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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Los masones (28 page)

BOOK: Los masones
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La reacción de la República fue mantenerse en medio de la desintegración cantonal y de una nueva ofensiva carlista mediante el cambio de rumbo hacia un unitarismo preconizado por Nicolás Salmerón y que, lógicamente, tuvo que recurrir a las fuerzas armadas. El ejército logró acabar con algunos focos insurreccionales pero Salmerón no tardó en dimitir tras negarse a firmar varias sentencias de muerte.

La presidencia de Castelar (7 de septiembre-2 de enero de 1874) —un personaje al que se había vinculado repetidamente con la masonería— fue ya, prácticamente, una dictadura en la que el régimen, cada vez con menor base social, apenas consiguió atacar infructuosamente el cantón de Cartagena. El 2 de enero, el general Pavía hizo su entrada en el Parlamento en un acto que, muy a menudo, suele interpretarse como el final de la República cuando la realidad es que tan sólo pretendió sustentarla sobre bases más sólidas que la acción de unos políticos incapaces de gobernar con sensatez.

Con el general Serrano al mando del ejecutivo, la República continuó la trayectoria dictatorial que ya se había iniciado con Castelar. El 12 de enero se rindió, finalmente, el cantón de Cartagena pero resultaba más que obvia la inoperancia del régimen. El 26 de febrero, Serrano entregó el gobierno al general Zabala. Para entonces, la República ya había entrado en una clara agonía que aún se prolongaría meses pero que resultaba irreversible. El 29 de diciembre, el general Martínez Campos proclamó en Sagunto la Restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, el hijo de Isabel II. No iba a encontrar oposición. La nación que, a duras penas podía recuperarse de la absurda y estéril aventura republicana, ansiaba tranquilidad.

La masonería ayuda a la revolución (II): España, de la Restauración al atentado de 1906

La Restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, hijo de la derrocada Isabel II, no mermó en absoluto el poder de los masones. Baste decir que el 7 de abril de 1876 fue proclamado Gran Maestro del Oriente de España Práxedes Mateo Sagasta, jefe del partido liberal, presidente del gobierno y uno de los dos pilares —junto con Cánovas— del régimen de la Restauración. Sagasta se empleó a fondo en el cumplimiento de sus responsabilidades en la logia estrechando lazos de manera muy especial con gran número de potencias masónicas del extranjero.
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El 10 de mayo de 1881, Sagasta fue sustituido en su cargo de Gran Maestro por Antonio Romero Ortiz, ministro de Gracia y Justicia. A su muerte, le sucedería otro político importante, Manuel Becerra.

Durante estos primeros años de la Restauración, la influencia de la masonería no llegó a compararse con la existsente en Francia, pero fue, en cualquier caso, muy notable. De acuerdo con la estadística del Grande Oriente Nacional de 1882 en esta entidad se encontraban en activo 14358 masones. De ellos, 130 eran senadores, diputados, títulos, generales y altos funcionarios del Estado; 1033 eran magistrados, jueces, fiscales y abogados, y 1094 oficiales superiores y militares de todas clases. Difícilmente puede negarse que, a pesar de su reducido número sobre la totalidad de la población de España, el peso de los masones era importante en terrenos como el poder legislativo y el judicial, y las fuerzas armadas. Lamentablemente, la fuente no nos permite saber su repercusión en otros terrenos como la enseñanza. Al respecto, no puede sorprender que ya en fecha tan temprana para el régimen como septiembre de 1877 se produjera una iniciativa de la masonería para llevar a cabo una reforma del Código penal en lo que a la prohibición de las sociedades secretas se refería.

Este avance notabilísimo de la masonería llama aún más la atención si se tiene en cuenta que España era un país católico —la misma Constitución de 1876 recalcaba ese aspecto— y que por esos años se habían multiplicado las condenas de la Santa Sede contra la masonería. De hecho, todo el material jurídico anterior destinado a condenar a la masonería y a las sociedades secretas
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quedó unificado por el papa Pío IX en la constitución
Apostolicae Sedis
de 12 de octubre de 1869. En este texto se conminaba a la excomunión
latae sententiae
a todos los que pertenecieran a la masonería, la favorecieran «de no importa qué forma» o no la denunciaran. Cuesta mucho no creer que el texto en España fue, al menos a efectos estatales, poco más que letra muerta.

La situación no cambió durante el pontificado de León XIII (1878-1903). Por el contrario, durante el cuarto de siglo que se prolongó no menos de doscientos documentos papales condenaron la masonería y las sociedades secretas. De entre ellos, el más importante fue la encíclica
Humanum genus
de 20 de abril de 1884, donde se indica «el último y principal de sus intentos (de la masonería), a saber: el destruir hasta los fundamentos todo el orden religioso y civil establecido por el Cristianismo».

