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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (31 page)

BOOK: Los iluminados
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Las escuchas que se registraban en el edificio eran incesantes, agotadoras. No bastaba con registrar diálogos, sino que era preciso quemar montañas de paja para encontrar un grano de trigo. Entre la paja se colaban adulterios que habrían regocijado a guionistas de películas porno. O ideas más perversas que las imaginadas por el marqués de Sade. En algunos momentos estallaban carcajadas que concentraban a varios agentes ante un parlante. Pero en general se trabajaba en silencio, con orden y mucha concentración.

El material chismoso no interesaba al jefe, aunque revelara pistas que harían asomar colmillos al más tonto de los fiscales. El jefe no se cansaba de repetir una recomendación tan simple y granítica como si fuese un maestro de Kung Fu:

—Sigan el curso de la plata. Es el río que los llevará al mar.

Con su saco deportivo a cuadros pequeños y su cabello parecido a lana de oveja, Victorio Zapiola cumplía las horas de trabajo con eficiencia. Habían quedado atrás sus años de enfermero y pronto se jubilaría con un monto superior al que le hubiera correspondido de seguir en la misma profesión. Es claro que alternaba la escucha y el procesamiento de material con el debido entrenamiento físico. Lo había comenzado en Suecia y desarrollado intensamente en California, de donde fue repatriado a la Argentina a comienzos de la década de los 90. Sus labios tristes y sus mejillas chupadas no revelaban el monto de entereza que aún acumulaba su espíritu.

1998

Desplegó el diario mientras tomaba el desayuno, y sin querer empujó una cucharita que tintineó en el suelo. Damián evocó el sonido. Era el mismo que produjo el cubierto de su abuela cuando, hacía un lustro, se le cayó de la mano en su lecho de agonía. Se estremeció, dejó las hojas del diario sobre una silla y levantó la cucharita. Antes de depositarla sobre el mantel giró. Emitía un brillo común, pero hizo estallar el recuerdo de su abuela porque era parte de la vajilla que le había quedado de herencia. Matilde, pese a sus años y su artrosis, le había asegurado, desde el ingreso de Damián en el colegio secundario, que permanecería junto a él hasta que culminase su carrera universitaria. Terminó la carrera y la anciana, menos saludable que nunca, le aseguró que un par de años antes del 2000 Damián conocería el amor de su vida. Era un anuncio arbitrario y ajeno a su estilo, pero firme. Murió a la noche siguiente. Y esa frase se convirtió en una profecía que lindaba con el mandato. Una y otra vez retornaba a su cabeza como si fuera un plazo de cumplimiento real. Su abuela lo había protegido con tanta devoción como si fuese el único sobreviviente del arca de Noé. De esa forma, con amor y a veces con exigencias, logró que Damián atravesara los años de plomo pese a las fracturas del alma. Consiguió que a su dolor se agregara la risa, que fuese un joven bastante normal.

Fue a dictar su clase de Metodología de la Investigación en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Era ayudante de trabajos prácticos y pronto accedería al cargo de profesor adjunto en la carrera de Ciencias de la Comunicación. Tenía a su cargo una agitada comisión de treinta y seis alumnos. Caminó por la ondulante vereda de la calle Ramos Mejía sin prestar atención a los
graffiti
de las paredes. Muy cerca estaban el Hospital Naval y el remozado parque del Centenario. La mudanza se había cumplido meses antes, porque el viejo edificio del centro, en la calle Marcelo T. de Alvear, desbordaba alumnos, que ya no sólo debían sentarse en el suelo, sino en las ventanas. Las autoridades optaron por comprar los restos de una abandonada fábrica textil y la acondicionaron a las cachetadas, como se estila en este país. Un poco de pintura en las paredes y los techos, arreglos parciales de los sanitarios, caños a la vista para el gas y la electricidad y, como las últimas gotas del presupuesto no alcanzaban para comprar las baldosas, los pisos quedaron con el cemento desnudo. Ese cemento fue esparcido a los apurones, con mala calidad de material o falta de talento en la mezcla, ya que al mes empezó a quebrarse y soltar un polvillo que cubría los pupitres y penetraba en el cabello.

El acceso estaba rodeado por aguerridos bastidores llenos de consignas políticas que se extendían hacia los pasillos y algunas aulas. Damián ya ni las leía, porque eran un paisaje peor que rutinario: inoperante. En varias ocasiones se interesó por averiguar quiénes suministraban energía para mantener esas banderas que antes habían arrastrado multitudes y ahora parecían los restos mortales de un campo de batalla. Quería encontrar inteligencia y pasión tras las siglas gigantes, pero la pasión era anémica, y la inteligencia, obtusa. Los estudiantes lúcidos habían sido domados o elegían el individualismo; se resistían a integrar grupos, y más aún si no guardaban relación con sus proyectos. ¡Y se trataba de la facultad más militante, junto con la de Psicología y la de Letras! La lucha se agotaba en llamadas a esporádicos actos políticos, marchas por causas perdidas o eventuales tomas de la Universidad. Hubo manifestaciones memorables cuando el ex almirante Emilio Massera fue internado en el vecino Hospital Naval.

