. A menudo el esfuerzo le producía tajos cuya sangre cohibía con trozos de papel higiénico. Tampoco era fácil domeñar los pelos de su cabeza, erectos como lanzas: debía mojarlos y aplastarlos con grasa perfumada, todo lo cual, en el mejor de los casos, lo hacía parecer coronado de asfalto.

Había nacido en Manhattan, llamada por Robert Duke “tierra de filisteos”. Su barrio se extendía por el borde oeste. Con acierto fue calificado el Basural de las Delicias, porque en sus calles se entrecruzaban los adoradores de ídolos con los sirvientes de Lucifer. Abundaban las Dalilas empeñadas en seducir a cuanto Sansón ingenuo tuvieran a su alcance. Por todas partes fermentaba la guerra por dinero, sexo y poder. Mientras algunos niños jugaban al béisbol, vendedores ambulantes voceaban mercaderías, una familia festejaba la boda de una hija y otra sollozaba el velatorio de un hijo. En el fondo de enmarañados caseríos los mañosos jugaban a las cartas, planeaban nuevos asaltos o resolvían sus diferencias a tiro de revólver.

En ese Basural, Todd aprendió el oficio de una guerra sujeta a pocas normas que practicaría hasta el ocaso de sus fuerzas. Cada niño del barrio debía asociarse con una pandilla cuyo nombre era el apellido de su líder o una fantasía sádica: Descuartizadores, Reventadores, Sanguinarios. En las pandillas con historia había que pasar por ceremonias de iniciación que consistían en infligir perjuicios a un rival. Se consideraba un profesional quien recibía ofertas monetarias para herir a alguien caído en desgracia, romper vidrieras o espantar caballos. Las remuneraciones empezaban con cinco dólares. Los asesinatos se pagaban mucho mejor, pero requerían entrenamiento y probada capacidad para sellar los labios. La paga superaba los cien dólares si tras el homicidio le hacían llegar a la familia un trozo del cadáver, como, por ejemplo, una mano con los anillos intactos para que no hubiera dudas y sirviese de escarmiento.

Durante el asfixiante verano, Todd y sus compinches violaban la prohibición de bañarse en las aguas contaminadas del río Hudson. Competían en el rescate de animales muertos. Al final de la jornada comparaban sobre el muelle sus ganancias respectivas. Juntaban perros, ratas y gatos podridos. Pero si se topaban con un cadáver humano lo dejaban pasar, a fin de no complicarse con los deudos o con sus asesinos.

En diez años Todd recorrió el borrascoso espinel. Empezó con cinco dólares por aplicar golpizas sin secuelas graves, luego pasó a siete, doce y veintitrés, en los que registró hazañas inolvidables: dos hombres tuertos, cuatro con un brazo inutilizado y una mujer a quien le arruinó la cara con ácido nítrico. No se contaban las costillas quebradas. Llegó a embolsar cincuenta dólares por prender fuego al estudio de un abogado. Más adelante recibió ciento ochenta dólares por hacer morir en un accidente de tránsito a dos testigos molestos. A cambio de doscientos dólares le quebró la nuca a una mujer infiel mandándola escaleras abajo. A continuación fue contratado por la mafia de Meyer Lansky, donde sirvió ocho años.

Cuando huyó a Texas por guardarse en forma indebida una parte del botín, debió enfrentar un problema sumamente grave. Conducía su auto con exceso de velocidad y un vehículo de la policía se le adelantó, le hizo señas y lo obligó a estacionar sobre la banquina. Bajó un uniformado negro, de complexión atlética. Era un oficial que asustaría a cualquiera, menos a Todd Random. Verle la tez oscura, los labios gruesos y la nariz ancha era suficiente para generarle fastidio; en Nueva York había destrozado la cara de por lo menos veinte negros. El hombre se aproximó con la lentitud que en estos casos suelen desplegar los agentes, le pidió que bajase el vidrio de la ventanilla y le reclamó el registro de conductor. Todd lo tenía en su billetera, pero le sublevaba obedecer órdenes de un individuo de una raza inferior.

