Un año después de la publicación de
Biarritz
, Francia iba a ser el escenario donde aparecería una de las obras clásicas del antisemitismo contemporáneo. Se titulaba
Le juif, le judaisme et la judaísation des peuples chrétiens
y su autor era Gougenot des Mousseaux. La obra partía de la base de que la cábala era una doctrina secreta transmitida a través de colectivos como la secta de los Asesinos, los templarios o los masones, pero cuyos jerarcas principales eran judíos. Además de semejante dislate —que pone de manifiesto una ignorancia absoluta de lo que es la cábala—, en la obra se afirmaba, igual que en la Edad Media, que los judíos eran culpables de crímenes rituales, que adoraban a Satanás (cuyos símbolos eran el falo y la serpiente) y que sus ceremonias incluían orgías sexuales. Por supuesto, su meta era entregar el poder mundial al Anticristo, para lo que fomentarían una cooperación internacional en virtud de la cual todos disfrutaran abundantemente de los bienes terrenales, circunstancias éstas que, a juicio del católico Gougenot des Mousseaux, al parecer sólo podían ser diabólicas. Como podemos ver, la obra de Gougenot des Mousseaux ya conectaba las actividades de los masones con el antisemitismo, pero no atribuía a los primeros la responsabilidad directa por las acciones en que hubieran podido participar sino que desplazaba ésta hacia los judíos, verdaderos protagonistas del drama.
Pese a lo absurdo de la tesis contenida en la obra, no sólo disfrutaría de una amplia difusión sino que además inspiraría la aparición de panfletos similares nacidos no pocas veces de la pluma de sacerdotes. Tal fue el caso de
Les Francmacons et les Juifs: Sixiéme Age de l'Eglise d'après l'Apocalypse
(1881) del abate Chabauty, canónigo honorario de Poitiers y Angulema, donde aparecen dos documentos falsos que se denominarían
Carta de los judíos de Arles
(
de España
, en algunas versiones) y
Contestación de los judíos de Constantinopla
. De nuevo, en esta obra, los masones eran ejecutores perversos de planes, pero su maquinación se debía a los judíos. En otras palabras, se vinculaba un antisemitismo secular con el temor inspirado por una serie de trágicas experiencias sufridas desde 1789. El fenómeno resulta de enorme interés social y psicológico ya que, primero, pone de manifiesto que un sector de la población era consciente de los trastornos que había ocasionado la masonería durante un tiempo dilatado; pero, segundo, en lugar de intentar comprender el trágico fenómeno, como en otros tiempos había sucedido con dramas como la peste o las hambrunas, prefería culpar de él a la acción presuntamente omnipotente de los odiados judíos. Ciertamente, las epidemias, el hambre o las revoluciones impulsadas por los masones tenían una existencia real —y bien que lo sabían los que las habían padecido—, pero la atribución de las culpas a los judíos no era sino una delirante muestra de antisemitismo.
Tanto la obra de Chabauty como la de Gougenot de Mousseaux serían objeto de un extenso plagio —a menos que podamos denominar de otra manera al hecho de copiar ampliamente secciones enteras sin citar la procedencia— por parte del antisemita francés Edouard Drumond, cuyo libro
La France juive
(1886) demostraría ser un poderoso acicate a la hora de convertir en Francia el antisemitismo en una fuerza política de primer orden.
El país donde se originaría el plan que culminaría en los
Protocolos
, fue Rusia. Las condiciones de vida de los judíos bajo el gobierno de los zares se han calificado de auténticamente terribles, pero la cuestión es digna de considerables matizaciones ya que no pocos progresaron considerablemente y llegaron a ocupar puestos que les estaban vedados en países limítrofes. Sin embargo, tras el asesinato de Alejandro II y el acceso al trono de Alejandro III empeoraron en parte siquiera porque no eran pocos los judíos —generalmente jóvenes idealistas de familias acomodadas— que participaron en grupos terroristas de carácter antizarista y, en parte, porque los revolucionarios recurrieron al antisemitismo en no pocas ocasiones como forma de obtener un ascendente sobre el pueblo. Así, a un antisemitismo instrumental de izquierdas —del que participaron no pocos judíos filorrevolucionarios— se sumó otro popular que abominaba de la subversión y que estallaba ocasionalmente en pogromos. Tal situación se vio acompañada por la propaganda antisemita. Fue ésta una floración libresca pletórica de odio, mala fe e ignorancia, que se extendió desde el
Libro del Kahal
(1869) de Jacob Brafman, editado con ayuda oficial, y en el que se pretendía que los judíos tenían un plan para eliminar la competencia comercial en todas las ciudades, hasta los tres volúmenes de
El Talmud y los judíos
(1879-1880) de Lutostansky, obra en que el autor demostraba ignorar lo que era el Talmud y además introducía en Rusia el mito de la conjura judeomasónica.
