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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (48 page)

BOOK: Los iluminados
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Después supo que Wilson habló con los médicos a solas, les agradeció la celeridad y eficacia, dio propinas a las enfermeras y extendió un cheque por los servicios prestados sin revisar la factura. Todo un caballero. Abrazó repetidas veces a Mónica y prometió hacer lo que estuviese a su alcance para que su madre jamás volviera a sufrir esos problemas. Mónica repitió: “Gracias, papá” y le dio un beso en la mejilla.

Dorothy miró hacia un costado del asiento y, antes que su mano la levantase, el gentil Aby le entregó una caja con pañuelos de papel. Sus abundantes lágrimas bajaban en silencio.

Durante meses pareció que el alcohol se había alejado de su voracidad. Daba largos paseos con el walkman, duplicó sus horas de gimnasia, se sometió a una dieta exenta de sal, concurría a cuanto vernissage tenía lugar en las mejores galerías de Buenos Aires y se aplicó a decorar el nuevo pabellón de la residencia. Evitó las reuniones en las que Wilson se encontraba con gente de negocios, y él tuvo la cortesía de no pedirle nuevas intervenciones cuando un contrato escapaba de sus anzuelos.

La tregua fue inolvidable. Hasta llegó a mantener conversaciones con Mónica, animadas por la confidencia. Dorothy evocaba su casa en Pueblo, la fuerte presencia del abuelo Eric, los sermones de Jack Trade, las fotos de Zapata e incluso su amistad —tan distante, tan borrosa— con la enamorada Evelyn. Mónica la alentaba a referirse a su pasado porque era lo más hermoso que conservaba en su memoria y suponía que de esa manera la estimulaba a reconciliarse con su presente. En retribución, la hija contaba algunos de sus flirteos y cuánto la aburrían los amigos que sólo pensaban en ganar millones y vencer en récords de velocidad.

Pero retornó la crisis cuando el ministro Abelardo Coral decidió “apretar” a Wilson. Había llegado a la conclusión de que sus ganancias no eran razonables. Mandó señales oscuras, como negarse a recibirlo en su despacho y declinar invitaciones para cenar en la residencia o navegar por el Delta. Wilson encargó a Tomás Oviedo suntuosos regalos para la esposa y la amante de Coral, pero el ministro se mantuvo inflexible. Irritado por la actitud de su antiguo aliado, debía aplicar otros recursos, como una gestión personal ante el jefe de Gabinete. La suerte parecía girar en su favor; no obstante, una orden “de arriba”, seguramente impuesta por Coral, le cerró el paso en forma brusca. La cuestión ya no se resolvía con un aumento de la coima, porque el ministro insinuaba un porcentaje tan alto que ponía en riesgo todo el negocio. Oviedo se sacó y volvió a calzarse los anteojos; con la mirada enrojecida propuso extorsionar sin asco al traidor de Coral. Wilson quedó pensativo y murmuró que estaba de acuerdo. Había que elegir entre las putas finas y eficientes que tenían para casos especiales y ordenarles que lo llevasen a un sitio rodeado de cámaras ocultas. Pero recapacitó. A Coral no lo doblarían fotos ni denuncias; su cinismo era imbatible. Despachó a Oviedo y se quedó a solas.

Se acarició la garganta, como si la piel fláccida acumulase ideas. Un solo instrumento no fallaría, pero estaba fuera de uso. Podía arruinarlo para siempre. Dorothy ya lo había doblegado antes y podría volver a doblegarlo. Abelardo Coral seguía siendo un tipo bien parecido y podía conquistar a cualquier hembra. No necesitaba que se le regalaran mujeres despampanantes. Su gran satisfacción, sin embargo, apuntaba a las pertenencias ajenas, en especial de gente cercana y poderosa, como el alto porcentaje de dinero que pretendía arrebatarle en ese negocio. Su perversión era acotada y consistía en violar el último mandamiento, el que menos se cita. El último, el referido a la mujer del prójimo. Sus genitales, cansados de putas a la orden, querían algo más extremo: la mujer de su antiguo aliado, la mujer de Wilson. No porque fuese ya joven o tan atractiva, sino porque era la mujer de su antiguo aliado. Así de simple. Cogerla a ella era cogerlo a él. Ahí nacían los placeres del Olimpo. Dorothy era magnífica aún, pero mucho más por ser la esposa de Wilson Castro. En este aspecto, a la retorcida sexualidad de Coral no la superaban ni sus ansias de poder.

