Los iluminados (27 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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—Necesito saber dónde está, ¿comprenden? Para eso pago.

—Somos honestos, doctor.

—Sí, honestos... —Extrajo un pañuelo y se enjugó la transpiración de la nuca.

—La mujer abrió su cartera, extrajo un espejito y se retocó el maquillaje. Con disimulo barrió la confitería con la mirada, para enterarse si los espiaban. Lo guardó con femenina delicadeza; luego susurró melindrosa:

—¿Cuánto ofrece?

—Empiezo con cien mil dólares.

—Esa cifra no coincide con nuestras expectativas.

—Ciento cincuenta.

—¿Cuándo los entregará?

—Necesito veinticuatro horas.

—Lo tomaremos como un anticipo —intervino el hombre—. Si nuestra información incluye algún dato concreto, deberá doblar la suma.

—Un dato concreto, no una vaga aproximación.

—Concreto.

—Asunto cerrado, entonces —sentenció la mujer.

—Al regresar al consultorio, la secretaria de Jaime, Elsa, le dijo que debía contestar una llamada urgente. Le entregó el número garabateado en su cuaderno de novedades.

—¿Quién es?

—Dijo que llamara de inmediato, que tenían que pasarle una información confidencial y urgente.

Jaime abrió los ojos y levantó el teléfono.

—¿Doctor Lynch? Gracias por responder. Tenemos noticias de su hija.

—¿Qué? ¿¡Quién habla!?

—Los teléfonos están pinchados... Por favor.

—Pero... tan rápido... Usted...

—Escuche lo que voy a decirle. Cancele los turnos y vaya con su auto por la ruta a Ezeiza. En el último puente antes del aeropuerto, tome el camino de la izquierda. Vaya tranquilo y solo. Es confidencial. ¿Me entendió?

—Sí. —Sus dientes amenazaban con castañetear.

—Solo —insistió la voz.

—Así lo haré.

Un mareo lo obligó a sentarse. No era la voz del hombre con quien había pactado en el Florida Garden. Pero tampoco podía perder esa oportunidad. Llamó a su secretaria, que lo asistía desde que había empezado a ejercer y manejaba casi todos sus trámites.

—Escuche, Elsa, me van a dar noticias de Sofía. Pero debo ir solo. Cancele los turnos. Salgo ya.

—¡Qué suerte, doctor! No se preocupe por los turnos. Pero... tenga cuidado. ¿Por qué tiene que ir solo? —Se apretó la cara con ambas manos. —No me gusta.

—Me dijeron que es confidencial.

—¿No es peligroso?

—A esta altura de los acontecimientos, Elsa, ¿puede importarme el peligro? ¿Puede ocurrirme algo peor?

Atravesó la ciudad congestionada y enfiló hacia el aeropuerto internacional. En el punto indicado torció hacia la izquierda y desaceleró. Alguien lo estaría esperando con el vehículo detenido a un costado de la ruta. En el espejo retrovisor aparecieron de repente, como generados por magia, dos Falcon verdes. El corazón le dio un brinco. Esos autos se habían convertido en el siniestro emblema de la represión; esos autos habían secuestrado a Sofía. Sin pensar, hundió el pie contra el acelerador. Demasiado tarde. Los vehículos se abalanzaron en forma asesina. Uno lo cruzó violentamente y cerró el camino. Jaime apretó el freno mientras el otro le daba un golpe feroz en un costado. El choque le quitó el dominio del volante, porque su auto giraba como un trompo.

—¿Qué me hacen?...

Volcó en la cuneta y quedó aprisionado. Oyó gritos, órdenes. Olió la muerte. El mundo había enloquecido. Con el corazón en la garganta, se escurrió por la ventanilla abierta. Apenas rodó en el pastizal fue sepultado por un granizo de puñetazos y patadas.

—¡Eh... paren! ¡No les hice nada! —clamó, cubriéndose la cabeza con los brazos.