Más allá de las referencias en algunas publicaciones eclesiásticas —respondidas por otras masónicas—, toda esa avalancha de condenas papales no significó ni por asomo la proscripción de la masonería en España o, como mínimo, su vigilancia. Todo ello a pesar no sólo de su papel notable en la Revolución de 1868 o en la proclamación de la Primera República, sino también en la Restauración.

Con todo, a finales del siglo XIX, la masonería estaba también manteniendo notables relaciones con lo que hoy denominaríamos elementos antisistema, es decir, aquellos que abogaban directamente por el final de la monarquía parlamentaria y por su sustitución por otro sistema político. Ocasionalmente, se trataba de posiciones reformistas, pero no faltaron conexiones con colectivos que defendían explícitamente el uso del terrorismo. Quizá el episodio más claro —no el único— en el que varios masones se vieron implicados en un acto terrorista fue el intento de magnicidio de Alfonso XIII durante la celebración de su boda.

El 25 de mayo de 1906, Victoria Eugenia, la prometida del monarca, llegó a España siendo recibida en Irún por éste, que la acompañó hasta el apeadero de El Plantío. En un despliegue de romántica caballerosidad, Alfonso XIII fue cabalgando al lado del carruaje en que viajó su prometida hasta El Pardo, donde debía permanecer hasta la celebración de la boda. A esas alturas, la policía había informado ya al ministro de la Gobernación, conde de Romanones, de que se preparaba un atentado. Sin embargo, de momento, los únicos datos de que se disponían eran rumores y una frase —«Alfonso XIII morirá el día de su boda»— grabada a punta de navaja en un árbol del Retiro.

El 31 de mayo, tras oír misa y comulgar en el palacio de El Pardo, Alfonso y Victoria Eugenia se encaminaron hacia Madrid, donde debía celebrarse el enlace. Al mediodía, en la iglesia de San Jerónimo el Real, el cardenal arzobispo de Toledo pronunció las bendiciones sobre la pareja. A continuación, el cortejo, que fue saludado con verdadero entusiasmo por los madrileños, recorrió el paseo del Prado, tomó la calle de Alcalá, cruzó la Puerta del Sol y entró por la calle Mayor. Había concluido el inicio de la comitiva su recorrido por la calle de Bailén y entraba en la plaza de la Armería cuando la carroza en la que iban los reyes estaba a punto de alcanzar los últimos números de la calle Mayor. En esos momentos, sonó un estruendo que alguno de los presentes identificó al principio con una salva de saludo pero que, inmediatamente, al escucharse el tumulto que se produjo a continuación, se vio que era el estallido de una bomba.

Efectivamente, un terrorista había lanzado desde un balcón un artefacto explosivo, oculto en un ramo de flores, con la finalidad de matar a los reyes. De manera inmediata, Alfonso XIII se arrojó sobre el cuerpo de la reina, cubriéndola para evitar que la hiriera la bomba. Luego se asomó por la ventanilla e intentó tranquilizar a los presentes señalando que estaban ilesos. La muerte de uno de los caballos del tiro obligó a trasladar a los reyes a otra carroza. Se trataba de una medida obligada pero no exenta de peligro. De hecho, tan sólo unas décadas antes, el zar Alejandro II de Rusia, que también había sobrevivido a una primera bomba lanzada contra su carruaje, había perecido en el momento de descender de éste para interesarse por los heridos.

Mientras los soldados del Regimiento de Wad Ras se mantenían firmes consiguiendo detener lo que hubiera podido ser una estampida letal, Alfonso XIII ayudó a su esposa —que tenía los ojos vidriosos por la impresión y apenas conseguía controlar las lágrimas— a descender del vehículo. Su traje nupcial quedó entonces cubierto con la sangre de algunas de las víctimas.

La policía —que sería objeto de durísimas críticas— registró inmediatamente el cuarto desde el que se había arrojado la bomba. Fue así como se descubrió que el culpable del atentado terrorista había sido un anarquista llamado Mateo Morral. Era un discípulo del también masón y ácrata Francisco Ferrer, un personaje incensado como pedagogo por la propaganda posterior cuando lo cierto es que su Escuela Moderna de Barcelona era un centro de difusión de las doctrinas del anarquismo violento, entre ellas las que apuntaban a la necesidad de la utilización del terrorismo para alcanzar la sociedad ideal. Como ha sido habitual en estos grupos a lo largo de la Historia, son precisamente los pueblos a los que, presuntamente, pretenden redimir los que más sufren con sus actos redentores. Aquel día, las víctimas de la acción anarquista ascendieron a veintitrés muertos y un centenar de heridos.

