La tesis de la conjura judeomasónica, en la que —no cabe olvidarlo— los masones no pasaban de ser instrumento engañado de los perversos judíos, quedaba magníficamente perfilada en los
Protocolos
y quizá por ello no deba causar sorpresa que durante décadas fueran considerados auténticos e incluso resultaran respaldados por instancias eclesiásticas. No constituye una tarea fácil analizar el porqué de esa credulidad, pero resulta tentador apuntar, al menos, a la existencia de un deseo inconsciente de desculpabilizar la sociedad en la que se vive. Ciertamente, en la misma podían producirse episodios dramáticos como los protagonizados por los masones, pero, al fin y a la postre, ni siquiera éstos —conciudadanos, compatriotas y de la misma raza— eran los últimos responsables. La culpa debía descansar en otros seres más abyectos que no fueran de la misma nacionalidad ni sangre. ¿Quiénes mejores que los judíos podían representar ese papel de chivo expiatorio moral? De esa manera, curiosa pero comprensiblemente, el reverdecer del antisemitismo aligeró el peso de la controversia antimasónica en la mayoría de los países donde tenía lugar. Sin embargo, antes de entrar en esas cuestiones, debemos detenernos en otra tan esencial como el origen de los
Protocolos
y su carácter eminentemente fraudulento.
La verdadera intencionalidad del panfleto de Nilus, una defensa de la autocracia nobiliaria y antisemita, sus aspectos más ridículos y el carácter espurio de la composición permitieron desde el principio intuir la falsedad de su contenido. Sin embargo, su fuente de inspiración tardaría en ser descubierta algunos años. Los días 16, 17 y 18 de agosto de 1921, el Times publicaba un despacho del corresponsal en Constantinopla, Philip Graves, en el que se revelaba la fuente auténtica de los Protocolos. Estos no eran sino un plagio de un folleto dirigido contra Napoleón III, publicado originalmente en 1865. Graves señalaba cómo un ruso, al que denominaba Mr. X, le había entregado incluso una copia del libro del que se habían plagiado los
Protocolos
. «Como ya he dicho, antes de recibir el libro de Mr. X, tenía sentimientos de incredulidad. No creía que los
Protocolos
de Serge Nilus fueran auténticos. Pero de no haberlo visto, no hubiera podido creer que el autor del que Nilus tomó el original fuera un plagiario sin cuidado ni vergüenza. El libro de Ginebra es un ataque apenas disfrazado contra el despotismo de Napoleón III, en forma de una serie de veinticinco diálogos&helip; entre Montesquieu y Maquiavelo…»
Efectivamente, Graves había dado en el clavo. De hecho, antes de publicar sus informaciones, el
Times
había realizado una investigación en el Museo Británico, fruto de la cual fue el hallazgo de un libro, editado no en Ginebra sino en Bruselas en 1864, titulado
Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
y obra de un abogado francés llamado Maurice Joly. La obra era una crítica al régimen de Napoleón III que utilizaba como vehículo un diálogo entre Montesquieu, defensor del liberalismo, y Maquiavelo, paladín de un despotismo cínico que era similar al gobierno imperial. Pese a lo ingenioso del artificio, la policía francesa detuvo a Joly que, juzgado el 25 de abril de 1865, fue condenado a quince meses de prisión. En cuanto al libro, fue prohibido. Prohibido… pero no eliminado. De hecho, hay cerca de doscientos pasajes de los
Protocolos
copiados de la obra de Joly. La proporción del material plagiado varía según cada protocolo. En algunos casos, por ejemplo el protocolo séptimo, casi todo el texto es un plagio, en otros nueve supera la mitad, etc. Hoy en día no cabe la menor duda —salvo a los que siguen deseando mover el espantajo de la conjura judía para llevar a cabo sus propios planes políticos, como es el caso de los islamistas— de que los
Protocolos
son un fraude absoluto.
Al dato documental pronto se unirían las confesiones de los partícipes en el fraude. Henri Bint, un alsaciano que desde 1880 había estado al servicio de la policía secreta rusa, confesó, en el curso de una investigación judicial, que los
Protocolos
habían surgido como respuesta a órdenes emanadas de Piotr Ivanovich Rachkovsky, jefe de la organización. Su testimonio fue confirmado por el conocido periodista Vladimir Burtsev. Rachkovsky fue un personaje absolutamente novelesco entre cuyas creaciones figuró la de la organización antisemita Unión del Pueblo Ruso, que distribuiría con auténtico tesón los
Protocolos
. Éstos se idearon alguna fecha situada entre 1894 y 1899, su país de origen material fue Francia, aunque la falsificación se debió claramente a la mano de un ruso y estaba destinada a ser utilizada por la extrema derecha rusa. Originalmente, el documento pretendía una finalidad similar a la del
Diálogo
del que estaba plagiado: dañar a un gobernante que, en este caso, era el ministro ruso, modernizador y reformista, Witte, al que se tenía la intención de presentar como un instrumento del poder judío en la sombra. Sólo con posterioridad, Rachkovsky concibió la idea de convertirlo de manera preeminente en un panfleto antisemita.