El vendaval de golpes continuaba; Jaime sólo pensaba en huir. El reflejo del gamo, que tantas veces había descrito en sus clases. Huir. Aferró el pie que le pegaba en las costillas y logró hacerlo perder el equilibrio. Alguien cayó sobre otro y se produjo un claro. Entonces Jaime se incorporó con gran esfuerzo y salió corriendo. Perdió un zapato.

—¡Tiren! —ordenaron a sus espaldas.

Silbaron disparos. A lo lejos había un pequeño bosque precedido por un conjunto de casas pobres. Debía acercarse; era su salvación. Aunque no tenía en claro por qué habría de ser su salvación; en esos instantes el delirio provee alternativas locas. Los yuyos estaban altos y sintió ganas de arrojarse al suelo; quizás esa onda verde lo ocultara de sus perseguidores. Pero no era suficientemente tupida. Algo le dio en la pierna. El dolor resultaba insoportable. Horrorizado, comprendió que lo había atravesado una bala. La sangre ya embadurnaba el pantalón. No podía seguir, no llegaría a las casas que veía tras unos árboles. Rengueando, siguió hacia un horizonte que empezaba a moverse. Dos manazas le aplastaron los hombros, una tercera decidió arrancarle el pelo. Cayó boca abajo. Le esposaron las muñecas contra la espalda y lo remolcaron hacia la ruta.

—Soy un ciudadano decente... —imploraba—. Están equivocados conmigo. Miren mis documentos.

Uno de los esbirros le alzó el pantalón y le examinó la herida. Le efectuó un vendaje compresivo.

—Con esto es suficiente por ahora. Aguantará.

Lo tendieron en el piso del Falcon; dos hombres se sentaron en el asiento posterior y le pusieron encima los zapatos.

—¡Quieto!

Salieron a la disparada. El dolor de la pantorrilla se irradiaba al resto del cuerpo. Olía la goma, la nafta y el polvo. Un taco le hundía la nuca y otro se le clavaba en la cadera. Así debían de haber actuado con la pobre Sofía, se torturó. Las versiones que circulaban sobre la brutalidad de esta gente eran ciertas. ¿Pero por qué le hacían esto a él, que ni siquiera simpatizaba con los guerrilleros? Se trataba de una confusión. Debía aclararla.

—Soy el doctor Jaime Lynch... No tengo nada que ver con la subversión —dijo con voz ronca.

—¡Cerrá el pico! —El taco que le quebraba la nuca se desplazó a su mejilla. —¡Ya tendrás oportunidad de soltar la lengua!

Al cabo de una eternidad el auto se detuvo. Le encasquetaron una capucha con olor a vómito. Su alma ingresó en la más tenebrosa de las noches. Oyó que se abrían puertas. Con tironeos inclementes lo obligaron a bajar. Ya no se podía sostener. Varias manos lo dirigían sin hablarle. De su pierna brotaba fuego.

—Me voy a desmayar...

En pocos segundos estaba tendido sobre una camilla que voló hacia corredores impregnados de desinfectante. La capucha no sólo impedía ver, sino respirar. Manos expertas lo despojaron del pantalón. Después lo trasladaron a otra camilla. Reconoció por el tacto que era una camilla de quirófano.

—Soy médico. Aquí debe de haber algún colega —imploró, angustiado—. Me llamo Jaime Lynch.

—Tuvo suerte, colega —le respondió una voz—. La bala cortó algunos fascículos del gemelo, pero no tocó hueso ni vasos importantes. Debo desinfectar y suturar.

—Gracias...

Le amarraron los cuatro miembros.

—Disculpe, pero es la rutina —explicó la voz.

—Ya sé. Proceda. Pero, por favor, explíquele quién soy a los que me detuvieron. Usted tal vez me conozca... Soy profesor en la universidad.

—No se fatigue. Dejemos eso para después.

El Merthiolate le ardió como ácido. Enseguida sintió varios pinchazos de anestesia local. Después, agotado, Jaime se adormeció en la oscuridad de la hedionda capucha.