Pero no ardía el fuego por una educación de excelencia o para proveer tecnología avanzada. Más bien cenizas y algún rescoldo.

En el nuevo edificio expresamente acondicionado para Comunicación Social sólo se encontraban enchufes, pero no aparatos. ¡No había computadoras a disposición de los alumnos, porque habían quedado en el centro! En las clases se analizaban los medios con vehemencia y se hablaba de Internet con entusiasmo, pero sin que hubiera delante de los ojos una mísera pantalla. Los contados televisores de la facultad eran trasladados de un aula a otra cuando los reclamaba un docente, y a menudo no funcionaban. Sólo podían lucirse dos estudios de radio bien puestos, incluida una flamante computadora. Y aulas, muchas aulas atiborradas de gente, con muros blancos decorados por una guarda verde y amarilla. “Símbolos de la primavera que soñamos”, barruntaba Damián, irónico y dolido.

Dejó a su izquierda la Secretaría de Apuntes, donde se vendían los textos fotocopiados en vez de libros, porque hacían más fácil el estudio. O más superficial y pobre. Cruzó el bar instalado en el pasillo lleno de gente y caminó hacia su aula por corredores con olor a cemento y papeles. Recordó que su abuela había alcanzado a conocer el antiguo edificio de esa facultad, cuando fue al acto de colación de grados. Allí Damián recibió su diploma de licenciado en Sociología. Ella se golpeaba las rodillas hinchadas para frenarse las lágrimas. “Un par de años antes del 2000”, le había dicho después. En otras palabras: ahora, en estos meses. Muy pronto. Lo anunció con la seguridad de una pitonisa en su lecho mortal. No era negativo que un sujeto racional como él se entregase de tanto en tanto a los consuelos de la superstición. Dio vuelta la cabeza para ver si ya se cumplía el anuncio, si el amor de su vida lo estaba siguiendo. Pero no. Eran jóvenes que marchaban hacia diversas direcciones, no hacia su corazón.

“Es ridículo que gaste mis neuronas en pavadas.” El aula estaba llena, como siempre. Sopló el polvo de la mesa y depositó su portafolios. Tampoco se sentaría, porque la silla estaba rajada. Controló el pizarrón que habían tenido la gentileza de borrar en la hora anterior a la suya. Se dispuso a iniciar la clase. Conocía a todos sus alumnos, aunque no memorizaba los nombres. Estaban sentados en sus pupitres individuales con los útiles sobre la tabla del apoyabrazo derecho. Por entre el enjambre de cabezas la detectó nuevamente. ¿Cómo se llamaba? Tenía ojos verdes, ondulada cabellera rubia y un toque desafiante en el mentón. Lo había atraído desde la primera clase, pero él tenía una ridícula capacidad para dejar de lado aquello que le apetecía, como si no lo mereciera. Y su mente había hecho una cabriola con la secuencia temporal: en vez de recordar la profecía de su abuela ahora, mientras observaba a esa rubia acomodando sus libros, había evocado la profecía cuando se le cayó la cucharita del desayuno. De esa forma perdía objetividad. Primero se presentó el anuncio, luego el cumplimiento, pero en realidad quería el cumplimiento y por eso recordó antes el anuncio. ¡Qué embrollo!

¿Esa mujer se convertiría en su gran amor? Sólo plantearlo así lo avergonzaba; su cabeza no era la de un hombre sensato, sino la de un pendejo, qué joder, se reprochó. ¿Pero acaso Damián no era un hombre carente de amor? Sonaba estúpido. Debía bajar a la tierra y reconocer que esa bonita cara le había gustado. Era todo. Suficiente. Sólo que recién ahora, al asociarla con el anuncio de su abuela, adquiría una significación extraordinaria. Damián había completado un master en los Estados Unidos y, entre otras cosas, se le había fijado la prudencia de los docentes en cuanto a dejarse seducir por sus alumnas. Las penalizaciones habían enseñado a portarse con cuidado. Cuidado excesivo casi siempre, fue su impresión. Era una retorcida invención estadounidense que no armonizaba con el espíritu latino, por supuesto. Aquí el levante era materia cotidiana y hasta envidiada; más de un profesor se jactaba de compensar su oprobioso salario con un relevo de amante cada año. Pero esta joven no era para un levante. ¿La estaba hipervalorando antes de conocerla? ¿Habría sido bruja su abuela?

Durante esa clase la miró a cada rato; ella no desviaba los ojos. Su melena abultada la destacaba del resto, pese a que solía apoyar la mejilla sobre un puño y hundirse un poco entre los demás. Era como una esfera de luz dorada que se escabullía entre las cabezas.

Al final de la hora, Damián decidió quedarse en el aula arreglando papeles mientras los alumnos se retiraban. Estaba atento a los movimientos de ella, que avanzaba despacio tras otros compañeros. Cuando la tuvo a pocos pasos le hizo señas.

—¿Yo?