La versión de Nilus es la que más se aproxima al primer texto de la falsificación —aunque no fue el primero en publicarla— pero sigue sin estar claro cómo cayó en sus manos. El mismo personaje de Nilus no deja de tener un cierto interés y, en buena medida, puede decirse que se trataba del sujeto ideal para difundir el fraude de los
Protocolos
. Nihilista admirador de Nietzsche en una primera época, vivió plácidamente con su amante en Biarritz hasta que se arruinó. Aquella desgracia marcó un punto de inflexión en su vida. Se convirtió en cristiano ortodoxo y en defensor de la autocracia zarista. A esto unió un rechazo frontal de la civilización contemporánea y del racionalismo. No parece haberle costado mucho llegar a la conclusión de que estaba dotado de virtudes místicas y de una misión salvífica, misión centrada en oponerse a una supuesta conjura judía de carácter universal. En ésta sí parece que creía… pero no en los
Protocolos
. El testimonio de una de las personas que más intimó con él, Du Chayla, nos proporciona unos datos muy interesantes al respecto. Aunque Nilus pensaba que los
Protocolos
podían ser falsos, argumentaba que semejante circustancia no invalidaba la tesis de una conjura universal judía. Merece la pena reproducir el relato de una conversación entre Nilus y Du Chayla recogida por este último. Ante la pregunta de Du Chayla sobre lo dudoso del texto, Nilus contestó: «¿Sabe usted cuál es mi cita favorita de san Pablo? La fuerza de Dios actúa a través de la flaqueza humana. Reconozcamos que los
Protocolos
son falsos. Pero ¿no puede Dios usarlos para desenmascarar la maldad que se está preparando? ¿No profetizó la burra de Balaam? ¿No puede Dios, por nuestra fe, transformar la osamenta de un perro en reliquias que realicen milagros? ¡De la misma manera puede colocar el anuncio de la verdad en una boca mentirosa!»
Nilus no fue el único en Rusia, aparte de sus forjadores, que supo que los Protocolos eran falsos. Ante la impresión que el escrito produjo en el zar Nicolás II cuando accedió a su lectura, el ministro ruso del Interior, Stolypin, encargó a Martinov y Vassiliev, dos oficiales de la gendarmería, una investigación secreta sobre los orígenes de los Protocolos. El resultado de la misma no pudo resultar más claro. La obra era una falsificación. Stolypin entregó el informe al zar, que decidió abandonar su uso por esa causa: «Abandonemos los Protocolos. No se puede defender una causa noble con métodos sucios», reconocería el soberano. Posiblemente, el libro habría caído en el olvido —el propio Nilus se quejaba de su falta de eco— de no haber sido por el estallido de la Revolución de 1917. Sin embargo, a partir de ese entonces, el ridículo panfleto fue contemplado por muchos corno una profecía, profecía en la que, paulatinamente, fue difuminándose todavía más el papel de la masonería hasta llegar a desaparecer y enfocándose tan sólo el de la supuesta conjura judía.
Cambio de siglo
Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX fueron testigos, como ya indicamos, de un desplazamiento de la preocupación que no pocos sectores sociales sentían por la masonería hacia los judíos. Seguramente, tal mutación se debió a motivos psicológicos que enlazaban con las distintas tradiciones del antisemitismo europeo y sus nuevas manifestaciones. No obstante, siquiera indirectamente, aliviaron el peso de la controversia que pesaba sobre los masones al dirigir la aversión hacia otro lugar.
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Semejante circunstancia difícilmente pudo ser más oportuna para la masonería porque coincidió con un periodo histórico en que su poder experimentó un crecimiento extraordinario lo que ocasionó una serie de consecuencias enormemente importantes. A finales del siglo XIX, el partido radical francés era una fuerza política totalmente controlada por los masones, hasta el punto de que no pocos los identificaban totalmente. Sin embargo, la masonería rebasó ampliamente esa situación y en los primeros años del siglo XX tenía un peso verdaderamente notable —que contaba, por otro lado, con antecedentes— en el partido socialista francés. El Gran Oriente no sólo no manifestó el menor pesar por la entrada en las logias de gente que procedía de un movimiento político confesamente ateo y materialista, sino que incluso redujo las cuotas de admisión para facilitar el paso. Así, fueron iniciados en la masonería socialistas relevantes como Jean Longuet, Jean Monnet, Roger Salengro y Vincent Auriol.