Resultaba arduo decidirse. Wilson sabía que el whisky y la hipertensión podían volver a estallar. La invitó a un lujoso restaurante, donde ordenó reservar mesa en un rincón íntimo. Se sentaron a la barra y pidió un cóctel tropical sin alcohol. Charlaron sobre la temporada de ópera, a la que su secretaria era muy afecta; gracias a Nélida se enteraba con antelación de las figuras que vendrían el año siguiente. También Dorothy amaba la música lírica. Cuando se ubicaron en el fondo del salón, Wilson prefirió sentarse a su lado, no frente a ella. Antes de abrir el menú depositó un estuche de terciopelo bordó sobre la copa. Dorothy imaginó el contenido y lo abrió con delicadeza; del interior sedoso estalló el fulgor de los brillantes. Sonriendo, Wilson dijo que los brillantes eran de Sudáfrica, y las esmeraldas, de una antigua mina colombiana. Dorothy le agradeció con un beso en la mejilla mientras él se ocupaba de fijarle el prendedor en la solapa. Era la primera vez en años que recibía un obsequio sin haberle prestado un servicio de puta.

Se instaló entre ambos una atmósfera apacible, como no ocurría desde hacía mucho. Wilson le hablaba en voz baja, casi al oído; sus frases rezumaban dulzura. Por fin —pensó ella— volvía a ser el mismo que había conocido en Denver. Pasó de las óperas a las anécdotas que le deparaba su trabajo: la fauna de sindicalistas, empresarios y políticos con los que debía tratar era cada vez más corrupta e impredecible. Luego se deslizó hacia sus recientes dificultades. No quería preocuparla; de alguna forma conseguiría salir adelante.

Pidieron lo mismo: centolla con caviar negro y, de plato principal, cordero asado. Para beber, agua mineral sin gas y jugo de fruta. Al rato Wilson le confió detalles graves. La traición era moneda corriente cuando las ambiciones se desenfrenaban. Sus socios de ocasión eran poco confiables y, para conseguir mayores beneficios, no dudaban en cambiar las reglas de juego. Aunque se refería a números y feas conductas, su voz mantenía un calor de terciopelo. Desde las mesas vecinas les echaban miradas envidiosas. Wilson le hizo saber cuánto le importaba su salud y lo contento que estaba por su mejoría. No debía regresar al whisky; ésa era su mayor victoria. Ella le acarició el antebrazo. Entonces Wilson, tras un largo suspiro, le contó la irritante actitud de Abelardo Coral, cuya desmesurada codicia iba a provocar el desmoronamiento de sus empresas. Era un irresponsable y debía quebrarlo. Había pensado en varios caminos, pero todos fracasaban. Sólo quedaba uno, apenas uno, a cargo de una persona muy especial. Pero esa persona no debía poner en riesgo su salud.

