—¿Vio algo que pueda darnos una pista de quiénes eran? — preguntó Martin.
—Llevaban un águila en la espalda. Una gran águila amarilla.
—Gracias —dijo Martin, y le estrechó la mano. Al cabo de un instante de vacilación, Patrik hizo lo mismo.
Poco después iban camino de Uddevalla, absortos cada uno en sus pensamientos.
E
rica era incapaz de esperar más. En cuanto se serenó un poco, llamó a Kristina y, al oír que se cerraba la puerta del coche delante de la casa, se puso la cazadora, se subió a su coche y se dirigió a Falkeliden. Una vez allí, se quedó un buen rato dentro, pensando. Quizá debería mantenerse apartada un tiempo y dejarlos solos. El breve mensaje de Anna no lo decía todo, seguramente. Y ella podría haberlo malinterpretado.
Erica se aferraba al volante con el motor apagado. No quería equivocarse y meter la pata. Anna la había acusado de eso alguna vez, de ser irrespetuosa e inmiscuirse en su vida. Y muchas veces tenía razón. Cuando eran pequeñas, Erica quería compensar lo que ella interpretaba como falta de amor por parte de su madre. Ahora pensaba de otra manera, y Anna también. Elsy las quería, pero no fue capaz de demostrarlo. Y los lazos entre Erica y Anna se habían estrechado en los últimos años, sobre todo, después de lo de Lucas.
Pero ahora no estaba segura. Anna tenía a su familia, Dan y los niños. Puede que solo necesitaran estar solos. De repente atisbó la figura de su hermana a través del cristal de la cocina. Pasó por delante rauda como un espectro, luego volvió a la ventana y miró hacia el coche donde estaba Erica. Levantó la mano y le hizo una seña para que entrase.
Erica abrió la puerta del coche y se apresuró a subir la escalinata. Dan le abrió antes de que le diera tiempo a llamar.
—Adelante —le dijo. Erica vio miles de sentimientos en su semblante.
—Gracias. —Cruzó despacio el umbral, se quitó la cazadora y entró en la cocina con una extraña sensación de solemnidad.
Anna estaba sentada a la mesa. Erica la había visto otras veces levantada desde el accidente, pero como si no estuviera allí. Ahora sí.
—He oído tu mensaje. —Erica se sentó en una silla frente a Anna.
Dan sirvió tres tazas de café y se fue discretamente con la suya al salón, donde los niños jugaban dando gritos, para que las dos hermanas pudieran hablar tranquilamente.
A Anna le temblaba la mano ligeramente cuando se llevó la taza a los labios. Parecía transparente. Frágil. Pero tenía la mirada firme.
—Estaba tan asustada —dijo Erica, y sintió que las lágrimas acudían sin remedio.
—Lo sé. Yo también tenía miedo. De volver.
—¿Por qué? Quiero decir, comprendo, sé que… —Luchaba por encontrar las palabras exactas. ¿Cómo iba a ponerle palabras al dolor de Anna, cuando lo cierto era que ni comprendía ni sabía nada?
—Estaba oscuro. Y dolía menos quedarse en esa oscuridad que salir aquí, con vosotros.
—Pero ahora… —A Erica le temblaba la voz—. Ahora estás aquí, ¿no?
Anna asintió despacio y tomó otro trago de café.
—¿Dónde están los gemelos?
Erica no sabía qué decir, pero Anna se dio cuenta. Sonrió.
—Tengo tanta curiosidad por conocerlos. ¿A quién se parecen? ¿Y se parecen entre sí?
Erica la miró, aún insegura de cómo reaccionaría su hermana.
—Pues la verdad es que no se parecen mucho. Ni siquiera en la forma de ser. Noel es más gritón, siempre sabes cuándo quiere algo y es resuelto y tozudo como él solo. Anton, en cambio, es prácticamente su opuesto. No se altera por nada y casi todo en la vida le parece estupendo. Está satisfecho, simplemente. Pero no sé a quién se parecen.
