Los iluminados (32 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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Caminaron hasta el café que habían abierto en la misma cuadra y en cuyos vidrios reverberaba la última luz de la tarde. Damián la empujó con suavidad por la espalda tras abrir la puerta. Luego corrió las sillas de una mesa cercana. Cuando se sentaron, pidió dos cortados con medialunas.

Ella depositó la mochila junto a sus largas piernas. Se peinó con los dedos; los mechones resplandecían dorados.

Llegaron los pocillos y la conversación los ató en forma apacible y prudente. Los temas evitaban las referencias personales, aunque Damián se salía de ganas de conocerla mejor. Tuvo que mirar varias veces la hora, porque debía dar otra clase y a la noche era cuando más alumnos concurrían. Dijo, bajando la voz, que la investigación que estaba haciendo se refería a las drogas y que ella podía ayudarlo a procesar los documentos. Un asunto difícil, si lo había, porque muchos documentos eran falsos; otros distorsionados, y la mayoría, irrelevantes. Tampoco podía abarcar demasiados campos, porque naufragaría. Las investigaciones que pretenden averiguar mucho a la vez terminan mal; es la tentación que arruina a los principiantes. Al cabo de otra vuelta de café, los curiosos ojos de ella lo estimularon a confiarle su plan general, el trayecto que ya había recorrido, los archivos fotocopiados y las fuentes que había usado. Nada ilegal o riesgoso... aún.

Sabía que por ese sendero oblicuo la estaba seduciendo. Pero no podía frenarse.

Miró de nuevo la hora; ya estaba atrasado. Se puso de pie, pagó, le dio un beso en la mejilla y corrió de regreso a la facultad. Ella lo contempló a través del vidrio: el portafolio en la mano izquierda, el pelo flotando en el aire y una agilidad de dios olímpico.

Mónica me escuchaba embelesada. Ella no había cumplido seis años cuando los iluminados de la Junta Militar presidida por el general Leopoldo (in)Fortunato Galtieri desencadenaron la aventura de las Malvinas. Yo entonces tenía trece y oscilaba entre el dolor de mi orfandad y el nacionalismo encendido que machacaban los medios de comunicación manipulados por el gobierno. Incluso llegué a pensar que pronto, llenos de gloria, haríamos turismo a las islas, porque los ingleses se darían por vencidos antes de disparar el primer cañonazo.

Como el resto del país, quedé aturdido cuando se produjo la increíble rendición incondicional de nuestras fuerzas. Tan convincente había sido la propaganda triunfalista, que la gente no podía entender semejante final. Le conté a Mónica que yo había escuchado la alocución que el general Galtieri dirigió a los perplejos ciudadanos con voz de borracho, en la que prohibía hablar de derrota. ¡No podía creer a mis oídos! ¿Cómo se atrevía a exigir semejante absurdo? Era un desvergonzado. En lugar de reconocer el monto de improvisación e irresponsabilidad de su aventura, en lugar de disculparse por la locura de amenazar con la muerte a 400, 4000 o 40.000 argentinos hasta alcanzar la victoria (total, eran cifras), ordenaba mentir.

Mi abuela, tan sabia, dijo: “¿Qué te asombra? Son unos idiotas con poder”.

¡Fueron tan idiotas! Prohibieron la edición y circulación de libros rusos, incluidos Dostoievski, Gogol, Tolstoi y Chéjov, arrestaron a toda una familia porque en su biblioteca encontraron un tratado sobre cubismo (lo confundieron con la revolución cubana), prohibieron novelas de Vargas Llosa y Manuel Puig entre decenas de autores que ni simpatizaban con la guerrilla. Calificaron de “carter-comunismo” la defensa de los derechos humanos por parte del presidente Jimmy Carter.

Un grotesco embebido de tragedia.

En lo que quedaba de 1982 se empezó a expresar el fuerte anhelo por la democracia. Pero una democracia sin adjetivos. Que no se dijera “burguesa”, ni “popular”, ni “formal”. Sólo democracia, a secas. Que se conformase un cuadro de reglas consensuadas a las que obedecería el conjunto, sin excepciones. Basado en instituciones sanas, vigorosas y respetadas. Donde prevaleciera el respeto: a la vida, a la libertad creadora, a las diferencias, a la esperanza.

La palabra “democracia” reemplazó a otra que había alcanzado enorme potencia desde el siglo pasado: revolución.

“Revolución” había sonado hasta hacía pocos años como un formidable abracadabra. Cualquier asunto, si se le ponía esa etiqueta, quedaba legitimado como noble y progresista. Hasta los viles golpes de Estado y las arteras zancadillas de palacio se llamaban a sí mismas “revolución” para darse brillo. Un soberano disparate. Ya no queríamos revolución ni revolucionarios. Nos habían dejado una herencia llena de sangre. Y ofrecieron la oportunidad a otros iluminados de signo opuesto para continuar la orgía.

Es cierto que los revolucionarios por lo general creían y predicaban el altruismo, del que soñaban ser los propietarios. Pero no todos eran altruistas. Aprendimos a descubrir que más de uno tenía locura y codicia; no inferiores a las de los represores que vinieron después.

