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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (29 page)

BOOK: Los iluminados
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Victorio lo abrazó y le golpeó repetidamente la espalda.

Luego Jaime recibió otras muestras de afecto, a cargo de algunos prisioneros en vías de recuperación. Uno le daba vitaminas de su frasco, otro le pasaba cigarrillos, un tercero recitaba poemas de García Lorca.

Al término de varias semanas, cuando Jaime parecía bastante repuesto, Victorio le sugirió que aceptara colaborar como médico de la prisión. Necesitaban cirujanos.

—¿Colaborar con estos asesinos?

—Yo lo hago.

—Pero...

—Están convencidos de que luchan por el Bien.

—No, no... No quiero saber nada con esta gente —se obstinó Jaime.

Victorio le hizo ver que el sufrimiento le había disminuido la percepción.

—¿Por qué?

—Hace tiempo que me mira a los ojos y aún no me ha reconocido —dijo el enfermero mientras se corría hacia la luz.

Jaime frunció los párpados y contempló el cabello ensortijado, los labios gruesos.

—Su juramento hipocrático le ordena atender al que sufre, sea quien fuere —agregó Victorio—. Así procedió conmigo, cuando me llevaron al hospital.

—No lo recuerdo.

—Me balearon en Ezeiza. Mi mujer murió, yo sobreviví. Gracias a usted.

—Operé a una media docena de heridos.

—Usted me salvó la vida, doctor. Me operó y luego me hizo las curaciones durante dos semanas. Fue muy amable conmigo.

—Gracias.

—Por la deuda que tengo, le aconsejo lo mejor.

—No haré nada por ellos antes de que me devuelvan a Sofía y a Estela.

—No es por ellos: es por otros seres que sufren. Y por usted.

—¿Por mí? ¿Convirtiéndome en colaborador de mis verdugos?

—Es el único camino que lleva a la libertad. O el más breve. —Le guiñó un ojo.

Jaime permaneció pensativo, las pupilas quietas sobre los ojos tristes de ese hombre. ¿Le estaba pasando un mensaje en clave?

—¿Qué debo hacer?

—Informaré que acepta colaborar. Que está resignado.

—En mis condiciones, ¡qué fea suena la palabra “colaborar”!

—Volverá a su profesión. Delante de un enfermo será otra vez un cirujano. Olvídese de la palabra “colaborar”.

—No puedo operar sin el instrumental adecuado, sin asepsia.

—¡Claro que puede!

Al día siguiente Victorio le informó que Abaddón estaba feliz de incorporarlo a su grupo de expertos. En la prisión ya eran más de diez los hombres que habían accedido a “recuperarse” para la causa nacional. Había una pequeña sala de urgencias donde, con audacia, se podía realizar alguna cirugía mayor. Jaime Lynch, primero inseguro y dubitativo, luego más resuelto, volvió a los rituales de su trabajo. Alivió quemaduras, suturó heridas y extrajo balas de las extremidades. Su regreso a los olores del quirófano le devolvió cuotas de entereza. Lentamente rehabilitaba su identidad. Pero los torturados con uñas cortadas, ano y vagina sangrantes, dientes flojos y múltiples signos de picana en axilas y pezones volvían a producirle náuseas. Y una incontenible indignación. De noche solían llegar los casos más graves.

Jaime Lynch empezó a moverse con libertad dentro de la prisión. Lo llamaban El Tordo. Zapiola le recordó su pronóstico:

—¿Recuerda? Es el único camino; y el más breve.

Por fin pudo ver al temible Abaddón. Era un coronel de mediana estatura, morrudo y bizco. Le pareció imposible que ese hombre pudiera ser tan cruel, tan disociado. Sus modales parecían normales, incluso corteses. En el segundo encuentro Jaime no pudo resistir.

—Coronel, estoy dando lo mejor de mí, pese a todo.

—Lo sé. Y se lo agradezco.

—Seguiré colaborando el tiempo que usted determine.

—Así será. Acá, el tiempo lo manejo yo.

