Los vigilantes del faro (3 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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—No, yo creo que Patrik fue sincero. —Gösta rascaba detrás de la oreja a
Ernst
, el perro de la comisaría—. Seguro que ha ido mucha gente. Aquí somos más útiles.

—¿A qué te refieres? Si no ha llamado ni el gato en todo el día.

—La calma que precede a la tempestad. Según se vaya acercando julio, echarás de menos los días sin borracheras, atracos y peleas.

—Tienes razón —dijo Martin. Él siempre había sido el más jovencito de la comisaría, pero ya no estaba tan verde. Tenía unos cuantos años de experiencia y había participado en varias investigaciones de las peores. Además, había sido padre, y en cuanto Pia dio a luz a su hija, se sintió como si hubiera crecido varios palmos.

—¿Has visto la invitación que nos ha llegado? —Gösta alargó el brazo en busca de una galleta Ballerina, antes de comenzar con el proceso habitual de separar cuidadosamente la parte más clara, con agujero, de la base, más oscura.

—¿Qué invitación?

—Al parecer vamos a tener el honor de ser conejillos de indias en ese sitio nuevo que están construyendo en Fjällbacka.

—¿Te refieres a Badis? —preguntó Martin algo más animado.

—Sí señor, el nuevo proyecto de Erling. Esperemos que vaya mejor que la locura aquella de
Fucking Tanum
.

—Pues a mí me parece estupendo. Muchos hombres se ríen ante la sola idea de hacerse un tratamiento facial, pero yo me lo hice una vez en Gotemburgo y no te imaginas lo agradable que fue. Tuve la piel como el culito de un bebé durante semanas.

Gösta miró con desagrado a su joven colega. ¿Tratamiento facial? Por encima de su cadáver.

—Bueno, ya veremos lo que ofrecen. Espero que al menos tengan buena cocina. Quizá un bufé de postres.

—No lo creo —rio Martin—. En esos sitios se trata más de guardar la línea que de llenar la tripa.

Gösta lo miró con expresión ofendida. Él pesaba exactamente lo mismo que cuando terminó el instituto. Resopló, ya con otra galleta en la mano.

C
uando llegaron a casa, reinaba un caos total. Maja y Lisen estaban saltando en el sofá, Emma y Adrian se peleaban por una película de DVD, y los gemelos lloraban a pleno pulmón. La madre de Patrik parecía a punto de tirarse por un acantilado.

—¡Gracias a Dios que estáis aquí! —no pudo por menos de exclamar la mujer, y dejó a los gemelos, en pleno ataque de llanto, con Patrik y Erica—. No comprendo qué les ha pasado. Están como locos. Y a estos dos he intentado darles de comer, pero cuando estoy con uno, llora el otro, y entonces el que está comiendo se distrae, no puede comer y se pone a llorar también y… —La mujer calló para tomar aliento.

—Siéntate, mamá —dijo Patrik. Fue a buscar un biberón para Anton, que era el gemelo al que tenía en brazos. El pequeño tenía la cara como un tomate, y lloraba con toda la potencia que permitía un cuerpecillo tan pequeño.

—¿Te puedes traer también el biberón de Noel? —preguntó Erica, que trataba de consolar al otro bebé.

Anton y Noel eran aún muy pequeños. No como Maja, que ya de bebé era grande y rolliza. Aun así, eran enormes en comparación con cuando nacieron. Como polluelos se los veía en las incubadoras, llenos de tubos conectados a aquellos bracitos. Eran unos luchadores, decían en el hospital. No tardaron en recuperarse y empezaron a crecer enseguida, pues casi siempre comían con mucho apetito. Sin embargo, ella seguía preocupada.

