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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (16 page)

BOOK: Los iluminados
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Bill contrajo la frente.

—Cometes un error. —Su tono giraba hacia la ira. —No lo resolví yo, sino Eliseo.

Robert Duke masticó unas palabras que no dejó salir de la boca. Su cabeza de calavera estaba enharinada por la luz de la lámpara y emitía un rabioso brillo.

—Los ateos y los hijos de Satán —agregó Bill— desconocen nuestro privilegio de la comunicación onírica. Por eso se enfrascan en negociaciones interminables. En cambio, a nosotros nos llega en forma directa el mensaje de Dios, ¿no es así? Pues bien, Dios ha decidido varias cosas, entre ellas que Lea venga a unirse contigo en Carson y yo vaya a conquistar el estado de Texas.

Duke tragó saliva. Ya estaba enterado de la existencia de una muchacha de Pueblo llamada Evelyn que se le había instalado en la carpa y se había prendido a su vida como una garrapata a la piel de un pollo. Seguro que le había empezado a trastornar el seso desde tiempo atrás y ahora lo tenía completamente enajenado.

“Dentro de poco o de mucho, Bill deberá pagar por su insolencia y su traición”, pensó, rabioso. Se había vuelto intolerable. Actuaba como si fuese el vocero del cielo, con una soberbia tan grande que inhibía al más ducho. En lugar de reconocer la altura jerárquica de Duke, Bill acababa de tratarlo como a un empleado y no había tenido escrúpulos en tomar todas las decisiones en forma unilateral. Algún día cobraría la debida venganza. Lo juraba en su corazón.

ANTES DE 1966

Las jornadas que Evelyn había gozado con Bill en la más absoluta intimidad se convirtieron en una fuente de fantasías que la alimentaron durante un año. Podía construir ficciones a partir de datos verificables, no sólo a partir de su imaginación. Evocaba la piel, el vello, los olores, la respiración y los latidos de su amado. Seleccionaba las frases que le había dicho, para deleitarse con su música, estuvieran o no dentro de un contexto.

Necesitaba creerle. O se desfondaba el mundo.

Sus oraciones incluían el ruego por su vuelta que, tras el fallecimiento de Eric, se postergaba sin término visible. Besaba su foto y escondía sus postales. Estaba convencida de que no renunciaría a su príncipe-pastor por nada del mundo. Debía aguardar y tener fe, como lo había hecho hasta ese momento. Siguió con sus hábitos de vestir gris o negro, leer la Biblia, rezar mucho, no perder un servicio de la iglesia.

Pero hasta las postales dejaron de llegar. Por cierto que Evelyn se las arreglaba para inventar excusas. Bill era un felino que siempre caía parado.

En más de una ocasión tuvo ganas de armar su bolso y viajar a h legendaria Elephant City. Se presentaría ante su puerta, saltaría a sus hombros y lo besaría en la boca. A él le encantaría tal intrepidez. El abrazo se prolongaría por horas; luego él miraría su rostro encendido y su cabello ensortijado y sonreiría feliz... Pero después de estos ensueños Evelyn sentía una opresión porque Bill la llevaría a una butaca, la haría sentar y le explicaría dulcemente que ella había cometido una falta grave: no debía aparecer sin su consentimiento; eso estaba prohibido y entonces las lágrimas de Evelyn rodarían, inconsolables.

Y las lágrimas rodaban de verdad y le empapaban la almohada.

Finalmente, al cabo del año juntó coraje y le envió una esquela en la que insinuaba sus deseos de conocer Nuevo México en general y Elephant City en especial. Sus palabras podían interpretarse como una vaga aspiración, para nada urgente. Pero obtuvo una respuesta inmediata, seca como higuera en invierno. Decía: “No vale la pena venir por ahora. Firmado: Bill”.

Evelyn se quebró, desconsolada.

Ya no conseguía desmentir la renovada indiferencia de su amado; se volvería loca.