Anna dibujó una amplia sonrisa.
—¿Estás de broma? Básicamente, acabas de describiros a Patrik y a ti. Y no eres tú la que está satisfecha, diría yo.
—Pero… —comenzó Erica, y se calló en el acto al comprender que Anna tenía razón. Acababa de describirse a sí misma y a Patrik, aunque sabía que él no siempre se mantenía tan sereno en el trabajo como en casa.
—Me encantaría conocerlos —dijo Anna otra vez, y miró con convicción a Erica—. No tiene nada que ver, Erica, y tú lo sabes. Vuestros hijos no han sobrevivido a costa del mío.
—Puedo traerlos cuando quieras. En cuanto te sientas con fuerzas.
—¿No puedes ir a por ellos ahora? Si no es mucho engorro, claro —dijo Anna. Empezaba a volverle el color a las mejillas.
—Puedo llamar a Kristina y preguntarle si quiere traerlos.
Anna asintió, y al cabo de unos minutos Erica lo había arreglado para que su suegra les llevase a los niños.
—Aún me cuesta —dijo Anna—. Las tinieblas siguen ahí, muy cerca.
—Sí, pero al menos ya estás con nosotros. —Erica le dio la mano—. Venía a verte cuando estabas tumbada ahí arriba y era horrible. Como si no quedara de ti más que la concha vacía.
—Y así era, seguramente. Casi me entra pánico al pensar que ahora me siento igual, en cierto modo. Me siento como una concha hueca, y no sé cómo rellenarme otra vez. Siento un vacío tan grande… Aquí. —Se puso la mano en el vientre y lo acarició despacio.
—¿Recuerdas algo del entierro?
—No. —Anna meneó la cabeza—. Recuerdo que era importante que lo celebráramos, sentía que era necesario, pero no recuerdo nada de la ceremonia.
—Fue bonito —dijo Erica y se levantó para poner más café.
—Dan dijo que fue idea tuya lo de turnarse para estar tumbados conmigo.
—Bueno, no del todo. —Erica volvió a sentarse y le contó lo que le había dicho Vivianne.
—Pues salúdala de mi parte y dale las gracias. Creo que habría seguido como estaba, de no ser por eso, y quizá incluso habría caído más en el abismo. Tanto, que no habría sido capaz de volver.
—Se lo diré.
Llamaron a la puerta y Erica se retrepó en la silla y giró la cabeza para ver el recibidor.
—Será Kristina con los niños.
En efecto, era su suegra, a la que Dan acababa de abrir la puerta. Erica se levantó para ir a ayudarle y constató satisfecha que los gemelos estaban despiertos.
—Se han portado como dos angelitos —dijo Kristina mirando de reojo a la cocina.
—¿Quieres pasar? —preguntó Dan, pero Kristina negó con la cabeza.
—No, creo que me voy a ir a casa. Será mejor que os quedéis solos un rato.
—Gracias —dijo Erica, y le dio un abrazo a Kristina. Aunque a aquellas alturas le tenía muchísimo cariño a su suegra, no podía decirse que ese tipo de detalles fueran su fuerte.
—De nada, de nada. Ya sabes que puedes contar conmigo. —Se fue enseguida y Erica entró en la cocina con una hamaquita en cada mano.
—Aquí tenéis a la tía Anna —dijo, y los dejó despacio en el suelo, junto a la silla de Anna—. Y estos son Noel y Anton.
—No cabe duda de quién es el padre de las criaturas, desde luego. —Anna se sentó en el suelo, a su lado, y Erica hizo lo mismo.
—Sí, la gente dice que se parecen a Patrik. Pero nosotros no lo vemos.
—Son preciosos —dijo Anna. Le tembló ligeramente la voz y Erica se sintió un poco insegura de pronto y se preguntó si habría hecho bien en llevar a los niños para que los viera su hermana. Quizá fuera demasiado pronto, quizá debería haberse negado.
