Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (18 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Se alejó con paso altivo para inspeccionar una pequeña arpía enjaulada. Casmir se le acercó al cabo de un instante.

—¿Eres la hechicera Desmëi? —preguntó.

Desmëi le examinó.

—¿Y quién eres tú?

—Perdrax, caballero andante de Aquitania. —Desmëi sonrió y cabeceó.

—¿Y qué deseas de mí?

—Es una cuestión delicada. ¿Puedo contar con tu discreción?

—Hasta cierto punto.

—Hablaré con franqueza. Sirvo al rey Casmir de Lyonesse, que se propone devolver el trono Evandig a su legítimo lugar. Para ello implora tu consejo.

—El archimago Murgen impide tal compromiso.

—Ya has reñido con Murgen. ¿Cuánto tiempo obedecerás sus preceptos?

—No para siempre. ¿Cómo me recompensaría Casmir?

—Establece tus condiciones y se las comunicaré. —De pronto Desmëi titubeó.

—Di a Casmir que venga personalmente a mi palacio de Ys. Allí hablaré con él.

Pedrax hizo una reverencia y Desmëi se alejó. Pronto se marchó por el bosque en un palanquín conducido por seis sombras veloces.

Antes de partir hacia Ys, el rey Casmir meditó largo tiempo; Desmëi era famosa por sus tratos dudosos.

Al fin ordenó sacar la galeaza real y en un día chispeante y ventoso, navegó más allá de la escollera, rodeó el Cabo Despedida y se dirigió a Ys.

Casmir desembarcó en el muelle de piedra y caminó por la playa hasta el palacio blanco de Desmëi.

Encontró a la hechicera en una terraza que daba al mar, inclinada en la balaustrada, casi a la sombra de una alta urna de mármol de donde brotaba el follaje de un madroño.

Desmëi había sufrido un cambio. Casmir se sobresaltó ante su palidez, sus huecas mejillas y su cuello flaco. Los dedos, delgados y nudosos, se arqueaban sobre el borde de la balaustrada; los pies, en sandalias de plata, eran largos y frágiles y mostraban una red de venas rojizas.

Casmir se quedó boquiabierto, sintiéndose en presencia de misterios que no podía comprender.

Desmëi lo miró de soslayo sin demostrar sorpresa ni placer.

—Conque has venido.

Casmir se esforzó para recobrar la iniciativa que a su entender le correspondía.

—¿No me esperabas?

—Llegas demasiado tarde —repuso Desmëi.

—¿Por qué? —exclamó Casmir con una nueva inquietud.

—Todas las cosas cambian. Ya no tengo interés en los asuntos humanos. Vuestras incursiones y guerras son molestas; perturban la paz de la campiña.

—¡No se necesita una guerra! ¡Sólo quiero el trono Evandig! Dame magia o un manto de invisibilidad, para que pueda apoderarme de Evandig sin guerra.

Desmëi soltó una risa suave y salvaje.

—Soy famosa por mis tratos dudosos. ¿Pagarías mi precio?

—¿Cuál es tu precio?

Desmëi miró hacia el horizonte marino. Al fin habló, tan quedamente que Casmir avanzó un paso para oír.

—Escucha, te diré algo. Desposa bien a Suldrun; el hijo de ella se sentará en Evandig. ¿Y cuál es mi precio por ese presagio? Nada en absoluto, pues ese conocimiento no te servirá de nada.

Desmëi se volvió abruptamente y se perdió en una de las altas arcadas que conducían a las sombras de su palacio. La delgada silueta se desdibujó y desapareció. Casmir esperó un instante bajo la caliente luz del sol, pero sólo se oía el rumor del oleaje. Regresó a su barco.

Desmëi observó la galeaza que cabeceaba en el mar azul. Estaba sola en el palacio. Durante tres meses había esperado la visita de Tamurello; él no había venido y el mensaje de esa ausencia no era claro.

