El teléfono seguía vibrando, y Patrik se llevó la mano al bolsillo para amortiguar el movimiento.
—¿Y Mats se implicó en alguno de esos sucesos en particular?
—No; normalmente concedemos mucha importancia al hecho de que ninguno de los empleados se involucre demasiado en ningún caso concreto. Tenemos una planificación que permite que las mujeres cambien de persona de contacto al cabo de un tiempo.
—¿No conlleva eso un mayor grado de inseguridad para las mujeres? —El teléfono volvió a vibrar y Patrik empezaba a irritarse de verdad. ¿Tan difícil era comprender que no podía contestar?
—Puede, pero es importante trabajar así y mantener la distancia. Las relaciones personales y la implicación más allá de lo laboral incrementarían el riesgo para las mujeres. Lo hacemos por su propio bien.
—¿Hasta qué punto es segura la nueva dirección? —Martin cambió de tema, tras consultar a Patrik con una mirada.
Leila exhaló un suspiro.
—Por desgracia, actualmente no disponemos en Suecia de los recursos necesarios para garantizar a estas mujeres la seguridad que necesitan. Como decía, solemos trasladarlas a un centro de acogida de otra ciudad, mantenemos los datos personales en el máximo secreto y les facilitamos un sistema de alarma en colaboración con la Policía.
—¿Cómo funciona ese sistema? En Tanumshede no hemos trabajado con él.
—Es un aparato conectado con la central de emergencias de la Policía. Si pulsas el botón de emergencia, la señal de alarma llega directamente a la central. Al mismo tiempo se activa automáticamente el auricular de un teléfono que permite oír todo lo que sucede en el domicilio.
—¿Y los aspectos legales, las cuestiones de custodia y esas cosas? ¿La mujer no tiene que comparecer en el juicio? —preguntó Patrik.
—Se puede hacer a través de un representante legal, así que esa parte la tenemos resuelta —respondió Leila, pasándose detrás de la oreja un mechón de su corta melena.
—Bueno, pues nos gustaría examinar de cerca los casos más problemáticos que se trataron cuando Mats trabajaba aquí — dijo Patrik.
—De acuerdo, pero no los tenemos clasificados y tampoco lo conservamos todo. Enviamos la mayor parte de la información a Asuntos Sociales cuando las mujeres se mudan, y no conservamos nada más allá de un año. Os traeré lo que tenemos para que le echéis una ojeada, a ver qué encontráis. —Y les advirtió señalándolos con el dedo—: Y ya digo, no quiero que salga nada de aquí, así que anotad lo que necesitéis. —Luego se levantó y se encaminó a un archivador.
»Aquí lo tenéis —dijo Leila, y les puso delante una veintena de carpetas—. Me voy a comer, así que no os molestará nadie. Por si tenéis alguna pregunta más, volveré dentro de una hora.
—Gracias —dijo Patrik. Miró desalentado la pila de carpetas. Aquello les llevaría un buen rato. Y ni siquiera sabían lo que buscaban.
N
o duró mucho la tranquilidad en la biblioteca. Los gemelos decidieron a una que la siestecilla fuera breve, pero duró lo suficiente como para poner en marcha la maquinaria de Erica. Cuando escribía sobre casos de asesinato reales, se veía obligada a dedicar muchas horas a la investigación exhaustiva de los detalles, lo que le resultaba por lo menos tan divertido como el proceso mismo de la escritura. Y ahora estaba resuelta a seguir indagando sobre las leyendas de la Isla de los Espíritus.
Se obligó a dejar a un lado Gråskär, dado que en el mismo momento en que giró el cochecito en Sälvik para ir a casa, los gemelos empezaron a chillar de hambre. Se apresuró a entrar y preparó enseguida los dos biberones, contenta de librarse de amamantarlos, aunque con cargo de conciencia.
—Bueno, bueno, tranquilo —le dijo a Noel.
