Matte no respondió. Parecía que el pensamiento lo hubiera llevado muy lejos.
Fjällbacka, 1870
E
melie estaba muerta de miedo. Ni siquiera había visto el mar en su vida. Mucho menos lo había surcado en lo que daba la impresión de ser un barco de lo más inseguro. Se agarró fuerte a la borda. Era como si las olas la catapultasen de un lado a otro sin que ella pudiera sujetarse ni gobernar su cuerpo. Buscó la mirada de Karl, pero él tenía la vista fija y serena en lo que aguardaba allá lejos.
A ella aún le resonaban las palabras en los oídos. Seguro que no eran más que las invenciones de una vieja, pero se le habían grabado en la memoria. La anciana les preguntó que adónde iban cuando empezaron a cargar sus pertenencias en el pequeño velero, en el puerto de Fjällbacka.
—A Gråskär —le respondió ella alegremente—. Mi marido, Karl, es el nuevo vigilante del faro.
Pero la mujer no se dejó impresionar, sino que resopló y dijo con una risita extraña:
—¿A Gråskär? Ya, ya. Bueno, por aquí nadie la llama Gråskär.
—¿Ah, no? —Emelie intuyó que no debería seguir preguntando, pero le pudo la curiosidad—. Ajá, ¿y cómo la llaman?
La anciana guardó silencio al principio. Luego bajó la voz.
—Por aquí todos la llaman la Isla de los Espíritus.
—¿La Isla de los Espíritus? —La risita nerviosa de Emelie resonó en la mañana rebotando sobre las aguas—. Qué curioso. ¿Y eso por qué?
A la mujer le brillaban los ojos cuando respondió.
—Porque dicen que los que mueren allí nunca abandonan la isla.
Dicho esto, se dio media vuelta, y Emelie se quedó plantada entre los sacos y los baúles, con un extraño nudo en el estómago, en lugar de la alegría y la esperanza de hacía tan solo un momento.
Tenía el presentimiento de que fuera a encontrarse con la muerte en cualquier instante. El mar era inmenso e indomable, y se diría que estuviera absorbiéndola. No sabía nadar, y si una de esas olas enormes que, según Karl, no eran más que ondas pequeñas, volcara el barco, estaba convencida de que se vería arrastrada a las profundidades. Se agarró más fuerte aún a la borda con la mirada clavada en el suelo; o en la cubierta, como de hecho se llamaba, según Karl.
—Allí la tienes, Gråskär.
Karl quería que mirara, y ella respiró hondo y levantó la vista hacia el punto al que señalaba la proa. Lo primero que le llamó la atención fue lo hermosa que era la isla. Era pequeñita, pero la casa parecía relucir a la luz del sol, que arrancaba destellos a las rocas. A lo largo de un lateral vio que crecían malvarrosas, y se admiró al pensar en cómo podrían nacer en medio de tanta aridez. Al oeste acababa la isla en un brusco precipicio, como si hubieran cortado las rocas por la mitad. Pero por lo demás, iban descendiendo suavemente hasta adentrarse en el agua.
De repente, las olas ya no azotaban tan salvajes. Seguía deseando sentir la tierra firme bajo sus pies, pero Gråskär ya la había embrujado. Y las palabras de la anciana sobre la Isla de los Espíritus quedaron dormidas en algún lugar de su mente. Algo tan hermoso como aquella isla no podía ocultar ningún mal.
E
sa noche los oyó. Los mismos susurros, las mismas voces que cuando era pequeña. Cuando se despertó, el reloj daba las tres. En un primer momento no supo qué la había arrancado del sueño. Pero luego los oyó. Estaban hablando abajo. Arrastraron una silla. ¿De qué hablarían los muertos? ¿De lo que ocurría antes de que murieran, o de lo que estaba sucediendo en ese momento, muchos años después?