Fue a su taller, se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Se estudió en el espejo, para ver rasgos demacrados, un cuerpo huesudo, flaco, casi asexuado. Un tosco pelo negro le cubría la cabeza; sus brazos y piernas eran delgados y carentes de gracia. Tal era su cuerpo natural, en el cual se sentía a sus anchas. Otros disfraces requerían concentración para no aflojarse y disolverse.

Desmëi fue a sus gabinetes y extrajo varios instrumentos. Trabajó dos horas en un gran hechizo para convertirse en un plasma que entró en un recipiente de tres aberturas. El plasma se agitó, se destiló y surgió por las tres aberturas para condensarse en tres formas. La primera era una doncella exquisita, de ojos azules y violáceos y pelo negro suave como la medianoche. Llevaba consigo la fragancia de las violetas, y se llamaba Melancthe.

La segunda forma era masculina. Desmëi, aún borrosamente presente mediante un truco temporal, se apresuró a arrebujarla en un manto para que otros (como Tamurello) no descubrieran su existencia.

La tercera forma, una criatura demente y chillona, servía como sumidero para los aspectos más repugnantes de Desmëi. Temblando de asco, Desmëi dominó a esa horrible criatura y la quemó en un horno, donde se contorsionó y gritó. Un humo gris se elevó del horno; Melancthe retrocedió pero aspiró involuntariamente el hedor. La segunda forma, oculta en su manto, inhaló el hedor con agrado.

Desmëi había perdido su vitalidad. Se disolvió en humo y desapareció. De los tres componentes que había producido, sólo Melancthe, fresca con el sutil aroma de las violetas, permaneció en el palacio. La segunda forma, aún cubierta, fue llevada al castillo Tintzin Fyraí, en la entrada de Valle Evander. La tercera se había convertido en un puñado de cenizas negras y una pestilencia que aún flotaba en el taller.

11

Habían puesto la cama de Suldrun en la capilla que daba al jardín, y una doncella alta y huraña llamada Bagnold le llevaba comida todos los días, exactamente al mediodía. Bagnold era medio sorda y bien podía haber sido muda, pues no hablaba demasiado. Se le requería que verificara la presencia de Suldrun, y si Suldrun no estaba en la capilla, Bagnold recorría furiosamente el jardín hasta encontrarla. Esto ocurría casi todos los días, pues Suldrun no prestaba atención a la hora. Al cabo de un tiempo Bagnold se cansó del esfuerzo; dejaba el cesto lleno en la escalinata de la capilla, recogía el cesto del día anterior y se marchaba: era lo más cómodo para ambas.

Cuando Bagnold se iba, atrancaba la puerta con una gruesa viga de roble. Suldrun podía escalar los riscos de ambos lados del jardín, y se prometía que un día lo haría y se iría del jardín para siempre.

Así pasó la primavera y el verano, y el jardín estaba más bello que nunca, aunque siempre acosado por la quietud y la melancolía. Suldrun conocía el jardín a todas las horas. En el alba gris brillaba el rocío y los trinos de los pájaros eran claros y penetrantes como ecos del principio del tiempo. En plena noche, cuando la luna llena cabalgaba sobre las nubes, ella se sentaba bajo el tilo mirando el mar mientras el oleaje rugía contra la playa ripiosa.

Una noche apareció el hermano Umphred, la cara redonda radiante de candor. Traía un cesto, y lo dejó en la escalinata de la capilla. Observó atentamente a Suldrun.

—¡Maravilloso! ¡Estás tan bella como siempre! Tu pelo brilla, tu piel reluce. ¿Cómo te mantienes tan limpia?

—¿No lo sabes? —preguntó Suldrun—. Me baño en esa tina.

El hermano Umphred alzó las manos parodiando un gesto de horror.

—¡Es la pila de agua, bendita! ¡Has cometido sacrilegio! —Suldrun se encogió de hombros y se alejó.

El hermano Umphred vació el cesto con gestos felices.

—Traigamos alegría a tu vida. Aquí hay un vino oscuro. ¡Beberemos!

