—Reyes Magos.
El alambre de púa ahondaba la distancia hacia uno y otro lado. Un segundo guardia destapó una caja metálica y marcó cuatro dígitos. La singular tranquera se abrió con un gruñido y la combi avanzó hacia la explanada. En el fondo, rodeado por árboles, apareció un hangar cuyo portón ya se estaba corriendo en forma automática. Antonio condujo hacia allí y entró en la negra cavidad. Enseguida se cerró el portón y se encendieron reflectores en serie. Damián registró dos avionetas para fumigar, dos jeeps, una furgoneta, tres autos, un camión y dos combis.
Se les acercaron tres hombres. Antonio Gómez los presentó a Damián por sus nombres de pila.
—¿Todo bien?
—Muy bien. Solamente falta el cargamento aéreo —dijo el más gordo, después de sonarse la nariz.
—¿Cuándo aterriza?
—En una hora. Menos mal que ya llegaste, Antonio, así descansás un poco y te preparás para la última etapa. —Guardó el pañuelo arrugado en un bolsillo. —Los tiempos se han acortado.
—Mi amigo está que se cae. —Gómez señaló a Damián con gesto burlón.
—Vayan a ducharse, que enseguida les sirven la cena —sugirió el gordo—. Lamento informarte que esta vez no vas a poder quedarte a dormir. Hay que sacar el cargamento hoy mismo. Algo le soplaron a la gendarmería, y en una de ésas a algún desubicado se le ocurre inspeccionarnos. Eso sí que nos complicaría. Tenemos órdenes de dejar limpia la estancia durante la noche.
Mientras escuchaba la charla, en los oídos de Damián sonaba la palabra “Abaddón”: seguro que él había impartido esas órdenes. Seguro que era el mismo sujeto que le había descrito Victorio Zapiola. No podía ser otro, no era un nombre de guerra fácil de elegir y adoptar; hacía falta tener cierta perversidad intelectual para ello. Abaddón había sido un estratega de la dictadura, que diseñaba las zonas liberadas para que los allanamientos funcionaran con comodidad, que regulaba las sesiones de tortura para obtener información útil, que lograba convertir a las víctimas en autómatas que colaboraban. Ahora tal vez apoyaba a la democracia. ¡Qué ironía! O vaya uno a saber... ¿Cómo meterse en semejante cerebro? Lo desconsolaba haber perdido la oportunidad de conocerlo. Y apenas por unos minutos; a lo mejor estaba sólo a dos o tres kilómetros. Damián sintió el impulso de subir a uno de los vehículos que estaban en el hangar y perseguirlo por la ruta. ¿O habría partido en avioneta? Si no se hubieran demorado tanto con la ronda de mates en la oficina del comandante Méndez, habría tenido ante sus ojos al asesino de su familia. Podría haberle saltado al cuello. O, mejor, podría haberlo identificado de manera inequívoca para desencadenar una avalancha de denuncias que lo llevasen al más bochornoso de los juicios. El canalla estaba vivito y coleando; gozaba de poderes; gozaba de impunidad.
Damián tomó conciencia de que su excitación le producía un leve temblor de manos. Antonio Gómez podría darse cuenta. Y era quien acababa de ponerlo más cerca que nadie del asesino al que estaba buscando. Debía mantenerse sereno, parecer indiferente, y de ese modo quizás lograra que le confiase otros datos. Su investigación había dado un salto de siete leguas. Pero se hallaba en medio de seres ambiguos. “¡Ojo, Damián!”