Annie estaba convencida de su presencia en la isla desde que tenía memoria. Su madre le contó que desde que era un bebé, a veces rompía a reír y a manotear de repente, como si estuviera viendo algo que nadie más podía ver. Y a medida que iba creciendo fue tomando conciencia de que estaban allí. Una voz, algo que entreveía al pasar, la sensación de que había alguien más en la habitación. Pero no querían hacerle daño. Lo supo entonces igual que ahora. Solía quedarse despierta un buen rato, escuchándolos, hasta que por fin se dormía al arrullo de sus voces.
Cuando llegó el día, solo recordaba el sonido como un sueño lejano. Preparó el desayuno para ella y para Sam, que ni siquiera quiso tomar sus cereales favoritos.
—Cariño, por favor. Solo una cucharada. ¿Una cucharadita? —Intentaba engatusarlo, sin conseguir que probara un solo bocado. Soltó la cuchara con un suspiro—. Tienes que comer, ¿comprendes? —Le acarició la mejilla.
No había pronunciado una palabra desde lo sucedido. Pero Annie ahuyentaba la inquietud arrinconándola en algún lugar del fondo de su conciencia. Tenía que darle tiempo, no podía presionarlo, solo quedarse allí hasta que los recuerdos se enquistaran y otros vinieran a sustituirlos. No había nada mejor que estar allí, en Gråskär, lejos de todo, cerca de los acantilados, del sol y de la sal del agua marina.
—¿Sabes qué? Vamos a dejar lo de la comida y bajamos a bañarnos. —Al ver que no recibía respuesta, lo sacó fuera sin más, al sol. Con cuidado, muy despacio, lo desvistió y lo llevó al agua, como si fuera un bebé de un año, y no un niño mayorcito de cinco. El agua no estaba muy caliente, pero el pequeño no protestó, sino que la dejó que se adentrara y que lo metiera a él también, mientras le apretaba la cabeza contra el pecho con gesto protector. Aquella era la mejor medicina. Se quedarían allí hasta que amainase la tormenta. Hasta que todo volviera a ser como antes.
-C
reía que no vendrías hasta el lunes. —Annika se bajó las gafas e inspeccionó a Patrik. Se había parado en la entrada de su despacho, que también era la recepción de la comisaría.
—Erica me ha echado. Dice que está harta de ver esta jeta tan fea. —Trató de sonreír, pero aún le quedaba el recuerdo del día anterior, así que no logró que la sonrisa se le reflejara en la mirada.
—Comprendo perfectamente el punto de vista de tu querida esposa —dijo Annika, aunque con la mirada tan melancólica como la de Patrik. La muerte de un bebé no dejaba a nadie indiferente, y desde que Annika y Lennart, su marido, supieron que pronto podrían ir a buscar a la niña china que habían adoptado y que tanto tiempo llevaban esperando, la recepcionista se mostraba más sensible aún a todo lo relacionado con niños que lo pasaban mal o que sufrían de alguna manera.
—Y aquí qué, ¿no pasa nada?
—Pues no, yo diría que no, lo de siempre. La señora Strömberg ha llamado por tercera vez en lo que va de semana e insiste en que su yerno quiere matarla. Y unos jóvenes a los que detuvieron por hurto en Hedemyrs.
—O sea, a toda máquina.
—Ya ves. Así que por ahora el notición es que nos han invitado a probar todas las maravillas que promete el nuevo local de Badis.
—Pues no suena nada mal. Yo creo que podría hacer un sacrificio.
—Bueno, de todos modos, a mí me encanta la idea de que Badis haya quedado tan bonito —dijo Annika—. El edificio parecía a punto de derrumbarse de un momento a otro.
—Sí, está muy bien. Pero tengo mis dudas de que sea rentable. Debe de haber costado una cantidad enorme de dinero rehabilitarlo y, ¿tú crees de verdad que la gente querrá venir aquí, solo por el
spa
?