En su desolación, aceptó responder a las invitaciones que la acosaban en Pueblo. Daniel Pear era un muchacho ocurrente que lograba hacerla reír porque tenía más chistes que minutos la semana. Casi siempre contaba uno para la ocasión que fuese; Evelyn le preguntó si se reunía con Lucas Zapata para cargar energía. Pero Daniel no la cortejaba para divertirla: le gustaba como novia. Primero la tomó de la mano y en otra oportunidad, en un baile, intentó besarla. Evelyn se apartó horrorizada, como si de pronto hubiese tomado conciencia de su infidelidad. Salía con Daniel para soportar la ausencia de su verdadero amado, no para entregarse. Le rogó que la llevara a su casa y que no la invitara más. El pobre muchacho se deshizo en disculpas y explicó de cien formas que no le había faltado el respeto, que era la mujer de sus sueños más nobles y que lo trastornaba verla sufrir. Incluso tuvo la capacidad de traer a colación unas bromas, pero no logró que ella le devolviese ni siquiera una sonrisa.

Daniel regresó al día siguiente con un ramo de rosas. Al otro, con un peluche blanco. Más adelante, con una caja de bombones. Tal era su desesperación que Evelyn la interpretó como una copia de la que ella sufría por Bill. Entonces se resignó a salir de nuevo.

Lo hicieron durante dos meses sin que ahora él intentase besarla. Era inevitable, no obstante, que a Daniel comenzara a impacientarlo la falta de progreso. Entonces sus visitas se espaciaron y otra muchacha, menos complicada que Evelyn, terminó por ocupar su sitio.

Aparecieron otros candidatos en el horizonte. Evelyn salió con Jonathan, luego con Francis, más adelante con George y finalmente con Anthony. Mediante diversos subterfugios mantuvo intacta su lealtad a Bill. No sólo se negaba a besarlos, sino que evitaba alternar con la gente que él llamaba preadámica. Era engorroso, porque tenía vecinos hispanos y su madre enseñaba español.

Los cuatro muchachos le parecieron inconsistentes y hasta afeminados. Aún así, aceptó concurrir a fiestas y bailes en su compañía. En ninguno de ellos descubrió la energía y la majestad que irradiaba Bill. No sabían cómo meterse en las fantasías de una joven. Por fuerza que Evelyn hiciera, no lograba imaginarlos sobre un brioso corcel.

Al cabo de un tiempo regresó Daniel Pear. Era el más rescatable. Su perseverancia la seguía conmoviendo. No le dijo que comprendía su dolor, aunque algo nuevo crecía dentro de ella, algo de lo que no deseaba enterarse. La pétrea indiferencia de Bill agotaba su capacidad de inventar excusas. Siguió repitiéndose que él la adoraba, pero ¿cómo explicar su negativa a encontrarse?

Besó a Daniel. Se acariciaron con timidez al principio, luego ganaron soltura. Hacía mucho que no probaba el sabor de un cuerpo masculino. Pronto volvió a sentir lo mismo que la había exaltado con su príncipe. Pero algo fundamental no se satisfacía. La cara que yacía junto a la suya no respiraba como Bill ni le movía el flequillo. De pronto todo le pareció falso. Con Daniel sólo conseguía un simulacro del amor. No era amor.

Los avances que la habían llenado de expectativas desembocaron en una catástrofe. Renunció a Daniel. Ya había renunciado a Jonathan, a George, a Anthony y a Francis. Sólo le quedaba seguir esperando. Volvió a la ropa gris, las lecturas de la Biblia y los rezos compulsivos.

Cumplía veintiún años cuando por fin su difícil príncipe regresó por tercera vez, para la boda de Dorothy.

Evelyn lo miró con agitación de pestañas, como si sus ojos se hubieran convertido en libélulas. Bill conservaba la distancia de siempre. La saludó con frialdad, como si nada los uniera. El idilio que había protagonizado con ella parecía no haber existido, y esto amenazaba a Evelyn con paralizarle el corazón. Lo miró desplazarse indiferente e intercambiar pocas palabras con cada uno de los vecinos que lo rondaban como abejas a un panal.