A Dorothy se le redondearon los ojos. Wilson le tomó ambas manos y las abrigó con las suyas, grandes y fuertes. La piel de su mujer se había puesto fría. Se acercó más aún a su costado, le puso una mano en el hombro y la besó cerca de la oreja, sobre un bucle de su perfumado cabello. Durante un cuarto de hora, con la paciencia de un hipnotizador, se aplicó a convencerla de que no le pedía que se acostara con el miserable Abelardo Coral. Pero, al mismo tiempo, y por un misterioso juego de palabras que en ella producían efecto, la estimulaba en sentido contrario. Dorothy dejó caer la cabeza hacia atrás, abatida por el vértigo. La lealtad al marido consistía en beneficiarlo siempre, cualquiera fuese el costo. Así lo venía haciendo, pero en lugar de sentirse bien, la aguijoneaba la vergüenza. Wilson llegó a decirle, entre otras frases cautivadoras, que no era preciso darse ánimos con el whisky. Pero si llegaba a necesitar un estímulo, él le proveería un comprimido carente de efectos secundarios prescrito por su médico de confianza. En realidad era el último favor de esta naturaleza que le solicitaba. Él mismo se resistía a ponerlo en marcha, incluso más que ella. Su situación empresarial estaba al borde de una catástrofe. Y no había otra tabla de salvación. “Créeme que prefiero otros caminos”, mintió.

Resbalaron lágrimas por las mejillas de Dorothy. Wilson, conmovido, se las secó a besos.

Camino a Little Spring, Dorothy arrancaba los pañuelos de papel, de a dos y de a tres. Se sonaba rabiosa. Esos recuerdos le hacían hervir los ojos. Aby temió que se terminara la provisión de pañuelos y buscó reservas en los bolsillos interiores del vehículo.

Aquella noche Wilson y Dorothy durmieron abrazados, como no ocurría desde hacía mucho tiempo, pero tampoco hicieron el amor. A la mañana siguiente Dorothy realizó su paseo habitual y luego canceló la entrevista con el arquitecto que la asesoraba en la decoración de la residencia. Buscó en su libreta de direcciones y llamó al número directo de Abelardo Coral. No demoró en insinuarle un encuentro clandestino. Coral fue recorrido por un estremecimiento.

—¿Dónde?

—En el lugar de la última vez, atorrante.

Coral ordenó que le modificaran la agenda del día. La llamada le produjo nerviosismo y una erección.

Wilson había deslizado en la cartera de su mujer un comprimido de éxtasis. Ella lo ingirió en el momento oportuno y consiguió arrancar al ministro las promesas que necesitaba su marido. El premio consistiría en otro encuentro, la semana siguiente. Al dejarlo, Dorothy no pudo frenar su tentación de beber whisky. Volvió a hacerlo delante de su esposo y de Mónica, con manifiesta agresividad. Quería castigar y castigarse; se sentía repugnante y santa.

Meses después, cuando vio por primera vez a Damián Lynch, también calculó si podría doblegarlo con sus artilugios. Total, era una ramera y su puntaje sólo se medía por la capacidad de seducir a los hombres. Hacía siglos que el orgasmo había desaparecido de su cuerpo y casi de su memoria. Para solucionar la carencia había probado con su personal trainer porque tenía un físico impresionante, pero en especial porque lo elegía ella, no su marido. El pobre se esmeró como nadie y fracasó. Hacía poco había llevado a su camarote del yate a un marinero, con equivalente desastre final. Supuso que estaba condenada, que ése era el castigo que se merecía, que era un mensaje de Dios enojado —como diría Bill— que no se prestaba a segundas interpretaciones.

Damián sacudió violentamente sus aletargadas expectativas.

Era hermoso, inteligente y limpio; Mónica lo adoraba. Se le metió entre los sesos como una lombriz y no la dejaba descansar. Su rostro de labios finos y nariz recta se le aparecía cuando caminaba, durante la gimnasia, en las insípidas charlas con sus insípidas amigas, mientras se duchaba o en medio de la comida. Le recordaba los años previos a su degradación, cuando ella era limpia y alegre. Pero ahora no sólo era puta —se criticaba—, sino peor, porque codiciaba el amor de su hija. La mierda de Abelardo Coral le había contagiado el virus de las perversiones extremas.