Damián asintió. Mientras ella se acercaba al escritorio, se le superpusieron imágenes y admoniciones. Estaba cometiendo una rotunda estupidez. ¿Qué iba a decirle? Su confusión también era ridícula. “Dos años antes del 2000”, el entierro de su abuela un lustro atrás, sus tensas reuniones con Victorio Zapiola en el café El Foro. Le irritaba sentir tal vértigo ante algo tan anodino como charlar con una alumna.

La alumna aguardaba con la mochila colgada del brazo. Damián contempló sus órbitas profundas e imaginó que se zambullía en un lago de esmeraldas. Las palabras tardaron en salirle.

—Te noto poco participativa.

Ella torció la cabeza con expresión interrogante.

—No te oigo preguntar, opinar —agregó Damián en un tono que parecía neutro.

La expresión interrogante se mutó en sorprendida.

—Pregunto cuando tengo dudas e intervengo cuando tengo algo interesante para decir —replicó ella.

—No es un reproche... —Damián se acarició lentamente la mandíbula.

—Parece.

—Sólo quería decirte... que si hay algo que te genera dificultad, estoy dispuesto a repetir o ampliar las explicaciones.

—Gracias.

—Algún tema que te resulte oscuro, por ejemplo.

Sonrió y la dentadura blanquísima aumentó su belleza. Damián parpadeó, encandilado.

—Ningún tema me resulta oscuro... por ahora.

—Está bien. Muy bien.

Damián se dio cuenta de que ella percibía su incomodidad de profesor enredado, pero disimulaba el descubrimiento.

—Te agradezco tu generoso ofrecimiento —agregó ella.

—Por nada.

La alumna cargó la mochila al hombro y giró sobre los talones, pero antes de dar el tercer paso se volvió y sus ojos dieron con los del docente, que la seguían mirando.

—Para devolverle la amabilidad, te digo que tus clases son buenas. Y no dejan puntos oscuros.

Ambos sonrieron. Ella partió y Damián tuvo que sentarse en la silla rajada. Esa chica era avispada y segura; tenía un endiablado encanto. Alarma roja. ¿Lo había atacado una calentura?

En las dos clases siguientes hizo el masoquista esfuerzo de no fijarse en ella, pero cuanto más se lo prohibía, más se encaprichaban sus pupilas en buscarla por entre la treintena de cabezas. Una semana y media después decidió resolver su conflicto con espontaneidad. Recordó a San Agustín, quien condenaba el exceso de paciencia porque uno debía ejercerla con libertad; sin libertad, la paciencia ya no era tal, sino la conducta resignada de un esclavo.

¿Por qué no conversar con ella? ¿Qué le impedía darse el gusto? ¿Desde cuándo era tan tímido, tan estoico? Nadie lo acusaría de acoso sexual; la Argentina no era los Estados Unidos. Sonaba ilógico evitarla. También sonaba ilógico que la profecía de su abuela —dicha para insuflarle esperanzas— le hubiera producido un bloqueo. Se acomodó la camisa dentro del pantalón y se dispuso a dar el paso siguiente.

Aguardó que salieran los alumnos y de nuevo le hizo señas. Cuando estuvieron a medio metro, Damián se levantó el mechón que le caía sobre la frente y dijo:

—No voy a hacerte reproches.

—Menos mal.

—Al contrario. Quería preguntarte si te interesaría colaborar en una investigación que empecé a programar. Con el tiempo podría servir para tu tesis...

Ella dejó caer la mochila y exclamó, casi gritando:

—¡Por supuesto!

Damián se mordió el labio.

—Pero ni siquiera sabés de qué se trata.

—Ya tengo dos beneficios —contestó la alumna, feliz.

Como Damián se quedó mirándola, sin entender, ella explicó:

—Uno, ejercitarme en la investigación, cualquiera sea su objeto. Dos, que vos me hayas distinguido.

Damián pensó que, si fuese tan boludo como pensaba, debía ponerse colorado. Pero no ocurrió así. Entonces avanzó otro paso.

—Te invito a tomar un café para explicarte el plan. ¿Andás con tiempo?

—Para cosas así tengo tiempo de sobra.

Salieron del aula hacia el corredor bullicioso. Esquivaron cuerpos y saludos. Por momentos Damián le rozaba el brazo o la cintura para protegerla de los empujones. Avanzaron por el incierto canal que formaban los estudiantes y docentes conversadores. Cerca del hall de ingreso, Damián se detuvo ante una cartelera con anuncios recientes. Mónica se detuvo también, pero no se fijó en la cartelera, sino en el cabello castaño, la nariz recta y los labios tiernos del profesor.

Los autos se comprimían en la calle Ramos Mejía y, junto al semáforo, tocaban impacientes bocinazos.

—A esta hora —comentó Damián— el apuro les hace creer que todos los semáforos están descompuestos. No manejan el tiempo tan sabiamente como vos.

—¿Me estás cargando?

Un agente anotaba las infracciones. Una mujer lo amenazó con su bolsa de provisiones: “¡Arregle el tráfico en vez de multar!”.

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