Los masones (15 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Los masones
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Naturalmente, los componentes y fundadores de la Logia Lautaro eran conscientes de que en una sociedad poscolonial donde desaparecería, siquiera en parte, la censura de prensa y donde existiría, al menos formalmente, un cierto peso de la opinión pública, el control sobre ésta resultaría esencial, y así su constitución 13 indica: «Partiendo del principio de que la logia, para consultar los primeros empleos, ha de pesar y estimar la opinión pública, los hermanos, como que estén próximos a ocuparlos, deberán trabajar en adquirirla.»

Ese cuidado por la opinión pública debía incluir, por ejemplo, apoyar en toda ocasión a los hermanos de la logia, pero con discreción. Al respecto, la constitución 14 señala: «Será una de las primeras obligaciones de los hermanos, en virtud del objeto de la institución, auxiliarse y protegerse en cualquier conflicto de la vida civil y sostenerse la opinión de unos y otros; pero, cuando ésta se opusiera a la pública, deberán, por lo menos, observar silencio.»

Naturalmente, un plan de conquista del poder de esas dimensiones no podía admitir filtraciones y la Constitución general de la Logia Lautaro incluía un conjunto de leyes penales de las que la segunda afirmaba: «Todo hermano que revele el secreto de la existencia de la logia ya sea por palabra o por señales será reo de muerte, por los medios que se halle conveniente.»

La logia fundada en 1812 en Buenos Aires logró todos y cada uno de sus objetivos. No sólo provocó y afianzó la independencia americana, sino que además derrocó al denominado segundo triunvirato argentino y colocó en su lugar a otro formado por miembros de la logia. En 1816, a pesar de diferencias internas, San Martín presidía la Logia Lautaro —que contaba con sucursales en Mendoza, Santiago de Chile y Lima— y se preparaba para crear el Ejército de los Andes, una formidable máquina militar que debía expulsar a los españoles del continente y llegar al Perú. Y es que San Martín, como buen masón, estaba obsesionado por el simbolismo del sol, que incluyó en la bandera argentina, y recibió con verdadero placer los gritos que le tributaron de hijo de este astro cuando entró triunfante en Lima. El 26 de julio de 1822, San Martín se reunió con Simón Bolívar en Guayaquil para proceder a la planificación de lo que debía ser el futuro de la América hispana. Fue una entrevista misteriosa cuyos verdaderos términos no han acabado de dilucidarse incluso a día de hoy.

Sin embargo, San Martín no fue el único masón importante en el movimiento de emancipación.
[7]
Bernardo O'Higgins, el emancipador de Chile, y Simón Bolívar, que resultó un instrumento esencial en la independencia de naciones como las actuales Colombia, Venezuela y Panamá, también eran masones. También lo fue el almirante William Brown,
[8]
un irlandés que colaboró de manera posiblemente decisiva en la causa de la independencia, o Pedro I del Brasil, que fue el impulsor de la emancipación de esta colonia portuguesa.

Sin embargo, quizá lo más significativo de todo el episodio de la participación —verdaderamente esencial— de los masones en la emancipación de Hispanoamérica no fuera su éxito ni tampoco la conquista ulterior del poder político, sino su más que trágica y probada incapacidad para crear un nuevo orden estable. El proyecto masónico giraba en torno a una élite —secreta por más señas— que debía desplazar a los que hasta entonces habían tenido las riendas del poder en sus manos y, acto seguido, apoderarse del aparato del Estado, entregando los cargos clave a gente afecta. De la misma manera, la opinión pública debía ser modelada —manipulada, dirían otros— para que prestara su adhesión al gobierno de una sociedad secreta cuya existencia incluso ignoraba. En ese sentido, los miembros de esa sociedad secreta debían ser prudentes en sus declaraciones públicas para no dañar su imagen ni obstruir el dominio ejercido sobre el pueblo. El resultado de esta acción —insistimos, premiada con un éxito total— no fue la implantación de sistemas democráticos como el de Estados Unidos, que se basaba en principios bien diferentes, sino la instauración de una cadena de regímenes que fueron de la dictadura a la oligarquía, pasando por el falseamiento de los procesos electorales, y cuyas consecuencias nefastas pueden observarse aún a día de hoy. Si en el caso del norte primó la cosmovisión protestante que, convencida de la realidad perversa del ser humano, afianzó la división de poderes para evitar la tiranía, en el centro y el sur del continente —como en la Francia de la Revolución— prevaleció una visión social diferente. En teoría, su perspectiva antropológica era optimista y apuntaba a la posibilidad de que todo el género humano progresara indefinidamente. En la práctica, tan sólo consagraba la corrupta tiranía de una minoría autoproclamada sobre la masa a la que se pensaba instruir en principios superiores y a la vez tan complejos que difícilmente hubiera podido entenderlos. Los masones hispanoamericanos seguramente no lo sabían, pero estaban actuando como precursores de una visión que consagraría la izquierda a lo largo del siglo XX y en virtud de la cual el ciudadano cada vez se vería más controlado en su vida privada y pública, supuestamente por su propio bien.