—No. Vete, por favor.

—¿No estás aburrida e insatisfecha?

—En absoluto. Toma tu vino y márchate.

El hermano Umphred se marchó en silencio.

Con la llegada del otoño las hojas cambiaban de color y el sol se ponía temprano. Hubo una sucesión de tristes y gloriosas puestas de sol, luego llegaron las lluvias y el frío del invierno. Suldrun apiló piedras para construir un hogar contra una de las ventanas. Tapó la otra con ramas y con hierba. Las corrientes que rodeaban el cabo arrojaban leños en la playa, y Suldrun los llevaba a la capilla para secarlos y luego los quemaba en el hogar.

Las lluvias amainaron; la luz del sol brilló en el aire vibrante y frío, y llegó la primavera. Brotaron narcisos en los canteros, y los árboles dieron nuevas hojas. En el cielo aparecieron las estrellas de primavera. Capella, Arcturus, Denebola. En las mañanas soleadas, los cúmulos de nubes se erguían sobre el mar, y la sangre de Suldrun parecía acelerarse. Sentía una extraña inquietud que nunca antes la había perturbado.

Los días se alargaron, y las percepciones de Suldrun se agudizaron, y cada día comenzó a tener su propia cualidad, como si fuera uno en un número limitado. Una tensión, una inminencia, comenzó a cobrar forma, y a menudo Suldrun permanecía despierta toda la noche para saber todo lo que ocurría en su jardín.

El hermano Umphred la visitó de nuevo. Encontró a Suldrun sentada en la escalinata de piedra de la capilla, tomando el sol. El hermano Umphred la miró con curiosidad. El sol le había bronceado los brazos, las piernas y la cara, y le había aclarado mechones de pelo. Parecía la viva imagen de la salud; en verdad, pensó el hermano Umphred, parecía casi feliz.

Eso despertó sus sospechas: se preguntó si ella habría encontrado un amante.

—Querida Suldrun, mi corazón sangra cuando pienso en tu soledad y tu aislamiento. Dime cómo estás.

—Bien —dijo Suldrun—. Me gusta la soledad. Por favor, no te quedes aquí por mi culpa.

El hermano Umphred rió alegremente. Se sentó junto a ella.

—Ah, querida Suldrun… —Le tomó la mano, y Suldrun miró los dedos blancos y regordetes. Eran húmedos y la molestaban. Apartó la mano y los dedos la soltaron con desgana—. No sólo te traigo solaz cristiano, sino también un consuelo humano. Debes reconocer que aunque soy sacerdote también soy hombre, y sensible a tu belleza. ¿Aceptarás esta amistad? —La voz de Umphred se volvió suave y servil—. ¿Aunque mi emoción sea más cálida y entrañable que la mera amistad? Suldrun se echó a reír. Se puso de pie y señaló la puerta.

—Tienes permiso para irte. Espero que no regreses.

Le dio la espalda y caminó hacia el jardín. El hermano Umphred masculló una maldición y se marchó.

Suldrun se sentó junto al tilo y miró hacia el mar.

—Me pregunto —se dijo— qué será de mí. Soy bella, o eso dicen todos, pero eso sólo me ha causado problemas. ¿Por qué me castigan como si hubiera actuado mal? Tengo que reaccionar de algún modo. Debo producir un cambio.

Después de cenar se dirigió a la villa abandonada, desde donde le agradaba observar las estrellas en las noches despejadas. Esa noche brillaban mucho y parecían hablarle, como maravillosas criaturas desbordantes de secretos. Se puso de pie y escuchó. Un presagio colgaba en el aire, pero no atinaba a descifrarlo.

La brisa nocturna refrescó. Suldrun regresó a la capilla, donde aún ardían brasas en el hogar. Las sopló para avivarlas, puso madera seca y el cuarto se entibió.