—Gracias. —Erica se sentó con el biberón que le daba Patrik y con Noel en brazos. El pequeño empezó a comer enseguida chupando con avidez. Patrik se sentó en el otro sillón con Anton, que dejó de llorar tan rápido como su hermano. Desde luego, no poder amamantarlos tenía sus ventajas, pensó Erica. Podían repartirse la responsabilidad de los pequeños, lo que fue imposible con Maja: entonces tenía la sensación de que su hija se pasaba las veinticuatro horas pegada al pecho.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Kristina. Bajó a Maja y a Lisen del sofá y les dijo que fueran a jugar al cuarto de Maja. Emma y Adrian ya estaban arriba, ellos no se habían hecho de rogar.

—Pues qué quieres que te diga —respondió Erica—. Me preocupa Anna.

—Y a mí. —Patrik se rebulló un poco en el sillón para encontrar una postura más cómoda—. Tengo la impresión de que está aislándose de Dan. Lo está dejando fuera.

—Lo sé. He intentado hablar con ella, pero después de todo lo que ha pasado… —Erica meneó la cabeza. Era tan injusto… Anna había vivido durante años en lo que bien podía calificarse como un infierno, pero últimamente parecía haber hallado la paz de espíritu. Y se sentía tan feliz por el hijo que esperaban ella y Dan… Sí, lo ocurrido era una crueldad inexplicable.

—Emma y Adrian parecen llevarlo bastante bien. —Kristina echó una mirada hacia el piso de arriba, desde donde se oían las risas de los dos pequeños.

—Sí, eso parece —dijo Erica—. En estos momentos se alegran sobre todo de que su madre haya vuelto del hospital. Pero no estoy segura de que no reaccionen a lo ocurrido más adelante.

—Supongo que tienes razón —dijo Kristina mirando a su hijo—. ¿Y tú, cómo estás? ¿No deberías quedarte en casa un poco más y descansar como es debido? Nadie te agradecerá que te mates trabajando en la comisaría. Lo que te ha pasado es un aviso.

—Bueno, por ahora, la cosa está más tranquila allí que en casa —dijo Erica mirando a los gemelos—. Pero tienes razón, yo ya se lo he dicho.

—Volver al trabajo me ha sentado muy bien, pero si me lo pidieras, me quedaría en casa un poco más, ya lo sabes. —Patrik dejó el biberón vacío en la mesa y recostó a Anton sobre su hombro para que eructara.

—Ya nos las arreglamos perfectamente.

Erica era totalmente sincera. Cuando nació Maja se sentía como si viviera envuelta en una espesa niebla permanente, pero ahora todo era distinto. Tal vez porque los acontecimientos que rodearon la llegada de los gemelos no dejaron lugar para la depresión. El hecho de que hubieran adquirido unas rutinas fijas en el hospital constituía una ventaja. Ahora dormían y comían estupendamente según un horario y, además, al mismo tiempo. Así que no, no le preocupaba lo más mínimo si sería o no capaz de cuidar sola a sus hijos. Disfrutaba cada segundo que podía pasar con ellos, después de lo cerca que había estado de perderlos.

Cerró los ojos, se inclinó y pegó la nariz a la cabecilla de Noel. Por un instante, la pelusilla del pequeño le recordó a Anna, y cerró los ojos con más fuerza aún. Ojalá se le ocurriera un modo de ayudar a su hermana, porque por ahora se sentía bastante impotente. Respiró hondo, como para consolarse con el aroma de Noel.

—Mi niño —susurró con la boca pegada a su cabeza—. Mi niño.

-¿Q
ué tal van las cosas en el trabajo? —Signe trató de usar un tono aséptico mientras servía en el plato pastel de carne picada, guisantes, puré de patatas y salsa de nata. Una buena ración.

Matte no había hecho sino remover la comida en el plato desde que volvió al pueblo, a pesar de que ella le preparaba sus platos favoritos cada vez que cenaba con ellos. La cuestión era si comía algo cuando estaba solo en su apartamento. En todo caso, estaba flaco como un pajarillo. Por fortuna, al menos tenía un aspecto más sano ahora que las secuelas de la agresión habían desaparecido. Cuando fueron a verlo al hospital Sahlgrenska, Signe no pudo reprimir un grito de horror. Lo habían destrozado. Tenía la cara tan inflamada que a duras penas se veía que era él.