En ese sentido, no deja de ser significativo el enorme volumen de obras dedicadas a criticar las consecuencias de la presencia española y de la acción de la Iglesia católica en Hispanoamérica. Sin duda, ni una ni otra están libres de crítica y a ambas debe atribuirse una parte de los males padecidos por el continente. Sin embargo, llama la atención que esa labor de severo escrutinio no se haya producido en relación con la masonería, a pesar de su papel decisivo no sólo en el proceso de emancipación sino, especialmente, en el posterior de configuración de una realidad cuya ineficacia e ines-tabilidad resultan en el umbral del tercer milenio innegables. La verdad es que resulta forzoso deducir a la vista de estos datos que el papel de la masonería en la historia de todo el continente ha distado mucho de ser positivo, aunque no se haya recatado de arrojar la culpa de los males padecidos sobre España, el cristianismo o, más modernamente, Estados Unidos.

No deja de ser significativo que Simón Bolívar, el otro gran protagonista de la emancipación junto con San Martín, a pesar de su condición de masón acabara sus días aborreciendo a las sociedades secretas. El 8 de noviembre de 1828, cuando resultaba obvio que el gran sueño de libertad controlada por los masones iba a convertirse en una inmanejable pesadilla, Bolívar promulgó un decreto en el que se proscribían «todas las sociedades o confraternidades secretas, sea cual fuere la denominación de cada una». La razón para dar semejante paso no podía resultar más explícita en el texto legal señalado: «Habiendo acreditado la experiencia, tanto en Colombia como en otras naciones, que las sociedades secretas sirven especialmente para preparar los trastornos políticos, turbando la tranquilidad pública y el orden establecido; que ocultando ellas todas sus operaciones con el velo del misterio, hacen presumir fundamentalmente que no son buenas ni útiles a la sociedad, y que por lo mismo excitan sospechas y alarman a todos aquellos que ignoran los objetos de que se ocupan…» Bolívar —no cabe duda alguna— sabía de lo que estaba hablando.

Por lo que se refiere a España, la otra gran protagonista del drama de la emancipación hispanoamericana, la masonería iba a desempeñar a lo largo del siglo XX un papel no poco relevante. Sin embargo, de ese aspecto y de cómo contribuyó a liquidar los últimos jirones del Imperio español de ultramar nos ocuparemos en otro capítulo.

Capítulo X. Revoluciones frustradas, revoluciones triunfantes

Los masones toman el poder en España…

En 1813, la derrota de las tropas francesas en España se tradujo, entre otras circunstancias, en la desaparición de la masonería. De manera más que lógica, la sociedad secreta era contemplada como un instrumento del dominio napoleónico —lo que, ciertamente, había sido— y como una encarnación de los males que habían asolado la nación durante más de un lustro. En ese sentido, las disposiciones de Fernando VII, rey absoluto y derogador de la Constitución liberal de 1812, en contra de la masonería no dejaron de obtener la simpatía del pueblo. A fin de cuentas, seguía la línea de otro Borbón, éste ilustrado, como había sido Carlos III. Precisamente en esa línea, promulgó un real decreto de 24 de mayo de 1814 en contra de las sociedades secretas en el que, cosa notable, hacía especial hincapié en evitar que los miembros del clero entraran en las mismas. El 2 de enero de 1815, el inquisidor general de España dictaba a su vez un edicto contra la masonería.

Durante los tiempos inmediatos a la victoria hispana sobre Bonaparte, la historia de la masonería española se redujo a la existencia de algunas logias de afrancesados en el exilio. Si, finalmente, se operó un cambio y la masonería volvió a actuar en territorio español se debió, en no escasa medida, a su enorme funcionalidad a la hora de intentar erosionar el gobierno existente, un aspecto que resulta imposible negar a la luz de la abundante documentación de la que disponemos.
[1]
De esta manera, los opuestos al absolutismo —que en 1812 eran liberales de raíz anglosajona y orientación cristiana— comenzaron a impregnarse de manera creciente de principios masónicos, anticlericales y conspirativos. Esa mutación difícilmente puede considerarse positiva en la medida en que se sustituyó una visión parlamentaria y reformadora de carácter anglosajón por la masónica elitista e iluminada. Como en casos anteriores —incluido el de la Logia Lautaro que ya había desencadenado la insurrección en Hispanoamérica—, la masonería se había infiltrado en las fuerzas armadas, donde reclutó a oficiales jóvenes, audaces y ambiciosos como Van Halen, Antonio María del Valle, José María Torrijos o Juan Romero Alpuente.