Es cierto también que entre los genuinos revolucionarios hubo muchos idealistas. Fueron sacrificados y duros consigo mismos y con los demás. Hasta hubo gente santa, auténticos mártires, claro que sí. Pero sus acciones atraían a perversos, gente con ganas de hacer daño. En el campo revolucionario era inevitable el florecimiento de los psicópatas, así como su ascenso indetenible. Duele reconocerlo.

Pero perdió la revolución. Perdió la Argentina. Perdió el continente sudamericano. Perdieron la diosa ubérrima y sus hijos en estado de conmoción. Nos sumergimos en una tragedia sin precedentes. Se multiplicaron la muerte, la hipocresía, el pisoteo de la ley, la corrupción y el olvido de respetos elementales. Las Fuerzas Armadas perdieron el rumbo y se desplomaron hasta el último escalón del desprestigio; con ellas, por efecto dominó, se derruyeron las demás instituciones. Se expandió una noche densa y aterradora.

En 1982, bruscamente, empezamos a emerger. Por diversas grietas penetraban débiles rayos. En el corazón de las multitudes nació el ansia por algo modesto, manejable y sensato: la vieja democracia.

Tampoco fue fácil. Abundaban las llagas vivas y también los bolsones con nostalgia por la revolución fallida o la dictadura derrotada. Ambos se aplicaron a sabotear el restablecimiento de la salud nacional.

Y estaban los más peligrosos. Quienes poseían extraordinaria astucia para acomodarse a los nuevos tiempos y seguir medrando en los bordes de la legalidad. Esos lobos se cubrieron con piel de cordero. Tenían experiencia, conexiones, dinero. Podían ganar nuevas conexiones y hacer más dinero. Estaban informados sobre la “mano de obra desocupada” que había prestado servicios en las torturas y los homicidios. Cautelosamente, avanzaban.

—Vamos hasta la avenida Ángel Gallardo. Ahí conozco un restaurante decente —propuso Damián.

El almuerzo les daría tiempo para discutir con menos interferencias los detalles de la investigación. Luego de tres encuentros en el café habían llegado a la conclusión de que era demasiado ruidoso. Esa muchacha revelaba perspicacia y entusiasmo.

Su proximidad le producía gozo. Volvía a recordarse que no estaba bien levantar una alumna, que en los Estados Unidos ya estaría marchando hacia un tribunal de ética. Pero, ¿él la seducía o estaba siendo seducido? Esa cabellera, esos ojos, esa voz...

Los colectivos y taxis se disputaban las calles estorbándose unos a otros como si jugasen a los autos chocadores. El vehículo que tenía que doblar hacia la derecha, en lugar de buscar con tiempo el carril adecuado, iba por la izquierda y giraba en el último instante para provocar a los demás; de esa forma generaba los insultos de los que quedaban demorados, pero en lugar de aceptar su error, amenazaba con bajarse a repartir golpes. Damián se detuvo en un quiosco de revistas y compró
Noticias y Trespuntos.

—Para amargarme por las noches —comentó.

Buscaron una mesa apartada y se sentaron frente a frente, con ambigua complicidad. La mochila y el portafolio yacían juntos sobre la tercera butaca; No pudieron empezar la conversación durante unos segundos. Se miraban, bajaban los párpados, sonreían y se miraban de nuevo. Ella no usaba aros ni pulseras ni anillos, ni gargantillas de las que penden símbolos. Damián hizo sonar las articulaciones de sus manos.

—¿Qué te gustaría comer?

—Veamos en el menú. —Hizo un mohín travieso que valía por muchas palabras.

Se decidió por una brochette mixta y Damián, por un revuelto Gramajo. Con respecto a las bebidas, coincidieron en pedir una cerveza helada.

Damián untó en manteca la punta de un grisín y disparó la pregunta personal:

—¿Qué te impulsó a elegir la universidad pública?

Ella levantó sus cejas.

—¿Qué te parece? —devolvió la estocada.

—Yo hice la pregunta primero. —Apoyó los codos sobre el mantel y adelantó su busto.

—Mirá, las razones son varias...

—¿Económicas? ¿Nivel de estudio? ¿Salida laboral? —enumeró con los dedos.

—Ninguna de las que nombraste.

—¿Cuál, entonces?

—Conocer mejor el mundo —disparó seria.

—Me estás tomando el pelo.

—Te digo la verdad.

—Nunca se le ocurrió a la UBA promocionarse de esa forma —dibujó con las manos un cartel—: “¡Ingrese en la UBA y conocerá el mundo!”.

—No te rías. Tal vez cuesta entenderlo... Vivo en un ambiente bastante cerrado. Mis padres querían que fuera a una privada, cerca de casa, donde me encontrara con gente como uno. —Se interrumpió, aparentemente arrepentida. —Disculpá. No soy soberbia.

—Adelante.

—Siempre cursé en instituciones de
élite,
las que se llaman “mejores”. Pero decidí cambiar. Oxigenarme.

—¿Dónde vivís?

—En San Isidro.

—Supongo que no trabajás para pagarte los estudios —aventuró Damián en un tono que pretendía ser comprensivo.