Antonio lo guió hacia una puerta posterior del hangar, disimulada por fardos, y salieron al aire libre. La noche empezaba a descender sobre el campo salteño como una cortina rumorosa. El aire se poblaba de silbidos y castañuelas. Una brisa fresca hacía rodar nubes de aromas. Caminaron hacia el casco de la estancia, donde los recibió un empleado vestido con traje. Damián advirtió que hasta ese momento no había visto a una sola mujer. Cruzaron la amplia recepción embaldosada en cerámicas y terminaron en dormitorios provistos de baños privados. Se quitó la ropa y se metió bajo la ducha caliente. Mientras los chorros resbalaban por su cuerpo trató de poner en sordina la erupción de voces que sentía en el pecho. Volvía a oír a su papá, su mamá y su hermana. Volvió a oír a su abuela Matilde. Y reapareció ante él el rostro chupado de Victorio Zapiola. Se enjabonó tres veces, como si de esa manera pudiera sacarlos de su atención y relajarse. Más tarde apareció Mónica con su soleada sonrisa. Entonces él también sonrió y el agua le penetró entre los dientes. Hizo buches, cerró los grifos y se envolvió con la toalla. Al regresar al dormitorio miró por la ventana cubierta de visillos: la noche había cerrado por completo. Se cambió de ropa y fue a la terraza.
Allí lo esperaba Antonio. Unas luces estratégicas aumentaban el encanto del lugar. Pensó que habría sido maravilloso disfrutar de aquel momento con Mónica, en lugar de un compañero tan esquivo. Anunció que la llamaría por teléfono.
—Desde acá no. ¿Te olvidaste en qué negocio andamos?
Damián disimuló su rabia y cambió de tema.
—¿Así que viajaremos toda la noche?
—Sí, toda la noche. Y vamos a turnarnos en el volante para llegar en el menor tiempo posible. No vamos a parar ni a comer, solamente para cargar nafta y mear. Antes de salir nos van a entregar una canasta de comida suficiente para atravesar el Sahara.
—Si voy a manejar, al menos me dirás hacia dónde vamos.
—Eso te lo puedo decir, por supuesto: Garín, provincia de Buenos Aires.
—Bien. Otra pregunta: ¿de quién es esta hermosa estancia?
—Ahora es de uno de mis jefes —contestó en voz baja.
—¿Cómo se llama? Casi lo encontrábamos recién, ¿no? —Damián se enojaba consigo mismo: la ansiedad por dar con el asesino le desenfrenaba la lengua.
—A lo mejor se fue para no encontrarnos. Tendrá sus razones...
—¿Por qué dijiste “ahora es de uno de mis jefes”? ¿Por qué “ahora”?
—¿Eso dije? Está bien, porque ahora es el dueño.
—¿Y quién fue el dueño antes?
—¿Querés cagarme la cena?
—¿En qué te perjudica revelarlo?
—No sé. Tus preguntas me suenan pesadas.
—Mentís, y tus mentiras aumentan mi curiosidad.
—Jodete, entonces.
Al rato, mientras masticaba el asado, Gómez levantó el cuchillo y volvió sobre el asunto.
—Pensándolo bien, también te lo puedo decir.
—¿El nombre del jefe?
—¡La puta madre! Ya me hiciste mil preguntas, ¡y ahora encima querés saber el nombre de mi jefe! Ya te dije: ahora, el dueño de esta estancia es “uno” de mis jefes. Tengo varios.
—¿Y quién fue el dueño anterior?
—¡Qué curiosidad de mierda! Bueno, te lo voy a decir. Total... ¿Y sabés por qué? Porque fue un hijo de puta, un terrateniente que en vez de apoyar al ejército les tuvo lástima a los delincuentes y les ofreció refugio. Acá, en este mismo sitio donde te acabás de duchar y ahora estamos comiendo.
—¿Y por qué vendió la estancia?
—No vendió. Lo arrestaron, le hicieron cantar la verdad y... bueno... —Se aplicó en cortar otro trozo de carne.
—No vendió... —repitió Damián, para estimularlo a proseguir.
—¡Un carajo! Antes de morir firmó los papeles sin saber qué firmaba.
—Entonces le cedió la propiedad a tu jefe. Tu jefe le obligó a firmar los papeles, ¿no?
—¡Uno de mis jefes!
—¿Me podés nombrar a los otros, ya que éste resulta tan innombrable?
—¡Qué hinchapelotas! Terminá el bife, ¿querés? ¡Te doy una mano y me agarrás el codo!