—Le pido una sola cosa.

—No me pida imposibles.

—Quiero ver a mi esposa y a mi hija.

—Imposible, doctor. Lo lamento.

—Coronel...

—Estamos en guerra. Mis colegas y yo mismo también sufrimos pérdidas. Esta guerra no la iniciamos nosotros.

—¡Pero somos inocentes!

—¿Su hija es inocente?

—Es una mocosa. No tiene responsabilidad.

—Doctor Lynch, ahora no le prometo nada. Pero si sigue portándose bien... las cosas pueden tomar un giro favorable. Ya veremos. —Dio media vuelta y desapareció.

Esa vaguedad le cayó como un baldazo de esperanza. Pero se esfumó rápido, apenas recompuso el siniestro paisaje humano en el que chapaleaba. El misterioso Abaddón era un cínico.

Lo despertó Victorio Zapiola sacudiéndole un brazo.

—¡Pronto, doctor! Hay un herido grave. Ordenaron que se ocupe usted.

Jaime Lynch se restregó las órbitas. Miró el reloj: eran las tres y diez de la madrugada.

—¿Ya prepararon la mesa de cirugía?

—No es acá. Debemos trasladarnos a otra prisión. Nos llevarán.

Se despabiló de golpe. ¿Saldría de esa caverna? ¿Volvería a oler el campo abierto? ¿Tal vez a circular por un barrio? Olfateó la libertad y se vistió a los tropezones.

Victorio cargó la caja de instrumentos. La víctima era un subversivo a quien la bala había perforado una gruesa arteria; lo recogieron con vida, le pusieron un torniquete y lo mantenían con transfusiones. Necesitaban sacarle información. Jaime cumpliría con Hipócrates y con Satán al mismo tiempo: salvarlo para que después lo aniquilaran en la tortura.

Subieron a un Ford Falcon sin identificación. El olor a goma, polvo y gasolina lo abofeteó. Tal vez era la misma unidad donde los tacos se habían hundido en su nuca y le habían encasquetado la capucha endurecida por la mugre. Tal vez los dos oficiales armados que los acompañaban eran los que habían chocado su auto, los que le habían disparado a las rodillas o al tórax y molido a patadas. Con esa gentuza colaboraba desde hacía casi dos meses, impulsado por expectativas irreales. Una oleada de sangre le subió a la cabeza.

Se sentó adelante, junto al conductor. Victorio se ubicó detrás de éste, con la caja de instrumentos sobre las rodillas. Los acompañaba otra bestia profusamente armada, que ordenó al médico y el enfermero que se pusieran las capuchas. Era obvio que no les permitirían enterarse de dónde estaban.

—¡No! —protestó Jaime—. ¡Otra vez no!

—Son órdenes —le respondió el hombre con desprecio.

Encasquetarse el repugnante trapo no era tan terrible como sentir que a uno se lo calzaban a la fuerza, pero generaba igual angustia. Las tinieblas arrastraban hacia el abismo de las atrocidades. Faltaba el aire y abundaba el veneno: era una escafandra destructiva. Jaime apretó los puños.

A medida que el auto corría veloz por la ruta, Jaime sentía más furia. Lo llevaban a cumplir una misión que sólo les importaba a ellos. Querían que salvara una vida para tener el júbilo de anularla poco después. Recordó sus torturas pese al esfuerzo de pensar en algo menos doloroso. Recordó la múltiple violación de Estela y el garfio en que se había convertido la mano de Abaddón. Oyó la voz del conductor y creyó identificarla. Sí, era la de uno de los violadores. Prestó atención. Le latía el cráneo; estallaría. Se arrancó la capucha.

—¿Qué hace?— reprochó el conductor.

