—Vaya —dijo Erling, claramente sorprendido por la acogida dispensada a su opinión—. Se ve que he puesto el dedo en la llaga.
—Pues sí, puede decirse que sí —respondió Anders con sequedad. Erling podía comportarse como quisiera. Pronto ya no importaría nada de todas formas. Enseguida lo invadió de nuevo la angustia. Tendría que hablar con Vivianne. Tenía que contárselo.
-¿Q
ué es lo que estamos buscando? —preguntó Martin. Miraba indeciso a Patrik, que meneó la cabeza despacio.
—Pues no lo sé con certeza. Creo que tendremos que guiarnos por la intuición, leer el material de las carpetas y ver si hay algo en lo que nos parezca interesante indagar más.
Se quedaron en silencio mientras hojeaban los documentos.
—Joder —dijo Patrik al cabo de un rato. Martin asintió.
—Y esto es solo el último año. O ni siquiera eso. Y Fristad no es más que una de las asociaciones de acogida a mujeres maltratadas. En cierto modo, vivimos en un espacio protegido. —Martin cerró despacio la carpeta, la dejó a un lado y abrió la siguiente.
—Yo es que no lo comprendo… —dijo Patrik, formulando en voz alta el pensamiento que le venía rondando por la cabeza desde que llegaron a Fristad.
—Cobardes asquerosos —convino Martin—. Y parece que puede pasarle a cualquiera. No he coincidido con Anna muchas veces, pero tengo la sensación de que sabe lo que quiere y que nunca caería en las garras de un hombre como Lucas, con el que estuvo casada.
—Desde luego. —A Patrik se le ensombreció el semblante al recordar a Lucas. Aquella época ya había pasado a la historia, por suerte, pero ese hombre había tenido tiempo de hacerle mucho daño a su familia antes de morir—. Es fácil decir que no comprendes que alguien pueda seguir con un maltratador.
Martin dejó otra carpeta en la mesa y respiró hondo.
—Me pregunto cómo lo verán las personas que trabajan aquí y se encuentran con ello a diario. Puede que no fuera tan extraño que Sverin se hartara y quisiera volver a Fjällbacka.
—Estoy pensando que, después de todo, lo que nos contó Leila de cambiar continuamente a las personas de contacto es una buena medida. Debe de resultar totalmente imposible no implicarse de más.
—Entonces, ¿no crees que fue eso lo que le ocurrió a Sverin? —dijo Martin—. Y que la agresión está relacionada con alguien de aquí. Obsesionados, dijo Leila. A alguno de los hombres le dio por pensar que Sverin se había convertido en algo más que una persona de contacto, y decidió darle un aviso.
Patrik asintió.
—Ya, claro, yo también lo había pensado. Pero ¿quién? — Señaló el montón de carpetas que había en la mesa—. Leila asegura que no sabe nada de eso, y yo creo que no servirá de nada presionarla más.
—Podríamos preguntar a los demás empleados, y quizá ver si podemos hablar con algunas mujeres. Me figuro que corrieron rumores y, de ser así, se propagarían como el fuego.
—Mmm… tienes razón —dijo Patrik—. Pero me gustaría tener algo más concreto antes de seguir hurgando en esto.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo? —Martin se pasó las manos por el pelo pelirrojo de pura impaciencia, y se lo puso todo de punta.
—Lo mejor será que hablemos con los vecinos de la casa donde vivía Mats. Le agredieron delante del portal y puede que alguien viera algo, aunque no informara de ello. Ahora, además, tenemos los nombres de las mujeres que tenían a Mats como persona de contacto; esperemos que consigamos algo que nos dé motivos para volver.
—Vale —dijo Martin, bajando la vista para seguir leyendo.
No acababan de cerrar la última carpeta cuando Leila entró acelerada. Se quitó la cazadora y el bolso y los dejó en un perchero que había en la puerta.
—¿Habéis encontrado algo interesante?
—Bueno, no es fácil saberlo en esta fase. Pero ahora tenemos los nombres de las mujeres cuya persona de contacto era Mats. Gracias por permitirnos echar un vistazo. —Patrik ordenó todas las carpetas en una pila que Leila devolvió al archivador.
—De nada. Espero que comprendáis que queremos hacer cuanto esté en nuestra mano por colaborar. —Se colocó de espaldas a la estantería llena de archivadores.
—Y lo agradecemos de verdad —dijo Patrik. Él y Martin se levantaron.
