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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Los masones (30 page)

BOOK: Los masones
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Al final, es sabido que en febrero de 1917 la Revolución estalló y con ella se produjo la caída del zar. El primer gobierno provisional estaba formado por nueve masones y sólo un ministro que no pertenecía a la logia, Milyukov, pero que había sido muy influido por los «hijos de la viuda». Kerensky, en especial, llevaba tiempo preparándose para ejercer su papel. Sin embargo, como ha sucedido en otras ocasiones a lo largo de la Historia, los masones, que resultaron tan afortunados a la hora de destruir, no demostraron la misma competencia en la tarea de edificar. Debe decirse en honor a la verdad que las presiones de los hermanos del Gran Oriente francés, empeñados en que continuaran la guerra contra Alemania y Austria-Hungría, tampoco les facilitaron las cosas. Al final, el gobierno iluminado —como tantos establecidos por los masones— fue inoperante y se vio rebasado por la astucia del bolchevique Lenin.

Durante los años siguientes, el nuevo régimen establecido por los bolcheviques aplastó despiadadamente a cualquier disidente, fuera real o supuesto, y superó en tan sólo unas semanas en ejecuciones a las que habían realizado los zares en dos siglos.
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Sin embargo, de manera que obliga a reflexionar la situación de los masones no fue ni con mucho tan mala como la de otros colectivos. No sólo eso. Algunos consiguieron incluso colaborar en el nuevo gobierno bolchevique y en las organizaciones de comercio de la URSS, bien de manera temporal como Tereshenko o permanente como Nekrasov.

Aunque en 1922 una resolución de la Komintern definía la masonería como un movimiento pequeño-burgués, lo cierto es que nunca se produjo una persecución sistemática de los «hijos de la viuda» en la URSS,
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quizá porque las logias ya habían desaparecido motu proprio para proseguir en el exilio —donde, dicho sea de paso, la ayuda del Gran Oriente francés brilló por su ausencia— o disolverse en el torbellino del nuevo régimen. No deja de ser ilustrativo que el Dr. Lovin, un masón y disidente soviético que pasó veinte años recluido en el Gulag entre los años 1929 y 1954, haya señalado que en ese tiempo nunca se encontró a otro preso masón y que nunca se le interrogó sobre sus actividades masónicas.
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La masonería volvería a Rusia, pero sería ya en 1992, precisamente tras la desaparición del régimen soviético cuyo camino, seguramente de manera involuntaria, había abierto con sus prácticas conspiratorias.

La masonería en la Revolución mexicana

En un capítulo anterior, ya analizamos el papel esencial de la masonería en el proceso de emancipación de España y de configuración del poder posterior. Aunque esa presencia fue considerable en todo el continente, al respecto, el caso de México iba a resultar verdaderamente paradigmático.
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Masón fue el emperador de México Agustín de Iturbide y, desde luego, la situación no cambió al proclamarse la República. Durante el período de la primera república federal (1824-1835) fueron masones los presidentes Guadalupe Victoria (1823-1824 y 1824-1829), Guerrero Saldaña (1829), Bocanegra (1829), Alamán y Escalada (1829), Busta-mante (1830-1832, 1837-1839 y 1839-1841), Múzquiz (1832), Gómez Pedraza (1832-1833), Gómez Farías (1833-1834, 1846-1847), SantaAnna (1833, 1834-1835, 1839, 1842, 1843, 1844, 1847, 1853-1855, en total, 2134 días, 5 años, 10 meses y 9 días), es decir, la totalidad. Durante la denominada república centralista de México (1836-1846), los presidentes masones fueron Barragán (1835-1836), Corro (1836-1837), Bravo (1836, 1842-1843, 1846), Echeverría (1841), y Paredes y Arrillaga (1846). No lo fueron, sin embargo, Canalizo (1843-1844) y Herrera (1844, 1845, 1848-1851).