—Correcta deducción, señor detective.

—¿Fue difícil convencer a tus viejos?

—Tú lo has dicho. Fue un parto. Papá me adora, pero es un poquito autoritario. O autoritario del todo. Pero, al final cede. Y cedió.

—¿Y tu madre?

Una nube descendió sobre su frente. La llegada de los platos humeantes disimuló el incordio que produjo la pregunta.

Damián, advertido de su torpeza, levantó el vaso y la invitó a brindar.

—Por el éxito de la investigación —dijo ella, aliviada por el cambio de asunto.

—Por nosotros —perfeccionó él.

—¡Mmm!... La brochette está a punto. Deliciosa. —Mónica reparó los fragmentos y unió un trozo de carne con la cebolla y el tomate asados.

—Un colega me había asegurado que acá la cocina era excelente...

—Ahora te toca contarme de vos —apuntó traviesa con el cubierto.

—Contarte... ¿Qué te interesa saber?

—Enseñás Metodología de la Investigación. Pero, ¿te gusta enseñar?

—La docencia es el correlato; prefiero la investigación.

—¿Por qué?

—Buena pregunta, pero me cuesta responder. —Se alisó las cejas con el índice. La verdad, tengo dos versiones: una superficial y otra profunda.

—Decime las dos.

—La profunda, creo, se relaciona con la vocación, que es un enigma al que nos resignamos. Intervienen la herencia genética, algunas experiencias tempranas, actitudes reactivas y muchas otras causas. Mi viejo, por ejemplo, fue cirujano, pero no se limitaba a operar.

—Ahí está entonces —volvió a apuntarle—: uno de sus cromosomas tenía el letrerito “investigador”. Quedaste marcado.

Damián asintió y tomó con el tenedor otro poco de revuelto.

—Así es.

—No me has dicho nada nuevo. Tal vez lo hagas con la respuesta superficial; la estoy esperando.

—Me expresé para el diablo. Quise decir la más evidente, no la más superficial.

—Bueno, pero te cuesta revelarla. Das vueltas.

Damián se apoyó contra el respaldo de la silla; se sentía incómodo, desnudo. Desde que la tragedia había devorado a su familia, en su cuerpo se instaló la vergüenza; durante años se había sentido vulnerable. Lo atacaba un torbellino de miedos cuando debía ofrecer alguna explicación. Sentía un absurdo bochorno por lo que había pasado con su hermana, Sofía, y con sus padres, y se atormentaba al tener que responder, porque todo lo que decía era parcial y retorcido. Por momentos creía que la amnesia sería el mejor remedio; esa dificultad para responder era quizás el primer síntoma de semejante bendición. Vivía dentro de una coraza, pero llena de rendijas. Con la resurrección de la democracia, sus progresos en el estudio y la ventilación pública de la lluvia de fuego y azufre que había arrasado el país, aprendió a no ocultar tanto su dolor, pero ramalazos de angustia y callada bronca volvían en los momentos menos esperados.

La miró a los ojos, atento a su reacción.

—Soy hijo de desaparecidos —dijo por fin, mientras apoyaba la servilleta junto al plato.

Mónica quedó boquiabierta.

—¡¿Y eso te parece superficial?!

—Evidente. Es la causa visible de algunas de mis actitudes. Además, tiene lógica. De chico presencié los allanamientos y el secuestro de mis padres. Fue peor que las pesadillas... —Movía el tenedor entre las sobras del revuelto. —Todavía me cuesta hablar...

—Creo que va a costarte siempre. —Ella lo miró entristecida, como si padeciera el mismo dolor.

Damián volvió a tender la servilleta sobre su pantalón azul.

—Y desde entonces querés averiguar —agregó Mónica, plegado el ceño.

—Antes quería saber por qué. Ahora, quién lo ordenó o quiénes lo hicieron.

Se quedaron callados hasta que los dedos alargados de ella avanzaron hacia los de Damián, que tecleaban sobre el mantel. Las manos de ambos se aferraron y comprimieron con la solidaridad que surge al compartir una aflicción.

—Damián, quisiera que me contaras más, porque te hará bien, pero no ahora, me parece. Debés de sentir mucho odio, mucha frustración...

—Todo eso. Y ganas de superarlos. Pero es difícil. Pasaron años, pasaron cosas, y el malestar sigue latiendo.

—¿Pudiste averiguar algo?

—Casi nada. Mis padres y mi hermana son desaparecidos. Esa etiqueta es simple y rotunda como un epitafio.

—Disculpame.

—No hace mucho me llegaron noticias sobre el hombre que casi salvó a mi viejo. Estuve alterado durante semanas.

Ella cerró los puños delante de su cara para que él no percibiera su turbación.

—Significaba meterme otra vez en el túnel de la pesadilla. Inventé excusas para no verlo. Pero llegó un instante en que me dominó la certeza de volverme loco si no lo encontraba y —Adelantó la cabeza. —Y si no conseguía que me contara hasta el último detalle. Lo busqué como un poseído, y lo encontré. Lo obligué a hablar, y te aseguro que jamás escuché una historia tan horrible.

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