—¿Qué te pasa, mamá?
Dorothy se encogió de hombros.
—Nada. Volvieron a aparecer las patas de gallo. No fue buena la cirugía.
—Te la hiciste hace cuatro años. —Suspiró fastidiada. —Ni se notan.
—Las veo con el espejo de aumento.
—Deberías usar ese espejo para verte otras cosas.
—¿Para qué entraste? ¿Vienes a pelear? No estoy con ánimo, Mónica.
—Yo tampoco. Sólo quiero hablar, que nos contemos cosas. ¡Necesito hablar con alguien confiable!
—No tengo mucho para contar.
—Hace años me hablaste de tu Pueblo natal. Quiero distraerme; contámelo de nuevo.
La mueca que hizo Dorothy tuvo algo de sonrisa. Giró lentamente hacia su tenaz interlocutora.
—De Pueblo te hablaba cuando eras una nena.
—Tal vez más que una nena. Me acuerdo muy bien, porque describías tu casa con real cariño. Las fragantes glicinas del patio, el nogal lleno de nueces, tu abuelo o mi bisabuelo Eric, que charlaba horas con su ángel de la guardia. Era mágico. —Se esforzaba por alejarse de su preocupación por Damián.
—Es cierto —concedió Dorothy—. Y el fotógrafo Zapata, que le decían Cáscara de Queso porque tenía una cara negra y ancha. Siempre se reía...
—¡Se te iluminaron los ojos, mamá!
—Pero no se van las patas de gallo —se lamentó Dorothy, con otra fugaz mirada al espejo.
—Quedan seductoras cuando sonreís.
—¿Te parece? A menudo me pregunto si vale la pena estar linda. Una está linda para gustar a cierta gente, al hombre al que ama...
—También para una misma. Deberías amarte, mamá.
Dorothy suspiró.
—Linda para el hombre al que se ama —repitió—. En Pueblo tuve una amiga, Evelyn...
—Mi tía Evelyn —interrumpió la hija.
—Sí. —Dorothy parpadeó como si hubiese olvidado el parentesco. —Se había enamorado de manera anormalmente precoz.
—De tu hermano. Me lo contaste.
—Pero mi hermano ni la miraba siquiera. Entonces ella se deprimió tanto que empezó a usar ropa de luto. Decía que se entrenaba para ser la correcta esposa de un reverendo. Creo que en esa época estaba loca. ¿Hay locuras que van y vienen?
—Puede ser. Y vos, mamá, ¿también estás de luto?
Los ojos de Dorothy se humedecieron. La estocada llegó profundo. Arrancó de la caja un pañuelo de papel para sonarse la nariz.
—¿Ves? Ya no puedo hablar.
—Lo que no podés es tocar ciertos temas.
—¡Déjame sola! Enseguida viene mi profesora de gimnasia.
—Estás sola, mamá. Pero yo estoy a tu lado. Yo te quiero.
Las lágrimas desbordaron hacia sus mejillas. Dorothy tuvo el impulso de abrazarla, pero se contuvo. No merecía una hija tan buena.
Recorrieron casi dos mil kilómetros y al anochecer del día siguiente apareció por fin el cartel que señalaba la proximidad de Garín, a unos cuarenta kilómetros de Buenos Aires. Pero no entraron en la población; siguieron por la autopista rumbo a la Capital. Cuando ya marchaban por el Acceso Norte, Antonio Gómez, de nuevo al volante, giró a la derecha y penetró en una zona de casas bajas. Frenó a la orilla del camino, introdujo la mano bajo su asiento y extrajo una pistola calibre 32. La revisó y entregó a Damián.
—Está cargada. Espero que la sepas usar.
—¿Es imprescindible que yo vaya armado? —Damián presintió que se acercaba el desenlace temido por Mónica.
—Tampoco era imprescindible que te arriesgaras en este negocio. Según Oviedo, sos un tipo sin malos antecedentes, pero muchas veces esos tipos resultan unos idiotas. Sin armas, date por muerto.
