—¿Enfermos? ¡Gozan de mejor salud que todos nosotros! Háblales por teléfono.
—¡Cuánto hace que no nos hablamos, Wilson!
—Tu nostalgia no tiene sentido. Si te necesitasen, lo dirían.
—Quiero verlos. Sueño con ellos. ¿Por qué esta privación?
La contempló con las pupilas contraídas, de tigre, que se le formaban cuando una desconfianza intensa podía sacarlo de equilibrio. Ella nunca había estado espiritualmente cerca de su hermano. Era verdad que su verdadero distanciamiento empezó cuando Bill enfermó de encefalitis y luego se fue al Oeste, y no desde que vinieron a radicarse a la Argentina. Wilson sabía que las visitas que Bill había realizado a Pueblo antes de que él apareciese no restablecieron el vínculo que suelen tener los hermanos, y que eso tampoco se produjo cuando fue a verlos a Panamá. Entre Dorothy y Bill existía la misma incompatibilidad que entre el agua y el aceite. O entre Wilson y sus malditos hermanos sometidos al barbudo Fidel. Ni ella intercambiaba cartas con Bill, ni Wilson con su olvidada familia de origen. Es decir, con la mínima excepción de cortos y formales saludos telefónicos entre Buenos Aires y Texas para los cumpleaños y la Navidad.
Tampoco Evelyn se había interesado en mantener lazos con su antigua amiga. Cuando partió hacia Elephant City rompió con su madre y con todo su pasado; siempre había querido fundirse con Bill. Y lo había logrado.
—No es éste un momento propicio para que vayas. Lo harás más adelante —sentenció Wilson, con una mirada que parecía el resplandor de un cuchillo.
Dorothy no podía entender las paradojas de la vida. Su esposo estaba más cerca de su hermano y de su amiga de infancia que ella. Los visitaba en su rancho de Little Spring y a veces se encontraba con Bill en Europa o América Central. Pero Dorothy nunca había ido a Little Spring y nunca había vuelto a verlos desde hacía más de dos décadas. Ellos tampoco expresaron el menor interés por acercarse a Buenos Aires. Ni por conocer a Mónica.
—Tengo ganas de suicidarme, Wilson. —Desesperada, pasó a la ofensiva. —Como te ocurrió a ti hace tiempo, ¿te acuerdas? Necesito ver a Bill. Es mi hermano, mi única familia. Una vez me contaste que te ayudó a sacarte las ideas suicidas. Que fue como un milagro.
—No creo en los milagros.
—Pero Bill los hace.
—Los hacía. Ahora dirige una comunidad.
—¡Por favor!
—Has elegido el peor momento para viajar. ¿Entiendes o no? Bill está muy ocupado. No creo que te reciba. Pediré a mi agencia que te incluya en una excursión divertida a Escandinavia.
—¡Tú no entiendes! Bill es mi hermano, y yo estoy mal, muy mal. Evelyn es mi amiga, la única que merece llamarse amiga.
—¿Amiga? ¡Si ni se hablan!
—Por mi culpa. —Le rodeó la cara con ambas manos, implorante. —Wilson, ¡por favor!
—Eres un incordio. Tendré que hablar con tu psiquiatra. —Le apartó las manos con violencia y se alejó.
Wilson y Bill eran lo mismo: aparatos inhumanos. No se había equivocado al conocerlo en Denver. Ambos eran de una frialdad terrorífica. Inconmovibles. Pero esta vez ella no se rendiría sin luchar. Bill haría algo. En los últimos años su cuerpo y su mente se habían impregnado de inmundicias. Su fijación por Damián era la más estridente de las alarmas. Había llegado al límite absoluto. Tenía que girar ciento ochenta grados, y para eso sólo le quedaba una persona en el planeta: su milagroso hermano. Quizá también su antigua amiga. Le costaría confesarles la verdad, pero debía vaciarse el estómago de tanta indecencia. En la Argentina no tenía con quién hablar: Wilson era sordo; Mónica, su inocente hija; y los psiquiatras, gente ante la cual no podía sincerarse para que no terminaran muertos.