—Bien.

Signe dio un respingo al oír su voz. Había tardado tanto en responder a su pregunta que ya se le había olvidado. Matte araba el puré con el tenedor y pinchó un trozo de pastel de carne. Signe se sorprendió conteniendo la respiración mientras seguía con la mirada el trayecto del tenedor hacia la boca.

—Deja de mirar al muchacho mientras come —masculló Gunnar, que ya estaba sirviéndose por segunda vez.

—Perdón —dijo Signe—. Es que…, es que me alegra tanto verlo comer.

—Mamá, no me estoy muriendo de hambre. ¿Lo ves? Estoy comiendo. —Como para confirmar que estaba equivocada, volvió a cargar el tenedor y se lo llevó enseguida a la boca, antes de que la comida se cayera.

—No te harán trabajar de más en el ayuntamiento, ¿verdad?

Gunnar volvió a mirarla irritado. Pensaba que era sobreprotectora, eso lo sabía Signe, y decía que debería dejar en paz al muchacho. Pero Signe no podía evitarlo. Matte era su único hijo, y desde el día de diciembre en que nació, pronto haría cuarenta años, se despertaba de vez en cuando con el camisón empapado después de una pesadilla en la que lo veía sufrir espantos y horrores. No había nada más importante para ella en la vida que el bienestar de Matte. Siempre lo vio así. Y sabía que a Gunnar le pasaba lo mismo, que quería a su hijo tanto como ella; pero se le daba mejor ahuyentar los malos presentimientos que llevaba aparejados el amor a un hijo.

Ella, por su parte, era perfectamente consciente de que podía perderlo todo en un instante. Cuando Matte era un bebé, soñaba con fallos cardiacos no detectados, y obligaba a los médicos a realizar exámenes exhaustivos que demostraban que el pequeño tenía una salud excelente. El primer año no dormía más de una hora seguida, porque tenía que levantarse continuamente para comprobar que seguía respirando. Cuando creció un poco y hasta que empezó la escuela, le partía la comida en trocitos para que no se atragantara y se asfixiara. Y soñaba con coches que se estrellaban contra aquel cuerpecillo blando.

En la adolescencia, los sueños de Signe empezaron a cobrar un cariz aún más negro. El coma etílico, el conducir borracho, las peleas. A veces daba tantas vueltas en la cama que despertaba a Gunnar. Tales pesadillas febriles se sucedían unas a otras, y la obligaban a esperar despierta, mirando a ratos por la ventana, a ratos al teléfono, hasta que Matte llegaba a casa. Y le saltaba el corazón en el pecho cada vez que oía que alguien se acercaba.

Empezó a pasar las noches más tranquila cuando Matte se mudó. En realidad, fue muy extraño, debería haber aumentado sus temores, ya que no podía cuidarlo continuamente. Pero sabía que su hijo no correría riesgos innecesarios. Era precavido, al menos eso había sabido inculcárselo. Y era cariñoso y nunca sería capaz de hacerle daño a nadie. Pero su lógica implicaba que no hubiese nadie dispuesto a hacerle daño a él.

Sonrió al recordar todos los animales que Matte le había llevado a lo largo de los años. Heridos, abandonados o solamente necesitados. Tres gatos, dos erizos atropellados, un gorrión con el ala rota. Por no hablar de la serpiente que Signe descubrió por casualidad cuando fue a guardarle los calzoncillos limpios en el cajón. Después de aquel incidente, Matte tuvo que prometer con la mano en el pecho que abandonaría a los reptiles a su destino, con independencia de lo heridos o desahuciados que estuvieran. Y él aceptó a regañadientes.