Morral fue capturado por un guarda jurado de una finca situada en Torrejón de Ardoz. Logró empero zafarse de su captor y matarle de un tiro antes de suicidarse. El tercer implicado en la trama —otro masón y anarquista llamado Nakens, que había participado en el asesinato de Cánovas en 1897— puso al descubierto todo el plan en una carta enviada a la prensa. Se supo así que el cerebro de la operación no había sido otro que el masón Francisco Ferrer. Se produjo entonces un fenómeno que hemos visto ya en varios casos y es que, a pesar de la innegable culpabilidad del acusado, la masonería acudió en defensa del hermano —en este caso Ferrer— que tenía que comparecer ante los tribunales.

La vista del proceso se celebró en junio de 1907. El republicano Gumersindo de Azcárate se había negado a defender a Ferrer por considerarlo manifiestamente culpable, pero aun así el anarquista contaba con el apoyo de la masonería y consiguió la absolución gracias a las presiones que ejercieron las logias en su favor. Fue ese mismo tipo de acción el que logró que Nakens, también «hijo de la viuda», fuera indultado al cabo de unos años.
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No sería la primera vez que los masones respaldaban acciones terroristas y tampoco sería la última. De hecho, no mucho después, Lluís Companys, masón, republicano y catalanista, se haría un nombre precisamente defendiendo en los tribunales a pistoleros.

El resultado de aquel proceso iba a tener funestas consecuencias para el sistema parlamentario en España. Se creó una innegable sensación de impunidad de la masonería y, sobre todo, una corriente de simpatía, que hoy denominaríamos progresista, hacia los que pretendían implantar la utopía recurriendo a la daga, la pistola y la bomba. En aquel entonces no era fácil advertirlo —careció España, para que lanzara el grito de alarma, de un escritor de la perspicacia de Dostoievski en su novela
Los demonios
— pero la nación había vuelto a entrar en una dinámica en que las fuerzas autodenominadas de progreso tenían como objetivo fundamental el acabar con el sistema parlamentario. En esa espiral, como tendremos ocasión de ver, iba a tener un peso verdaderamente excepcional la masonería. Sin embargo, no iba a ser el único proceso de erosión de España en el que iba a participar.

La masonería ayuda a la revolución (III): el Desastre de 1898

En un capítulo anterior, tuvimos ocasión de ver cómo la masonería representó un papel esencial en el proceso de emancipación de Hispanoamérica que concluyó con la práctica aniquilación del Imperio español. A finales del siglo XIX, de éste sólo restaban la isla de Cuba en América y el archipiélago de las Filipinas en Asia. Ambos se perderían en 1898 y, de manera no sorprendente, fueron también «hijos de la viuda» los protagonistas de esta nueva derrota española.

José Martí, el padre de la independencia cubana, nació en La Habana el 28 de enero de 1853. Poseído por dos grandes pasiones, las letras y la causa independentista, a los dieciséis años fue encarcelado, publicando al año siguiente su primera obra,
El presidio político en Cuba
. La iniciación de Martí en la masonería fue muy temprana, pero no aconteció en la isla sino en España y, más en concreto, en la Logia Armonía n. 52 de Madrid, una ciudad en la que vivió desde febrero de 1871 a mayo de 1873. El hecho sería avalado por la viuda de Fermín Valdés Domínguez en una carta escrita en 1924 donde hacía referencia a unas prendas masónicas —collarín, mandil y fajín— que habían pertenecido a Martí.

Sin embargo, lo más importante no es el hecho, en sí significativo, de que Martí fuera masón, sino la manera en que esta circunstancia ayudó a la causa de los insurrectos. Martí era sabedor de que resultaba indispensable el apoyo de las clases populares a la causa independentista y con esa finalidad intentó atraerse a Antonio Maceo, héroe de la guerra contra España que había concluido en 1878. El 30 de julio de 1893, Martí llegó a Puerto Limón con esa finalidad y, de manera inmediata, se puso en contacto con diversas personalidades de la masonería que pudieran ayudarlo en su cometido. No fueron, desde luego, pocas e incluyeron a Bernardo Soto, Próspero Fernández, Genaro Rucavado, Ricardo Mora Fernández, Minor Keith, Tomás Soley Güell y el padre Francisco Calvo entre otros.

No menor fue la ayuda de la masonería establecida en Estados Unidos. La Logia Félix Varela n. 64 de Cayo Hueso estaba formada por independentistas cubanos y la denominada La Fraternidad n. 387 de Nueva York tenía como tesorero y secretario a Benjamín J. Guerra y Gonzalo de Quesada y Aróstegui del Partido Revolucionario Cubano fundado por Martí. Cuando se decida el levantamiento independentista de 1895, Martí designará a otro masón, Juan Gualberto Gómez, para iniciarlo, y serán también masones los firmantes del Manifiesto de Montecristi contra la presencia española en la isla. No se trataba, sin embargo, de cubanos únicamente. Los documentos del capitán Heinrich Lowe, que ayudó a José Martí y a Máximo Gómez a llegar hasta la isla a bordo de su vapor para encender la chispa insurreccional, indican que el acto respondía a una petición de ayuda masónica formulada por el cubano.

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