Sí, era la misma voz espantosa. La que rajaba puteadas contra los aullidos brutales de Estela. Se arrojó sobre el volante y lo giró. El oficial que vigilaba desde el asiento trasero desenvainó su arma, pero el coche salió del asfalto y dio una vuelta. La trompa se arrugó contra un árbol y el manubrio se hundió en el pecho del conductor, matándolo en el acto. Sonaron disparos erráticos y furiosos del custodio, que perforaron el techo y el tapizado. El enfermero, que ya se había quitado la capucha, le arrojó la pesada caja de instrumentos a la cabeza. Fue suficiente para aturdirlo, pero no bastaba. Boqueando de agitación le desprendió el arma, le apuntó al amplio abdomen y apretó el gatillo tres veces. La oscuridad no le permitía ver la sangre, pero aspiró su olor. Pasó la mano sobre el cuerpo tendido y sintió la viscosidad caliente, palpitante.

—¡Huyamos!

El vehículo estaba tumbado. Victorio pisó al agónico oficial y empujó la puerta hacia el cielo desbordado de estrellas. Dio un salto y cayó sobre la hierba.

—Vamos, doctor. —Se puso a abrirle la puerta.

Jaime no podía ayudarlo; estaba herido. Victorio tironeó hasta sacarlo. Lo cargó al hombro.

—¡Fuerza! Estamos libres.

—Me dio en la espalda... —murmuró Jaime, sufriente—. El hijo de puta me... me dio en la espalda.

—¡Está vivo, doctor! ¡Y libre! ¡No afloje!

Victorio transpiraba hielo. Debían alejarse del lugar. Estaban en las afueras de Buenos Aires, entre dos localidades próximas, seguramente. Lo ayudó a desplazarse unos metros y lo tendió sobre la hierba, donde iluminaban los faroles del auto. Le brotaba sangre por debajo de la escápula derecha. Intentó animarlo.

—Tiene suerte; el proyectil no le tocó el corazón.

Victorio se sacó la camisa y le aplicó un vendaje compresivo.

—Listo. Ahora, ¡a caminar!

—No... puedo.

—Sí que puede.

Volvió a cargarlo e inició la marcha por el medio del campo. Miró la Cruz del Sur y trató de mantener la línea recta: llegaría a algún sitio.

Mientras avanzaba hacía esfuerzos por mantener una conversación optimista. Incluso se burlaba de sus verdugos.

—Le anticipé que colaborando con ellos íbamos a conseguir nuestra libertad.

—Yo... no... Victorio, estoy acabado.

—No le creo. Se siente débil por el impacto. Pero le hice un buen vendaje. ¿Le aprieta la venda? Jaime Lynch asintió.

—Ya no pierde sangre. La bala no le tocó un órgano vital. Se va a poner bien. ¡No afloje!

Al cabo de media hora Victorio lo depositó de nuevo sobre la hierba para descansar. Respiraba como un fuelle. Tampoco le salía fácil la conversación.

—No resistiré... Es inútil... —susurró Jaime con la lengua dura.

—Ya continuamos —replicó Victorio.

—Siga usted...

El enfermero decidió abandonar la estéril polémica. Volvió a cargarlo y reanudó la marcha. En el segundo descanso Jaime Lynch ya no hablaba, pero seguía respirando y su pulso era demasiado irregular. “Mal signo, carajo.”

En el tercer descanso aceptó que Jaime Lynch tenía razón: no llegaría vivo a ninguna parte. Ahí terminaba la parábola de su vida.

Rodaron lágrimas por las ásperas mejillas de Victorio. No podría saldar su deuda. Lo cargó sobre el hombro hasta el amanecer. Era un peso muerto. Era un muerto. Los pájaros de la madrugada formaron bandadas bulliciosas, pero insólitamente melancólicas. Nunca había imaginado que el alba también podía ser dolorosa. El aire arrastraba fragancias lúgubres; los árboles formaban una oscura guardia de honor. Se acercó a un caserío y depositó el cadáver junto a un sendero cubierto de pedregullo.

—Aquí lo encontrarán. Almas piadosas le darán sepultura.

Depositó un beso sobre la frente del médico, barboteó palabras ininteligibles y se alejó.