—Pues a Erling se le va a caer el pelo. Tengo una amiga que trabaja en el ayuntamiento y dice que ha invertido una buena parte del presupuesto en ese proyecto.
—Me lo imagino. Además, en Fjällbacka todo el mundo habla de la fiesta de inauguración. Que tampoco será gratis.
—Todos los de la comisaría estamos invitados, por si no lo sabías. Así que habrá que ponerse las mejores galas.
—¿Está todo el mundo fuera? —preguntó Patrik, cambiando de tema. No le interesaba demasiado ni vestirse de traje ni ir a fiestas de etiqueta.
—Sí, todos menos Mellberg. Estará en su despacho, como siempre. Aquí nada ha cambiado, salvo que asegura que ha vuelto tan pronto porque, según él, la comisaría estaba a punto de irse a pique en su ausencia. Por lo que me ha contado Paula, tuvieron que encontrar otra solución, si no querían que Leo iniciara una carrera precoz como luchador de sumo. Para Rita, el colmo fue el día que llegó a casa un poco antes y se encontró a Bertil metiendo un menú completo de hamburguesa en la batidora, para dárselo a Leo. Se fue derecha al trabajo y pidió reducción de jornada durante unos meses.
—Estás de broma.
—Pues no, es la pura verdad. Así que ya sabes que ahora lo tenemos aquí a tiempo completo. Pero al menos
Ernst
está contento. Mellberg lo dejaba aquí cuando estaba cuidando a Leo, y el chucho se moría de añoranza. Se pasaba los días en la cesta, lamentándose.
—Sí, bueno, en cierto modo, es un alivio que todo esté como siempre —dijo Patrik. Se dirigió a su despacho y respiró hondo antes de entrar. Cabía la posibilidad de que el trabajo le ayudase a olvidar el día anterior.
N
o quería volver a levantarse nunca. Solo quedarse en la cama, mirando por la ventana, viendo el cielo, a veces azul, a veces gris. Por un instante deseó incluso estar de nuevo en el hospital. Allí todo era mucho más sencillo. Tranquilo y sereno. Todos eran cuidadosos y solícitos, hablaban en voz baja y le ayudaban a comer y a lavarse. En casa, la molestaban mil cosas. Oía jugar a los niños y sus gritos retumbaban entre las paredes. De vez en cuando entraban y la miraban con los ojos muy abiertos. Le daba la impresión de que estuvieran reclamándole algo, como si le pidieran algo que ella no podía darles.
—Anna, ¿estás dormida?
La voz de Dan. Ella habría preferido fingir que sí, pero sabía que él la descubriría.
—No.
—He preparado algo de comer. Sopa de tomate con pan tostado y queso fresco. He pensado que igual te apetecía bajar a comer con nosotros, ¿no? Los niños preguntan por ti.
—No.
—¿No quieres comer o no quieres bajar?
Anna oía perfectamente la frustración en la voz de Dan, pero no le afectaba. Ya nada le afectaba. Era como si solo tuviera vacío por dentro. Ni lágrimas, ni dolor, ni ira.
—No.
—Pero es que tienes que comer. Tienes que… —Se le quebró la voz, y dejó la bandeja en la mesita de noche con tal brusquedad que se derramó parte de la sopa.
—No.
—Yo también he perdido a un hijo, Anna. Y los niños, a un hermano. Todos te necesitamos. Todos…
Sabía que Dan buscaba las palabras adecuadas. Pero en su cabeza solo había espacio para una palabra. Una sola palabra que encontraba arraigo en el vacío. Apartó la vista.
—No.
Al cabo de un instante, oyó que Dan salía de la habitación. Y volvió a mirar por la ventana.
L
e preocupaba verlo tan ausente.
—Sam, cariño… —Lo mecía y le acariciaba el pelo. Todavía no había pronunciado una palabra. Se le ocurrió de pronto que quizá debería llevarlo a un médico, pero enseguida rechazó la idea. No pensaba permitir que nadie entrara en su mundo. Pronto volvería a ser el mismo, solo necesitaba paz y tranquilidad—. ¿Quieres dormir la siesta, campeón?