Compró el pasaje en otra agencia, en secreto, para que Wilson no lo supiera. Y le dejó una nota. Preparó un bolso con los objetos imprescindibles, pues no debía despertar las sospechas del personal de servicio ni poner en alerta a la custodia. Dijo que salía a visitar a su amiga Amalia. Sacó su auto y le ordenó al vigía del portón que mandara otro vehículo a la casa de Amalia para allanarle el camino. El vigía se rascó la pelada y creyó no haber entendido la orden, pero ésta era seca y precisa, y él estaba acostumbrado a obedecer.
Desembarcó en Miami de madrugada. El rosado amanecer de la ciudad se filtraba por la ventanilla. Tal como lo sospechaba, Wilson ya había rastreado su itinerario y puesto en marcha la red de colaboradores en el exterior. Apenas Dorothy cruzó migraciones, se le acercó un hombre que la saludó respetuosamente.
—Me llamo Steven.
Le explicó que su esposo le había pedido que la ayudase en todo lo que fuera menester. Dorothy exclamó para sus adentros: “¡No afloja el control!”. Ese individuo atildado, con cara de vendedor de seguros, no había acudido a servirla, sino a vigilarla. Tuvo ganas de pedirle una botella de whisky, pero se contuvo.
La condujo a la sala VIP, le hizo llevar jugos y gaseosas, canapés livianos, le dio revistas recién compradas y le prometió ocuparse del equipaje mientras ella se tomaba un descanso.
Dorothy lo miró de arriba abajo y calculó el tiempo que le exigiría doblegar la voluntad de ese burócrata mediante la fuerza arrolladora de sus encantos.
—No tengo equipaje —contestó—. Quédese sentado, mientras yo estiro un poco las piernas.
Al tiempo que ella daba vueltas por la extensa sala, Steven extrajo su celular e hizo una llamada con voz inaudible.
Una hora y media después ambos se dirigieron hacia la puerta de embarque de un vuelo a Houston. El hombre de Miami no se separaba de ella más de un metro, como si temiera que se volatilizara. Apenas ingresó en la manga y lo dejó atrás, Dorothy volvió a experimentar el mismo alivio que le produjo salir de Buenos Aires.
En Houston la aguardaba otro hombre, pero tan viejo y arrugado que parecía una momia. Tenía un asombroso parecido con Abraham Lincoln. Pese a su barba de nieve y a sus profundas ojeras, se lo veía fuerte y decidido. En su boca se movía una bola que ella supuso era chicle; cuando descubrió que era tabaco rancio, sintió una arcada. Le parecía un sujeto conocido. El anciano se disculpó y guardó la bola en un pañuelo de papel, que arrojó a un cesto de basura. Se ofreció a llevarle el bolso y la condujo hacia la salida. Se abrió la puerta posterior de una limusina blanca y Dorothy fue invitada a instalarse en el lugar más confortable. El hombre la siguió y, sucesivamente, puso a su disposición el generoso contenido de la heladera, el control remoto de la televisión y una botonera para regular el aire condicionado. Dorothy rechazó con fastidio las gentilezas y se acurrucó en un ángulo. Se calzó los anteojos de sol con incrustaciones de brillantes y simuló dormirse. Pero mantenía entreabiertos los párpados y examinaba al rudo sujeto que tenía delante. Lo asoció con el chofer que acompañaba a Bill en sus visitas a Pueblo. ¡Pero si era el mismo!
—Usted se llama... se llama...
—Abraham Smith. Aby.
Dorothy asintió con expresión triste. Esa demora en reconocerlo confirmaba que su mente se extinguía como una vela. Entre “lo otro” y el alcohol, ya ni tenía memoria. Su cabeza estaba más ruinosa que el antiguo Foro romano. Suspiró vencida.
El automóvil dio un salto al pisar un objeto sobre la ruta. Aby miró enojado la cabina del chofer; Dorothy se aplicó un leve golpe en la mejilla, como si hubiese querido matar una mosca. Había huido de Buenos Aires en busca de la incierta salvación que significaba su único y frío hermano, pero ¡quién le garantizaba que su hermano fuera a conmoverse por sus conflictos!