Como de costumbre, era el más glotón de los dos. A veces tragaba con tanta ansia que se le atragantaba la leche. Anton, en cambio, chupaba siempre con un poco más de calma y tardaba tanto que normalmente necesitaba el doble de tiempo para tomarse el biberón. Erica se sentía como una supermadre, con un biberón en cada mano, alimentando a los dos niños a la vez. Los dos la miraban sin apartar la vista y temía quedarse bizca tratando de mirarlos a los dos a la vez. Cuánto amor al mismo tiempo…
—Eso es, ¿así está mejor? ¿Os parece que mamá debería quitarse ya el chaquetón? —dijo riéndose al caer en la cuenta de que aún no se había quitado ni el abrigo ni los zapatos.
Colocó a los niños en las hamaquitas y los llevó a la sala de estar. Luego se sentó en el sofá y puso las piernas encima de la mesa.
—Mamá se va a poner a trabajar dentro de nada. Pero necesito una dosis de Oprah primero.
Los chicos no le prestaron la menor atención.
—¿Os aburrís porque la hermanita no está en casa?
Al principio dejaba a Maja en casa tanto como podía, pero al cabo de una temporada comprendió que la pequeña estaba desesperada. Necesitaba jugar con otros niños y echaba de menos la guardería. En contraste con aquel período espantoso en que cada vez que la dejaba allí se producía una guerra mundial en miniatura.
—¿Qué os parece si hoy la recogemos un poco antes? ¿Qué me decís? —Erica interpretó el silencio de los pequeños como un sí—. Bueno, mamá todavía no se ha tomado el café —dijo, y se levantó del sofá—. Y ya sabemos cómo me pongo cuando no me tomo el café.
Un poco loca
, como dice papá. Aunque tampoco hay que hacer demasiado caso de lo que él diga…
Se echó a reír y se fue a la cocina a poner la cafetera. En el contestador lucía un «uno» que no había visto antes. Vaya, alguien se había molestado en dejar un mensaje. Pulsó el botón para escucharlo. Al oír la voz de la grabación, se le cayó al suelo la cuchara de medir el café y se llevó la mano a la boca.
—Hola, hermanita. Soy yo. O sea, Anna, que no tienes más hermanas, claro. Estoy un poco anquilosada y tengo el corte de pelo más feo del mundo. Pero aquí estoy. O eso creo. Aquí estoy casi del todo. Sé que has venido a verme, y que has estado muy preocupada. Y no puedo prometerte que… —La voz se alejó, se volvió rasposa y diferente, con un eco dolorido—. Bueno, solo quería decirte eso, que ya estoy aquí. —Clic.
Erica se quedó petrificada un par de segundos. Luego se fue sentando despacio en el suelo y se echó a llorar. La otra mano se aferraba aún convulsamente al tarro del café.
-¿N
o tendrías que irte ya a la comisaría? —Rita lanzó a Mellberg una mirada severa mientras cambiaba a Leo.
—Hoy trabajo desde casa a partir del almuerzo.
—Ya, que trabajas desde casa… —dijo Rita mirando con expresión censora la tele, donde daban un programa sobre unos fanáticos que construían automóviles con piezas de desguace y luego competían con ellos.
—Estoy haciendo acopio de fuerzas. Eso también es importante. El trabajo de policía es extenuante. —Mellberg levantó a Leo por los aires: el pequeño se moría de risa.