—Reserva su elocuencia para los sermones —se consolaban los vecinos, frustrados por su parquedad.

Evelyn no consiguió estar a solas con Bill, ni siquiera hablarle por más de cinco minutos. Pero esta vez no se iba a resignar. En su pecho latía la certeza de que algún espléndido día el Señor haría que el príncipe de sus sueños la tomase por mujer.

Cuando al término de esa estadía Bill fue hacia el automóvil donde ya habían sido acomodadas las maletas, Evelyn marchó tras de él y, respirando hondo, le dijo con una voz que le subía desde las entrañas:

—Iré a Elephant City.

Él se dio vuelta y la contempló perplejo. Acomodó un pliegue de su túnica, reflexionó por un instante y pronunció una respuesta tan asombrosa que casi la desmayó:

—Muy bien. Te espero.

Mónica me ayudó a ordenar en los anaqueles de mi departamento, en el Barrio Norte de Buenos Aires, los materiales referidos a los iluminados de la Identidad Cristiana y otras agresivas organizaciones afines. Había referencias al periódico
The Jubilee
y a entidades como el Partido Nazi Estadounidense, la Hermandad Aria, el
Posse Comitatus,
la Resistencia Blanco-Aria, la Ciudad de Elohim, los Hombres Libres, los Patriotas Cristianos y las fuerzas que se agrupaban bajo el grandilocuente título de Pacto, Espada y Ejército del Señor. Una y otra vez aparecían nombres vinculados a organizaciones que impulsaban una cruzada contra las instituciones federales, el pluralismo cultural y la convivencia pacífica. Esos nombres eran cartuchos cargados que podían herir o matar y que, inevitablemente, generaban contagio emotivo. Resultaba asombroso que en base a pícaros subterfugios legales sus líderes pudieran esquivar la justicia y, cuando se los arrojaba tras las rejas, pronto recuperaran su libertad y volvieran a las andadas.

La extrema derecha norteamericana —que incluye a los mencionados idólatras de la supremacía blanca, neonazis, milicias, herederos del Ku Klux Klan, sectas fundamentalistas y movimientos religiosos discriminatorios cuyo listado siempre resulta incompleto— repudia a las instituciones nacionales con la excusa de que “distorsionan” la Constitución, impulsan la inmoralidad, cercenan la libertad del individuo y corrompen al pueblo. En el fondo y en la superficie, no se diferencian de otras derechas.

Tampoco se limitan a los discursos. Además de refriegas, muertes y atentados más o menos circunscriptos, han infligido daños de magnitud. El 19 de abril de 1995 fue volado un edificio del gobierno federal en Oklahoma City, crimen que produjo 168 muertos y más de 500 heridos. Timothy McVeigh, autor material de la catástrofe, fue apresado, juzgado y vinculado de forma irrefutable con esas instituciones delictivas. En otras palabras, con la excusa de defender la vida, esos tarados asesinan; con la excusa de ampliar la libertad, promueven la clausura de la mente; con la excusa de elevar la ética, predican aberraciones inhumanas. Proclaman con exactitud lo opuesto a sus acciones. Si no estuviesen tan alienados, diría que constituyen la apoteosis del cinismo.

En la desordenada complejidad de nuestro tiempo se han multiplicado los mercaderes de una sospechosa espiritualidad: gurúes de cualquier orientación, supersticiones, cultos esotéricos, rituales mágicos, chamanes, curanderos, buscadores profanos de experiencias místicas, telepredicadores, logias. A mi juicio, es una regresión que busca desesperada llenar vacíos, pero lo hace con baratijas que esquivan las carencias de fondo. Mientras estos iluminados y sus enclenques seguidores respeten el derecho de los demás ciudadanos, tienen derecho a predicar lo que quieran. Pero algunos simulan inocencia y luego desenfundan las espadas. Inducen a suicidios colectivos —de los cuales ya hubo suficientes muestras— o amenazan a millones, como ocurrió con la secta Aoun de Japón, cuyo líder, Shoko Asahara, se proponía expandir un gas letal que produjese el fin del mundo. Este fanático ha demostrado que las concepciones apocalípticas no son exclusivas de Occidente.