Estaba asqueada. Apoyó la cabeza contra el respaldo y dejó que emergieran los personajes que terminaban cerrando negocios con Wilson. “Lo otro” pujaba por salir a través de sus pelos, de sus orejas. Era lo que debería contarle en algún momento a Bill. O primero a Evelyn. No, a Bill. No, a Evelyn. A los dos.
Dorothy había sido bendecida por la belleza, algo que Wilson captó apenas la vio en Denver, cuando su compañero James Strand se reencontró con su amiga Mathilda. Dijo entonces, y le repitió durante años, que desde aquel segundo inaugural quedó prendado de sus ojos y de su figura y que continuaría prendado de ella hasta que Dios lo llamase al Cielo. Pero al instalarse en la Argentina, luego de la adopción de Mónica, de varios años muy felices y de terminada la dictadura, a Wilson se le desinfló el optimismo. Sus alianzas perdieron influencia y le costaba armar nuevas, aunque no fuesen tan eficaces como las anteriores. Temía que algunos de sus antecedentes corroyeran las bases de su patrimonio. Necesitaba congraciarse con los nuevos protagonistas —muchos de ellos esquivos—, o de lo contrario sus proyectos podían naufragar. Así como antes había descubierto la forma de hacer fortuna mediante su relación con ciertos militares, ahora debía conseguir el favor de sindicalistas, empresarios, políticos y banqueros. Para ganar concesiones, licitaciones y contratos no bastaba con mostrar solvencia, invitar a comer, insinuar sobornos y divertir con anécdotas, sino incorporar en algunos casos el grano de la pimienta insólita, porque surtía un efecto desestabilizador. En mal momento su mente se iluminó con un fogonazo de Satanás y comprendió que disponía de una asombrosa herramienta: los encantos de Dorothy.
Los poderosos de turno siempre desviaban sus lascivas miradas hacia su mujer, embelesados. Entonces decidió internarse en el más arriscado de los caminos, como si estuviese en los pantanos de Vietnam.
Wilson tomó la decisión y se puso a planearla como un estratega antes de la batalla. Dibujó en su mente los detalles, evaluó riesgos y resistencias, así como filtraciones y victorias. El primer paso consistía en convencer a Dorothy. Lo hizo con los necesarios rodeos, como si debiese marear a un enemigo desconfiado para hacerlo caer en la trampa. Le contaba sus temores y magnificaba sus problemas. En grandes estuches de terciopelo aparecían brazaletes, anillos, collares, relojes, pulseras y broches. Decía que ella era, primero, su única aliada permanente, segundo, su única amiga de verdad, y tercero, su única colaboradora incondicional. Tres títulos. Dorothy le apretaba las manos y le aseguraba que vendrían tiempos mejores. Lo consolaba con besos y caricias.
Hasta que Wilson le confesó que necesitaba su ayuda. Pero que no se la iba a pedir. ¿Por qué no? Porque no podía. Porque no se animaba. Porque tenía miedo. Porque ella no aceptaría.
—¿Cómo que no? —protestó Dorothy.
Durante una semana Wilson continuó manteniendo el suspenso.
—Te ayudaré —insistía Dorothy, conmovida—. Soy tu esposa, estoy dispuesta a todo.
Wilson mantuvo el suspenso veinticuatro horas más. Finalmente, con palabras elegidas, le explicó su plan.
Al comienzo Dorothy no pudo comprender. En parte se debía a los giros intencionales de Wilson, y en parte, a que el proyecto sonaba increíble. Fue de la sorpresa al pasmo, del pasmo al dolor, del dolor al miedo, del miedo a la indignación, de la indignación a la resistencia, de la resistencia a la sublevación, de la sublevación a los gritos y de los gritos a las palizas. Wilson la abofeteó en el dormitorio cerrado con llave hasta casi desmayarla. Había usado la persuasión; después recurrió a la doma. De una o de otra manera, las mujeres debían obedecer, le susurró a la oreja sangrante con voz de fiera cansada.