A la mañana siguiente despertó temprano y salió al alba. El rocío perlaba el follaje y la hierba; el silencio tenía una cualidad primitiva. Suldrun bajó por el jardín, lenta como una sonámbula, hasta la playa. El oleaje se estrellaba contra los guijarros. El sol se elevó coloreando las nubes del horizonte. En la curva sur de la playa, donde las corrientes traían leños, vio un cuerpo humano que la marea había arrastrado hasta allí; Suldrun se detuvo, y luego se acercó paso a paso. Lo miró con un espanto que pronto se convirtió en piedad. ¡Qué tragedia que una muerte tan fría hubiera arrebatado a alguien tan joven, tan frágil, tan apuesto! Una ola movió las piernas del hombre. Los dedos se estiraron espasmódicamente y se clavaron en los guijarros. Suldrun se arrodilló, arrastró el cuerpo lejos del agua, luego acarició los rizos mojados. Tenía las manos ensangrentadas y la cabeza magullada.

—No te mueras —susurró Suldrun—. Por favor, no te mueras.

Los párpados temblaron; los ojos vidriosos y empañados la miraron un instante antes de cerrarse.

Suldrun arrastró el cuerpo hasta la arena seca. Cuando tiró del hombro derecho él soltó un gemido. Suldrun corrió hasta la capilla para coger carbón y madera seca, y encendió una fogata. Enjugó la cara fría con un paño.

—No te mueras —repitió una y otra vez.

La piel del joven empezó a entibiarse. La luz del sol brilló sobre los riscos e iluminó la playa. Aillas abrió los ojos una vez más y se preguntó si había muerto y ahora estaba en los jardines del paraíso con el más bello de todos los rubios ángeles.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Suldrun.

—Me duele el hombro. —Aillas movió el brazo. El aguijonazo de dolor le confirmó que aún vivía—. ¿Dónde estoy?

—En un viejo jardín cerca de la ciudad de Lyonesse. Yo soy Suldrun. —Ella le tocó el hombro—. ¿Crees que está roto?

—No lo sé.

—¿Puedes caminar? Puedo ayudarte a subir.

Aillas intentó levantarse, pero se cayó. Lo intento de nuevo, con el brazo de Suldrun alrededor de la cintura, y trastabilló.

—Vamos, trataré de sostenerte.

Paso a paso subieron por el jardín. Se detuvieron a descansar en las ruinas.

—Debo decirte que soy troicino —jadeó Aillas—. Me caí de un barco. Si me capturan me encarcelarán… con suerte.

—Ya estás en la cárcel —rió Suldrun—. En la mía. No me permiten salir. No te preocupes. Te ocultaré.

Lo ayudó a levantarse; al fin llegaron a la capilla.

Suldrun se las ingenió para inmovilizar el hombro de Aillas con vendajes y ramas y lo obligó a tenderse en su catre. Aillas aceptó sus cuidados y se quedó observándola: ¿qué delito habría cometido esta bella muchacha para estar prisionera? Suldrun lo alimentó con miel y vino, luego con gachas. Aillas se relajó y se durmió.

Por la noche, el cuerpo de Aillas ardía de fiebre. Suldrun no conocía otro remedio que paños húmedos en la frente. A medianoche la fiebre bajó, y Aillas se durmió. Suldrun se acomodó en el suelo junto al fuego.

Por la mañana Aillas despertó, sospechando que todo era irreal, que se trataba de un sueño. Poco a poco recordó el Smaadra. ¿Quién lo había arrojado al mar? ¿Trewan? ¿Por repentina locura? ¿Por qué otra razón? Desde que había visitado la nave troicina en Ys se había portado extrañamente. ¿Qué habría sucedido a bordo de esa nave? ¿Qué había trastornado a Trewan?

El tercer día Aillas decidió que no tenía huesos rotos y Suldrun le aflojo los vendajes. Cuando el sol se elevó en el cielo, los dos bajaron al jardín y se sentaron entre las columnas rotas de la antigua villa romana. En la dorada tarde se contaron sus vidas.

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