—¿Y con armas?... Gracias, de todos modos. —Contempló la pistola y acarició sus partes; la hubiera imaginado más pesada. —¿Contra quién se supone que voy a tener que disparar?
—Vamos a hacer una jugada histórica: la DEA puso en marcha a su gente, y vos vas a ser el héroe. Corresponde que te lo anuncie. Aunque no parezca, soy un caballero digno.
—No pretendía tanto.
—Tarde para retroceder, profe. Vas a ser un héroe. Por si te pasa algo... —En los ojos de Antonio restalló la pizca de lástima que a veces le brotaba antes de asesinar. —Te informo que estamos a punto de dar un golpe doble: vamos a secuestrar un gran cargamento, que nosotros contribuimos a reunir y a atrapar a un montón de mulas, tal vez a un par de capataces también. Yo me voy a limitar a cumplir con las directivas que me dieron, y a vos te van a lanzar a la gloria.
—No entiendo.
—Hay que mantenerse alerta. Van a juntarse varios vehículos llenos de blanca, eslabones de la distribución en la Capital y en la provincia. También, espero, los que quieren embarcar para Europa y los Estados Unidos.
—¿También hay droga en este auto?
—Ya te dije que no. Pero por mi trabajo cobro un maletín lleno de billetes. Necesito confesarte mi ganancia.
—Sigo sin entender. ¿Por qué no te decidís a expresarte mejor?
Antonio disfrutaba del misterio. Se permitía arrojarle algunas pistas porque su trabajo estaba casi concluido. Damián, en cambio, apretó los maxilares y presintió que se le acababa el tiempo. Había aprendido mucho y llegado a las proximidades del gran verdugo, pero sus manos estaban vacías, ni siquiera portaban un fragmento de su identikit. Palmeó el brazo de Antonio; se había acabado el tiempo de la prudencia.
—¿Encontraremos a Abaddón?
Gómez levantó las cejas y recordó la película inspirada en un cuento de Borges. Al protagonista se le dejaba hacer y decir de todo porque iba a ser asesinado. Era igual a un muerto. Se llamaba, precisamente,
El muerto.
—Puede que sí. —Estiró los labios enigmáticos.
—Es tu jefe, ¿no?
—Si supieras... Bueno —cambió el tono de voz—, ya te dije que es uno de mis jefes. ¡Cómo hinchás!
Llegaron a una fábrica rodeada por un alto muro de mampostería y puestos de vigilancia cada veinte metros. En la entrada, Gómez bajó la luz de sus faros y mostró un documento que el guardia cotejó con una lista. Pidió que esperase un minuto y fue a la casilla, donde corroboró en la pantalla de su computadora. A Gómez le transpiraba la frente. Controló la hora y le indicó a Damián que escondiera su arma, estuvo a punto de bajar cuando se acercaron dos uniformados.
—¿Tiene algo que decir? —espetaron sin saludar.
—Reyes Magos.
Fueron hacia el guardia que seguía leyendo en la pantalla, cambiaron unas frases, miraron la planilla y ordenaron abrir el portón.
—Avance por el camino lateral y estacione dentro del galpón número tres.
El galpón parecía un pozo negro y vacío. Tras el auto volvió a cerrarse el portón. De pronto encandilaron los reflectores y un megáfono hizo trepidar el aire.
—¡Bajen con las manos sobre la cabeza! ¡No hagan ningún movimiento extraño!
Damián palpó su revólver en la cintura, abrió la puerta y descendió con las manos en alto. Lo mismo hizo Gómez. Los empujaron contra una pared.