En la limusina, Aby Smith observaba cómo Dorothy se acariciaba las mejillas, por las que rodaban lágrimas, y no podía entender la causa. Tal vez la emoción de visitar al hermano.
Pero ella navegaba en otro mundo. Recordaba que Wilson tenía un carácter más duro que el diamante y consiguió someterla a sus designios. A veces empleaba la dulzura, a veces la ira. El intenso amor continuaba —decía—, pero se había mutado en otra cosa. Siguieron como una pareja unida, sólo que él era el amo, y ella, la esclava.
Wilson la convencía y empujaba. Su insistencia era peor que la peor tortura. Dorothy debió besar y manipular hábilmente caras y cuerpos hasta lograr resultados. La lista secreta estaba formada sólo por buitres: el sindicalista Oscar Trabani, el comisario Vicente O’Connor, el empresario Juan Carlos Segura, el ministro Abelardo Coral, el operador Dalmiro López Bru, el juez Máximo Mendizábal y el banquero Ignacio Garbol. Las dificultades iniciales fueron superadas con la reiteración del esfuerzo. La práctica —cualquier práctica— enseña rápido. Más aún cuando el marido estaba detrás de cada eslabón machacando día y noche sobre la importancia de su sacrificio. Era imprescindible que Dorothy consiguiera cerrar asuntos espinosos. No se trataba de seducir a cualquier hombre, sino a aquellos cuya influencia operaba maravillas. Wilson le demostró de varias formas que no debía considerar vergonzosa su conducta, sino valiente y solidaria. Ella seguía intacta. Y lo hacía por el bien de la familia.
No debutó bien, tal como le había advertido que iba a ocurrir antes de salir para su primera misión. Fue torpe y escapó como una novicia. El empresario Segura le tuvo lástima, pero a Wilson le costó un contrato. Dorothy, en cambio, ganó tantas bofetadas que debió permanecer recluida tres semanas. En ese tiempo comenzó a beber; apagaba la rabia y el bochorno con dos y hasta tres vasos de whisky. También bebió antes de salir con el juez Mendizábal, y la cosa resultó mejor. Whisky antes y whisky después del trabajo era la panacea.
—Soy tu legítimo marido y debes hacer lo que mando —insistía Wilson como premio.
Pese a las borracheras y la creciente satisfacción de su esposo, Dorothy fue asumiendo el papel de hetaira. No podía asociar a Wilson con un gigoló, porque en general estos sujetos aman a sus trabajadoras además de protegerlas. Wilson, en cambio, sólo decía que la amaba, pero espaciaba sus abrazos sexuales. Cuanto más se esforzaba ella por él, más se alejaba él de ella. Dorothy temía que en cualquier momento le propusiera dormir en cuartos separados. Pero no fue así; ella no lograba desenredar esa mentalidad de nudo gordiano. Wilson no cambió de cuarto ni abandonó el lecho conyugal. En el curso de un año dejó de hacerle el amor definitivamente. Cuando ella se quejaba de su abandono, él la paralizaba con su razonamiento implacable: “Al buen caballo de carrera no se lo obliga a gastarse. Tu energía erótica debe conservarse para los sujetos que yo te indique, no quemarla con tu marido, que te ama mucho más y de otra forma”.
No tenía más remedio que ahogar semejantes argumentos en redobladas dosis de whisky. Pronto le diagnosticaron que sus cefaleas respondían a hipertensión arterial. El descubrimiento lo hizo Mónica, una tarde, mientras la acompañaba a una zapatería de la avenida Alvear. Se le trabó la lengua y su hija creyó que el defecto se debía al disgusto de no encontrar lo que buscaba; pero se agregó dolor en la nuca y un torpe desequilibrio hacia la derecha. El vendedor la sostuvo antes de que cayese. La llevaron en ambulancia al sanatorio. En el camino le aplicaron una inyección y, cuando la camilla disparaba por los pasillos, ya dio señas de restablecimiento. Mónica no se despegó de su lado. El especialista ordenó un chequeo, en veinticuatro horas tuvo diagnóstico y tratamiento estricto: debía suspender el whisky, evitar el estrés, no ingerir sal y tomar unos comprimidos.