Benito Juárez —cuyo gobierno se convirtió en una innegable dictadura republicana— fue iniciado en la masonería en 1827, cuando era aún estudiante de leyes, y mantuvo la relación con la logia. También fue masón el dictador Porfirio Díaz, al que derribó una revolución encabezada por el masón Francisco Madero. Con esos antecedentes, la Revolución mexicana no significó, en absoluto, el final del poder de la masonería en la política. Una vez más el elenco de presidentes de los llamados gobiernos de la revolución (1910-1940) no puede ser más revelador. Fueron masones Alvaro Obregón (1920-1924), Plutarco Elías Calles (1924-1928), Abelardo Rodríguez (1932-1934) o Lázaro Cárdenas.

Naturalmente, esa abrumadora mayoría de los «hijos de la viuda» no careció de consecuencias. Con seguridad, el episodio más terrible derivado de la cosmovisión masónica fue el de la guerra cristera que a lo largo de tres años (1926-1929) ensangrentó México y se tradujo en el asesinato de millares de católicos, especialmente sacerdotes y religiosos, no pocos de los cuales han sido canonizados en los últimos años. Sin embargo, sus antecedentes se hallaban en la promulgación de la Constitución de 1917 —muy inspirada por políticos y principios masónicos—, que más que consagrar la separación de la Iglesia y del Estado, prácticamente, condenaba a la Iglesia católica y a otras confesiones a la muerte civil. De hecho, el art. 130, f. IV negaba la personalidad a las iglesias, así como los efectos civiles derivados de esa circunstancia. En paralelo, el Estado de la Revolución llevó a cabo un esfuerzo encaminado a arrojar a las iglesias de la enseñanza. Al fin y a la postre, en diciembre de 1926 comenzaron a producirse levantamientos de católicos de extracción muy humilde en contra de lo que consideraban, no sin razón, una verdadera persecución religiosa.

La guerra cristera resultó de extraordinaria dureza y transcurrió en paralelo a una cruentísima persecución del catolicismo que ha quedado reflejada en obras como
El poder y la gloria
de Graham Greene. Se enfrentaban frontalmente dos cosmovisiones v mientras que el gobierno era apoyado explícitamente por las logias —que se sentían totalmente identificadas con el carácter laicista del texto constitucional— a los rebeldes se sumaron partidas no católicas pero sí profundamente desengañadas por la realidad política posterior a la Revolución. Finalmente, el conflicto terminó con un acuerdo querido e impulsado por la propia jerarquía católica, incluido el papa. El 21 de junio de 1929, ambas partes firmaron los documentos siendo representadas por Portes Gil, presidente de México, y por Leopoldo Ruiz y Flores, en calidad de delegado apostólico y arzobispo de Morelia. La persecución más dura había concluido, aunque la Constitución se mantuvo vigente sin ninguna variación y el peso de la masonería continuó siendo espectacular en la administración. Hasta 1958, todos los presidentes —Manuel Avila Camacho (1940-1946), Miguel Alemán (1946-1952) y Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958)— serían masones, comenzando entonces un cambio que llevaría a reformas constitucionales ya a finales del siglo XX, un siglo precisamente concluido con Ernesto Zedillo (1994-2000), otro presidente masón.

La guerra cristera, apenas unos años posterior a la civil rusa, iba a tener un enorme peso en el pensamiento de los católicos de todo el mundo, ya que había puesto de manifiesto que la persecución era todavía posible, que la masonería podía formar parte esencial de la misma y que no era nada absurdo, por desgracia, plantearse que la única salida para sobrevivir fuera el recurso a las armas. Tan sólo un lustro después, para muchos, España iba a correr el riesgo de sufrir un proceso similar.