Entre 1817 y 1819, el general Elío llevó a cabo una verdadera campaña en contra de los «hijos de la viuda» infiltrados en el ejército y, por lo tanto, adversarios realmente peligrosos del sistema político vigente. En enero de 1819, por citar uno de los ejemplos más relevantes, se llevó a cabo el arresto en Valencia de los coroneles Joaquín Vidal y Diego María Calatrava, el capitán Luis Aviñó v ocho sargentos por preparar un golpe de Estado. El 22 de ese mismo mes fueron ajusticiados en la horca.
[2]
Sin embargo —como sucedería en 1930 y 1931—, la conspiración era ya demasiado poderosa como para pensar en una rápida y total desarticulación.

Al llegar el año 1820, la masonería constituía una formidable fuerza política en España, según conocemos por documentos como las
Memorias
de Alcalá Galiano, capaz de provocar una revolución. Efectivamente, eso fue lo que hizo.

En 1820, el militar masón Riego, encargado de mandar las tropas españolas que debían sofocar la revuelta hispanoamericana en que tan extraordinario papel estaba teniendo la masonería, desobedeció sus órdenes y, por el contrario, se pronunció contra Fernando VII en Cabezas de San Juan. El resultado fue, formalmente, el regreso al sistema constitucional de 1812, pero, en la práctica, la dominación de la administración del Estado por la masonería.

El poder corruptor de los masones sobre el aparato del Estado fue realmente escalofriante y ha quedado recogido, por ejemplo, en obras como
El Gran Oriente
de Benito Pérez Galdós, donde el conocido novelista señalaba que «los tres requisitos indispensables para medrar durante aquel periodo eran; haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado en las sociedades secretas».
[3]
El poder de la masonería sobre las iniciativas legislativas era tal que «aquí se hacen los decretos a gusto de dos o tres maestros de grado sublime».
[4]

El protagonista de la obra, un joven liberal cargado de idealismo, se presenta precisamente desengañado de la masonería porque «es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños».
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Se trata de un análisis severo que el propio Pérez Galdós compartía totalmente al indicar que «en España, por más que digan los sectarios de esta orden… los masones han sido en las épocas de su mayor auge propagandistas y compadres políticos… era ésta (la masonería) una poderosa cuadrilla política, que iba derecho a su objeto, una hermandad utilitaria que miraba los destinos como una especie de religión… y no se ocupaba más que de política a la menuda, de levantar y hundir adeptos, de impulsar la desgobernación del reino; era un centro colosal de intrigas, pues allí se urdían de todas clases y dimensiones; una máquina potente que movía tres cosas: gobierno, Cortes y clubs…».
[6]

El juicio galdosiano —terrible por lo veraz— señalaba asimismo no sólo la corrupción inmensa que desató la masonería, sino también el efecto perverso que tuvo su poder sobre ella misma: «Durante la época de la persecución es notorio que conservó cierta pureza a estilo de catacumbas; pero el triunfo desató tempestades de ambición y codicia en el seno de la hermandad, donde, al lado de hombres inocentes y honrados, había tanto pobre aprendiz holgazán que deseaba medrar y redondearse. Apareció formidable el compadrazgo, y desde la simonía, el cohecho, la desenfrenada concupiscencia de lucro y poder, asemejándose a las asociaciones religiosas en estado de desprestigio, con la diferencia de que éstas conservan siempre algo del simpático idealismo de su instinto original, mientras aquélla sólo conservaba, con su embrollada y empalagosa liturgia, el grotesco aparato mímico y el empolvado
atrezzo
de las llamas pintadas y las espadas de latón.»
[7]

Al fin y a la postre, se produjo en España un fenómeno muy similar al que padecería la América hispana durante las décadas siguientes. La masonería supo revelarse —al igual que en Francia— como un instrumento colosal para hacerse con el poder y repartir sus despojos entre los hermanos. Sin embargo, esa tarea de conquista y botín no vino acompañada por un gobierno que hiciera justicia a los tan pregonados principios de ilustración y progreso. En realidad, el resultado no pudo ser más contrario. Por un lado, el realismo necesario en la gestión política se vio sustituido por un utopismo directamente derivado del iluminismo masónico, con resultados pésimos; por otro, determinadas causas profundamente nobles quedaron monopolizadas por la masonería y, por lo tanto, rechazadas por importantísimos segmentos sociales; y, finalmente, la cosmovisión sectaria de la sociedad secreta generó no sólo una corrupción contraria a la buena marcha del Estado sino también conflictos de extrema gravedad, como el del anticlericalismo, que envenenarían la vida nacional hasta el siglo XX. Que al final esta suma de errores nacidos de la misma esencia de la masonería acabaran provocando una reacción favorable al absolutismo fue, como muy bien señalaba Galdós, lamentable y, a la vez, inevitable.

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