Pero no pudo descansar lo suficiente. Nuevos golpes le hicieron saber que ya no estaba en el quirófano.

—Doctor, doctor... —llamó a su colega.

No había más colegas. Con sogas le ataron rudamente los pies y las manos. La capucha le impedía ubicarse. Pensó que era un invento simple pero diabólicamente terrible: cortaba los lazos con el mundo, suprimía la comunicación. El verdugo podía ser tan cruel como se le antojase, porque no lo perturbaba la dolorosa mirada de la víctima. La víctima, a su vez, se hundía en los abismos del más intenso desamparo: no tenía amigos ni colegas ni comprensión, ni un solo punto de donde agarrarse.

Como un estallido inexplicable cayó sobre su cuerpo un vendaval de golpes. Le pegaban en el cráneo, el vientre, las costillas, los testículos, las rodillas, la cara, los pies. Eran latigazos y mazazos. Jaime estaba atado y encapuchado, su defensa era imposible, ni siquiera podía esquivar un solo impacto. Ahora iba a morir. No les interesaba su nombre ni su prestigio, sino su cadáver. Lo castigaban por ser el padre de Sofía. Ojalá se desvaneciera pronto.

Cuando se aflojó, resignado, acabó la golpiza. Terminó en forma tan repentina como había empezado. Tal vez perdía sangre, tal vez lo dejaran irse al otro mundo con algo de paz.

Pero lo levantaron. Partes de su cuerpo no funcionaban porque habían perdido la sensibilidad. Lo trasladaron a otro lugar del edificio. Jaime había oído decir que antes del interrogatorio solían “ablandar” a la gente. Era lo que acababan de hacerle, de modo que ahora venía el interrogatorio. Sería sincero, diría la verdad entera. Hasta el más perverso de los hombres aprecia la transparencia.

Lo empujaron escaleras abajo como si fuese una bolsa de residuos. El suelo ya no era de baldosas, sino de madera. Le pareció que había tocado otro cuerpo, tendido, inmóvil. Se estremeció: ¿era un cadáver? Oyó voces; había gente.

—Soy... —De nuevo intentó hacerles comprender el equívoco.

Le quitaron la capucha mientras una mano férrea como una pinza le estrujó la nuca y lo obligó a arrodillarse. De un envión lo dobló más aún. La cabeza de Jaime se hundió en una tinaja llena de excrementos. La repugnancia y el terror le pusieron la mente en blanco. Querían asfixiarlo. Cuando estaba por permitir que la pestilencia ingresara en su boca, la pinza lo levantó. Respiró desesperado; habían entrado trozos de mierda en las fosas nasales. Antes de que se recuperara del todo lo sumergieron con renovada violencia. Esta vez la inmersión duró más. Era el fin; no soportaría ni otra fracción de segundo. Pero la mano experta lo sacó en el límite, le otorgó un breve resuello y otra vez lo hundió. En la quinta intentona el tiempo se alargó demasiado. Movió convulsivamente las manos y los pies. Inspiró; mejor la muerte. Lo sacaron de la tinaja y lo dejaron vomitar. Y le volvieron a encasquetar la capucha. Se sentía agotado.

Pero la sesión proseguía. Lo depositaron sobre una silla de hierro atornillada al piso. Desde diestra y siniestra le descargaron otra andanada de golpes. Ya ni tuvo el reflejo de cubrirse.

Entonces lo tendieron sobre una mesa. Le desgajaron los restos de ropa y lo amarraron con odio. Un baldazo de agua lo reactivó. No era un regalo misericordioso, sino el elemento que hacía funcionar mejor la picana eléctrica. La diabólica máquina lo hizo saltar de dolor, un dolor diferente, de taladro. Algo brutal recorría su piel y lo cortaba en lonjas. El verdugo se divertía en los puntos sensibles: las tetillas, bajo las uñas de las manos, bajo las uñas de los pies, en los testículos. Jaime lloraba y se sacudía locamente. Cuando la picana le tocó los labios, sintió que su cabeza se transformaba en un carbón encendido. Pero aún fue peor, porque le penetró la boca y se entretuvo en las encías superiores, las inferiores, otra vez las superiores.