—Escuche, estoy apurado.

—Ha cometido una infracción seria. Muéstreme su licencia, por favor.

—No he cometido ninguna infracción. Usted me está provocando.

El policía olió ferocidad y se dirigió a su coche para pedir ayuda. Todd lo alcanzó de un salto y, antes de que el policía pudiera reaccionar, lo derrumbó de un golpe en la nariz. Con otro directo a la boca del estómago lo puso fuera de combate.

—Negro de mierda...

Ese mismo día lo arrestaron. Durante el juicio manifestó sin rodeos que en los Estados Unidos debía volver a regir la supremacía blanca. El fiscal creyó que Todd Random se cavaba la tumba. Pero el jurado, compuesto por blancos, lo declaró inocente. Fue aplaudido en la escalinata de los tribunales por miembros del Ku Klux Klan y apareció en el diario local con foto y un artículo.

Estimulado por el inesperado apoyo del Ku Klux Klan, decidió rapiñar a unos malditos amarillos. Necesitaba dinero y hombres para hacer frente a las inminentes represalias de Lansky. Unos pescadores asiáticos habían formado una comunidad en las cercanías de Houston para dedicarse a la pesca de camarones. Con su repentina celebridad, Todd pudo reunir un grupo de voluntarios y asaltó durante la noche un barco de pesca. Golpearon, amarraron y llevaron a tierra a dos marineros. Después escribió en ambos costados de la nave con grandes letras rojas:

¡Go home!”.
Finalmente roció con nafta el interior y le arrojó un fósforo. Los japoneses no pudieron rescatar el barco, pero centenares de ojos leyeron el mensaje antes de que lo consumieran las llamas. El hecho se convirtió en una clara advertencia.

A la noche siguiente, pese a que reinaba gran agitación y muchos hombres montaban guardia, Todd y sus voluntarios consiguieron incendiar dos botes más, uno en el muelle de pescadores y otro en la marina. Fue un operativo de alta destreza, digno de gente experimentada.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Varios ciudadanos estadounidenses comprendieron que había sido un error permitir que los asiáticos se instalaran en ese sitio. Efectuaron rápidas consultas y decidieron cancelar unilateralmente los contratos de alquiler. Sin endulzar las frases, pidieron que se fueran enseguida a otro estado.

Para un guerrero común, este triunfo habría sido suficiente. No para Todd Random, porque sospechaba que los japoneses ofrecerían resistencia. Se impuso la tarea de efectuar alrededor de cuarenta llamadas diarias, amenazándolos con nuevos incendios.

Las víctimas, doblegadas, aceptaron su ofrecimiento de protección a cambio de cien dólares por familia. Su tarea, sin embargo, fue interferida por el arribo de tres defensores de derechos humanos que hablaron con los líderes de la comunidad.

Todd no iba a darse por vencido, así que coordinó con sus amigos del Klan un espectáculo aleccionador. Reunió a quince hombres y efectuó un paseo triunfal en barcos de pesca por toda la bahía. En el mástil del más grande colgó un muñeco de cabeza amarilla. Algunos miembros del Klan vestían el uniforme completo, con túnica y capucha blancas; otros lucían camisas negras con las debidas insignias. Se detuvieron frente al muelle donde los asiáticos desembarcaban su mercadería y rodearon los botes que aún no habían anclado. Agitaron rifles y aullaron insultos. Algunos pescadores se arrojaron al agua. La demostración de fuerza acabó con la quema del muñeco y una alarma generalizada.

El éxito habría sido ejemplar si no hubiese intervenido un grupo de abogados que convencieron a los pescadores de poner en marcha acciones judiciales. Todd Random tuvo que abandonar el estado de Texas, y sus amigos del Klan optaron por guardar silencio.