No obstante, es posible que la obra de mayor influencia de este periodo fuera La conquista del mundo por los judíos (7.ª ed. 1875), escrita por Osman-Bey, pseudónimo de un estafador cuyo nombre era Millinger. El aventurero captó fácilmente la paranoia antisemita que había en ciertos segmentos de la sociedad rusa y la aprovechó en beneficio propio. Su panfleto sostenía que existía una conjura judía mundial cuyo objetivo primario era derrocar la actual monarquía zarista. De hecho, sirviéndose de semejantes afirmaciones, el 3 de septiembre de 1881 salía de San Petersburgo con destino a París, provisto del dinero que le había entregado la policía política rusa, con la misión de investigar los planes conspirativos de la Alianza Israelita Universal que tenía su sede en esta última ciudad. Pasando por alto, como lo harían muchos otros, que este organismo sólo tiene fines filantrópicos, Millinger afirmó que se había hecho con documentos que la relacionaban con grupos terroristas que deseaban derrocar el zarismo. En 1886 se editaban en Berna sus
Enthüllungen über die Ermordung Alexanders II
(Revelaciones acerca del asesinato de Alejandro II). Con el nuevo panfleto quedaba completo el cuadro iniciado con
La conquista
. No sólo se afirmaba la tesis del peligro judío sino que además se indicaba ya claramente el camino a seguir para alcanzar «la Edad de Oro». En primer lugar, había que expulsar a los judíos basándose en «el principio de las nacionalidades y de las razas» a algún lugar como Africa. Un buen lugar para enviarlos sería Africa. Pero tales acciones sólo podían contemplarse como medidas parciales. En realidad, sólo cabía una solución para acabar con el supuesto peligro judío: «La única manera de destruir la Alianza Israelita Universal es a través del exterminio total de la raza judía.» El camino para la aparición de los
Protocolos
y para realidades aún más trágicas quedaba ya más que trazado.
Los Protocolos de los Sabios de Sión o los judíos son los culpables
Del 26 de agosto al 7 de septiembre de 1903 apareció en el periódico de San Petersburgo
Znamya
(La Bandera) la primera edición de los
Protocolos
, bajo el título de
Programa para la conquista del Mundo por los judíos
. El panfleto encajaba como un guante en el medio ya que el mismo estaba dirigido por P. A. Krushevan, un furibundo antisemita. Krushevan afirmó que la obra —cuyo final aparecía algo abreviado— era la traducción de un documento original aparecido en Francia. En 1905, el texto volvía a editarse en San Petersburgo en forma de folleto y con el título de
La raíz de nuestros problemas
a instancias de G. V. Butmi, un amigo y socio de Krushevan que junto con éste se dedicaría a partir de ese año a sentar las bases de la Centuria Negra. En enero de 1906, el panfleto era reeditado por la citada organización con el mismo título que le había dado Butmi e incluso bajo su nombre. Sin embargo, se le añadía un subtítulo que, en forma abreviada, haría fortuna:
Protocolos extraídos de los archivos secretos de la Cancillería Central de Sión
(
donde se halla la raíz del actual desorden de la sociedad en Europa en general y en Rusia en particular
).
Las ediciones mencionadas tenían una finalidad masivamente propagandística y consistieron en folletos económicos destinados a todos los segmentos sociales. Pero en 1905 los
Protocolos
aparecían incluidos en una obra de Serguei Nilus titulada
Lo grande en lo pequeño
.
El Anticristo considerado como una posibilidad política inminente
. El libro de Nilus ya había sido editado en 1901 y 1903, pero sin los
Protocolos
. En esta nueva edición se incluyeron con la intención de influir de manera decisiva en el ánimo del zar Nicolás II.
La reedición de Nilus contaba con algunas circunstancias que, presumiblemente, deberían haberle proporcionado un éxito impresionante. Así, el metropolitano de Moscú llegó incluso a ordenar que en las 368 iglesias de Moscú se leyera un sermón en el que se citaba esta versión de los
Protocolos
. Inicialmente, no resultó evidente si prevalecería la versión de Butmi o la de Nilus. Finalmente, sería esta última reeditada con ligeras variantes y bajo el título de
Está cerca, a la puerta… Llega el Anticristo y el reino del Diablo en la Tierra
la que llegaría a consagrarse. El motivo de su éxito estaría claramente vinculado a haberse publicado una vez más en 1917, el año de la Revolución rusa.
El texto de Nilus estaba dividido en veinticuatro supuestos protocolos en los que, realmente, se intentaba demostrar la bondad del régimen autocrático (obviamente el zarista) y la perversidad de las reformas liberales. Como justificación última de semejante discurso político se aduciría la existencia de un plan de dominio mundial desarrollado por los judíos. Así, el panfleto dejaba claramente establecido el supuesto absurdo del sistema liberal ya que la idea de libertad política no sólo resulta irreal sino que además sólo puede tener desastrosas consecuencias (1, 6).