Cuando hirieron a Damián cerca de Garín en un confuso operativo antidrogas, Wilson decidió internarlo en la residencia. Ella bebía whisky e inhalaba cocaína para resistirse a los empujones de Satanás. No pudo evitar meterse en su cuarto y mirarlo de cerca, como a un botín. Noches más tarde se envolvió en tules y lo besó en el parque. Era una hediondez. Rodaba por el tobogán del infierno y Satanás la esperaba con sus colmillos chorreando saliva.

Abrió la cartera. Aby la observó atento, aunque era improbable que extrajese un arma. Vio que Dorothy tomaba un anotador forrado en cuero, como eran los diarios íntimos de años atrás. Su difunta mujer había tenido uno parecido —recordó Aby—, pero de color más oscuro. Miró hacia afuera y calculó cuánto faltaba para llegar a Little Spring.

Dorothy se dijo por centésima vez que Damián era el amor de Mónica y que ella no debía tener deseos perversos. ¿Cómo era posible que la tentase quitárselo? ¿Pretendía vengarse de Wilson superándolo en depravación? Tenía conciencia del límite, pero su conciencia era más impotente que un conejo en el pico de un gavilán. Sabía que eso no, pero el “no” vacilaba. La taquicardia, la hipertensión y el sudor de hielo la atacaban de día y de noche. Jaquecas a cada rato.

La limusina devoró ciento veinte kilómetros por las planicies de Texas. El paisaje se tornaba arisco, aunque por largos trechos se extendían ondulados campos de trigo que llegaban hasta la base de las colinas. Granjas aisladas punteaban el dorado infinito. Desde el sur avanzaban lentas nubes oscuras. Pasaron cerca de una población y Smith anunció que sólo faltaban quince minutos. Dorothy terminó de escribir unas líneas, guardó su diario en la cartera y miró también por la ventanilla. La luz languidecía ante el avance de las nubes. De vez en cuando el cielo se dignaba regar el estado de Texas.

Tomás Oviedo ingresó en el espacioso comedor de la residencia. En un extremo, solo, cenaba Wilson Castro.

—Imagino tu mal humor —dijo desde la puerta.

—Imaginas bien. Estoy terminando; ¿deseas comer?

—Gracias, ya comí. —Miró la hora. —Es un poco tarde.

Wilson dejó la servilleta junto al plato.

—Tarde para varias cosas. Así es. —Resopló mientras lo miraba con un fulgor que pretendía desnudarlo. —Me acompañarás con el café y una copita de ron portorriqueño. Vamos al escritorio.

Se acomodaron lejos de la mesa poblada de carpetas y diarios. Cuando la mucama depositó el servicio sobre una mesa baja, Wilson le ordenó que no entrara nadie a interrumpirlos y que cerrase al salir.

—No puede ser más desafortunada la coincidencia —se lamentó Tomás mientras se quitaba los anteojos y empezaba a frotarlos con un pequeña franela.

—De todos modos, volarás a Houston. Así estaba programado. —Bebió la mitad del pocillo y luego vertió un chorro de ron en lo que quedaba del café.

Tomás lo imitó serio y concentrado, como si realizara una operación química de alto poder explosivo. Percibía que las moléculas zumbaban en torno, cargadas de electricidad.

Podían estar satisfechos con la marcha del operativo Camarones —hábilmente programado—, pero inquietos por la inconsulta partida de Dorothy. Un éxito y una complicación. El éxito era grandioso: habían desbaratado el molesto cartel de Lomas, conseguido un buen puntaje ante la DEA y probado su granítica confiabilidad; de los errores de Antonio Gómez ya no quedaban rastros, y su muerte en el descampado había sido aceptada como suicidio. Todo cerraba de maravillas.

Pero el exabrupto de Dorothy amenazaba con perjudicar el resultado final como ponzoña de áspid. Parecía haber elegido el momento con plena conciencia. Les había apuntado al centro de los ojos. ¡Qué mujer más loca!

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