Rita se ablandó. No podía enfadarse con él. Claro que ella veía lo mismo que los demás: que era un bruto, que podía ser terriblemente torpe y a veces no veía más allá de sus narices, y que además no quería mover un dedo más de lo necesario. Pero al mismo tiempo advertía otra faceta. Cómo se le iluminaba la cara en cuanto veía a Leo, que nunca dudaba a la hora de cambiarle el pañal o de levantarse si lloraba por la noche, que la trataba como a una reina y la miraba como si fuera un regalo divino. Incluso se había entregado en cuerpo y alma a aprender a bailar salsa solo porque era su pasión. Mellberg nunca llegaría a ser el rey de la pista, pero era capaz de bailar de un modo más que aceptable, sin gran perjuicio para los pies de Rita. Además, sabía que Bertil quería a su hijo Simon con toda el alma. Simon, que pronto cumpliría diecisiete, había irrumpido en la vida de Bertil hacía unos años, pero cada vez que el nombre del hijo salía a relucir, le brillaban los ojos de orgullo, y lo llamaba con regularidad para hacerle saber a su hijo que podía contar con él. Por todo ello en su conjunto, Rita quería tanto a Bertil Mellberg que a veces pensaba que iba a estallarle el corazón.
Fue a la cocina. Mientras empezaba a preparar el almuerzo, pensaba en las chicas, que la tenían muy preocupada. Algo les pasaba, de eso estaba segura. Le dolía ver la expresión de tristeza en la cara de Paula. Intuía que su hija tampoco tenía claro lo que no funcionaba. Johanna se había encerrado en sí misma y se apartó de todos ellos, no solo de Paula. Tal vez la superase vivir así, todos juntos. Y ella comprendía que para Johanna no fuese ningún aliciente vivir con la madre de Paula y con su padrastro y, encima, con dos perros. Pero al mismo tiempo era muy práctico que tanto Bertil como ella pudieran hacer de canguro con Leo mientras Paula y Johanna estaban en el trabajo.
Naturalmente, no se le ocultaba que aquello desgastase el ánimo, y que debería alentarlas a que buscaran vivienda propia. Mientras removía la comida en las cacerolas, se le encogía el corazón solo de pensar que no podría sacar a Leo de la cuna por las mañanas cuando se lo encontraba allí sentado y despierto, sonriéndole adormilado. Rita se enjugó las lágrimas con la mano. Sería la cebolla que había puesto en la comida porque, ¿no iba ella a ponerse a llorar de aquella manera, en pleno día? Tragó saliva con la esperanza de que las chicas lo arreglasen solas. Probó la comida y puso un poco más de guindilla en polvo. Así sentirían una quemazón agradable por todo el cuerpo, porque antes había puesto demasiado poco.
El teléfono de Bertil sonó encima de la mesa de la cocina, y Rita se acercó y miró la pantalla. La comisaría. Claro, estarían preguntándose dónde se había metido, pensó encaminándose a la sala de estar con el aparato en la mano. Bertil estaba en el sofá y dormía con la cabeza apoyada en el respaldo y la boca abierta de par en par. Leo estaba enroscado encima de la barriga gigantesca. Tenía el puñito cerrado bajo la mejilla y dormía respirando pausada y tranquilamente, al ritmo de la respiración del abuelo Bertil. Rita apagó el móvil. La comisaría podía esperar. Bertil tenía cosas más importantes que hacer.
-Q
ué bien salió lo del sábado pasado. —Anders miraba a Vivianne con curiosidad.
Parecía cansada, y su hermano se preguntaba si era consciente de cuántas fuerzas le restaba todo aquello. Tal vez no pudieran seguir ignorando su pasado. Pero él sabía que no tenía mucho sentido decir nada al respecto. Vivianne no quería ni oír hablar del tema. Era tan tozuda y tan resuelta… Claro que, seguramente, por eso habían sobrevivido tanto ella como él. Anders siempre había dependido de su hermana. Ella se ocupaba de él y lo hacía todo por él. Pero ahora se preguntaba si las cosas no estaban cambiando, si no habían ido intercambiándose los papeles poco a poco.
—¿Qué tal va todo con Erling? —preguntó, y Vivianne hizo una mueca.
—Pues si no fuera porque se queda dormido prácticamente todas las noches, no sé si lo habría aguantado —respondió con una risotada triste.