—Le teníamos mucho cariño a Matte. Era de esa clase de personas que no tienen nada de maldad. Tenedlo presente mientras trabajáis en el caso.
—Eso hacemos —dijo Patrik, y le estrechó la mano—. Créeme. Eso hacemos.
-¿P
or qué coño no responde nadie? —gritó Paula.
—¿Mellberg tampoco contesta? —preguntó Gösta.
—No, ni Patrik. En el teléfono de Martin salta directamente el contestador, así que lo tendrá apagado.
—De Mellberg no me extraña, seguro que está durmiendo en casa. Pero a Hedström siempre se lo puede localizar.
—Estará ocupado con algo. Pues nos tendremos que ocupar nosotros e informar cuando demos con ellos. —Giró hacia el aparcamiento del hospital de Uddevalla y detuvo el coche.
—Al parecer, están en cuidados intensivos —dijo y se apresuró a entrar delante de Gösta.
Encontraron el ascensor, entraron y aguardaron pacientemente mientras subía arrastrándose.
—Un asunto feo. Me refiero a esto —dijo Gösta.
—Sí, me imagino lo preocupados que estarán los padres. ¿De dónde habrán sacado esa porquería? ¡Solo tienen siete años!
Gösta meneó la cabeza.
—Pues sí, a saber dónde.
—Vamos a ver qué nos cuentan.
Cuando entraron en la planta, Paula se dirigió al primer médico que pasaba por allí.
—Hola, hemos venido por los niños que han ingresado hoy de la escuela de Fjällbacka.
El hombre era alto y llevaba una bata blanca. Asintió.
—Están a mi cargo. Venid conmigo. —Echó a andar por el pasillo con pasos de gigante, y tanto Paula como Gösta tuvieron que ir a medio correr para alcanzarlo.
Paula trataba de respirar solo por la boca. Detestaba el olor y la atmósfera de hospital. Era un ambiente del que hacía lo posible por mantenerse apartada pero, con la profesión que había elegido, se veía obligada a visitarlo con más frecuencia de la que habría deseado.
—Están bien —dijo el médico girando la cabeza—. En la escuela reaccionaron con rapidez y teníamos una ambulancia por la zona, así que llegaron lo bastante rápido y enseguida tuvimos la situación controlada.
—¿Están despiertos? —preguntó Paula. Jadeaba un poco mientras corría por el pasillo y pensó que debía ponerse en serio con la gimnasia. Últimamente se había abandonado mucho. Y no había que olvidar las comidas de Rita.
—Están despiertos y si los padres dan su consentimiento, podéis hablar con ellos. —Se detuvo delante de la puerta que había al fondo del pasillo.
—Dejad que entre primero, les preguntaré a los padres. Desde un punto de vista puramente médico no hay inconveniente para que habléis con ellos. Me figuro que tenéis mucho interés en saber dónde encontraron la cocaína.
—¿Seguro que es cocaína? —preguntó Paula.
—Sí, les hemos hecho análisis de sangre. —El médico abrió la puerta y entró.
Paula y Gösta iban y venían por el pasillo mientras esperaban. Al cabo de unos minutos, se abrió la puerta otra vez y un grupo de personas con expresión grave y la cara enrojecida por el llanto se acercó a ellos.
—Hola, somos de la Policía de Tanum —dijo Paula, y les estrechó la mano. Gösta hizo lo propio, parecía conocer a algunos padres. Una vez más, Paula tomó conciencia de la desventaja que suponía ser nuevo en el pueblo. Ya empezaba a conocer a algunos de los habitantes de la zona, pero no era algo que se consiguiera de la noche a la mañana.
—¿Sabéis de dónde sacaron la droga? —preguntó una de las madres, secándose las lágrimas con un pañuelo—. Se cree una que en la escuela están seguros y… —Empezó a temblarle la voz y la mujer apoyó la cabeza en el hombro de su marido, que la abrazó.
—Pero ¿los niños no os han contado nada?
—No, yo creo que les da vergüenza. Les hemos insistido en que no tendrán problemas por eso, pero no hemos conseguido sacarles nada y tampoco hemos querido presionarlos —respondió uno de los padres. Aunque parecía sereno, tenía los ojos enrojecidos.
—¿Os importaría que habláramos con ellos a solas? Os aseguro que no vamos a asustarlos —dijo Paula con una sonrisa. Sabía que su aspecto no era nada amenazador, y Gösta era como un perro buenazo y tristón. Le costaba comprender que ellos pudieran asustar a la gente, y los padres parecían ser de la misma opinión, porque no vieron ningún problema.