El pequeño no respondió, pero ella lo llevó a la cama y lo arropó con cuidado. Luego, preparó una cafetera, se sirvió una taza de café con leche y se sentó en el muelle. También ese día hacía un tiempo espléndido y a Annie le encantaba notar en la cara el calor del sol. A Fredrik le gustaba el sol, lo adoraba. Siempre andaba quejándose del frío que hacía en Suecia, de lo poco que brillaba el sol.
¿A qué venía ahora pensar en él así, de repente? Había conseguido inhibir su recuerdo. Ya no había lugar para él en sus vidas. Fredrik, con sus exigencias constantes, con sus necesidades de controlarlo todo y a todos. Principalmente a ella, y a Sam.
Allí, en Gråskär, no había huella alguna de él. Nunca había estado en la isla, era suya, solo suya. Y él nunca quiso conocerla. «Y una mierda voy a poner yo el pie en esa porquería de isla», le decía cuando ella preguntaba. Ahora se alegraba. No había mancillado aquel lugar con su presencia. Era limpio y solo les pertenecía a ella y a Sam.
Apretó fuerte la taza de café. Los años habían pasado volando. Todo había ido cuesta abajo demasiado rápido y, al final, se vio atrapada. No le quedó escapatoria, ninguna posibilidad de huir. No tenía a nadie más, solo a Fredrik y a Sam. ¿Adónde podía ir?
Ahora eran libres por fin. Sintió la sal de la brisa marina en la cara. Lo habían conseguido. Sam y ella. Y cuando él se recuperase, podrían vivir su vida.
A
nnie estaba en casa. Se había pasado la noche pensando en ella después de cenar con sus padres. Annie, con aquel pelo largo y rubio y los brazos y la nariz llenos de pecas. Annie, que olía a mar y a verano y cuyo calor aún podía sentir en sus brazos, después de tantos años. Era verdad lo que decían: el primer amor nunca se olvida. Y los tres veranos pasados en Gråskär solo podían describirse como mágicos. Él iba a verla siempre que podía y juntos hicieron suya aquella isla.
Pero a veces lo asustaba. Su risa clara se quebraba de pronto, y era como si desapareciera en una oscuridad en la que él no podía alcanzarla. No era capaz de explicarle los sentimientos que la embargaban y, con el tiempo, él aprendió a dejarla tranquila cuando ocurría. El último verano, la oscuridad se presentó con más frecuencia, y ella fue alejándose poco a poco. Y cuando, llegado el mes de agosto, se despidieron y la vio subir al tren de Estocolmo con la maleta, supo que todo había terminado.
No habían vuelto a hablar desde entonces. Él había intentado llamarla cuando murieron sus padres muy poco tiempo después, al año siguiente, pero solo pudo oír su voz en el contestador. Annie nunca le devolvió las llamadas. La casa de Gråskär pasó años vacía. Él sabía que sus padres iban a echarle un vistazo de vez en cuando, y que Annie les ingresaba dinero por cuidarla. Pero ella nunca volvió y, con el tiempo, palidecieron los recuerdos.
Ahora estaba allí. Matte se quedó con la mirada perdida ante el escritorio. Las sospechas que abrigaba cobraban fuerza, y tenía que ponerse manos a la obra con algunos asuntos. Pero el recuerdo de Annie se interponía continuamente. Cuando el sol de la tarde empezó a descender sobre el edificio municipal de Tanumshede, reunió los papeles de la mesa. Tenía que ver a Annie. Con paso decidido, salió del despacho. Se detuvo y cruzó unas palabras con Erling antes de dirigirse al coche. Le temblaba la mano cuando metió la llave y la giró en el contacto.
-¡Q
ué pronto llegas, cariño!