Gómez sudaba. Había llegado el momento culminante. Tal vez Abaddón lo observaba desde atrás del reflector, y no le perdonaría una pifiada. Iba a desencadenarse el tiroteo que había programado con exactitud de relojero. Fueron los últimos en llegar, como correspondía; en los alrededores y también adentro ya debían de estar apostados algunos agentes de la DEA. El operativo tenía la perfección de un cohete espacial. Casi todos los disparos que estallarían en el minuto siguiente serían de fogueo, menos el que atravesaría el cuerpo de Damián. Su caída se excusaría como producto del caos. Damián sería el héroe de la jornada, derribado en acción contra un cartel de narcotraficantes.
—¡No tiren, no tiren! —aulló Gómez mientras se arrojaba el piso y extraía su pistola de la cartuchera.
Brotaron relámpagos y el estruendo hizo temblar las paredes. Gómez se zambulló detrás de un mostrador y afinó la puntería. Damián corrió hacia el portón mientras un arma automática puesta en tiro rápido era accionada furiosamente contra decenas de hombres paralizados. Las balas de fogueo barrían el aire. Gómez apretó el disparador una, dos y tres veces. Logró herir el hombro derecho de Damián, quien rodó sobre el piso de cemento y quedó boca arriba. Gómez pegó largas zancadas y se detuvo a su lado con el arma humeante. El griterío ensordecía.
Damián lo miró perplejo; con la mano izquierda se apretaba el hombro dolorido.
Gómez estaba desfigurado, el ceño oscuro y la boca abierta. Para Damián ese momento empezó a dilatarse como si se proyectara en cámara lenta; su vida estaba a punto de acabar mientras Gómez miraba alternadamente hacia el piso y hacia atrás, como si lo bloquease una terrible confusión. Damián no entendía qué estaba pasando. El estruendo proseguía furioso. Debía hacer algo, aunque resultara inútil. Con esfuerzo sobrehumano giró hacia la derecha. Alcanzó a identificar las mejillas chupadas y el pelo blanco de Victorio Zapiola que se inclinaba sobre su cara. Y se desmayó.
Le temblaron las rodillas cuando el ascensor se abrió en el decimotercer piso y apareció el amplio hall alfombrado. La recepcionista lo condujo hasta el despacho de Nélida, que esta vez no le regaló su profesional sonrisa: con evidente fastidio cerró una carpeta, se calzó el auricular y apretó el conmutador.
—Ha llegado Antonio Gómez.
Escuchó la respuesta de su jefe y cerró los párpados. Luego se dirigió a la angustiada visita.
—Siéntese. Tendrá que esperar unos minutos. ¿Quiere beber algo?
—Café —titubueó. —Aunque necesitaría algo fuerte. Coñac o ginebra.
—Lo siento. —Se calzó los anteojos sobre la punta de la nariz y se concentró en una pila de facturas. —Aquí sólo convidamos café o gaseosas.
Antonio bebió su café, hojeó las revistas desparramadas sobre una mesa ratona, fue al baño y hojeó de nuevo las mismas revistas. Al despacho de Wilson Castro pasaron otras personas que llegaron después que él. Miró su reloj por centésima vez: el jefe lo estaba castigando desde antes de recibirlo. En la organización no se toleraban errores, por involuntarios que fuesen. Tomás Oviedo había precisado cada etapa de la misión; no era más intrincada que otras cumplidas en los quince años que trabajaba a su servicio. Pero sabía que para la evaluación final tenía en cuenta el resultado, no las dificultades. El resultado era negativo. Incluso había debido intervenir Oviedo en persona para que no lo zamparan en la cárcel.
Estaba adormeciéndose cuando la voz de Nélida le ordenó ingresar en el temible despacho.
Pegó un brinco y una puntada le atravesó la sien. Caminó mostrando un falso aplomo. El jefe, que lo esperaba sentado tras su espléndido escritorio, no se levantó para saludarlo. Mal signo. Lo miraba por encima de sus anteojos dorados y aguardó hasta que Gómez se acercó.
—Buen día, patrón. —Antonio carraspeó.
—¡Fallaste! —La palabra sonó como la sentencia de un tribunal.