Lamentablemente para él, los hombres de Meyer Lansky lo habían localizado. Tenía que cambiar a diario de motel y de disfraz. Pero su pelo de asfalto, su cutis plagado de cicatrices y su torpe andar lo delataban. Llegó al estado de Arizona y fue hasta la pequeña localidad de Carson. Lo atrajo ese nombre porque remitía a un héroe que supo usar las armas. Por razones que después Robert Duke atribuyó a la Providencia, fue a un servicio de la Identidad Cristiana. Allí Todd escuchó las teorías sobre las razas preadámicas, las bestias del campo y los hijos de Satán, que le sonaron a una verdad tan obvia que se asombró de no haberlas incorporado antes. Había presentido algo así desde el indefinible rencor que latía en su alma contra negros y judíos, en especial desde que entró en conflictos con esa mierda de Lansky, pero nunca había oído un fundamento religioso tan lógico y firme. El pastor hablaba claro; era un hombre huesudo vestido de negro, una especie de fantasma que navegaba entre lo natural y lo sobrenatural.

Cuando terminó el servicio, Todd se acercó con cierto titubeo a Duke, quien enseguida advirtió su excepcional aspecto lombrosiano. Mientras hablaban, el pastor captó la cuota de útil criminalidad que se amontonaba en ese gigante de pelo grueso y piel cortajeada. Lo llevó a un costado de la iglesia y le formuló unas preguntas. En sólo quince minutos tuvo la certeza, como si estuviera escrito sobre papel, de que a ese personaje se lo había enviado el Señor.

Pero los hombres de Lansky ya estaban a punto de atraparlo; se precipitaban hacia Carson como leones hambrientos. Antes de que llegaran Todd cometió otro crimen.

Había estado alerta a los arrumacos de un negro y una joven blanca en un bar. Quizá lo excitaba la blanca o le producía envidia el negro. No les sacó los ojos de encima y, como un perro de caza, aguardó la llegada del momento preciso. Cuando se levantaron, rumbo a un cuarto de la parte posterior del bar, los siguió encendido de rabia. Su corpulencia se complementaba con los pasos de un felino o el disimulo de las víboras. Los siguió sin que nadie, ni siquiera la excitada pareja, registrase la persecución. La crónica local informó que los gritos de la mujer fueron terribles antes de apagarse en el charco de sangre que su cuerpo derramó sobre las baldosas. Todd Random tenía los ojos neutros y algo de espuma en la boca. Regresó a la barra, pidió otra cerveza y aguardó a la policía con el cuchillo chorreante sobre el mostrador.

Carson es chico y Robert Duke se enteró enseguida. El hecho fue una revelación impresionante para su perspectiva religiosa. Todd procedía como un heraldo del Dios de los ejércitos, era fuerte como Sansón y rápido como David. En ese momento el deber del pastor consistía en ayudarlo a eludir la justicia de los hombres, que casi nunca procura entender la voluntad del Cielo. Averiguó quién era el fiscal y a quiénes se barajaba para el jurado.

Llegaron los hombres de Lansky con sus pistolas cargadas y tuvieron que regresar con las manos vacías, porque las rejas de la cárcel ya protegían a Todd. Pero Todd, antes del año, recuperó la libertad. En Carson no resultaba difícil sobornar o extorsionar a fiscales y jurados. Agradecido, el ex mafioso se convirtió en guerrero de la Identidad Cristiana: primero al servicio de Duke, luego de Bill Hughes en Elephant City.

Los fundamentalistas no sólo pretenden una lectura atemporal de la Biblia —con los “arreglos” que brindan verosimilitud al delirio—, sino que prestan atención desusada a las porciones que justifican su odio. Es el caso de Pinjás, descrito en el libro Números, capítulo XXV.

Números dice que los hebreos, conducidos por Moisés, marchaban por la región de Madián rumbo a la Tierra Prometida. El culto pagano de los madianitas, con quienes era inevitable mantener relaciones de convivencia, empezó a contaminar a los israelitas que, curiosos, iban a presenciar los sacrificios abominables. Algunos, aún nostálgicos de las costumbres asimiladas en Egipto, decidieron prosternarse ante las imágenes de barro o de oro. Esta inmoralidad desencadenó la ira del Señor y una peste que barrió con más de veinticuatro mil pecadores.

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