»No pasa nada —la calmó Anna, como si hubiera oído los pensamientos de Erica—. ¿Puedo?
—Pues claro —respondió Erica. No lo veía, pero sentía la presencia de Dan a su espalda. Debía de estar conteniendo la respiración, igual que ella, y pensando como ella si aquello sería bueno o malo.
—Bueno, pues primero a la MiniErica —dijo Anna con una sonrisa, y sacó a Noel de la hamaquita—. Así que tú eres tozudo como tu madre, ¿eh? Pues ya tendrá que vérselas tu madre contigo cuando te hagas mayor.
Lo abrazó y le olisqueó el cuello. Luego dejó a Noel y le tocó el turno a Anton, e hizo lo mismo, pero se lo quedó en brazos.
—Son maravillosos, Erica. —Anna miró a su hermana, aún con Anton en el regazo—. Son sencillamente maravillosos.
—Gracias —dijo Erica—. Gracias.
-¿H
abéis averiguado algo más? —Patrik sonaba ansioso cuando Martin y él entraron en la sala de espera del hospital.
—Pues no mucho, ya te contamos la mayor parte por teléfono —dijo Paula—. Los chicos encontraron la bolsa con polvo blanco en una papelera cercana a los bloques de alquiler, los que dan a Tetra Pak.
—Vale, ¿tenemos controlada la bolsa? —preguntó Patrik tomando asiento.
—La tengo ahí. —Paula señaló un sobre de papel marrón que había en la mesa—. Y antes de que me preguntes, sí, hemos sido muy cuidadosos. Pero por desgracia, ya había pasado por varias manos antes de que llegara a las nuestras. Los niños, los profesores y el personal del hospital.
—Bueno, tendremos que procesarlo con cuidado. Procura que llegue cuanto antes al laboratorio, así tendremos las huellas de todos los que la han tocado. Empieza por pedir permiso a los padres para que les tomemos las huellas a los niños.
—Claro —dijo Gösta.
—¿Cómo están? —preguntó Martin.
—Según los médicos, han tenido una suerte loca. La cosa habría podido acabar fatal pero, afortunadamente, no tomaron grandes cantidades. Solo lo probaron un poco. De lo contrario, no habríamos estado aquí ahora, sino más bien en el depósito.
Estuvieron en silencio un buen rato. Era una idea espantosa.
Patrik miró el sobre de reojo.
—Deberíamos procurar que cotejaran las huellas de Mats Sverin con las que obtengan de la bolsa.
—¿Creéis que el asesinato está relacionado con drogas? — Paula frunció el entrecejo y se retrepó en el sofá, que era bastante incómodo. No lograba encontrar una postura lo bastante cómoda y no tardó mucho en incorporarse otra vez—. ¿Averiguasteis en Gotemburgo algo en ese sentido?
—No, no lo creo. Tenemos otra información con la que seguir trabajando, pero pensaba exponerlo luego en la comisaría, cuando celebremos la reunión. —Se levantó—. Martin y yo nos vamos a Fjällbacka y trataremos de localizar a alguno de los profesores. ¿Mandas tú el sobre al laboratorio, Paula? Diles que nos corre mucha prisa.
Paula sonrió.
—Vale, así sabrán que el mensaje es tuyo.
A
nnie había experimentado un punto de preocupación desde la visita de Erica y Patrik. Quizá debería pedirle al médico que fuera, después de todo. Sam no había pronunciado una palabra desde que llegaron a la isla, pero ella estaba convencida de que su instinto no la engañaba. Lo único que Sam necesitaba era tiempo. Tiempo para que sanaran las heridas del alma, no las del cuerpo, que era lo único que podría examinar el médico.