La masonería y los fascismos

El periodo de entreguerras registró una agudización del discurso antimasónico, en parte, como consecuencia del papel nada pequeño que la masonería había tenido en el derrocamiento del zar y, en parte, como derivación del discurso antisemita que venía prendiendo desde finales del siglo anterior en sectores crecientes de la sociedad europea. Determinados acontecimientos políticos contribuyeron a subrayar aún más esta circunstancia. Por ejemplo, en Francia, en 1924 la victoria electoral fue obtenida por el
Cartel des Gauches
, una coalición de izquierdas que permitió al partido radical —el tradicional de la masonería— formar un gobierno bajo la presidencia de Edouard Herriot. Por supuesto, a nadie le sorprendió que varios de los miembros del gabinete fueran «hijos de la viuda».

La victoria electoral de las izquierdas en Francia fue casi paralela a la llegada al poder de Mussolini en Italia. Mussolini había articulado una forma de socialismo de carácter nacionalista al que denominó fascismo y que tenía una clara voluntad totalitaria. Sin embargo, la forma de Estado en Italia era una monarquía —parlamentaria hasta que Mussolini acabó transformándola en una dictadura— y el papel de la masonería en su configuración había sido extraordinario. Desde Garibaldi hasta Cavour, los dirigentes más importantes de la unificación italiana habían pertenecido a la masonería, y lo mismo podía decirse de los reyes de la dinastía reinante. Un movimiento como el fascista que pretendía entroncar con la grandeza pasada de Italia no podía, por lo tanto, lanzarse a un enfrentamiento con la masonería. Por otro lado, y a diferencia del nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano no era antisemita e incluso no pocos judíos militaban en sus filas. Por todo ello, no sorprende que Mussolini no desencadenara la proscripción de la masonería y se limitara a ordenar a los masones que militaban en el fascismo que abandonaran las logias, una directriz que, dicho sea de paso, no siempre fue cumplida.

Fue también en estos años cuando tuvo lugar uno de los escándalos políticos de la época, el denominado «affaire Stavisky». Serge Alexandre Stavisky era un aventurero que había logrado amasar una fortuna fabulosa de ochocientos millones de francos mediante el fraude. Durante años consiguió eludir la acción de la justicia, pero, al fin y a la postre, en enero de 1934 el asunto salió a la luz y fueron numerosas las voces que señalaron que Stavisky era masón y que los «hijos de la viuda» le habían ayudado a escapar de la acción de la justicia. Con un primer ministro radical, las acusaciones salpicaron al propio gobierno. Con seguridad, Stavisky hubiera podido aclarar lo que había sucedido y si, efectivamente, había recibido ayuda de otros masones. Sin embargo, antes de que se llevara a cabo su detención, Stavisky fue encontrado muerto, supuestamente fruto del suicidio. A esas alturas, el escándalo era enorme y resultaba difícil no sospechar de la masonería que, desde hacía más de un siglo, tenía un peso considerable en la policía y la judicatura francesa. Para resolver el asunto, el gobierno nombró a un miembro del Tribunal de Casación llamado Albert Prince a fin de que realizara las investigaciones pertinentes. Apenas unos días después de la designación de Prince, éste apareció decapitado en una vía de tren. En apariencia, se había caído y un convoy le había pasado por encima ocasionándole la muerte. Sin embargo, de manera razonable, no faltaron los que adujeron que Prince se había suicidado impulsado por las presiones o que incluso había sido asesinado, colocándose su cadáver después en el lugar donde lo habían encontrado.