Oyeron el ruido de un avión.
—¡Por fin! —exclamó Gómez mientras levantaba la cabeza.
—¿Va a aterrizar en plena noche?
—Por supuesto. En un camino señalizado. De noche los gendarmes no pueden detectarlo, aunque les reviente oír el motor y gasten al pedo los largavistas mirando las estrellas.
—¡Nuestra combi! —exclamó Damián al verla enfilar hacia el portón de salida.
—Tranquilo. Se la van a entregar a unas mulas que esperan en Orán. Ellos van a transportar la merca, y nosotros viajamos limpios. ¿Todavía no te avivaste de cómo funciona el plan?
Damián lo miró fijo.
—Vamos a hacer caer un tentáculo de la droga. Para eso se está distribuyendo lo que está concentrado acá, lo que trajimos nosotros, lo que llega en la avioneta, lo que vino ayer y antes de ayer. Es demasiado fácil para que no lo entiendas, profe: acumulamos material y lo distribuimos al grupo que queremos hundir en la trampa. Están saliendo varios correos a diferentes horas, pero se van a juntar donde está el queso. Cuando la DEA prenda la señal, ¡pum!, se cierra la trampa. Y el minicartel argentino de Lomas va a caer como un ratón. Mirá todo lo que te cuento. ¿Soy o no soy generoso con vos?
—Gracias, pero ya lo sabía. Mis protectores, como los calificás vos, me informaron antes de venir. No estoy tan verde como pretendo aparecer. Sólo que aspiro a oírlo de tu prudente boca.
—Ya lo oíste, entonces. ¿Conforme?
—Mis expectativas se han cumplido en parte, porque tomé contacto directo con el objeto de mi investigación. Pero no penetré su profundidad.
—¿Qué más te pide el culito?
—Llegar a los peces gordos.
—¿Los barones? ¡Ja, ja! Ya te advertí: ni en sueños.
—Sin embargo, están cerca. Muy cerca. Y vos lo sabés.
Fue al baño con el deseo irrefrenable de averiguar algo más. Estaba dentro de una guarida llena de pistas. La vaga convicción de que en este sucio negocio merodeaba el torturador de sus padres se había confirmado. Abaddón era un nombre de guerra que no se usaba casi nunca; sólo podían conocerlo Antonio y otros allegados que le servían desde los tiempos de la dictadura. Antonio jamás soltaría más información; era evidente que también había sido un represor activo y no tenía ganas de que su verdadera historia saliese a la luz. Debía de estar arrepentido de haber hablado tanto. ¿Pero qué vínculos tenía el repelente Abaddón con Wilson Castro y Tomás Oviedo? ¿Estaban enterados de su pasado lúgubre? ¿Cómo reaccionarían si supiesen quién había sido? Era posible que los hubiera embaucado y ahora trabajara como agente de la democracia y la legalidad. Quizás había logrado engañar a la propia DEA y ayudara a descubrir embarques clandestinos. Quizás realizara buenas acciones no para reparar los daños cometidos sino para cubrir su rostro de criminal. No tenía razones para andar con tanta prudencia, excepto que le metiesen una bala.
Damián salió del baño y empezó a recorrer las habitaciones del casco. Abría y cerraba las puertas sigilosamente. Tenía el recurso de disculparse: “Perdón, me equivoqué”. Descubrió una oficina con un enorme gabinete de acero y una pared tapizada de libros. En aquel lugar la gente no debía de leer ni amar los libros, dedujo Damián, meneando la cabeza. Buscó a los lados y bajo los anaqueles. Era un sistema muy antiguo, del que sospecharía hasta un niño. Pero también ese casco era antiguo. Bajo el penúltimo anaquel, por debajo de sus rodillas, encontró un botón. Lo apretó y no sucedió nada. Lo pulsó de nuevo dos, tres veces seguidas. Entonces empezó a moverse la estantería completa. Accedió a otro cuarto. No se atrevió a encender la luz, aunque vio la tecla junto al dintel. Le alcanzó con la claridad que penetraba desde la oficina. Era un arsenal de armas, donde sobraban rifles de alta potencia con miras telescópicas, lanzallamas, granadas de mano, armas de puño, garrotes y puñales. Material para acciones grandes o pequeñas.