Ella era incapaz de pensar en aquella noche. Era como si el cerebro se cerrase a cal y canto cuando se acercaba el recuerdo de tanto miedo y tanto horror. De modo que, ¿cómo iba a pedirle al pobrecillo que lo superase? Ella y Sam habían compartido el mismo miedo. Y se preguntaba si aún compartían el mismo miedo a que todo lo ocurrido los alcanzase en la isla. Trataba de serenarlo, decirle que allí estaban seguros. Que los malos no podían encontrarlos. Pero ignoraba si su tono de voz contenía el mismo mensaje que sus palabras. Porque ella misma no se lo creía del todo.
Si Matte… Le tembló la mano al pensar en él. Él habría podido protegerlos. No quiso contárselo todo la noche que pasaron juntos. Pero algo le desveló, lo bastante para que comprendiera que ya no era la misma. Sabía que le habría contado el resto también. Si hubieran tenido más tiempo, habría podido confiarse a él.
Sollozó y respiró hondo para tratar de dominarse. No quería que Sam notara su desesperación. Necesitaba sentirse seguro. Era lo único que podría erradicar de su memoria el ruido de los disparos, lo que podría borrar el recuerdo de la sangre, de su padre, y era su deber que todo volviera a la normalidad. Matte no podía ayudarle.
L
es llevó un rato reunir todas las huellas dactilares que necesitaban. Aún les faltaban dos. El personal de la ambulancia había salido y tardarían en volver. Pero Paula tenía la sensación de que era una pérdida de tiempo recoger todas esas huellas. Algo le decía que era más importante comprobar si entre ellas se encontraban las de Mats, y que la respuesta llegara lo antes posible.
Paula llamó discretamente a la puerta.
—Adelante. —Torbjörn Ruud levantó la vista cuando la oyó entrar.
—Hola, Paula Morales, de la Policía de Tanum. Nos hemos visto unas cuantas veces. —Se sintió un tanto insegura de pronto. Ella sabía muy bien cuál era el procedimiento, y lo que pensaba hacer ahora era pedirle a Ruud que se saltara las reglas y los procedimientos. No era algo a lo que estuviera acostumbrada. Las reglas estaban para cumplirlas, pero a veces había que actuar con cierta flexibilidad, y aquella era, seguramente, una de esas ocasiones.
—Sí, te recuerdo. —Torbjörn le indicó que se sentara—. ¿Cómo va lo vuestro? ¿Habéis tenido ya noticias de Pedersen?
—No, nos enviará el informe el miércoles. Por lo demás, no tenemos mucho con lo que trabajar, y no hemos avanzado tanto como esperábamos…
Guardó silencio, respiró hondo y reflexionó sobre cómo exponer la pregunta.
—Pero hoy ha ocurrido algo, y aún ignoramos si guarda o no relación con el asesinato —dijo finalmente, y dejó el sobre marrón en la mesa.
—¿Qué es? —dijo Torbjörn alargando la mano.
—Cocaína —respondió Paula.
—¿Dónde la habéis encontrado?
Paula lo puso al corriente de lo acontecido aquella mañana y de lo que les habían contado los niños.
—Este no es el procedimiento normal, que me pongan un sobre de cocaína encima del escritorio —dijo Torbjörn mirando a Paula.
—Lo sé —respondió ella sonrojándose—. Pero ya sabes cómo funciona esto, si lo enviamos al laboratorio tendremos que esperar una eternidad hasta que lleguen los resultados. Y tengo el presentimiento de que esto es importante, así que había pensado que, por esta vez, podríamos ser un poco flexibles con el procedimiento. Si me ayudas a comprobar una hipótesis, yo me encargaré del papeleo. Y, por supuesto, me hago responsable de todo.
Torbjörn estuvo un buen rato sin decir nada.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó al fin, aunque aún no parecía del todo convencido.
Paula le explicó lo que quería, y él asintió.
—Por esta vez. Pero si hay algún problema, será responsabilidad tuya. Y tú te encargas de que todo esté correcto.
—Te lo prometo —aseguró Paula con un cosquilleo de expectación. Ella estaba en lo cierto. Sabía que estaba en lo cierto. Y ahora solo faltaba constatarlo.