Si el papel de la masonería francesa era extraordinario en la política, no resultaba menor en dos ocupaciones que siempre se han señalado como objetivo primordial de las logias. Nos referimos a la enseñanza y a las fuerzas armadas. En el terreno de la educación, hacia 1910 no menos de diez mil maestros de escuela eran masones
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—lo que implicaba un esfuerzo de adoctrinamiento realmente colosal—, y en el ejército los oficiales masones habían creado listas —el famoso
Affaire des Fiches
— que no sólo se utilizaban para promocionarse entre sí, sino, de manera fundamental, para bloquear los ascensos de los oficiales católicos. De hecho, el mariscal Joffre, comandante en jefe del ejército francés durante buena parte de la primera guerra mundial, era masón, una circunstancia de la que se resentirían no pocos mandos.
La influencia de la masonería era tan considerable que incluso importantes cuadros del partido comunista francés estaban iniciados. Tal fue el caso de Albert Cachin y de André Marty, futuro jefe de las Brigadas Internacionales en la guerra civil española, al que se apodó el Carnicero de Albacete. Marty protagonizaría en 1919 un episodio que lo catapultaría a la fama y que es ampliamente conocido. Nos referimos a la organización de un motín en la flota aliada del mar Negro que había acudido a ayudar a los que se oponían a los bolcheviques en Rusia. Marty, lógicamente, fue juzgado y condenado por esas actividades e inmediatamente la masonería francesa orquestó una campaña política y de opinión para ayudarlo a eludir el peso de la ley. Se trataba de una conducta que contaba —y contaría— con amplios paralelos, ya que lo cierto es que, a pesar de que las constituciones de la masonería insisten en la necesidad de cumplir con las leyes del país, esta disposición no ha sido históricamente más respetada que aquella que establece el respeto a las autoridades constituidas.
La masonería ayuda a la revolución (I): España, de la muerte de Fernando VII a la Restauración
En España, los años transcurridos entre la muerte de Fernando VII y el derrocamiento de Isabel II fueron aprovechados por la masonería para expandirse y adquirir un peso notable que se manifestó en terrenos como la política, las fuerzas armadas o la educación. El papel de la masonería no fue escaso —aunque tampoco el único— en la caída de Isabel II y, de manera significativa, el número de masones en las Cortes Constituyentes de 1868 fue relevante. Baste decir al respecto que incluyó nombres de enorme relieve como Eleuterio Maisonave, Segismundo Moret, Juan Prim y Prats, Manuel Becerra, Manuel Ruiz Zorrilla, Sagasta o Cristino Martos.
La expansión de la masonería en aquellos años posteriores a la denominada Gloriosa revolución fue realmente espectacular. No sólo era imposible atender a todas las peticiones de iniciación, sino que era común la participación de los políticos del momento en las tenidas de las logias.
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En 1870, Ruiz Zorrilla, presidente del gobierno, era instalado como Gran Maestro de la Gran Logia Simbólica de España. Por su parte, el hombre fuerte del nuevo régimen, el general Prim, era también masón y logró imponer como rey de España a Amadeo de Saboya, que también había sido iniciado en la masonería. De hecho, cuando el monarca falleció, en el número 29 del
Boletín Oficial del Grande Oriente Nacional de España
de 6 de julio de 1890 se publicó una esquela en la que el Supremo Consejo del Grande Oriente Nacional de España suplicaba a todas las logias, capítulos y cámaras que celebraran una tenida fúnebre «en honor de tan ilustre y caballeroso Hermano».
Como había sucedido en Francia a finales del siglo XVIII y en Hispanoamérica a inicios del siglo XIX, una cosa era que los masones se hicieran con el poder y otra muy diferente era que lograran la creación, más allá de sus declaraciones grandilocuentes, de un gobierno estable y eficaz. En el caso del denominado Sexenio revolucionario, efectivamente, pronto quedó de manifiesto su incapacidad para pilotar la nave del Estado. El hermano Amadeo de Saboya abandonó España desencantado y el 11 de febrero de 1873 los masones Martos y Ruiz Zorrilla proclamaron la Primera República. Aniquilada la monarquía existente, la experiencia republicana ulterior resultó insostenible, primero, porque las fuerzas destructivas no fueron capaces de crear un sistema que diera cabida a todos, que respetara a todos y que buscara el bien de todos; segundo, porque la nación emprendió un camino de desintegración que amenazaba totalmente su existencia y, tercero, porque la facilidad con que los opositores recurrieron a las armas y la debilidad de los sucesivos gobiernos para contener la violencia se tradujeron en el final de las instituciones.
El proyecto de Constitución republicana federal impulsado por el presidente Pi i Margall implicaba la práctica desarticulación de la unidad nacional recuperada desde hacía cuatrocientos años y se asistió en paralelo, nada absurdo por otra parte, a la aparición de los cantones, pequeñas entidades que pretendían independizarse de cualquier poder, incluido el de las posibles entidades federadas. Los cantones que fueron surgiendo en las diferentes provincias —el de Cartagena sería el más celebre pero, lamentablemente, no el único— podían y debían haber sido reprimidos por las autoridades, pero Pi i Margall no quiso hacerlo. Aquella erupción de entidades autónomas, en realidad, no contradecía su visión política sino que la confirmaba.