Le sorprendía que no hubiese estudiado veterinaria o medicina. Pero parecía estar a gusto con sus estudios en la Escuela Superior de Ciencias Económicas y, por lo que se veía, el muchacho tenía cabeza para los números. También parecía encontrarse a gusto con el trabajo en el ayuntamiento. Aun así, había algo que la inquietaba. No era capaz de decir qué, pero las pesadillas habían vuelto. Todas las noches se despertaba sudorosa, con retazos de imágenes en la cabeza. Algo iba mal, pero sus preguntas discretas solo recibían silencio por toda respuesta. De ahí que se hubiera concentrado en conseguir que comiera. Solo con que ganara unos kilos de peso, la cosa iría bien.

—¿No quieres un poco más? —suplicó cuando Matte dejó el tenedor con el plato a medias.

—Pero Signe, déjalo ya —dijo Gunnar—. Déjalo en paz.

—No pasa nada —respondió Matte sonriendo con desgana.

El niño de mamá. No quería que su madre se ganara las reprimendas del padre por su culpa, aunque después de cuarenta años con él, sabía que era más ladrador que mordedor. Imposible encontrar a un hombre más bueno. Como en tantas ocasiones, Signe sintió remordimientos. Sabía que era ella la equivocada, que hacía mal en preocuparse tanto.

—Perdona, Matte. No tienes que comer más, claro.

Se dirigía a él con el apodo que tenía desde que empezó a hablar y no sabía decir bien su nombre. Decía que se llamaba Matte, y así empezaron a llamarlo todos.

—¿Sabes quién ha venido al pueblo? —continuó en tono alegre, y empezó a recoger los platos para quitar la mesa.

—No, ni idea.

—Annie.

Matte se sobresaltó y se la quedó mirando.

—¡Annie! ¿Mi Annie?

Gunnar soltó una risotada.

—Ya, ya. Ya sabía yo que eso te despabilaría. Sigues teniendo debilidad por ella, ¿eh?

—Anda ya.

Signe vio de pronto ante sí al adolescente, con el flequillo tapándole los ojos mientras les contaba balbuciendo que se había echado novia.

—Le he llevado un poco de comida —dijo Gunnar—. Está en la Isla de los Espíritus.

—Huy, no la llames así —dijo Signe, estremeciéndose al oír el nombre—. Se llama Gråskär.

—¿Cuándo ha llegado? —preguntó Matte.

—Ayer, creo. Y se ha traído al chico.

—¿Y cuánto se queda?

—Dice que no lo sabe. —Gunnar se puso una pulgarada de tabaco bajo el labio y se retrepó satisfecho en la silla.

—¿Y está… está como siempre?

Gunnar asintió.

—Sí hombre, claro que está como siempre, la pequeña Annie. Tan guapa como siempre. Con la mirada algo triste, o eso me ha parecido a mí, pero puede que hayan sido figuraciones mías. Quizá haya tenido alguna discusión en casa. Quién sabe.

—Bueno, con esas cosas no hay que especular —lo reprimió Signe—. ¿Has visto al niño?

—No, Annie salió a recibirme al muelle y no me podía quedar mucho rato. Pero ve a visitarla, hombre. —Gunnar se dirigió a Matte—. Seguro que se alegra de ver gente en la Isla de los Espíritus. Perdón, Gråskär —añadió mirando con sorna a su mujer.

—Eso son tonterías y viejas supersticiones. No creo que haya que fomentarlas —dijo Signe con el ceño fruncido.

—Annie sí cree —dijo Matte en voz baja—. Siempre decía que sabía que estaban allí.

—¿Quiénes? —En realidad, Signe quería cambiar de tema, pero al mismo tiempo aguardaba expectante la respuesta de Matte.

—Los muertos. Decía que a veces los veía y los oía, pero que no querían hacer ningún daño. Que, simplemente, se habían quedado allí.

—Uf. Bueno, yo creo que lo mejor será que nos tomemos el postre. He hecho crema de ruibarbo. —Signe se levantó bruscamente—. Pero, aunque tu padre diga un montón de bobadas, tiene razón en una cosa: seguro que se alegra si vas a visitarla.

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