No le resultó sencillo evadir la persecución. Pero al cabo de once días consiguió llegar a Paraguay, ingresó en la embajada de Suecia y pidió asilo político. En dos semanas volaba hacia los hielos del mar Báltico. Le costaba reconocer que estaba vivo.

La abuela Matilde se hizo cargo de Damián. Lo llevó a su modesta casa de la calle Honduras, en el barrio de Palermo Viejo, y lo instaló en la pieza adyacente a su dormitorio. A las propias pesadillas debió agregar las que acosaban a su nieto, que no dejaba pasar una noche sin despertarse a los gritos. Por insistencia de sus familiares lo llevó a un psicoterapeuta especializado en adolescentes. Damián no se resistió a concurrir con puntualidad, pero en las sesiones mantenía un silencio de tumba. El profesional se esmeraba en sacarle frases mediante juegos, preguntas y cortos relatos, pero comprendía que tenía ante sí un sufrimiento al rojo vivo. Al muchacho se le habían secado las lágrimas y no podía llorar delante de otros, pero reaccionaba como un resorte a la menor provocación.

Al cabo de dos meses sin noticias de Jaime, Estela ni Sofía, el abogado desnudó su fracaso ante la abuela Matilde y su abrumada familia. Dijo y se desdijo y volvió a decir, —con una tartamudez que no se le había conocido— que podía haber ocurrido... lo peor. Desde luego él continuaría sus gestiones, pero no garantizaba que llevasen a buen puerto. Mirando las baldosas del piso insinuó que harían bien en cambiarlo por otro profesional menos pesimista.

Matilde se encerraba en la intimidad del baño para arrancarse los cabellos. Después iba a llorar durante horas en la iglesia, y en el confesionario descargaba ríos de furia. El cura, impotente para frenar sus aullidos, la invitó a la sacristía. La escuchó con inmensa paciencia. Ella reconoció que estaba dispuesta a degollar a los criminales que habían pulverizado a su familia, aunque terminase en el infierno, ya que el infierno de Satanás no podía ser peor que el de Videla. Cuando el sacerdote levantaba el crucifijo para aventar los olores de azufre, Matilde golpeaba su bastón y le decía que les mostrara el crucifijo a los criminales, no a ella, que era una pobre mujer.

—Dios te ayudará. Paciencia, más paciencia, hija mía.

—¿Paciencia? ¡La tendré cuando esos miserables devuelvan a mis hijos!

El psicoterapeuta no se asombró de que su paciente negase que sus padres hubieran muerto; ni siquiera reconocía que hubieran sido tragados por la represión militar. Tampoco debía esforzarse por inventar historias que respaldasen su postura, porque en esos tiempos la gente evitaba formular preguntas. La palabra se había convertido en un factor de riesgo. La cautela sobrepasaba los niveles conocidos hasta entonces y ni siquiera los adolescentes mostraban curiosidad por los temas que bordeasen la “guerra sucia” que barría todas las calles. Tanto en el hogar como en el colegio se evitaba hablar de ciertos asuntos: los docentes enseñaban sin admitir cuestiones y los padres se encargaban de desviar una indagación peligrosa. Sólo a un compañero que le estuvo mirando la firma de su libreta de calificaciones Damián le dijo que sí, que era la firma de su abuela. Su abuela lo hacía porque sus padres habían viajado a un congreso médico en Europa. En cuanto a su hermana, seguía un curso de hotelería en Bariloche.

Matilde se enteró.

—¿De dónde sacaste esas ideas?

Su nieto la miró confuso.

—¿Acaso no es verdad? —Bajó la cabeza para que no le viese el huracán del alma.

Ella le dio un beso en la frente y lo acompañó a la puerta. Damián tomaba en la esquina un colectivo que lo dejaba frente a su escuela en sólo quince minutos. Matilde se precipitó al teléfono y llamó al psicólogo. Exigió que se pusiera al aparato enseguida, porque era urgente. Estaba alarmada, claro que sí: su nieto se hundía en la locura.

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