Si la idea de libertad política podía ser relativamente tolerada, esto se debería a algunas condiciones previas. Primero, su sumisión al poder clerical; segundo, la exclusión de los enfrentamientos sociales, y, tercero, la eliminación de la búsqueda de reformas. En resumen, puede ser aceptable si no afecta en absoluto al sistema autocrático (4, 3). Sin embargo, la libertad no había discurrido por los cauces deseados por Nilus y puestos en boca de los presuntos conspiradores judíos. El resultado había sido por ello especialmente peligroso y ha degenerado en la mayor de las aberraciones posibles, la corrupción de la sangre (10, 11-12). Las afirmaciones relativas a lo nocivo de la libertad política tienen, lógicamente, en esta obra un reverso diáfano consistente en alabar las supuestas virtudes de la autocracia. Esta —sea la política de los zares o la religiosa de los papas— constituye, según los
Protocolos
, el único valladar contra el peligro judío: «La autocracia de los zares rusos fue nuestro único enemigo en todo el mundo junto con el papado» (15, 5). Precisamente por eso, el poder del autócrata debe tener para ser efectivo un tinte innegable de cinismo, de maquiavelismo, de pura hipocresía utilitarista: «La política no tiene nada que ver con la moral.» Un soberano que se deja guiar por la moral no actúa políticamente y su poder descansa sobre frágiles apoyos. «El que quiera reinar debe utilizar la astucia y la hipocresía» (1, 12). Sin embargo, tal actitud no debe causar malestar ni ser objeto de censura. Está más que justificada por el hecho de que la autocracia es la única forma sensata de gobierno y la única manera de crear y mantener en pie la civilización, algo que nunca puede emanar de las masas (1, 21).
Naturalmente, el modelo autocrático no se sustenta sólo sobre la figura del soberano sino sobre otros pilares del sistema. Los
Protocolos
contenían, por lo tanto, loas a estos estamentos concretos que se situaban en labios de los supuestos conspiradores judíos. El primero de ellos es la nobleza (1, 30); otro es el clero. Frente a este panorama idealizado de la autocracia, sustentada por la nobleza y el clero, Nilus oponía el retrato de una supuesta conjura mundial tras la que se encontraban los judíos. Éstos, en teoría, se hallarían ya muy cerca de la conquista del poder (3, 1), cuya base sería el dominio económico (5, 8).
La conjura, obviamente, se manifestaban en una serie de acciones moralmente perversas desencadenadas por los judíos. La primera es, naturalmente, intentar contaminar con su materialismo a los que no son como ellos (4, 4). Pero eso es sólo el comienzo. Según los
Protocolos
de Nilus, para que los judíos dominen el mundo se entregan a una serie de actividades simultáneas que desafían la imaginación más delirante. A ellos se les atribuye potenciar la idea de un «gobierno internacional» (5, 18), crear «monopolios» (6, 1), fomentar «el incremento de los armamentos y de la policía» (7, 1), provocar una «guerra general», «idiotizar y corromper a la juventud de los no-judíos» (9, 12), aniquilar «la familia» (10, 6), «distraer a las masas con diversiones, juegos, pasatiempos, pasiones» (13, 4), eliminar «la libertad de enseñanza» (16, 7) e incluso «destruir todas las otras religiones» (14, 1). ¿Cómo pueden realizar los judíos semejante plan que —hay que reconocerlo— resulta colosal? Pues, precisamente, a través de las logias masónicas (15, 13). En otras palabras, según Nilus, la masonería es un peligro, pero lo es, esencialmente, porque tras sus acciones se esconden los judíos que únicamente pretenden imponer su poder a todo el orbe.
A pesar de los millones de seguidores que este panfleto ha tenido durante más de un siglo —en la actualidad incluso inspira series de TV en el mundo árabe cargadas de antisemitismo— lo cierto es que su paranoia antijudía llega hasta el retorcimiento más absoluto o el ridículo más absurdo. Así queda de manifiesto al afirmar que los no-judíos padecen «las enfermedades que les causamos (los judíos) mediante la inoculación de bacilos» (10, 25) o al atribuir la construcción del metro a turbias intenciones políticas (9, 14). Al final, los judíos conseguirán mediante semejantes artimañas su meta final: «El "Rey de Israel" será el patriarca del mundo cuando se ciña en la cabeza santificada la corona que le ofrecerá toda Europa» (15, 30).
Los últimos Protocolos están dedicados presuntamente a pergeñar una descripción de cómo deberá gobernar mundialmente el Rey de Israel. En realidad, son una descripción de la monarquía autocrática modélica según Nilus. En la misma, el monarca ideal deberá evitar «los impuestos demasiado elevados» (20, 2) para no sembrar la semilla de la revolución (20, 5), introducirá reformas como la creación de un impuesto progresivo de timbres (20, 12), de un fondo de reservas (20, 14), de un tribunal de cuentas (20, 17) y de un patrón basado en la fuerza de trabajo (20, 24) y llevará a cabo una serie de medidas económicas como la restricción de los artículos de lujo (23, 1), el fomento del trabajo artesanal (23, 2) y de la pequeña industria (23, 3) o el castigo del alcoholismo (23, 4).