—¿Qué tal si nosotros nos tomamos un café mientras tanto? —propuso el padre de los ojos enrojecidos, y los demás aceptaron. Se volvió a Paula y a Gösta—: Estamos en aquella sala de espera. Y os agradeceríamos que nos avisarais si averiguáis algo.
—Por supuesto —respondió Gösta, y le dio una palmadita en el hombro.
Entraron en la habitación. Los niños estaban en camas contiguas, tres cuerpecillos endebles tapados hasta la barbilla.
—Hola —saludó Paula, y los tres respondieron tímidamente. Estaba preguntándose al lado de cuál se sentaría, y después de ver las miradas fugaces que dos de ellos lanzaban al niño de pelo oscuro y rizado, decidió que empezarían por él.
—Me llamo Paula —se presentó acercando una silla, e indicándole a Gösta que la imitara—. ¿Tú cómo te llamas?
—Jon —dijo el niño con voz débil, pero sin atreverse a mirarla a los ojos.
—¿Cómo te encuentras?
—Regular —respondió tironeando nervioso de la manta del servicio público de salud.
—Menuda historia, ¿eh? —Hablaba concentrándose exclusivamente en Jon, pero vio con el rabillo del ojo que los otros dos estaban muy atentos.
—Sí… —respondió el chico levantando la vista—. ¿Tú eres policía de verdad?
Paula soltó una carcajada.
—Pues claro. ¿Es que no tengo pinta de policía?
—Bueno, no mucho. Ya sé que hay mujeres que son policías, pero tú eres tan bajita… —dijo sonriendo un tanto turbado.
—Tiene que haber policías bajitos también. Imagínate que tenemos que entrar en un espacio muy pequeño, por ejemplo —dijo, y Jon asintió como si acabara de oír algo totalmente obvio.
—¿Quieres ver la placa?
El niño volvió a asentir entusiasmado y los otros dos estiraron el cuello para ver mejor.
—¿Por qué no les enseñas la tuya a los chicos, Gösta?
Gösta sonrió, se levantó y se acercó a la cama más próxima.
—Hala, es una placa como las de la tele —dijo Jon. Se la quedó mirando un rato, antes de devolvérsela.
—Oye, eso que encontrasteis era peligroso. Supongo que os habéis dado cuenta, ¿no? —preguntó Paula, tratando de no ser brusca.
—Mmm… —Jon bajó la vista y volvió a tironear de la manta.
—Nadie está enfadado con vosotros. Ni vuestros padres, ni los profesores, ni nosotros.
—Creíamos que eran golosinas.
—Sí, claro, se parece a los polvos de los platillos volantes de caramelo —dijo Paula—. Yo también me habría equivocado.
Gösta había vuelto a sentarse y Paula esperaba que interviniera con alguna pregunta, pero al parecer prefería que ella se encargara del interrogatorio. Paula no tenía nada en contra. Siempre se le habían dado bien los niños.
—Mi padre me ha dicho que era droga —dijo Jon, y sacó un hilo de la manta.
—Pues sí, ¿y tú sabes lo que es la droga?
—Es como un veneno, solo que no te mueres.
—Bueno, también puedes morirte con la droga. Pero tienes razón, es como un veneno. Por eso es muy importante que nos ayudéis a averiguar de dónde ha salido, para que podamos evitar que se envenenen otros. —Hablaba despacio y con tono amable, y Jon ya empezaba a relajarse.
—¿Seguro que no estáis enfadados? —La miró a los ojos conteniendo el llanto.
—Seguro, segurísimo. Palabra de honor —dijo con la esperanza de que la expresión no estuviera irremediablemente anticuada—. Y vuestros padres tampoco están enfadados, solo preocupados.
—Fue ayer, junto a los bloques de alquiler —dijo Jon—. Estábamos lanzando pelotas de tenis a la fachada. Bueno, al lado. Allí hay una fábrica, o yo creo que es una fábrica, con paredes muy altas y sin ventanas que se puedan romper. Así que siempre jugamos al tenis allí. Luego, cuando íbamos a casa, nos pusimos a buscar en las papeleras del barrio botellas para devolver, y fue cuando encontramos la bolsa. Creíamos que eran golosinas. —Jon había logrado sacar por completo el hilo de la manta, que dejó un sendero en el tejido.