Acontecimientos como éste no contribuyeron, desde luego, a lavar la imagen de la masonería y explican, siquiera en parte, la aparición de obras que señalaban a los «hijos de la viuda» como culpables de las desgracias nacionales. Con todo, en ellas parece mucho más acentuado el elemento antisemita que el antimasónico. En Alemania, por ejemplo, el general Erich von Ludendorff publicó en 1927
La destrucción de la masonería mediante el desvelamiento de sus secretos
. Tanto Ludendorff como el Dr. Custos —que en 1931 publicó un panfleto titulado El masón, el vampiro del mundo— sostenían que la masonería era un peligro pero, en la línea de Los Protocolos de los sabios de Sión, que el verdadero enemigo eran los judíos que controlaban las logias. De hecho, el mismo partido nacionalsocialista alemán publicó un texto titulado
Masonería, el camino hacia la dominación mundial judía
, donde consagraba programáticamente el mismo punto de vista. Es precisamente esta peculiaridad la que explica la actitud que Hitler tuvo al llegar al poder. Por un lado, era obvio que el nacionalso-cialismo no podía coexistir con ninguna sociedad secreta —o incluso esotérica—; por otro, su obsesión real eran los judíos. En ese sentido, no sorprende que personas que habían sido iniciadas en la masonería se afiliaran al partido nacionalsocialista sin problemas —algo impensable en el caso de un judío— y —lo que resulta más inquietante— que durante la posguerra no pocos nazis pudieran contar con el apoyo de la masonería para escapar de la acción de la justicia. Uno de estos casos fue el de Walter Hörstmann de la Logia Selene de Luneberg. En 1933, Hörstmann escribió a sus hermanos alabando el nacionalsocialismo e indicándoles que abandonaba la masonería. Hörstmann sobrevivió a la guerra y se convirtió en director de transportes de la ciudad de Celle. Regresó entonces a la masonería y alcanzó el grado de senador en las Grandes Logias Unidas, la nueva autoridad suprema de la sociedad secreta en Alemania. No tuvo ningún problema en llegar a esa posición y, de hecho, se mantuvo en ella hasta que un grupo de «hijos de la viuda» desencadenó contra él una campaña que le obligó a dimitir.

El caso de Hörstmann no fue ni el único ni el más grave. Por ejemplo, en 1967 se convirtió en Gran Maestro de las Grandes Logias Unidas nada menos que el Dr. Heinz Rüggeberg, un nazi entusiasta que había ejercido como juez en la Polonia ocupada. En la posguerra, Rüggeberg se unió a una logia de Lürrach-Schopfheim. La población era la ciudad natal de Hermann Strübe, el poeta laureado del nazismo, y cuando llegó el ochenta aniversario del escritor, Rüggeberg organizó un festival en su honor sin ningún pudor.

En 1974, otro nazi llamado George C. Frommholz se convirtió en Gran Maestro de las Grandes Logias Unidas de Alemania. En 1933 Frommholz había ingresado en el partido nazi y abandonado su logia y un año después entraba en las SS. En 1949 estaba nuevamente integrado en la masonería, pero la logia a la que pertenecía contaba entre sus miembros a algunos soldados del ejército americano de ocupación que consiguieron que le expulsaran. Fue por poco tiempo. En 1962, el comandante Harvey Brown, de paso por Berlín, supo que Frommholz era maestre venerable de una logia denominada Zum Totenkopf und Phónix (Calavera y Fénix). Brown protestó lógicamente, pero el resulta-do fue que en 1974 las Grandes Logias Unidas de Alemania solicitaron la expulsión de Brown de una logia berlinesa en cuya fundación había colaborado.

Al fin y a la postre, si bien es cierto que algunos masones fueron a parar a los campos nazis, no es menos cierto que se trató de un número menor —seguramente porque inquietaba menos al régimen hitleriano en todos los sentidos— que el de los comunistas, socialistas, demócratas, cristianos y, por supuesto, judíos. Para el IIIReich, la masonería no era tanto una amenaza política como una secta ocultista rival, al estilo de la Teosofía o el espiritismo, a la que había que controlar e impedir desarrollar sus actividades, pero, al parecer, poco más. Como en tantos casos, los masones alemanes intentaron en ocasiones crearse un pasado glorioso a costa del nazismo aunque la realidad, como hemos visto, obliga a realizar importantes matizaciones. En realidad, la masonería encontraría su enemigo más resuelto en la primera mitad del siglo en otra nación, una nación donde, precisamente, había obtenido importantes éxitos políticos y económicos. Nos referimos a España.

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