Volvió a pulsar tres veces el botón y cerró. Fue al escritorio y revisó los papeles que estaban a la vista. Abrió los cajones y no encontró sino artículos vulgares: abrochadoras, clips, lapiceras, marcadores, resmas de papel. Tuvo ganas de encender la computadora. Allí se guardaban secretos, allí debían de figurar nombres clave. Seguro. La encendió.
Al segundo, como si respondiese a las primeras luces que aparecían en la pantalla, oyó los gritos de Antonio.
—¿Dónde te metiste, profe? ¡Tenemos que irnos!
Se mordió los labios y aguardó hasta que la voz se hubiera alejado. Apagó con un suspiro de derrota. Volvió a su dormitorio y recogió el bolso de mano. El pez gordo se le deslizaba entre los dedos como una anguila cubierta de aceite.
Fue simultáneo: vio a Tomás Oviedo y corrió hacia él con la angustia pintada en el rostro.
—¿Dónde anda Damián? —le espetó.
—¡Qué se yo!
—¡Cómo “qué se yo”! —Mónica levantó su mentón desafiante, apenas lograba contener la violencia de sus uñas.
—Supongo que sigue investigando el camino de la coca. ¿No te habló por teléfono?
—No te hagas el despistado. Vos le indicaste a quiénes debía ver y con quién contactarse. Es un operativo del que está informada la DEA, ¿no? Entonces sabés lo que pasa a cada minuto. Decime qué sabés y no pretendas confundirme.
—Qué ingenua sos, m’hija.
—¡No me digas “hija”!
—La DEA no se mete en asuntos locales; sólo investiga lo que puede repercutir en los Estados Unidos. Y yo no sé lo que pasa a cada minuto; no soy Dios. Me imagino que Damián ya debe de estar regresando. Tu padre le entregó cartas para un comandante y un juez. Hizo por tu noviecito más de lo que haría cualquiera. Y te voy a ser sincero: vos no valorás su inmensa generosidad.
—¡No preciso tus lecciones! Preciso que me digas cómo está Damián, por dónde viaja ahora y, sobre todo, qué peligros lo acechan.
—Ignoro por dónde anda ni cómo se siente. No me telefoneó ni una vez. Supongo que está feliz de conocer lo que quería. En cuanto a los peligros, no son mayores de los que te acechan a vos por ser la hija de un empresario como Wilson Castro.
—¡Tomás! ¡Ésa no es una respuesta!
—Bueno, tal vez corre más peligro que la hija de Wilson Castro, ya que me forzás la respuesta. Se ha metido en una ruta peligrosa, porque es un tarado. Pero vos lo elegiste de novio. Un verdadero tarado. ¿Pensás que con los narcotraficantes se juega?
—¡Vos me ocultás información!
—Estás acusando a tu padre. Él sabe tanto como yo, y los dos, sobre lo que te interesa, no sabemos nada.
Mónica dio media vuelta y fue hacia el cuarto de Dorothy. Su paso enérgico le sacudía la melena como un látigo que golpeaba alternadamente uno y otro lado de la nuca. Tomás se mordió los labios para que no le saliera una puteada.
Mónica encontró a su madre sentada frente al espejo, estudiándose las arrugas.
Arrastró una silla y se sentó a su lado. Apoyó el codo sobre la cómoda y la miró en silencio mientras se aquietaban sus pulsaciones. Necesitaba hacer algo para calmar la inquietud. Un presagio opresivo no la dejaba dormir. Estaba en medio de cabos sueltos que se agitaban sin tocarse. Su padre había partido a Mendoza y su madre parecía más autista que nunca. Tomás Oviedo le estaba resultando francamente insoportable. Hacía días que Damián no la llamaba por teléfono.