—¿Por qué no lo probasteis enseguida? —preguntó Gösta.
—Porque pensamos que era muy guay haberse encontrado tanto polvo, y queríamos llevarlo hoy a la escuela para enseñárselo a los demás. Era más emocionante si estaba todo el mundo. Pero pensábamos quedarnos con la mayor parte. Y darles solo un poco.
—¿Y en qué papelera fue? —dijo Paula. Sabía a qué fábrica se refería Jon, pero quería estar totalmente segura.
—La del aparcamiento. Se ve enseguida, nada más salir por la verja del sitio donde estábamos jugando.
—¿Y hay bosque y montañas a la derecha?
—Sí, eso es.
Paula miró a Gösta. La papelera donde los niños habían encontrado la cocaína era la que estaba delante del portal de Mats Sverin.
—Gracias, chicos, nos habéis ayudado muchísimo —dijo, y se levantó. Se le encogió un poco el estómago. Tal vez hubieran encontrado la pista decisiva que tanto necesitaban.
Fjällbacka, 1871
E
l pastor era alto y corpulento y aceptó agradecido la mano que Karl le ofrecía para ayudarle a subir al embarcadero. Emelie se inclinó tímidamente. Nunca había ido al oficio en el pueblo, y ahora se sonrojaba temiendo que el pastor creyese que se debía a su falta de voluntad y de fe en Dios.
—Vaya, esto está aislado, pero es hermoso —dijo el pastor—. Tengo entendido que aquí vive alguien más, ¿no?
—Julian —dijo Karl—. Está atendiendo el faro. Pero puedo mandarlo venir, si usted quiere.
—Sí, gracias, que venga también. —El pastor se encaminó hacia la casa sin que nadie lo hubiera invitado—. Ya que he venido, me gustaría conocer a todos los habitantes de la isla. —Soltó una risotada y abrió la puerta y dejó pasar a Emelie, mientras que Karl se dirigía al faro.
»Tenéis una casa muy bonita, y muy limpia —dijo el pastor contemplando la sala.
—No hay en esta humilde morada mucho que enseñar… —Emelie se sorprendió escondiendo las manos en el delantal. Tenían un aspecto horrible de tanto fregar con el agua y el jabón, pero no podía ocultar que la complacían las palabras de elogio del pastor.
—No hay que despreciar lo sencillo. Y por lo que estoy viendo, Karl puede considerarse afortunado por tener una mujer tan hacendosa. —Se sentó en el banco de la cocina.
Emelie se sintió tan turbada que no sabía qué responder, y se volvió para servir el café.
—Espero que le apetezca un café. —Hizo memoria por si tenía algo que ofrecer con el café, pero no había más que los panecillos caseros que hacía, y con ellos tendría que conformarse el pastor, ya que se había presentado de forma tan inesperada.
—Nunca digo que no a un café —aceptó el pastor sonriendo.
Emelie empezaba a sentirse menos tensa. No parecía uno de esos pastores severos como Berg, el de su antigua iglesia. La sola idea de tener que sentarse a la misma mesa que él la hacía temblar de pies a cabeza.
Se abrió la puerta y apareció Karl. Inmediatamente después vino Julian, con una expresión de alerta en el semblante y evitando la mirada del pastor.
—Así que este es Julian, ¿no? —El pastor seguía sonriendo, pero Julian asintió sin más y le estrechó con desgana la mano que le tendía. Karl y Julian se sentaron enfrente del pastor, mientras que Emelie ponía la mesa.
—Me figuro que procura usted que su esposa no trabaje demasiado, ahora que está en estado de buena esperanza, ¿verdad? Y sabe mantener la casa limpia. Estará usted muy orgulloso.
Karl no respondió al principio, pero luego dijo:
—Sí, Emelie es hacendosa.
—Bueno, bueno, siéntese —dijo dando una palmadita en el asiento de al lado.
Emelie le hizo caso, pero no podía dejar de mirar la sotana negra y el alzacuello blanco. Nunca había estado tan cerca de un pastor. Sentarse a charlar tomando café habría sido impensable para el viejo Berg. Emelie sirvió el café con las manos temblándole de miedo. Finalmente, llenó también su taza.
—¿Y qué lo trae por aquí, tan lejos como estamos? —preguntó Karl, sin añadir nada más. ¿Qué querría el pastor?