Fatigados, acomodamos las últimas carpetas, libros y disquetes, deseosos de regalarnos una pausa. En conjunto, ese material mostraba que el ser humano avanza por el nuevo milenio con un descontrol de ideas y emociones parecido al que tenía cuando regresaba a su cueva luego de cazar un mamut, aparentemente fuerte con su garrote al hombro, pero frágil y desconsolado en su alma.

Salimos a caminar. Recorrimos veinte cuadras bajo la fronda de los plátanos y nos sentamos en una terraza. Pedimos cerveza acompañada por una batería de aceitunas y quesos cortados en cubos. No sospechábamos que las sectas y milicias del Norte nos llevaban rápidamente hacia un impresionante nudo con el Sur.

LAS
GUERRAS
DE
WILSON
CASTRO

ENERO DE 1975

Después de cenar ella le entregó el paquete de la correspondencia. Abundaban los sobres de anunciantes, pero destacaba uno en el que Wilson identificó el sello de la embajada argentina. Hacía tiempo que no recibía cartas oficiales. Su reciente retiro de la actividad militar no le había mejorado el ánimo: se sentía aburrido, irritable, y los ingresos que le deparaban los negocios inmobiliarios, en los que no tenía experiencia, resultaban mezquinos. Además, estaba cansado de recorrer consultorios y hacerse análisis con los mejores especialistas. Vietnam le había brindado enseñanzas y maldiciones. Se salvó de una septicemia por milagro, pero no había quedado entero. Algo terrible le habían inyectado los comunistas de mierda. Sus superiores creyeron que se recuperaría en la Escuela de las Américas, en Panamá, y hacia allí lo trasladaron. Tuvieron razón en parte, porque no sólo se recuperó, sino que se convirtió en uno de los entrenadores más eficientes. Pasó años felices, pero también se puso en evidencia su mal. Un mal demasiado resistente. En las últimas semanas lo rondaban deseos de cometer suicidio. Su hombría no toleraba semejante limitación.

Desplegó la carta y lo primero que captaron sus ojos fue la imponente firma del embajador. Lo invitaba a presentarse en su oficina, en Washington, para transmitirle un ofrecimiento confidencial del gobierno argentino. Los gastos de traslado y estadía serían cubiertos por la embajada. Wilson esbozó una sonrisa que, aunque escéptica, era la primera que le aparecía en meses. ¿Era el llamado que lo lanzaría a las estrellas?

Pidió a su mujer que le preparase un cóctel con doble medida de ron. La noticia empezaba a enderezarle el ánimo. Por fin sucedía algo distinto en la dormida ciudad de Pueblo, en esa amplia casa que habían dejado en herencia los padres de Dorothy.

—Arriesguemos suposiciones. —Wilson hizo rodar el vaso entre los dedos—. ¿Qué me propondrán?

—¿Conoces al embajador?

Puso el papel bajo la luz y volvió a leer su nombre.

—No.

—Podría ser alguno de los altos oficiales que entrenaste en Panamá.

Wilson Castro había nacido en Cuba, cerca de La Habana, en 1940. Su historia estaba llena de lapsos que prefería mantener vacíos. Pertenecía a una familia de clase media que explotaba un campo dedicado en parte a cultivar hortalizas y en parte a la caña de azúcar. El padre era ambicioso y no quería que sus hijos quedasen atados a la tierra; tenía suficientes ingresos para ayudarlos a seguir carreras universitarias. Pero Wilson era un joven práctico que no se llevaba bien con los libros. Luego de la muerte de una profesora del colegio, que lo trastornó en forma desmedida, optó por la profesión militar. En la familia cundió el asombro, y su padre, tras inútiles discusiones, debió resignarse. No obstante, la situación de los uniformados era brillante, gracias al gobierno de Fulgencio Batista Zaldívar, un dictador que necesitaba gente leal para mantener su opulento régimen.

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