—¿Le explico? —la frente de Antonio se cubrió de gotitas. —Recién pude dispararle cuando corría. No me informaron de los cambios que hicieron a último momento, ni de que la concentración se iba a hacer en el galpón número tres en lugar del uno. Tampoco estaba seguro de que ya hubieran entrado todos los hombres de la DEA. Temí que el trabajo previo se fuera a echar a perder. Entonces grité para generar confusión. No calculé que el profe iba a buscar la puerta. Si salía, iba a ser imposible. Entonces disparé. Tuve bastante puntería; casi le daba en el corazón...
—En el hombro.
—Quise rematarlo, pero...
—Oviedo gastó mucha influencia para convencer a los agentes de que el tiroteo produjo una confusión dramática. Fue una suerte que no te retuvieran más de un día.
—No dije una sola palabra de más en la comisaría. Lo juro. —Dibujó una cruz sobre su boca. —Lo más importante está a salvo, patrón. Usted lo sabe.
—Ya no es asunto tuyo. —Wilson entrecerró los párpados y observó cómo a su agente le aumentaba la transpiración.
—Voy a hacer lo que usted me ordene para borrar mis errores. Estoy dispuesto a reparar mi falta por el camino que elija. No me importan las dificultades. Pero le aseguro que no soy culpable.
Castro apretó el conmutador:
—Nélida, convoca para dentro de dos horas al consejo de emergencia.
Las rodillas de Antonio incrementaron su temblor. Le daba rabia y pánico. No era la primera vez que enfrentaba un peligro, pero sí un peligro que provenía de su jefe. Tenía que hacer algo hábil antes que fuera demasiado tarde. ¡Mierda! El cerebro se le había bloqueado.
—Pídame lo que quiera.
Castro murmuró como si hablase para sí:
—Tendrás que convencer a Damián Lynch de que el tiroteo te volvió loco. Y de que corriste a su lado para protegerlo. No debe quedarle la menor sospecha. Deberás ser con la lengua más inteligente de lo que fuiste con la puntería.
—Lo haré. Lo haré muy bien, pierda cuidado.
Oyó el rumor de la hierba oscura. No entendía si caminaba o rodaba. Por entre los macizos negros se filtraron chispas. Desde el estómago le subía un olor a metales. Sabía que la luz era recuerdo porque estaba sumergido en un pozo. Sabía que le costaba comprender. Soñaba que soñaba y, al mismo tiempo, trataba inútilmente de abrir los ojos.
Alguien atravesó una puerta. El sonido fue tenue y prolongado. Sobre el picaporte se mantenía apoyada una mano sigilosa. Se cerró la puerta y cesaron los demás ruidos, el de la hierba inexistente y el de su propio corazón. Sus orejas semidormidas se movieron hacia quien acababa de entrar. ¿Por qué tanta discreción? Debía de ser su abuela Matilde; lo cubriría con la manta y le tocaría la cabeza; su mano rugosa le produciría bienestar. Damián contrajo la frente y aguardó el maternal contacto. Pero la mano no descendía sobre él. La persona que acababa de entrar buscó el borde de su cama y se sentó con extremo cuidado. Era un cuerpo nebuloso. Damián podía registrar su respiración, que no se parecía a la de su abuela.
¿Por qué no conseguía despertar del todo? ¿Qué le habían hecho? Se resignaba a la inmovilidad, pero no a la ignorancia. Aguzó los oídos. La respiración de la visitante era agitada. ¿Mónica? ¿Sería su dulce y querida Mónica, que venía a regalarle mimos? Lo atravesó un intenso estremecimiento, y sintió que una mano húmeda, ligeramente temblorosa, le acariciaba una mejilla. No la cabeza, sino la mejilla. No era su abuela. Tampoco Mónica.
La visitante inclinó la cabeza, y Damián percibió que lo miraba con ardor. Se tironeó los párpados pegados. Ella se acercaba más y Damián percibía su aliento cálido, con fragancia de rosas. Ojalá fuese su amada, pero era otra mujer.