—Bueno, no han sido ustedes muy cumplidores a la hora de visitar la iglesia —dijo el pastor y dio un sorbo de café. Le había puesto tres terrones de azúcar, y Emelie pensó que debía de estar de lo más empalagoso.
—Bueno, sí, es verdad, pero no resulta nada fácil ir desde aquí. Solo estamos nosotros dos para vigilar el faro, y no nos queda mucho tiempo para nada más.
—Pero sí lo hay para visitar el Abelas, según tengo entendido.
De pronto Karl se sintió pequeño y apocado, y en ese instante, Emelie comprendió por qué le tenía tanto miedo. Luego recordó aquella noche, y se llevó la mano al vientre.
—No hemos estado en la iglesia tanto como debiéramos —dijo Julian bajando la cabeza. Todavía no había mirado al pastor a los ojos—. Pero Emelie nos lee la Biblia casi todas las noches, así que no es esta una casa poco cristiana.
Emelie lo miró aterrada. ¿Le estaba mintiendo al pastor en su cara? Claro que en aquella casa se leía la Biblia, pero era ella la que se sentaba a leer sola cuando tenía tiempo. Ni Julian ni Karl habían mostrado el menor interés por las Sagradas Escrituras, sino que más bien se habían burlado de ellas en alguna ocasión.
Pero el pastor asintió.
—Me alegro de oírlo. Sobre todo en un lugar como este, tan árido e inaccesible y tan apartado de la casa de Dios, hay que tomarse muy en serio lo de leer por iniciativa propia y buscar guía y consuelo en la Biblia. Me alegro. Y me alegraría mucho más veros de vez en cuando en la iglesia, y mucho más a usted, querida Emelie. —Le dio una palmadita en la rodilla, y Emelie se sobresaltó y dio un respingo. Bastante nerviosa estaba de verse tan cerca del pastor como para que encima la tocara; era más de lo que podía soportar. Tuvo que contenerse para no levantarse de un salto, aterrorizada.
»Además, he estado hablando con su tía. Y estaba un poco preocupada, dado que lleva mucho sin verlos. Y ahora que Emelie está en estado, quizá fuera una buena idea que la viera un médico y se asegurase de que todo se desarrolla como debe —dijo mirando muy serio a Karl, que bajó la vista.
—Ya —murmuró, y bajó la cabeza.
—Bien, entonces, decidido. La próxima vez que vayáis a Fjällbacka, os lleváis a Emelie para que el médico la examine. Su querida tía también agradecería una visita. —Le guiñó un ojo y echó mano de un panecillo—. Muy buenos —dijo, y las migas le salpicaron de la boca.
—Gracias. —Pero Emelie no le daba las gracias por el elogio solamente; podría ir al pueblo y ver gente. Quizá ahora Karl la dejara ir a la iglesia de vez en cuando. Le sería mucho más fácil sobrellevar la vida en la isla, muchísimo más fácil.
—Bueno, Karlsson se cansará de esperarme si no me voy. Ha sido lo bastante amable para traerme, pero seguro que quiere volver a casa. Muchas gracias por el café y estos panecillos tan ricos. —El pastor se levantó y Emelie se incorporó también enseguida para dejarle paso.
—Vaya, tenemos los dos casi la misma barriga —bromeó el pastor.
Emelie sintió tanta vergüenza que se sonrojó de pies a cabeza. Luego no pudo por menos de sonreír. Le gustaba aquel pastor, y habría sido capaz de arrodillarse y besarle las manos, ya que gracias a él podría ir a Fjällbacka.
—Supongo que han oído lo que dicen de la isla, ¿no? —dijo el pastor riéndose mientras Karl y Emelie lo acompañaban al embarcadero. Julian se despidió apresuradamente y volvió al faro.
—¿A qué se refiere? —dijo Karl, y ayudó al pastor a subir a bordo.
—Lo de que hay fantasmas. Pero bueno, no son más que habladurías, naturalmente. ¿O han visto ustedes algo? —Se echó a reír otra vez, tanto que le temblaban los carrillos.
—Nosotros no creemos en esas cosas —dijo Karl, y les arrojó el cabo que acababa de soltar.
Emelie no dijo nada. Pero mientras decía adiós con la mano, pensaba en aquellos que constituían su única compañía en la isla. Era imposible hablarle de ellos al pastor, y seguramente, tampoco la creerían.
Cuando volvía hacia la casa, los vio con el rabillo del ojo. No les tenía miedo. Ni siquiera ahora que, además, se le aparecían. No querían hacerle ningún daño.