—Ahora hablarás.

—Sí... sí... —tartamudeó—. Todo, todo.

—Bien. ¿Cómo se llaman tus amigos del Florida Garden?

Jaime sintió que se le paralizaba el corazón. ¿Así que ésa era la causa de su arresto?

—No los conozco... Era la primera vez que los veía.

—¿No dijiste que aceptabas confesar?

—Sí... Pero a ellos no los conozco. Lo juro.

La picana penetró nuevamente en su boca como un barreno y descargó sobre su lengua.

—¿Hablarás ahora?

—Ju... juro decir la verdad... la verdad.

—Bien.

—Era la primera vez que los veía. Me citaron en esa confitería... Busco a mi hija... Prometieron ayudarme a encontrarla.

—¿Ellos la van a encontrar?

—Estoy desesperado... ¿Es tan difícil entenderme?... Recurro a cualquier medio... —Evocó a Estela sollozando, pero se abstuvo de mencionarla.

—¿A los terroristas, precisamente? No es el camino, querido doctor. Tu argumento carece de lógica.

—Pero... pero... antes recurrí a... a... al ministro del Interior, la policía, el obispo, algunos militares...

—Jaime Lynch: para que te dejemos tranquilo, conviene que te decidas a comunicarme la verdad. Aparte de esos dos, ¿a qué otros subversivos conocés?

Mejor se dejaba liquidar. Ya no soportaba ese suplicio. Su corazón no resistiría otra andanada de descargas eléctricas. Que hicieran con su cuerpo lo que quisieran. La muerte ya se había instalado en sus venas.

Alguien susurró:

—Basta por ahora.

Lo levantaron. Era una masa tumefacta, un bollo informe de piel lastimada y músculos ateridos. Estaba paralizado. Lo acarrearon escaleras arriba, luego escaleras abajo. Recorrió un pasillo largo y húmedo. Ojalá condujera al paredón de los fusilamientos. Una bala en el pecho era lo que más deseaba en ese instante.

Se durmió sobre una superficie dura, con los pies y las manos atadas, la misma capucha maloliente asfixiándolo. Cuando despertó lo esperaba una sorpresa: lo llevaron a un sitio donde lo colgarían. El método era antiguo y había tenido gran predilección en las cámaras inquisitoriales. Oyó el sonido de la roldana e imaginó el tormento, que acababa en las más increíbles confesiones o acababa con la víctima. Las muñecas de Jaime, atadas sobre la espalda, fueron enganchadas a una cadena que se tensó de golpe. Mientras lo elevaban sintió que se le desgarraban los tendones. También se le iban a dislocar los hombros.

—¡Quiero hablar! ¡Diré todo! —suplicó.

No le hicieron caso.

Permaneció suspendido muchas horas. Años. Jaime no sentía los brazos, lo cual era un signo grave de insuficiencia circulatoria. Se le formarían trombos y moriría. Así acababan los crucificados. Esos salvadores de la civilización occidental y cristiana convertían sistemáticamente a sus víctimas en nuevos Cristos.

Hablaban a su alrededor. Quejidos de susto y luego de dolor venían de una sala próxima, quizás adyacente. Estaba en el centro de una vizcachera. Le pareció que se trataba de una mujer, tal vez de dos, a las que picaneaban alegremente. Por entre los aullidos inhumanos alcanzó a distinguir un nombre pronunciado con respeto: Abaddón... Su abotagado cerebro trató de descifrar tan extraño nombre. Le parecía familiar.

Cuando lo bajaron estaba semiconsciente, los labios y los ojos secos, más inmóvil que un cadáver. Lo habían destruido. Lo arrojaron sobre una camilla como a una bolsa de huesos despreciables. Lo abandonaron en una celda.

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