—Ya casi hemos llegado a la meta —dijo Anders para consolarla, pero se dio cuenta de que ella no terminaba de creérselo. Vivianne siempre había tenido una luz interior y, aunque nadie más se diera cuenta, él la veía extinguirse.
—¿Crees que encontrarán el ordenador?
Vivianne se sobresaltó.
—No, deberían haberlo encontrado ya, ¿no crees?
—Sí.
Guardaron silencio.
—Ayer intenté llamarte por teléfono —dijo Vivianne, tratando de ser discreta.
Anders sintió que se le tensaba todo el cuerpo.
—¿Ah, sí?
—No contestaste en toda la noche.
—Lo tendría apagado —respondió evasivo.
—¿Toda la noche?
—Estaba cansado, me metí en la bañera a leer un poco. Y luego estuve un rato viendo las noticias.
—Ajá —dijo Vivianne, pero, por el tono de voz, Anders se dio perfecta cuenta de que no lo había creído.
Nunca habían tenido secretos entre sí, pero también eso había cambiado. Al mismo tiempo, estaban más unidos que nunca. Anders no sabía cómo iban a ponerlo todo en orden. Ahora que se hallaban tan cerca de la meta, no le parecía tan fácil, y tanto pensar le impedía dormir, de modo que se pasaba las noches dando vueltas en la cama. Lo que antes resultaba tan sencillo se le antojaba ahora dificilísimo.
¿Cómo iba a contárselo? Lo había tenido mil veces en la punta de la lengua, pero cuando abría la boca para pronunciar aquellas palabras, solo surgía silencio. No podía. Tenía tanto que agradecerle a Vivianne… Aún sentía el olor a tabaco y a alcohol, aún oía el tintineo de vasos y el ruido de gente gimiendo como animales. Ellos dos se escondían encogidos debajo de la cama de Vivianne. Ella lo abrazaba y, aunque no era mucho mayor que él, parecía un gigante e irradiaba una confianza capaz de protegerlo de todo mal.
—Bueno, lo del sábado fue un éxito, según me han dicho. — Erling salió de los servicios secándose las manos en los pantalones—. Acabo de hablar con Bertil y estaba encantado. Eres fantástica, ¿lo sabías?
Se sentó al lado de Vivianne y le rodeó los hombros con el brazo con cara de ser su propietario. Acto seguido, le plantó un beso húmedo en la cara, y Anders se dio cuenta de que ella se esforzaba por no apartarse. Al contrario, le dedicó una sonrisa espléndida y tomó un poco de té de la taza que tenía en la mesa.
—Lo único problemático, al parecer, fue la comida —dijo Erling con una arruga de preocupación en la frente—. Bertil no estaba demasiado satisfecho con lo que les sirvieron. Claro que no sé si los demás comparten su opinión, pero él es el más importante, y tenemos que escuchar a nuestros clientes.
—¿Qué fue lo que no le gustó exactamente? —dijo Vivianne con voz fría, aunque a Erling le pasó inadvertido el tono.
—Por lo visto, había una cantidad bárbara de verduras, y unas combinaciones rarísimas, según me dijo. Y tampoco es que hubiera mucha salsa que digamos. Así que Bertil proponía que lo sustituyéramos por un menú algo más tradicional, más del gusto de la gente, comida casera de toda la vida, sencillamente. —Erling resplandecía de entusiasmo, casi como si se esperara una ovación.
Sin embargo, Vivianne ya había oído bastante. Se levantó y le clavó una mirada como una aguja.
—Es obvio que la experiencia de la granja fue tiempo perdido. Creía que habías comprendido mi filosofía, mi visión de lo que es importante para el cuerpo y para el alma. Esta es una casa de salud, y aquí servimos alimentos que proporcionan fuerza y energía positiva, no basura de la que provoca infartos y cáncer. —Dicho esto, se dio media vuelta y se marchó de allí visiblemente airada. La trenza le golpeaba en la espalda conforme se alejaba.